—Vienes borracho.
Él revolvía la sopa con la cuchara, soplaba su contenido antes de sorberlo, y todo esto mantenía su mirada fija en el plato, como si verdaderamente le incomodase la temperatura de la sopa. Doña Lucía dejó de mirarle y se ensimismó también, atenta, no a la sopa, que no había probado, sino al vaso vacío que sus dedos hacían girar.
—Tu amigo Carlos es como todos. Le gustan las mujeres ordinarias.
—Sí.
No era más que una tísica. ¿Podía una tísica gustar a Cayetano sólo por el hecho de ser casada? Años atrás había sido bonita; ahora estaba demasiado pálida, demasiado delgada. Se le contaban las costillas.
—No me explico cómo un hombre así, de carrera, puede acompañarse de una mujer como Clara.
—Le gustará.
Para que una mujer guste tiene que haber un mínimo de carne; el gusto entra por los ojos, pero también por los dedos. Sus dedos se habían defraudado hacía mucho tiempo. A no ser que una tísica faltase en la cuenta y en la experiencia de Cayetano.
—En eso, en que le gusta, muestra su ordinariez: ¡un montón de carne con ojos! Como si el alma no contase.
¡El alma! Podía estar seguro de que el alma de Lucía no había atraído a Cayetano. Pero, entonces, ¿qué? ¿Si su mujer tendría encantos ignorados por él?
Apartó el plato y miró a su mujer con atención.
—Los que no buscan más que el cochino placer, como tu amigo Carlos…
—¿Qué sabes tú lo que busca?
Ni examinada con lupa vería en ella nada que no hubiera visto ya: un rostro fatigado, unos ojos febriles, un cuerpo flaco. Sí, y un alma; pero el alma no se toca, ni se ve, ni le encalabrina a uno, ni da ganas de saltar y de morder furiosamente. Cuando una mujer habla del alma es que lo demás se acaba.
—Tú, además, no tienes por qué meterte en eso. Y, por si no lo sabes, te diré que unos del casino los han ido siguiendo, y Carlos no le ha tocado un pelo de la ropa.
—¿Es posible?
—Como lo oyes. Lo que se dice ni tocarla.
—A saber lo que hicieron antes. Por lo pronto, la llevó al cine.
—¿Y qué?
Entró la criada con una fuente de pescado al horno, y la dejó sobre la mesa.
—Trae el plato, que te sirva.
—¿Y tú?
—No tengo gana de comer. No me encuentro bien. Tomaré un poco de café con leche antes de acostarme.
—Tendrías que ir a la montaña una temporada.
—Lo que quieres es deshacerte de mí.
Don Baldomero se encogió de hombros y atacó el besugo. Al segundo bocado le brillaba, de grasa, la barbilla.
—Allá tú. Pero, al menos, ve a Santiago, a que te vean por rayos.
Hacía la recomendación por mero sentido del deber, para que su conciencia no le acusase de que se desentendía de Lucía; por lo demás, su muerte la consideraba, desde tiempo atrás, como la única solución: una solución remota y demorada que quizá llegase tarde.
Quedaba ella revolviendo el azúcar del café, parsimoniosamente, cuando don Baldomero se levantó de la mesa.
—Hasta luego. Estoy en el casino, si me busca alguien.
Pero no fue al casino. Entró en la rebotica, a recoger dinero para el
tresillo
, y recordó que las cuentas de la semana estaban por echar. Llamó a la criada.
—Tráeme una taza de café.
Tomó también un trago del aguardiente guardado tras los libros. Revolvió la ceniza del brasero, para reanimarlo. Encogido en el sillón, con las piernas bajo las faldas de la camilla, el pitillo en los labios, echó mano de los recuerdos, mientras sumaba: recuerdos de la vida secreta matrimonial, a los que recurría cada noche de domingo, a los que se agarraba como a un clavo ardiente, para no defraudar a Lucía si se ponía cariñosa. Lucía había sido atractiva: lo había sido a pesar del fraude aquel de los burujos de algodón. Y, alguna vez, perdiera la cabeza, y se había dejado desnudar. «¡No, por Dios, me da vergüenza! ¡Por Dios, Baldomero! ¡Apaga la luz al menos!» Podían pasar por recuerdos excitantes. Los retenía, los repasaba en todos los detalles, los mantenía vivos, a pesar del tiempo.
Había consultado con su amigo, el Penitenciario de Santiago, la licitud del procedimiento; había discutido toda una tarde, con los textos de Teología Moral sobre la mesa, abiertos por el tratado
De Matrimonio
.
—Es lícito.
—Como comprenderás, hay que llevar un poco de alegría a esa criatura triste, condenada a muerte. Y ya que no puedo darle otra…
—Habría que ver si, de verdad, no puedes darle otra.
—Como poder… Pero, ya sabes, cuando uno está prisionero de sus malos hábitos…
—¿Vas a decirme que no eres libre de enmendarte?
—Voy a decirte, sencillamente, que no me apetece hacerlo.
—No me explico, entonces, tu preocupación de si eso es pecado o no.
—Que lo es, lo que hago fuera de casa, lo tengo bien sabido; pero el lecho conyugal es sagrado.
Muchas veces había pensado que el sacrificio de las noches dominicales era un acto de caridad que Dios le tendría en cuenta. Lo contaba entre sus deberes más difíciles y estaba dispuesto a todo por no faltar.
—… aunque, a veces, los recuerdos no bastan, porque, si bien es cierto que causan ilusión, la ilusión se desvanece al palpar la realidad. Entonces, créeme, hace falta un verdadero esfuerzo de voluntad, y hay que recordar a otras mujeres para no dar la vuelta y dormirse.
—¡Eso sí que es pecado! El recordar a otras…
—¿Y la intención? ¿Es que no vale de nada la intención?
También ahora los recuerdos traídos a la fuerza resultaban insuficientes. Don Baldomero pretendía fijarlos en las márgenes de la libreta —desnudos escuetos que se ensanchaban, se metamorfoseaban en opulentos por la virtud de una línea: torsos, caderas, senos, que su mirada recorría golosamente.
—¡La intención! El infierno está lleno de buenas intenciones. Los recuerdos pasaban como ráfagas de luz y se desvanecían, a pesar de los garabatos. En cambio, la disputa con el Penitenciario se empeñaba en persistir.
—La verdadera razón de por qué eso es pecado no daréis nunca con ella. Siempre he creído que los moralistas han enfocado mal la cuestión.
—¿Vas a decirme que san Alfonso María de Ligorio.:.?
El café y el aguardiente se habían terminado, y el segundo pitillo agonizaba. Miró, con desaliento, la hora. ¿Estaría despierta todavía? Había visto, al pasar por delante del cine, que el protagonista era Gary Cooper. A lo mejor, no le gustaba a Lucía.
—Señor, perdóname mis pecados, pero ayúdame. Es una pobre mujer, y Tú ya sabes que, si el domingo es un poquito feliz, pasa de mejor humor la semana.
Pero a veces el Señor no escucha las plegarias: hay un sistema de causas segundas que lo estropea todo.
Todavía fumó otro pitillo antes de subir. Tiró la colilla. Al entrar, la habitación estaba a oscuras, pero Lucía rebullía.
—No enciendas, por favor. Me duele la cabeza.
Se desnudó en silencio y se metió en la cama. Sus pies buscaron los pies helados de Lucía.
Apártate, por favor.
—¡Estás tiritando!
—Mucho te importa a ti.
—Intento calentarte.
—¡Déjame en paz!
No había sucedido nunca. Se sorprendió y se sintió humillado, aunque, pensándolo bien, quizá fuese el modo como el Señor respondía a su plegaria. Pero, aun así, se sentía ofendido.
—¡Te digo que me dejes! ¿Lo estás oyendo?
—Pero ¿te das cuenta de lo que haces?
—Perfectamente.
Don Baldomero se sentó en la cama y encendió la luz.
—¿Para qué enciendes?
—Quiero verte la cara. No puedo creer que esto sea en serio.
—¡Completamente en serio!
Lucía se escondía debajo de la sábana.
—¡Lucía!
La sacudió, dejó al descubierto el hombro escuálido, y Lucía gritó, como si la hubiera lastimado. Volvió el rostro frío: guiñaba los ojos a la luz.
—No me da la gana, ¿entiendes? ¿O piensas que una mujer es una esclava? ¡Pues tengo derecho a gobernar mi cuerpo!
—Tu cuerpo no es de tu propiedad.
—¿Y el tuyo? ¿Es acaso de la mía?
—La moral dice con toda precisión que la esposa solicitada no puede negarse al marido, salvo en caso de enfermedad muy grave, que no es el tuyo.
—Pues yo me niego. Ya está.
—Es un pecado.
Se echó, con calma, fuera de la cama, y metió los pies en las zapatillas forradas que Lucía le había regalado. Al sentir la tibia lana, se enterneció. No tenía por qué armarle un alboroto, sino amonestarla suavemente, pero con precisión, de modo que todos los aspectos del caso quedasen claros.
—Es el pecado más grave que puede cometer una casada. Peor todavía que ponerme los cuernos.
Lucía se sentó en el lecho, rápidamente. Le miraban con fijeza sus ojos febriles.
—Sí, el peor pecado. Hay, además, la humillación. ¿O es que no te das cuenta de que acabas de humillarme? Otro marido hubiese…
Empezó a vestirse. No sabía por qué, pero se vestía. Lucía no le miraba, ni escuchaba la continuación de su perorata, con citas del P Lugo, S. J., y declaraciones sobre la esencia del matrimonio y sus fines primarios y secundarios.
—Porque san Pablo lo dice claramente, y después de san Pablo…
Avisó que se marchaba al casino, y, antes de salir, puntualizó por última vez:
—Te hago moralmente responsable de mi conducta, si insistes en tu negativa.
Se alejó por el pasillo con pasos fuertes; pero, al llegar a la escalera, le pareció que la escena quedaba manca, que algo importante, o, al menos, oportuno, faltaba por decir.
Volvió a la habitación, se detuvo ante la puerta y escuchó: le pareció que Lucía sollozaba, y se sintió victorioso, con ganas de remachar la victoria.
—Si te queda alguna duda, pregúntalo al confesor —dijo; y volvió a escuchar, por si Lucía respondía, o le daba pie para entrar y quedarse. Pero Lucía no respondió: ni aun con sollozos. «Es una terca.»
—¡Ah! —añadió, entreabriendo la puerta—. Comprenderás que, en estas circunstancias, están de más las misas en el convento. No puedes comulgar en gracia de Dios, ni nada de lo que reces vale mientras no cambies de propósito. ¡Anda, que te lo explique más claramente fray Ossorio!
Esto lo oyó Lucía, lo recogió en el corazón, lo situó al lado de las palabras que la acusaban de pecado peor que el adulterio. Sin un temblor, sin que el ánimo se le encogiese aterrado, sino con gran paz. Peor que el adulterio, lo peor de todo. Y no le daba miedo, sino sosiego. Dejó de mirar la pared frontera para mirarse adentro, porque la tranquilidad le sorprendía: hubiera esperado lucha, arrepentimiento, dolor de corazón, propósito de enmienda, quizá salir al pasillo y llamar a Baldomero, para cambiar en seguida de opinión, rechazarle de nuevo, encastillarse en la negativa, decir que no porque le salía de dentro, cuando el miedo del infierno la empujase a aceptar. Pero aquella paz le brotaba como una luz de la conciencia de pecado, y la inundaba toda; y aquella convicción de que cualquier cosa que hiciera sería menos pecaminosa: como si sus posibilidades de pecar hubiesen hecho la más alta diana.
—Peor que el adulterio.
Se dejó escurrir entre las sábanas con el cuerpo estremecido de alegría y no cerró los ojos en la oscuridad. Su voluntad anhelaba que, aquella noche, se abriese una puerta al diablo que, con la cara de Cayetano, la visitaba en sueños. Un diablo corpóreo, de manos rudas y fuertes, de mirar aprisionante, por cuyos brazos deseaba ser estrujada.
En el recodo de los álamos, allí donde el río se ensanchaba, donde se remansaba el agua, alguien había colocado unas piedras y levantado un alpendre: mucho tiempo atrás, porque las piedras estaban gastadas, y el alpendre medio caído. El Ayuntamiento republicano había construido un lavadero de cemento, cerca de la playa, bien guardado de la lluvia, con un funcionario que concedía turnos y los cobraba a real la hora; allí hacía menos frío, pero estaba lejos, ‘y las mujeres que acudían a él, o peleaban, o murmuraban. El viejo lavadero del recodo había perdido clientela; sólo bajaban a él Clara y la
Chasca
, porque les quedaba cerca y porque eran enemigas del tumulto.
A Clara, además, le gustaba la
Chasca
por verdadera y limpia. Lo demás que se sabía de ella le traía sin cuidado.
Llegó con la ropa metida en un balde de zinc. La
Chasca
debía de llevar allí un par de horas: un montón de sábanas lavadas rebasaba el borde de la cesta.
—Ya te vi ayer con el médico.
—Me vio todo el mundo.
—¿Cómo te fue?
—¡Psch! …
—Pues por guapa no sería, que lo ibas bien.
Clara sacó del balde la ropa blanca, y se la tendió a la
Chasca
con una sonrisa.
—¿A ver? —dijo la
Chasca
.
La examinó, acarició el tejido y las puntillas.
—¡Buena tela! ¿De dónde te vino?
—Un regalo.
—¡Ah!
Clara se puso los guantes.
—¿Y eso?
—Es para no estropear las manos.
—¡Lo que se hace por un hombre!
—¡Bah! Total, para nada.
Empezó a lavar. La
Chasca
golpeaba en la piedra una enorme sábana remendada.
—Pues, mira lo que te digo: cuando a una le gusta un hombre, no hay que dejarlo escapar.
—¿Qué quieres que haga? ¿Que lo meta en mi cama a la fuerza?
—Eso no es lo que más resultado da.
Tendió, sin palabras, la sábana a Clara, y entre las dos la retorcieron.
—Una piensa que un hijo es lo que más ata a un hombre, y yo también lo pensé; y cuando le dije que estaba embarazada, me respondió que bueno, que marcharía a Cuba para ganar dinero, y que luego volvería a casarse. Se fue, pero no supe más de él.
—Todos no son iguales.
—Con el segundo, hice lo mismo; pero, aquél, ni hablar de Cuba. Por ahí anda, tan campante, con tres o cuatro hijos de otras tantas mujeres. De modo que cuando se presentó el tercero, ni pensar en el asunto. Tomé mis precauciones y me casé con él.
—¿Cómo?
—Le hice el
meigallo
.
Clara sonrió.
—¿Te ríes? Si lo hubiera metido en cama, tendría otro hijo, y él andaría por ahí adelante. Así, no tuve hijo, pero él es mi marido.
Clara recordó que, además de marido de la
Chasca
, el
Chasco
era medio tonto.
—El caso está en que valga la pena.