—¡Ah! ¡Es por eso!
Se volvió, implorando, a Inés.
—¿Y tú, Inés, qué dices?
Inés levantó los ojos de la labor.
—Yo, si Juan se va de casa, me marcharé con él.
—¡Iros al diablo!
Clara salió de la sala con paso recio. Batió la puerta y las paredes temblaron —en alguna parte cayó el yeso de un desconchado—. Cogió el paraguas y las zuecas y salió. Iba decidida a decir a doña Mariana que sí, que estaba de acuerdo.
A cada paso que daba por la carretera, bajo la lluvia fina, se le aplacaba la furia. Pensó que quizá Juan tuviese razón —desde su punto de vista, claro—. Pensó…
Al llegar al pueblo, entró en el estanco y compró un pliego de papel y un sobre, y, allí mismo, escribió una carta a doña Mariana. Le dijo la verdad. Y se la envió por un chico al que dio unos céntimos por el recado.
Volvió a su casa. Se oía, lejos, el ruido de la máquina de coser.
Buscó un rincón de la cocina, se sentó en una silla baja y lloró silenciosamente.
La noticia de que Carlos había salido, el domingo, con Clara, la oyó la vieja
Galana
en el mercado, el padre en el tajo, y, al atardecer, una vecina les vino con el cuento, por si Rosario no se había enterado, y a ver qué pasaba.
Rosario preparaba la cena. Los hombres regresarían pronto: aprovechando una escampada se habían ido al huerto. Toda la conversación con la vecina recayó en la madre. Rosario, ni se volvió, atenta al llar. La vecina, a cada detalle, la miraba inútilmente. Parecía que nada de lo pasado entre Carlos y Clara le importase.
Tampoco respondió a los comentarios de su madre, entre la marcha de la vecina y el regreso de los hombres; y como la madre insistiese, le gritó:
—¿Quiere callar de una vez? ¿O es que soy, acaso, la novia de don Carlos?
Llegó el padre, y, poco después, los hermanos. Rosario sirvió la mesa.
Después se metió en su cuarto y se cambió de ropas.
—¿A dónde vas? —le preguntaron.
—A un recado.
Salió, envuelta en su mantón, sin explicar.
—Llevaba algo, ¿verdad?
—Llevaba algo.
La madre se asomó a la puerta y la vio alejarse por la carretera.
—No va al pazo. Parece que va al Outeiro.
Entonces, salió al camino uno de los hermanos.
—Sí. Va al Outeiro. Se metió por el atajo.
—¿A qué irá al Outeiro?
El atajo trepaba por el repecho de la colina, se metía entre setos y sembrados y, más arriba, entre pinares. Por el medio del atajo corría el agua de la lluvia. Rosario pisaba de una piedra en otra para no mojar las zuecas relucientes. Llegó frente a una casa blanca, más allá de una era. El día había caído. Al atravesar la era, ladró un perrillo. Una voz le mandó callar. Luego preguntaron:
—¿Quién es?
No respondió hasta pisar los umbrales.
—Buenas noches.
Había fuego en el llar, y una vela encendida. Una vieja gorda, de cara sonriente, mondaba patatas junto al hogar. Miró a Rosario.
—¿Quién eres?
—Rosario, la del
Galán
, la costurera.
—¡Ah!
—¿Puedo entrar?
—Entra.
Rosario dio unos pasos y se detuvo. La vieja la indicó, con el gesto, una banqueta.
—Rosario, la del
Galán
.
—Sí.
—La que está ahora con el señorito.
—Ya no.
—¿Ya no?
Rosario movió la cabeza.
—¿Y eso? —continuó la vieja.
—Ya ve.
Se quitó el mantón y lo dobló sobre el regazo. Encima puso un paquete que había traído oculto. La vieja miró el paquete y, luego, a Rosario.
—Una docena de huevos.
—Dios te lo pague. Como están los tiempos…
Rosario le alargó el paquete. La vieja lo abrió, se levantó y puso los huevos en un plato.
—Son buenos.
—Los había juntado para otra persona.
—Dios te lo pague.
La vieja dejó el plato sobre el vasar, y se volvió a Rosario.
—¿De modo que reñiste con Cayetano?
—Lo despaché.
La vieja la miró con sorpresa.
—¿Te atreviste?
—Sí.
—Cuenta…
—¿Para qué? Antes de que él me despachase a mí…
La vieja volvió a sentarse y sonrió.
—Habrá otro.
—Habrá.
—Tan rico como ése, no.
Rosario se encogió de hombros.
—Todo no es ser rico.
—Y, entonces, ¿a qué vienes?
—Me parece que soy machorra.
Por primera vez le tembló en las pupilas algo así como interés o pasión. Añadió:
—¿Usted cree que tiene remedio?
—Todas las cosas tienen remedio, unas más y otras menos.
—Quería quedar preñada.
—¿Del otro?
—Sí.
El pañuelo que la vieja llevaba a la cabeza se había aflojado. Se lo anudó.
—Ya ves. Pasa de treinta años que vino a verme, una vez, doña Angustias.
—¿También era machorra?
—Peor. Se le malograban los hijos. La llevé al Puente del Perdido, estando preñada de Cayetano, una noche de luna llena; le bauticé el hijo en el vientre, y se logró.
—Bien pudo haberlo bautizado mal.
—Ella me había traído una onza de oro. Todavía la tengo.
Rosario señaló los huevos.
—Le traeré más, y si empreño, le daré una pulsera de oro.
—Si piensas que lo vale…
—Lo vale.
—Espera un poco.
La vieja se acercó a la cocina, echó en la olla las patatas. Después recogió un poco de ceniza, la vertió en una taza, le mezcló aceite, sal, y se santiguó.
Se había puesto seria. Estaba frente al llar, y la luz de la llama le bailaba en el rostro. Rezaba por lo bajo, hacía cruces sobre la mixtura, canturreaba latines; con una cuchara de palo meneó el engrudo. Luego alzó la taza sobre la lumbre y cantó otra vez. Salían de su boca nombres de santos y de diablos en letanía.
—Ven adentro.
Cogió la vela, y Rosario la siguió. Entraron en una alcoba, pequeña, encalada, con una cama de hierro —la colcha, portuguesa—. Algunas sillas, y una mesa de pino junto a la cama.
—Échate.
Puso la taza sobre una silla mientras Rosario se acostaba. La vieja, sin soltar la vela, le alzó las faldas y le bajó las bragas. Quedó el vientre al descubierto.
—Buena ropa, ¿eh? Y buenas piernas. Así les gustan a los señoritos.
—Esto será seguro, ¿verdad?
—No hay seguro más que lo que Dios quiere.
—Le traeré la pulsera de oro.
—Cállate ahora, y cuando yo diga el
Gloria Patri
, tú respondes amén.
Cierra también los ojos.
—¿No me irá a hacer mal?
—No te muevas.
La vieja dejó sobre la mesa la palmatoria, y, con el dedo untado en el mejunje, trazó cruces y redondeles sobre el vientre tembloroso de Rosario, mientras rezaba.
—Ahora, abre las piernas.
—¿También ahí?
—También.
Siguió rezando y ungiendo. La puerta había quedado abierta. Apareció en ella, silencioso, un mocetón, como una sombra en la que, de pronto, se encendieran los ojos como luces. Le vio la vieja y gritó:
—¡Vete de ahí!
El mozo tardó unos segundos. Rosario, sobresaltada, abrió los ojos, y le vio. Se bajó la falda, apurada, hasta tapar los muslos.
—¿Quién es?
—Mi hijo Ramón. No pases pena.
—Cierre la puerta.
La vieja cerró y pasó el pestillo.
—Hay que empezar otra vez.
—Bueno.
Repitió las unciones y los rezos hasta el amén de Rosario.
—¿Usted cree que me ha visto?
—¿Quién?
—Su hijo.
—¿Qué te importa? No va a hacerte nada.
—Tengo que ir sola por ahí abajo.
—Te digo que no va a hacerte nada. Es un buen hombre. No lo hay mejor para el campo en todo el pueblo. Gracias a Dios, acaba de llegar del servicio. No sé cómo pasé sin él estos dos años…
Salieron a la cocina. Ramón se había sentado en la piedra del llar y miraba la lumbre.
—Siéntate.
—Es tarde.
—Siéntate un poco. Ramón, tráele esa banqueta.
Ramón, calmosamente, le acercó un escabel y volvió a su asiento del llar. No había dejado de mirarla; le brillaban los ojos como brasas en la oscuridad, y Rosario sentía su cuerpo recorrido, tocado, penetrado por la mirada.
—Tus hermanos trabajan en el astillero, ¿verdad?
—Trabajaban. También mi padre. Los echaron.
—¿Y ahora?
—La finca es buena. Da para todos.
—Pero no es vuestra.
—Como si lo fuera. Pagamos una miseria a don Carlos Deza.
—Sin embargo, un jornal…
—Eso dicen ellos.
—¿Y tú?
—Yo tengo buenas manos para ganar un duro diario, y mantenida.
—Algún día vendrás. Tengo unas sábanas que obrar.
—Cuando quiera.
Rosario se incorporó, pero la vieja le hizo señal de quedarse.
—No tienen prisa. Ya te avisaré, allá para el mes que viene.
La vieja insistió en preguntar sobre la finca, sobre lo que plantaban, sobre lo que recogían, sobre las vacas y los cerdos. Ramón no se había movido. Su mirada cosquilleaba en la boca de Rosario, en los pechos, a lo largo de las piernas. Cosquilleaba como una mano fuerte y áspera que acariciase suavemente, y ella se dejaba acariciar con agrado. Una vez volvió el rostro hacia la lumbre, y respondió con una larga sonrisa a la mirada de Ramón.
—Bueno, me voy.
—Como quieras.
—Ya vendré a decirle…
—¿No quieres que vaya Ramón contigo? Ya es de noche.
Ramón se estremeció y adelantó un poco el torso. Rosario tuvo miedo.
—No, no. Sé bien el camino.
—Alúmbrala, Ramón.
—Adiós.
Ramón cogió un quinqué y se acercó a la puerta. Alzó la luz por encima de la cabeza y se apartó un poco para que Rosario saliese. No se movió mientras ella cruzaba la era, y ella la cruzó tranquilamente, ceñido el mantón; pero, al llegar a las sombras, corrió por el atajo, sin cuidarse del agua que le entraba en las zuecas y le mojaba los escarpines. Corrió como si la mirada de Ramón le golpease las espaldas, como si la desnudase y quisiera acostarla en el prado húmedo. Le daba miedo aquel placer sentido al saberse deseada, aquel deseo al que respondía contra su voluntad —que le agitaba el pecho y le resecaba la garganta.
A la vista de su casa se arrimó a un castaño, a descansar. Llovía, y el agua le mojó el rostro y el cabello. Se sintió más tranquila y pensó en Carlos: pensó en sus abrazos, delicados, y en el modo de abrazar que tendría Ramón.
Pensó también que Carlos era un señorito y Ramón sólo un labrador y que Carlos era el dueño de la granja de Freame: una casa, varios ferrados de labradío, con el río por medio; un poco de monte…
Los padres, los hermanos, esperaban en silencio sentados alrededor de la mesa. Rosario abrió la puerta y se detuvo en el umbral, a respirar. Se volvieron hacia ella, la miraron. La madre dijo:
—¿De dónde vienes?
—Vengo.
—¡Quiero saber de dónde vienes!
Calmosamente cerró y fue a su cuarto. La madre repitió:
—¡Quiero saber, te digo… !
—¡De donde me da la gana, y no se meta en mis cosas!
—¡Te voy a echar de casa!
—¡Atrévase!
Se encerró en su cuarto. La madre barafustaba fuera, increpaba al padre por su falta de autoridad, incitaba a los hermanos contra Rosario. Ella se había acostado, con los ojos cerrados, y oía vagamente los gritos, como si no fuesen con ella, y más tarde el ruido de los últimos quehaceres, hasta que todo quedó en silencio. No se había movido, no había abierto los ojos, pero su voluntad había borrado del recuerdo la mirada de Ramón y la había sustituido por las palabras, por las caricias de Carlos, y era lo que ahora apetecía, lo que había querido apetecer —lo que le mantenía vivo y ardiente el deseo en las entrañas—. Se levantó, de pronto, abrió el armario, buscó apresuradamente ropas interiores, se desnudó y se vistió. Se puso medias finas, y escarpines de paño.
Un ruido en el piso la detuvo. Alguien bajaba la escalera. Llamaron a su puerta.
—¡Rosario! —gritó la madre.
—¡Déjeme dormir en paz!
Apaga, entonces, la vela, que se gasta.
Apagó, y esperó hasta que todo quedó, otra vez, tranquilo. Entonces, a tientas, buscó un frasco de colonia, recordó los lugares donde Carlos la había besado y los perfumó. Después, bien embozada en el mantón y con las zuecas en la mano, saltó, por la ventana, a la era.
Llovía otra vez, pero sin viento. Sujetó, sin embargo, las ventanas para que no hiciesen ruido. Después rodeó la casa y salió a los sembrados. Por atajos llegó al pazo. Empujó la puerta con cuidado.
Paquito, en su cuchitril, enderezaba el volante de un reloj con menudo, cuidadoso martilleo. Oyó rechinar los goznes, y saltó al zaguán. Rosario ya estaba dentro.
—¿Qué quieres?
—Vengo a ver al señor.
—Si fuera yo, te echaría a patadas. Te digo que si fuera yo…
Rosario le empujó suavemente.
—No te metas en esto. Y cierra la puerta.
Empezó a subir las escaleras. A la mitad, se volvió a Paquito.
—¿Dónde está? ¿En su cuarto o en la torre?
—En el limbo. ¿No lo oyes tocar?
Se oía el piano, remoto. Rosario se guió por él. Golpeó la puerta. No entendió la respuesta, pero abrió. Carlos estaba sentado al piano, había dejado de tocar, y la miraba.
—¡Rosario!
—Buenas noches, señor.
Él se acercó. Ella dio un paso, sin cerrar.
—Entra, anda.
—Ayúdeme el señor a quitarme el mantón.
Respiraba agitada, le bailaba el deseo en los ojos, adelantaba los labios entreabiertos. Carlos, al besarla, la miró, buscó en ella algo más interior que el deseo, pero en las pupilas de Rosario, una luz juguetona se interponía, una luz como una red o una defensa. Se enmarañó en ella, se dejó arrastrar por el vértigo.
¡Meu rei!
—dijo Rosario.
La criada preguntó a doña Angustias si tomaría el café, y ella le respondió que no, que iba a comulgar.
Eran las ocho y media de la mañana. Por la ventana abierta llegaban los ruidos del astillero. Un barco, oscuro entre la niebla gris, se acercaba al muelle, pitando, y desde el muelle le respondían a gritos que abriese de proa y que arrojasen el cabo.
Cayetano salió de un cobertizo y corrió hacia el embarcadero. Un capataz se le acercó y le explicó algo relativo al barco que atracaba. Cayetano dio órdenes. Al volverse, vio a su madre y agitó los brazos.