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Authors: Gonzalo Torrente Ballester

Tags: #Novela

Los gozos y las sombras (16 page)

BOOK: Los gozos y las sombras
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Le dio un hipido violento.

—¡No es vida; no, no es vida!

Carlos no sabía qué hacer. Lucía, convulsa del llanto, había apoyado los brazos en la mesa y escondía el rostro.

—¿Quiere usted un poco de agua? ¿Quiere que llame a alguien?

Ella parecía no oírle. Interrumpió los sollozos y le miró de nuevo.

—Además, me engaña. Es un adúltero. ¡A mí, a la más fiel de todas las esposas! ¡Y si supiera usted con qué clase de mujeres me ofende!…

—¿Por qué no calla de una vez? —dijo, desde la puerta, una voz brava, femenina.

Carlos se volvió. Era la sirvienta. No parecía importarle la presencia de Carlos. Miraba, furiosa, a Lucía.

—Usted tiene la culpa, deslenguada, que él, el pobre, bien bueno es.

Se dirigió a Carlos:

—¿No la ve? En vez de echar una mano a don Baldomero, se pone a llorar y a contar los trapos sucios. ¡Que si los contara todos…!

Lucía había dejado de llorar repentinamente; miraba a la criada con temor, un poco replegada hacia la sombra.

—Ayúdeme, señor —continuó la sirvienta—. Eche una mano.

Irguieron, entre los dos, el cuerpo, inerte ya, del boticario.

—¿A dónde hay que llevarlo? —preguntó Carlos.

—No pase cuidado. Ahora puedo yo sola.

Cargó sobre el hombro a don Baldomero y salió de la rebotica.

—Y usted, señora, a ver si deja de quejarse, que hay mucho que hablar —dijo, desde la escalera.

Subió pesadamente. Lucía volvió a llorar, con llanto menudo y silencioso. «Ya ve, don Carlos, a qué triste condición me tiene reducida. Ella es la que manda en casa, la verdadera señora. Yo, un cero a la izquierda. ¡Mi propia criada! ¡A quien se le diga!… Todo porque no tengo un hermano que me defienda ni una madre que me recoja. Y como en este pueblo no hay un solo caballero…»

Se sobrecogió, de pronto.

—Perdóneme, no me refería a usted, sino a los otros, a los de aquí. Usted acaba de llegar y sólo ahora conoce la verdad de mi vida. ¡Si a esto puede llamarse vida!…

Pareció hacer un gran esfuerzo para levantarse. Carlos acudió otra vez.

—Gracias.

Teatralmente fue hacia la puerta.

—Usted no es todavía como los otros. Usted, si algún día doy la campanada, me comprenderá sin reírse de mí. Porque esto tiene que acabar, tiene que acabar…

Desde el primer escalón tendió la mano, aparatosamente. Carlos, después de una vacilación, se la besó.

—Buenas noches.

—Por favor, cierre la puerta, al salir, la de la calle. Muchas gracias.

Empezó a subir, con la cabeza vuelta hacia Carlos, con el mirar angustiado, hasta que Carlos salió. Corrió entonces, escaleras arriba; cruzó un pasillo, y el dormitorio en que su marido roncaba, y entró en un mirador. Por la rendija de una cortina husmeó la calle, arriba y abajo. Carlos bajaba sin prisa; la calle era larga y los faroles la alumbraban a cada trecho, de modo que Carlos atravesaba zonas de sombras y zonas de luz. Lucía le contempló hasta perderle de vista, hasta que se hundió en las sombras, y, aun entonces, continuó con la frente febril pegada al vidrio helado y húmedo, y en la retina persistía el recuerdo de Carlos, y en la mente el resumen de sus cualidades; caminaba con paso elástico, como los ingleses de las películas; era feo, distinguido y cortés. Y sabio. ¡Un sabio, venía del extranjero, de una Universidad extranjera! Sólo con mirarla aquel instante en que la había mirado habría descubierto —seguramente, o al menos adivinado— toda su intimidad. Lucía sintió el escalofrío de la desnudez. Toda, no: casi toda. No podía adivinar sus peleas, en sueños, con un demonio lúbrico que tenía la cara, que tenía la voz, y las manos, y los ojos fríos, de Cayetano Salgado —aquellas luchas tremendas de las que despertaba agotada, jadeante—, aquellos riesgos de perdición que corría (en sueños) tantas noches, sin que su marido acudiese a socorrerla. ¡Cómo necesitaba de aquel socorro, cómo se perdería (¿sólo en sueños?) sin él! A no ser que Carlos quisiera socorrerla; bien entendido, un socorro espiritual, el socorro de una amistad inocente y elevada.

Tenía que atraerlo, hacerlo amigo. Pero ella no era atractiva.

Pensó en sus amigas, en las jóvenes que guiaba, en las que le acompañaban a la misa del monasterio. ¿Inés Aldán? No. Inés, si quería a un hombre, lo querría todo para ella. Inés, no. Rulita, quizá, o Julia Mariño.

A éstas les bastaría con el cuerpo elástico de Carlos, y le dejarían el alma, para el ejercicio puro de la amistad. Eran dóciles y estaban ávidas de saber. Les enseñaría. ¿Y si alguna de las dos…? La adiestraría, y, después, escucharía la confesión nupcial. «¡Soy tan feliz!», diría la que fuese; y explicaría cómo lo había sido, sin saber que había obrado por delegación. Porque…

Se le metieron en el alma imágenes terribles, y un ardor pecaminoso le recorrió el cuerpo. Se santiguó, apartó la frente del cristal frío.

—¡Virgen Santísima, no!

VI

Cuando Carlos se levantó, ya entrada la mañana, la casa estaba llena de gente, y doña Mariana andaba atareada con el reparto del aguinaldo a las mujeres de los marineros; con ruido de zuecas y conversaciones aguardaban en el zaguán y en la acera a que Xirome las llamase. Entraban, recibían de doña Mariana el donativo y salían en seguida murmurando bendiciones; pero, al llegar al zaguán, contaban el dinero y preguntaban a las otras cuánto habían recibido; y alguna, descontenta, se quejaba en voz baja y maldecía de las aduladoras, pelotilleras y cuenteras que recibían, por el oficio, un duro más.

Carlos se ofreció a ayudar en algo; doña Mariana le dijo que no sabría componérselas con aquella gente, y que saliese hasta la hora de comer, si lo quería, puesto que había amanecido bueno, o se metiese en el salón, o donde el ajetreo y las voces no le molestasen. Carlos prefirió salir, y, en la calle, dudó si subir a su casa, o irse a la taberna en busca de Aldán, o a la botica. Vacilaba aún cuando alguien, alborozado, le llamó por su nombre, y en seguida un brazo le golpeó la espalda afablemente.

—¡Carlos! ¡Hombre, Carlos! ¿Ya no me recuerdas? ¡Soy Cayetano!

Se estremeció. Cayetano Salgado, con un impermeable inglés, boina y pipa, le abrazaba.

—Ya supe que habías llegado, pero no fui a verte porque no me llevo bien con la Vieja. Esperaba encontrarte en la calle cualquier día. ¡Qué bien te conservas, caray! Pareces un muchacho, pero debes pasar de los treinta, como yo.

Por lo pronto, había una diferencia entre Cayetano y los demás: emanaba, como si la exudase, sensación de poder, de seguridad, de satisfacción. Alto como Carlos, pero más ancho y fornido, sin nada de aldeano en el aspecto; vestido, sin embargo, como un marinero, con botas de agua y traje azul mahón; botas y traje de calidad excepcional, como el impermeable y los guantes.

—Hace años que no nos vemos, ¿eh? Lo menos quince o dieciséis. ¡Lo que ha pasado desde entonces!

Había dejado de abrazarle, pero no le soltaba, como interesado en que los contempladores —alejados, pero atentos al encuentro— viesen su amistad y su buena voluntad.

—¡Quién nos lo iba a decir! Tú, hecho un sabio; yo…

Hizo con la mano un gesto que señalaba algo que en el aire había.

—¿No oyes? Son las remachadoras de mi astillero. ¿Ibas a alguna parte? Porque, si no, vente conmigo. Verás los barcos que estoy haciendo. ¡De mil toneladas, casco de hierro! Eso, por ahora. Más adelante…

Carlos se dejó llevar; se dejó convidar a cigarrillos
Capstan
, traídos directamente de Inglaterra. «Tengo también cigarros puros, fabricados para mí en La Habana, con mi retrato; ya te daré un puñado.» Se dejó guiar a través del astillero, y escuchó largas explicaciones sobre las remachadoras, sobre las soldaduras, sobre las gradas, sobre los operarios especializados: «Los mando al arsenal de Ferrol durante dos o tres años, pagados de mi bolsillo». Recorrió el interior del barco próximo a botarse, y asistió al diálogo, en inglés, entre Cayetano y un capataz de Southampton, vestido de mono y con sombrero hongo. «Mil quinientas pesetas mensuales le pago. Más que a un ingeniero.»

—Vamos, ahora, a casa. Hay que celebrar el encuentro.

Entraron en un edificio grande, antiguo, alzado sobre un promontorio que cerraba, por el sur, la cala donde se habían instalado las gradas.

—Es una casa vieja, pero le tengo cariño, porque aquí empezó mi padre el negocio. Claro que la he arreglado.

Atravesaron las oficinas, donde quince o veinte empleados trabajaban.

Cayetano hizo, al pasar, dos o tres preguntas; le respondieron con respeto. Más allá de una puerta donde estaba escrito: «Director», la fisonomía del edificio cambiaba: calefacción, alfombra rica en el pasillo, muebles de caoba. Una puertecilla recia, casi misteriosa, totalmente inesperada por su traza Tudor, embutida en una pared ancha.

—Entra. Ya verás.

Le empujó hacia el interior deslumbrante. Un despacho inmenso, de techos altos de dos pisos, cubierto de roble antiguo; al fondo, un ventanal gótico inglés. Chimenea a un lado. Buenos muebles, buenos cuadros. ¡Ah! Sobre la chimenea, un óleo representando a Cayetano con traje de montar y fusta: la mano se apretaba sobre ella con vigor excesivo.

—¿Qué tal? ¿Te gusta?

Carlos tardó en responder.

—Confieso que me sorprende. Aquí en este pueblo…

Cayetano le palmoteó la espalda.

—Este pueblo ya no es lo que recuerdas, y será mucho más. Pero te doy la razón: el despacho es sorprendente.

Miró alrededor, contento de sí mismo y del despacho.


Chippendale
. Lo compré, entero, a un lord arruinado; lo mandé desmontar, y, pieza a pieza, fue reconstruido en mi casa. Está igual que en el castillo. La única diferencia es mi retrato. Había el de un viejo con peluca, pero, como comprenderás…

El gesto lo explicó todo.

—Los demás los conservo. Son de mérito. Hay un Reynolds.

Carlos, remotamente molesto, respondió:

—Sí. Aquél.

—¿Entiendes de cuadros?

—Un poco.

—Claro. Es natural. Eres un sabio.

Le llevó, dulcemente empujado, hacia el cuadro.

—¿Quieres verlo más de cerca? Mando en seguida que lo descuelguen.

—Lo veo perfectamente. Es hermoso.

Por compensar con una cortesía la respuesta brusca, se demoró en la contemplación e hizo algunas observaciones. Cayetano le escuchaba sonriendo.

—No entiendo de eso, pero me gusta tener buenas cosas. Soy un hombre de negocios, y, en cualquier caso, un cuadro de firma es una inversión, ya lo creo, una inversión segura.

Como si ya el capítulo se hubiese concluido, fue hacia un sofá.

—Tomaremos una copa.
¿Sherry? ¿Whisky?

Tocó un timbre. Entró un criado, que recibió órdenes y volvió en seguida con el
sherry
. Cristal de Bohemia, claro. Antes de servir, Cayetano hizo sonar las copas, para que Carlos comprobase, por el sonido, la calidad.

—A tu salud, y que estés contento con nosotros. Pues, como te decía…

Bebió de un sorbo y encendió un pitillo.

—… soy un hombre de negocios. Lo que me interesa es impulsar la industria, añadir cada año una nueva grada al astillero y meter cincuenta obreros nuevos al trabajo. Pueblanueva tiene un gran porvenir.

Carlos aseguró que desconocía la potencialidad económica del pueblo, y que más bien le había parecido siempre un lugar pobre y bello.

—Atraso. Nada más que atraso. La gente, aquí, vivía del campo y de la pesca. Hasta que a mi padre se le ocurrió montar un pequeño astillero, nadie pensó que pudiera ganarse un duro como no fuese arando y pescando. Pero lo de mi padre no fue más que el principio, y esto de ahora todavía no es nada. Dentro de diez años, Pueblanueva entera vivirá de mi factoría. Tengo grandes proyectos y dinero para realizarlos.

Explicó: explotación de minas abandonadas, un taller de carrocerías, quizá —si lograba interesar a un grupo financiero— altos hornos: «Porque hay carbón muy cerca; carbón de excelente calidad». La construcción de altos hornos sería la coronación de su obra.

—Pero antes hay mucho que hacer. Mientras ciento cincuenta hombres pierden el tiempo en la pesca… Así no se puede. Son un mal ejemplo. El pescador es vago y va a la taberna; piensa que andar por la mar con peligro de su vida le da derecho a ser borracho y anarquista. Por otra parte, la multiplicidad de empresas les lleva a sentirse independientes; ellos cobran de doña Mariana, y eso les hace mantenerse en rebeldía. El pueblo entero tiene que constituir una unidad económica industrial. La pesca es un negocio ruinoso, y el campo no da más que maíz y berzas, con un esfuerzo desproporcionado. ¿Para qué gastar las energías de una sola persona en un trabajo antieconómico? Yo daré sueldos suficientes para que pueda traerse todo de fuera. Organizaré un economato, en el que cada trabajador encontrará lo que le haga falta sin necesidad de sostener un comercio miserable. Yo…

Concebía a Pueblanueva como una gran fábrica, dirigida por él desde el despacho comprado a un lord.

—No necesito decirte que también para ti hay un puesto.

—¿Para mí? No soy ingeniero, ni siquiera capataz.

Antes de responderle, Cayetano sirvió nuevas copas.

—Mira, Carlos: como puedes comprender, conozco la situación económica de todo el mundo, y sé que la tuya no es muy boyante. Lo más que puedes sacarle a tus tierras y a tus bosques, preocupándote de ellos, quiero decir, viviendo para ellos, son quinientas pesetas mensuales el año que venga bueno. Una miseria. Pero tú no querrás dedicarte a eso. Un hombre no se pasa quince años estudiando para pelear después con jornaleros y caseros.

—Nunca he pensado hacerlo.

—Lo suponía. Pero, en este caso, tus tierras no rentarán ni la mitad.

Aquí todo el mundo roba lo que puede, como en todas partes. ¿Qué vas a hacer con cincuenta duros? Digo, a no ser que dispongas ya de un empleo.

—Todavía no. Llevo en España muy pocos días.

—Yo te lo ofrezco. Médico del astillero.

Carlos sonrió.

—Te aseguro que no sé entablillar una pierna rota. Soy médico de locos.

—¿Y qué? Me es igual. Aquí, entre el viento y el vino, todo dios está loco. Cabalmente, un médico de locos es lo que nos está haciendo falta; pero nadie puede ofrecerlo al pueblo más que yo.

Se levantó, dio unos pasos, se apoyó contra la chimenea.

—Te hago una oferta seria, en el caso de que quieras quedarte. Mil pesetas de sueldo para empezar, y veinte mil duros a tu disposición para organizar la clínica, la biblioteca y todo lo necesario; cada año un viaje al extranjero por cuenta de la casa, y un presupuesto extraordinario para material. Entera libertad en tu cometido. Yo, ni entiendo de locos, ni me importan. Aquí, en el pueblo, tenemos a uno muy divertido, Paquito
el Relojero
, que vive en mi casa y que me sirve de bufón; pero éste no creo que tenga cura. Pero no es el único. Si la gente no estuviera loca, no haría tantas estupideces. Tendrás clientela a porrillo.

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