—Pero ¿qué fieles?
El cura vaciló.
—¡Vamos, dígalo!
—La mayor parte del dinero lo regala doña Angustias. Es presidenta de la Cofradía.
—Lo suponía. ¿Piensa usted que le importa el altar? Lo que ella quiere es tapar las estatuas de mis muertos, echarles tierra encima, a ver si la gente los olvida de una vez.
Se levantó y fue hacia el cura.
—Usted verá lo que hace.
—El altar, naturalmente. Salvo si el señor Obispo me lo prohíbe.
—En ese caso, cuente usted con que el Obispo se lo prohibirá. La iglesia es mía, y la capilla de los Churruchaos, más mía que nada.
—Si es tan suya la iglesia, ¿por qué no le arregla las goteras, y no manda que apuntalen las paredes, que un día vendrán abajo?
Doña Mariana calló un momento.
—Y usted, ¿por qué no me lo dijo?
—Nunca pensé que le importara tanto.
—Lo que me importe es cuenta mía. Y ahora haga el favor de acompañarnos. Quiero que vea la capilla don Carlos Deza.
—No pretenderá usted que aparte los sacos de cemento.
—No, pero tiene usted un sacristán que puede hacerlo.
El cura tragó saliva.
—También puede terminar el desayuno —añadió doña Mariana—. Esperaremos.
Se levantó y cogió a Carlos del brazo.
—Vamos.
Llegó, apurado, el sacristán; se metió en el pasillo, y al poco rato salió.
—Ya pueden entrar.
—Que venga don Julián.
Vino don Julián. Doña Mariana se sentó en un banco.
—Hágame el favor de enseñar la capilla a don Carlos. Yo estoy cansada.
Don Julián no disimulaba el malhumor, y fue delante de Carlos con malos modos y andar brusco. Apartó al monago de un empellón, y con cajas destempladas despachó al sacristán.
—Bien. Aquí la tiene. Véala a su gusto.
Entró Carlos. Una capilla románica, redonda, según la traza de los Templarios, visiblemente más antigua que la iglesia. Un sarcófago en el medio, levantado sobre dos jabalíes de piedra; y otros más, de diversas épocas, adosados a los muros: todos con sus estatuas de bulto, más o menos enteras. A un lado, sobre un altar pequeño, un Cristo de gran tamaño, alumbrado de dos cirios grandes y una lámpara de aceite. Recordó entonces Carlos que, de niño, su madre, al salir de la iglesia, solía rezar ante aquel Cristo.
—¿Qué? ¿Ha terminado?
—No es necesario que me acompañe, si tiene prisa —respondió Carlos, suavemente—. Comprendo que es una hora intempestiva.
—Está loca —dijo el cura, señalando con un gesto hacia fuera—. Y, además, tiene el demonio en el cuerpo.
—Quizá sólo sea un poco brusca de palabra.
—¡Tirana, eso es lo que es! No se le ocurre que, después del desayuno, tenga uno ganas de echar un cigarrillo.
—Creí que le había molestado lo del altar.
—¿A mí? ¡Allá ellas se entiendan, doña Mariana y doña Angustias! Pero usted comprenderá que si hay devotas que lo piden, ¿por qué no hacerlo?
Carlos señaló, con una sonrisa y con un movimiento de mano, los enterramientos.
—¡Bah! Gentes como ella o peores. ¿Para qué guardarles tanto respeto, si estarán en el infierno? No hubo un Churruchao bueno.
—Me parece que soy uno de ellos.
—Pues ande con cuidado con lo que lleva en la sangre…
—¿Usted cree?…
—Por lo pronto, no se sabe de ninguno que haya sido decente y buen cristiano.
—Me gustaría conocer el remedio para no ser como ellos.
Sin querer, le salió a Carlos la voz grave y la entonación seria. El cura le miró fijamente.
—¿Lo dice de veras?
—Claro…
—En ese caso, váyase del pueblo. Aquí ninguno de ustedes tiene nada que hacer. Los tiempos no son los de antes, y manda otra gente.
—No vengo a mandar.
—Ya sé. Usted viene a cuidar locos y endemoniados. No le arriendo la ganancia.
—Tampoco vengo a eso.
—¿Entonces…?
Dejó sin respuesta la interrogación del cura; con el pretexto de que doña Mariana pasaría frío, volvieron a la iglesia. El cura masculló un saludo y se escurrió hacia la sacristía. Salieron. En la plaza, doña Mariana rompió a reír y a burlarse de don Julián y del mal rato que le había hecho pasar.
—Sin embargo, mañana mismo iremos a Santiago. No quiero que Angustias consiga su altarcito.
Encargó, de camino, un automóvil que al día siguiente les llevase a Santiago, y, después de comer, trajo un montón de papeles y pergaminos catalogados, con transcripciones y traducciones escritas por el padre de Carlos. Metió en una cartera todos los concernientes a la propiedad de la iglesia y a sus derechos sobre ella. Resultaba que podía enterrarse en cualquier lugar de su recinto, no sólo en la capilla.
—Mira, de esto me había olvidado. Lo trataré también con el Arzobispo.
—Tengo entendido que las autoridades civiles prohíben que nadie se entierre en las iglesias.
—Lo arreglaré también. Un gobernador republicano es más fácil de manejar que un prelado.
Al día siguiente, muy temprano, vino a buscarlos el automóvil. Doña Mariana tenía sueño y se durmió al poco rato. Carlos, a falta de entretenimiento mejor, se entregó al paisaje: primero con resignación; más tarde, con gusto; por último, con fruición. En Santiago se aposentaron en un hotel caro, y Carlos se encargó de gestionar la entrevista con el Prelado. Después de comer, mientras la dama echaba la siesta, se perdió por las calles, con afán de reconocer lo que había conocido y de revivir lo vivido bastantes años antes.
Callejeó un par de horas, y, una de las veces que pasó delante del Hospital, se le ocurrió preguntar la dirección de un compañero. Se la dieron y le encaminaron. Llegó ante una casa nueva, en las afueras, de apariencia rica, con jardinillo, rejas en las ventanas y solana de piedra. Dio su nombre, le hicieron esperar un poco, y su amigo le recibió con alharacas de sorpresa.
—¡Hombre, Deza, Carlos Deza! ¿De dónde sales?
Alto, gordo, opulento, bien trajeado, contento de sí mismo. Le llevó al despacho, le preguntó por su vida, y, antes de que Carlos contase nada, habló de la suya.
—¡Ya ves, chico! Hice en Alemania cirugía de pulmón, y ahora le saco el jugo. Santiago sigue siendo un buen sitio para médicos.
Insistía en sus ganancias. Le mostró la casa, bien alhajada, con cuadros y porcelanas; le presentó a su mujer; le contó las operaciones difíciles que había hecho.
—Soy auxiliar de la Universidad; pero eso, económicamente, no significa nada. Sin embargo, da fama y permite esperar a que la cátedra quede vacante. Don Remigio la palmará pronto.
Agotada la información sobre sí mismo, preguntó:
—¿Y tú? ¿Qué haces?
—Nada.
—Ibas para sabio, y hasta oí decir que estudiabas en Viena, con Freud. ¿No es cierto?
—Sí. También estuve en Viena.
—La psiquiatría no es, todavía, buen negocio, aunque empieza a ponerse de moda en España. Desde que vino la República se habla mucho del psicoanálisis. ¿Piensas venir a Santiago?
—Todavía no pienso nada.
—Aquí, en eso de locos, andan todavía por la antigua. Pero si viene un tipo espabilado… Habría que poner una clínica, claro…
Lo dijo como guardándose, por inútil, la continuación: «… y tú no pareces tener mucho dinero».
—Sí, naturalmente. Una clínica.
—Tropezarás con muchos inconvenientes. En la cátedra, con esto de la República, puedes decir lo que quieras, incluso que no crees en Dios; pero el clero sigue mandando en la ciudad. Y eso del psicoanálisis no debe hacer mucha gracia a los curas. Es como quitarles la clientela.
—No tanto.
—Sin embargo, nunca sobran las precauciones. Yo, después de lo de don Roberto, ando con pies de plomo. La cirugía, por fortuna, no tiene nada que ver con la teología. Claro que no creo en Dios, pero voy a misa todos los domingos, y mi mujer, que es bastante beata, reza todas las novenas necesarias para que me dejen tranquilo. Hay que saber vivir.
Al despedirse, le invitó a tomar café al día siguiente, pero Carlos no le dio seguridades. Marchó al hotel. Doña Mariana le esperaba en el vestíbulo. Había ya merendado y hacía ganchillo. Carlos tomó una taza de té, y sólo pasado un rato contó la visita de su amigo.
—No me parece mal lo de la clínica —dijo doña Mariana.
—Tendría que venderlo todo, y, aun así, los comienzos serían modestos.
—Puedo ayudarte.
—¿En una empresa insegura?
—¿Y qué? Cuando puse dinero, hace treinta años, en el negocio de Salgado, pude haberlo perdido. Considera además que no ofrezco un préstamo. Eres demasiado orgulloso para aceptarlo, y haces bien. Haremos una sociedad.
Carlos, con las manos en los bolsillos, se había arrimado al piano y miraba al suelo.
—Mire, Mariana: este viaje a Santiago me ha servido de algo.
Se sentó en la banqueta del piano, vuelto hacia ella.
—Pasé aquí siete años. Era un estudiante como los otros; hacía lo que todos y, si acaso, estudiaba un poco más: de ahí me viene la reputación de sabio. Sin embargo, aspiraba a ganar dinero, a tener una posición, a ser catedrático. Con este propósito marché más tarde a Viena. Pero el tiempo pasado aquí debía haber sido definitivo: fueron los años en que la personalidad se cuaja. Ahora mismo yo tendría que ser la continuación de aquel muchacho que pagaba cuatro pesetas diarias de pensión y que, para estudiar durante la noche, echaba sobre la cama su abrigo y todos los abrigos que le prestaban los compañeros, porque hacía mucho frío. El mismo, mejorado, con más sabiduría. Pues bien: esta tarde he comprobado que entre aquel muchacho y yo no hay nada común. Creo que si de pronto borrasen todos mis recuerdos de entonces, si hicieran un vacío en mis recuerdos, sería el que soy, y nada mío me habrían arrebatado.
Doña Mariana le escuchaba con atención. Había dejado la labor y sus manos jugaban con la aguja.
—Entiéndame. No es sólo que haya pasado una hora con un viejo amigo sin hallar nada de común con él. Ha sido, sobre todo, la ciudad. He vivido siete años aquí, y, sin embargo, hoy me pareció nueva. La he descubierto, la he sentido con ojos y corazón nuevos. No me han estorbado los recuerdos de los hechos ni de las personas; no he deseado encontrarme con nadie ni revivir ninguna amistad. Ha pasado como, hace dos o tres años, un fin de semana en Salzburgo. Había ido allá con Zarah, y la abandoné en el hotel, lo mismo que a usted, y me perdí en la ciudad, lo mismo que aquí, y, al regresar, le hablé de. cosas vistas, de emociones experimentadas, que le hicieron considerarme con severidad, como la madre cuyo hijo hace algo que escapa a sus previsiones. Me temo que a usted le suceda otro tanto. ¿Cómo quiere que acepte la idea de montar una clínica, de gastar su dinero, si no me interesa?
—Parece que estoy oyendo a tu padre.
Carlos se estremeció.
—A mí me ha parecido, durante todo el día, que sentía como él. Ahora mismo estoy convencido de que mi destino se parece mucho al suyo.
Se sentó en el sofá, junto a doña Mariana, y le tomó una mano. Ella le miró con un relámpago de sorpresa satisfecha.
—El otro día, cuando leí sus cartas, cuando la escuché a usted, no fue a mi padre a quien hallé, sino a mí mismo. Luchaba por convencerme de que no era así, de que padecía, una ilusión,. ¡yo qué sé!, de que usted me sugestionaba y sentía lo que usted quería que sintiese. Ahora ya no tengo dudas. Mi padre hubiera visto y sentido lo mismo que vi y sentí, y hubiera hecho lo que yo hice. Hubiera renunciado.
—¿A qué, criatura?
—Por lo pronto, a mi profesión. La siento tan postiza como podía sentir mi padre su acta de diputado. Había ido a la política porque a usted le era grata, y hubiera continuado en ella de haberse casado con usted, o de haber tenido esperanza. La única diferencia entre mi padre y yo es el papel que usted ha jugado en su determinación y el que juega en la mía. Usted se irritó entonces, y mucho me temo que también se irrite ahora, pero no tiene remedio. No pondré una clínica en Santiago, no seré catedrático de Universidad.
Soltó la mano de doña Mariana y ocultó la cabeza entre las suyas.
—No sé lo que haré.
—Lo que necesitas es buscar una mujer y casarte.
—¿Quiere usted que repita la historia de mi padre?
—¡Dios lo haga mejor!
—Ni mi padre ni yo, por lo que voy comprendiendo, pertenecemos a esa clase de hombres, normal, si usted quiere, que se casan con una buena chica, ponen un negocio y sostienen un hogar tranquilo. Mi padre se enamoró de usted, y yo quizá me enamore. Pero, por favor, no me busque usted novia. Quizá no supiera decir que no…
Se volvió hacia ella, repentinamente, con una expresión nueva en la mirada.
—¿Sabe qué me apetece ahora? No va usted a entenderlo, y hasta es posible que se ría de mí. Me apetece tocar el piano.
Ella no dijo nada, pero le sonrió con ternura.
Llevó a doña Mariana hasta el Palacio Arzobispal, y esperó fuera, paseando. La dama se entretuvo como una hora, y salió triunfal.
—No está mal este Arzobispo. Es un andaluz gracioso, pero listo. Claro que yo iba bien prevenida. Entré muy tranquila, y, antes de saludarle le dije: «No hablé jamás con un Prelado. ¿Qué debo hacer, arrodillarme o decirle buenos días?». Él, entonces, se echó a reír, me dio la mano y me mandó sentar. Primero me despaché a mi gusto, y él no dijo ni pío. Cuando terminé, sacó unos papeles que tenía preparados, les echó un vistazo y me respondió: «Tiene usted en parte razón y en parte, no. Claro está que el cura se ha pasado de raya, y que ese altar no se hará jamás, porque, aunque la capilla no fuera de propiedad particular tiene un valor artístico que no hay por qué estropear. Pero y la iglesia? También tiene valor artístico, y, sin embargo, cualquier día se desmoronará. ¿Es que no le importa?». Me cogió desprevenida, y me disculpé como pude. «Tiene usted la obligación de restaurarla, si es que tiene dinero para hacerlo.» «Claro que lo tengo.» «Entonces, yo le prometo prohibir expresamente que se levante el altar de Lourdes si usted me promete arreglar la iglesia de modo que aguante otros seiscientos años.» «Prometido, pero con una condición.» «Cuál?» «Que cuando esté arreglada irá usted a inaugurarla.» «Las iglesias no se inauguran, señora, se bendicen o se consagran.» «Pues a consagrarla, que parece más solemne.» «No puedo prometérselo, porque estoy viejo y asmático, y como lo de la iglesia tardará bastante tiempo, a lo mejor ya he muerto.» «Pero, ¿y si está vivo?» Sonrió y dijo: «En ese caso, se lo prometo». Iba a levantarme, pero me detuvo: «No hemos terminado todavía. Si no me han engañado, usted y las mujeres de su familia, gozan de un extravagante privilegio que ofende las costumbres actuales de la Iglesia». «Hasta ahora, nadie se ha ofendido más que una señora rica del pueblo, que, como no puede sentarse en el presbiterio, y en cambio tiene un banco asegurado en primera fila, quiere que todos se sienten detrás.» «Aunque así sea, la Iglesia debe acabar con todas esas antiguallas feudales. Han pasado de moda.» «Eso mismo dice el capellán, y me extraña que esté usted de acuerdo con él.» «Los arzobispos y los capellanes estamos de acuerdo muchas más veces de lo que se supone. ¿Trae ahí el documento?» Le di la copia. «¿Es textual?», me preguntó. «Supongo que sí. Yo, como es natural, no sé latín.» Se puso las gafas y leyó atentamente. « Mi lejano antecesor en la Mitra, Dios lo tenga en su gloria, concedió este privilegio porque podía hacerlo, pero lo hizo tan escrupulosamente que este humilde sucesor suyo no puede desbaratarlo. Sin embargo, Roma lo anulará.» «iAh, bueno!», le dije yo. «Si en Roma lo hacen…» «Lo harán, se lo aseguro.» «Tardarán mucho?» «Ya sabe usted que las cosas de Roma se eternizan.» «En ese caso, haga lo que quiera. Con que el día de consagrar la iglesia pueda todavía sentarme en el presbiterio, me doy por contenta.» Se echó a reír, y aquí me tienes.