—Gracias, pero no es lo mismo.
—¿Por qué?
—Si un día te casas, no te verás obligado a confesarte a tu mujer. Yo, en cambio, tendré que contar a mi marido…
Se interrumpió y añadió en seguida:
—No sé si podré hacerlo, porque me dará vergüenza. Por eso quisiera cambiar.
Sonaba el timbre del cine, anunciando la entrada, y, junto a la puerta, se agrupaba una clientela vociferante y confusa. Doña Lucía, emperifollada, y las muchachas que la acompañaban, desentonaban ligeramente del conjunto, y, sabiéndolo, se mantenían un poco aparte. También desentonaba Clara, y, además, sorprendía; la miraban con insistencia y cuchicheaban a su paso. Ella atravesó los grupos con la cabeza erguida, sin soltar el brazo de Carlos.
Había una cola delante de la taquilla. Carlos se sumó a ella.
—Deja —dijo Clara—. La taquillera es amiga mía y me dará las entradas sin esperar. Dame el dinero.
Entró por una puertecilla, y Carlos esperó. Doña Lucía le hizo, entonces, seña de que se acercara.
—¿Cómo está usted?
Ella se había apartado de sus compañeras. Le tendió la manó e hizo un gesto compungido.
—¡Ah, Carlos, Carlos! ¡Cómo me falla usted! —dijo en voz baja—. ¡Con qué mujeres se relaciona! Todo el mundo habla de la
Galana
, y ahora le veo muy amartelado con Clara.
—Está usted equivocada. Ni Clara ni…
—No se disculpe. Todos los hombres son iguales. ¡Y yo, que había elegido para usted una de mis amigas! Claro que son chicas de las que no van al cine solas con un hombre. ¡Aún si se hubiera fijado usted en Inés! ¡Pero, Clara!… No es que se sepa nada malo de ella. Sin embargo, para usted… ¡Tan vulgar! ¡Ande! ¡Váyase con ella! Ya le está esperando, y no parece haberle hecho mucha gracia verle conmigo.
El cine era una habitación larga y estrecha, con duras butacas de madera. Sobre la entrada, a todo lo ancho de la sala, una especie de palco avanzaba por encima del patio. Allí vio Carlos, acomodadas, a doña Lucía y a sus amigas.
—¿Por qué no has comprado entradas de palco? —preguntó a Clara.
—No quiero estar al lado de esas superferolíticas.
—Sin embargo, aquél es tu sitio.
—Otro día…
El público de las butacas alborotaba. Se tiraban cáscaras de cacahuetes, bolas de papel; se llamaban a voces; los niños de las filas delanteras disparaban flechas, se insultaban o se agredían. Un acomodador, vestido de mahón, daba gritos en vano. En medio del tumulto, se oía apenas la música de un disco.
Sosegaron al apagarse la luz. En la pantalla apareció Gary Cooper, oficial de lanceros bengalíes. Cuando mató, de un tiro, a una serpiente, todos exclamaron:
—¡Ooooooh!
Clara se había quitado el abrigo y lo mantenía doblado cuidadosamente sobre el regazo. Seguía la aventura de los lanceros con expresión apasionada, con ojos entornados y felices. También se admiró de que el protagonista matase a la serpiente, y se alegró de que Franchot Tone no muriese tan pronto.
—Los hombres ya no son así —dijo una vez, en voz baja, pero acercándose a Carlos, de modo que éste sintió en la mejilla el hálito caliente de las palabras.
Fue su único comentario. Al encenderse las luces, parecía transfigurada y dichosa. Pero, al salir, pasaron junto a doña Lucía, y se sintió mirada; arrugó la frente.
—¿Qué le importará a esa imbécil si voy contigo o no?
—Será que le gusta tu abrigo.
—No miró el abrigo. Me miró a mí. Ya verá ella…
Se colgó del brazo de Carlos y se arrimó ostensiblemente.
—No te importa que haga esto, ¿verdad? Quiero darle en las narices, aunque vaya diciendo por ahí que me entiendo contigo.
Y, de repente:
—Oye, ¿si estará enamorada de ti?
—No digas disparates.
—No me explico entonces por qué me miró con odio.
Después del cine, la gente se paseaba por los soportales, si llovía, o por el centro de la plaza, si hacía bueno. Las señoritas, por la derecha; las de medio pelo, por un lado o por otro, según su gusto; las artesanas, por la izquierda.
Clara explicó a Carlos el rito del paseo, y le pidió que, si no la llevaba a casa todavía, marchasen a otra parte.
—¿Volvemos a la taberna?
—Bueno.
Había poca gente. Pidieron algo de beber. Carlos llevó la conversación a la infancia de Clara. Ella contó algunas cosas del colegio de monjas en que había estado, un buen colegio. De pronto, un día, su padre había dicho que aprendería más en un Instituto, y la matriculó en él.
—Fue porque no tenía dinero para pagar el colegio, que era muy caro.
En el Instituto, Clara había descubierto que gustaba a los hombres. Los chicos le decían palabras brutales; los bedeles, con cualquier pretexto, se acercaban a ella y la tocaban con disimulo. Algunos profesores la miraban como se mira a las mujeres.
—Había uno, muy joven, que nos enseñaba latín. Era muy tímido, yo le gustaba, y todas las chicas de clase lo sabían. No me preguntaba la lección jamás, ni me reñía por mucho que alborotase. Una vez que lo encontré en la calle, se atrevió a hablarme, sólo para enterarse de dónde podía ver a mi padre. Le dije que fuese a la Gran Peña, porque papá no vivía con nosotros, sino que conservaba su piso de soltero, donde no estaba nunca. No sé lo que le diría el profesor de latín; el caso es que papá llegó a casa furioso, y me prohibió que fuese al Instituto. Tiempo después supe que aquel sujeto tímido se había atrevido a reñirle porque me dejaba andar sola por Madrid, y que le había propuesto casarse conmigo. ¡Figúrate qué disparate! Yo no tenía más que quince años. De modo que no volví a estudiar.
Después había llegado la pobreza. El padre apenas daba dinero y se desentendía de la casa. Inés se pasaba el día en la iglesia, o en el antiguo colegio, donde las monjas la adoraban; muchas veces quedaba a comer allí, y aún pasaba semanas enteras, con cualquier pretexto.
—Yo la admiraba, porque era muy distinguida, y la envidiaba porque no tenía que trabajar, como yo, en la casa, desde que no teníamos criada. Sin embargo, yo encontraba natural que fuese yo misma la sacrificada. En cuanto a Juan, vivía como podía, y sólo venía a casa a dormir, cuando venía. Andaba metido en jaleos de estudiantes, y alguna vez lo habían detenido. Tuvimos que alquilar una habitación sobrante. Vivíamos frente a un cuartel de Caballería. La portera, cuando supo que admitíamos un huésped, nos mandó a un sargento de muy buena facha, que parecía un general, ‘ con su dolmán colorado y su gorro de húsar. Me gustó en seguida. Su habitación estaba junto a la mía, pared por medio, pero con las puertas muy separadas, porque yo, para entrar en mi cuarto, tenía que atravesar el dormitorio de mamá. El sargento, al poco tiempo, empezó a tirarme los tejos, a briscarme cuando estaba sola y a hablar conmigo con cualquier pretexto. Era casado y se había separado de su mujer, porque ella le engañaba. Un día me dijo que me quería, y yo lo mandé a paseo, y le amenacé con que le echaríamos de casa si volvía a decirme algo. La verdad es que me gustaba cada vez más y, de ser soltero, quizá me hubiera escapado con él, porque, casarnos, no nos lo permitirían por aquello de que él sólo era sargento. Después del repeluzno que le di, dejó de perseguirme, y se estuvo callado una temporada larga. No hacía más que mirarme, cuando nos encontrábamos. Un día, recibí una carta, sin firma, muy amorosa. Supuse que era de él, y no le di importancia. Siguió escribiéndome: al principio, cartas muy sentimentales que parecían copiadas de ésos libros que se venden para que los soldados escriban a sus novias: yo las leía a solas, me reía de ellas, pero, en el fondo, me gustaba recibirlas. Más tarde, las cartas cambiaron de tono: decían que me deseaba y que acabaría por ser suya. Describía lo que haríamos, cuando me decidiese a irme con él; lo describía con pelos y señales, y si en un principio me dio repugnancia, acabé por hacer de sus cartas mi placer, y las leía una vez y otra, como alucinada, y lo que decía en ellas me andaba por la cabeza todo el día, de modo que parecía tonta. Hasta que por fin dio en golpear la pared, quedamente, cada vez que me oía rebullir. Empezó a pedirme en las cartas que le respondiese del mismo modo; después, que hiciese lo que me indicaba, y yo estaba tan embaucada, que lo hacía, y de esto vino todo mi mal. No sé en qué hubiera terminado aquello, ni si, de durar, acabaría por volverme loca o por irme con él adonde quisiera llevarme, a pesar de ser casado. Papá no se ocupaba de nosotros para nada. Inés y Juan no parecían de casa. Mamá empezaba a emborracharse, y todo el trajín caía sobre mí. Un día me decidí escribir al sargento, y lo hice: una carta muy larga, que no me atreví a darle inmediatamente, que conservé mucho tiempo, pensando cada noche que la entregaría al día siguiente. Hasta que por fin se la dejé sobre la almohada, y aún le añadí un párrafo diciéndole que me llevase consigo adónde quisiera, que me iría con él. Aquella noche, no golpeó la pared: fui yo quien lo hizo, sin respuesta. Al día siguiente, se marchó muy temprano, dejando sobre la mesa del comedor un sobre con la mensualidad corriente y el aviso de que mandaría a recoger su equipaje. Esperé, sin embargo, que volviese a buscarme; lo esperé durante algún tiempo, y engañaba la espera leyendo sus cartas, hasta que un día las quemé todas y no volví a pensar en él. Pero el daño hecho ya no tenía remedio. Esto era ya cerca de la República. Andábamos, entonces, de cabeza, porque Juan se había marchado con unos estudiantes al Pirineo, no sé con qué pretexto, y se supo luego que se había sublevado y que había tenido que huir a Francia; gracias a esto no volvía pensar en el sargento. Papá también andaba metido en política: iba y venía a Galicia, y una vez nos mandó mil pesetas, que mamá quiso guardar para ella, pero que yo le obligué a emplear en el pago de los alquileres atrasados, que eran no sé cuántos, y en otras deudas, ,v, lo que sobrase, para vivir. Tuvimos una trifulca horrible, pero mamá sólo se quedó con parte del dinero, y supe después que había enviado una cantidad a Juan, que lo pasaba muy mal en Francia, hasta que vino la República y Juan volvió. Por aquellos días, papá venía a casa con frecuencia, nos traía a veces dinero, y aseguraba que pronto dejaríamos de pasar apuros, porque sus amigos eran ministros y le iban a dar el oro y el moro; y Juan también andaba muy contento, siempre metido en líos, y, cuando quemaron las iglesias, yo sé que estaba en el ajo. Pero, de pronto, una noche vinieron a avisarnos de que papá se había puesto muy enfermo, y que fuéramos a su casa. Mamá dijo que no iba, mis hermanos tampoco, y yo, sin explicarme por qué, tuve que ir sola, de noche, a ver cómo mi padre moría. Después me enteré de que yo era, de los tres, la única legítima, y que resultaba su heredera, porque lo que quedaba de su fortuna, la casa en que vivimos ahora, perteneció a su herencia, y mamá no tenía ningún derecho sobre ella, ni los otros tampoco.
Hizo una pausa, y miró a Carlos tristemente.
—Esos dos, Inés y Juan, nunca me han querido bien por esto. Como si yo tuviera la culpa.
Carlos afectaba no dar importancia a la historia. Comió algo y encendió un pitillo.
—No creo a Juan de mala condición. En cuanto a Inés, la tengo por persona caritativa y por encima de estas bobadas.
Clara sonrió.
—Sí, sí, bobadas.
Permaneció un momento silenciosa, y continuó:
—Lo mejor era marcharse de Madrid y venirnos a Pueblanueva. Juan no quería, porque alguien le había prometido un destino; pero pasaban los días y no traía a casa más que esperanzas. En el barrio no había ya nadie que nos fiase, habíamos vendido todo lo vendible, y días hubo que pasamos con lentejas sin aceite. Inés lo aceptaba en silencio: jamás dijo una sola palabra más alta que otra, ésta es la verdad; pero Juan armaba los grandes bochinches, y con quien se las entendía era conmigo, porque mamá no quería saber nada: se metía en su cuarto, y si tenía anís, mejor. Hasta que un día me impuse: no había más remedio que largarse. Pero no era tan fácil, por la portera, que no nos dejaría sacar los muebles. Tampoco teníamos dinero para los billetes. Fue Juan quien los consiguió, de favor, y yo quien convencí al sereno, que era gallego, para que nos permitiese salir de noche, con lo que pudiéramos llevarnos. Aquello fue una juerga: yo echaba, desde el balcón, los bultos de ropa, y el sereno los recogía en la calle. Cuando todo estuvo fuera, bajamos en silencio, recogimos el equipaje y salimos pitando para la estación. Quedaba la casa abierta, con los muebles dentro, y la llave en la puerta. El sereno me dijo que me daba un duro por un beso, y yo se lo di, pero no quise el duro. ¿Qué iba a hacer? Se había portado bien. Pasamos en la estación lo que faltaba de noche, y parte del día. Juan marchó, y trajo unas pesetas que alguien le había prestado, y con eso comimos durante el camino. Pero, antes de salir el tren, apareció la portera, y nos armó el gran escándalo, que escuchamos como quien oye llover, porque no era cosa ya de avergonzarse. Hasta que por fin salió el tren… Bueno. Llegamos a La Coruña, y, para pagar los billetes del autobús, fue otra odisea. Aquí me tocó otra vez el arreglo, porque me fui a casa de un pariente de papá, y le dije lo que nos pasaba, y él, por evitar la vergüenza de que se supiera, según me dijo, me dio diez duros; pero la verdad es que, antes de dármelos, me preguntó mil inconveniencias, y me dijo que era bonita, y me dio a entender que podía venir a La Coruña cuando quisiera, que él me ayudaría.
Hizo un guiño y rió.
—¿Comprendes? Resulta que, delante de una chica guapa, no importaba el parentesco. ¡Hay cada sujeto por ahí suelto! Lo mismo dan marqueses que sargentos de Caballería. Menos mal que, de este manejo, yo sabía lo mío; que si llego a ser inocente, y le hago caso, y me voy a La Coruña un día de ésos en que una está harta, me hubiera lucido. ¡Había que ver cómo me acariciaba, al verme llorar! Me dio asco, por viejo sucio.
Hablaba sin rencor, como si todos aquellos recuerdos la divirtiesen.
—Todas mis desdichas me vienen de tener el cuerpo bonito, y ya sé que si algún día me sucede algo bueno en este mundo, será por lo mismo. No sé si alegrarme o echarme a llorar.
Clara había apoyado la barbilla sobre los puños cerrados, y miraba a Carlos con ojos en que temblaba la resignación; desde los que pedía ayuda. Repentinamente dejaron de temblar, dejaron de pedir. Se hicieron más grandes y más hondos, se aquietaron, se encendieron de una luz distinta y nueva que los transformó, que transformó todo el rostro de Clara, como si hubieran lavado las señales de la sensualidad y del cinismo. La curva, un poco levantada, del labio superior, se enderezó, y por los labios entreabiertos respiraba con regularidad profunda y sosegada. Así un cierto tiempo inmensurable en que Carlos tuvo que disimular su alteración, en que tuvo miedo. «Si ahora cogiese sus manos, aquí mismo acababa una historia, y empezaría otra nueva.»