Emma obvió la pregunta. Ahora que había tenido la increíble suerte de cogerle el móvil a su madre y, además, contestar a una llamada, no tenía la menor intención de renunciar a él así sin más.
—¿Sabes qué, tía? —preguntó la pequeña.
—No, querida —admitió Erica—, pero puedes contármelo luego; me gustaría mucho hablar con tu mamá ahora —aseguró empezando a perder la paciencia.
—Pero ¿sabes qué? —insistió Emma.
—No, ¿qué? —se rindió Erica.
—¡Nos hemos mudado!
—Sí, ya lo sé, hace ya unos meses.
—¡No, hoy mismo! —resonó triunfante la voz de Emma.
—¿Hoy? —repitió Erica confusa.
—Sí, nos hemos mudado otra vez con papá —confesó Emma.
Erica sintió que todo daba vueltas a su alrededor. Antes de recobrarse y ser capaz de añadir nada más, volvió a oír la voz de Emma:
—Adiós, tía. Me voy a jugar.
Lo único que oyó después fue la señal de que se había cortado la comunicación.
Con el corazón encogido, Erica colgó el auricular.
P
atrik golpeó con decisión la puerta de Västergården. Marita lo recibió.
—Hola, Marita. Tenemos una orden de registro.
—Pero ¡si ya habéis estado aquí! —exclamó con sorpresa.
—Hemos recabado nueva información. Traigo un equipo, pero les he pedido que esperen para que puedas llevarte a los niños. No es necesario que vean a un montón de policías y se pongan nerviosos.
Marita asintió sin más protestas. La preocupación por Jacob le había robado toda la energía y ni siquiera tenía fuerzas para objetar nada. Se dio la vuelta con la intención de ir a buscar a los niños, pero Patrik la retuvo con otra pregunta:
—¿Sabes si hay algún otro edificio en vuestro terreno, aparte de los que se ven por aquí?
Marita negó con un gesto, antes de explicarle:
—No, los únicos que hay son la casa, el cobertizo, el trastero y la casita de juegos. Eso es todo.
Patrik asintió y la dejó partir.
Un cuarto de hora más tarde, la casa ya estaba vacía y podían empezar a buscar. En la sala de estar, Patrik les dio a sus colegas una serie de breves instrucciones.
—Ya hemos estado aquí antes y no encontramos nada. En esta ocasión, procederemos a un registro más exhaustivo. Buscad por todas partes. Si tenéis que retirar listones del suelo o de las paredes, hacedlo. Si tenéis que cambiar de sitio un mueble, adelante. ¿Entendido?
Todos asintieron, conscientes de lo decisivo de su intervención y llenos de energía. Antes de acudir a la finca, Patrik les había ofrecido un breve resumen del desarrollo del caso y cada uno de ellos deseaba ponerse manos a la obra.
Después de una hora sin resultados, parecía que se hubiese producido una catástrofe natural, todo estaba manga por hombro y fuera de su lugar. Pero no hallaron nada que les permitiese avanzar. Patrik estaba ayudando en la sala de estar cuando Gösta y Ernst cruzaron la puerta y observaron atónitos el desastre.
—¿Qué demonios estáis haciendo? —preguntó Ernst.
Patrik no se molestó en responder.
—¿Fue bien la cosa con Kennedy?
—Sí, desde luego, confesó sin rodeos y ya está entre rejas. ¡Demonio de muchacho!
Patrik asintió estresado.
—¿Qué ha pasado aquí? Parece que seamos los únicos que lo ignoramos. Annika no quiso adelantarnos nada, sólo nos dijo que viniéramos a Västergården, que tú nos informarías.
—Ahora no tengo tiempo de contároslo —aseguró Patrik impaciente—. Mientras tanto, tendréis que conformaros con esto: todo parece indicar que es Jacob quien tiene a Jenny Möller y tenemos que encontrar alguna pista que nos diga dónde la tiene.
—Pero, en tal caso, no fue él quien asesinó a la chica alemana —dedujo Gösta—. Según los análisis de sangre… —comenzó, dejando traslucir su desconcierto.
Patrik le respondió, visiblemente irritado:
—Que sí, hombre, probablemente fue él quien mató a Tanja.
—Entonces, ¿quién mató a las otras chicas? En aquella época, él no era más que un niño…
—No, a ellas no las mató él. ¡Pero te digo que ya os lo explicaré después! ¡Ahora, echad una mano!
—¿Y qué se supone que debemos buscar? —quiso saber Ernst.
—La orden de registro está en la mesa de la cocina. En ella podéis leer una descripción detallada de lo que nos interesa —aclaró Patrik, antes de volver a concentrarse en la estantería.
Había transcurrido otra hora y seguían sin hallar nada de interés, por lo que Patrik empezaba a perder la esperanza. ¿Y si no encontraban nada? Cuando terminó en la sala de estar, pasó al despacho, con el mismo resultado negativo. Desconcertado y con los brazos en jarras, se detuvo en el centro de la habitación, respiró hondo un par de veces y paseó la mirada a su alrededor. Era un despacho pequeño pero ordenado, lleno de estanterías con archivadores y bandejas para ordenar documentos, todo marcado con etiquetas. No se veía un solo papel suelto sobre el escritorio y todo estaba en su sitio en los cajones. Mientras cavilaba, Patrik posó la mirada en el escritorio. Frunció el ceño. Era un escritorio antiguo. Él no se había perdido una sola emisión del programa de antigüedades Antikrundan y sabía perfectamente cómo eran por dentro, así que comenzó a pensar en cajones ocultos. ¿Cómo no había reparado en ello antes? Empezó por la parte superior, por encima del tablero, la que tenía un montón de pequeños cajones. Los fue sacando uno a uno, tanteando en el hueco. En el del último cajón notó algo, un pequeño objeto de metal que sobresalía y que se desplazó al empujarle. La pared del hueco cedió y el pequeño escondite quedó al descubierto. Se le aceleró el pulso. Allí dentro había un viejo bloc de notas en piel de color negro. Se puso los guantes de látex que llevaba en el bolsillo y lo sacó despacio. Con creciente horror, fue leyendo sus páginas. Había que encontrar a Jenny cuanto antes.
Recordó un documento que había visto en uno de los cajones del escritorio. Lo abrió y, después de rebuscar unos minutos, halló lo que quería: el sello del gobierno provincial que se distinguía en una de las esquinas revelaba quién era el remitente. Patrik leyó de pasada los escasos renglones hasta llegar al nombre que había plasmado al final. Después, cogió el móvil y llamó a la comisaría.
—Annika, soy Patrik. Oye, quisiera que comprobases un dato —le dio unas breves instrucciones, antes de advertirle—: Debes hablar con el doctor Zoltan Csaba, sección de oncología. Llámame en cuanto sepas algo.
L
os días se les hacían eternos. Varias veces, a lo largo de la jornada, llamaban a la comisaría, pero era en vano. Cuando apareció en los periódicos la fotografía de Jenny, sus móviles empezaron a sonar de forma incesante: amigos, familiares y conocidos. Todos estaban compungidos pero, pese a su preocupación, intentaban infundir esperanzas a Kerstin y a Bo. Varios de sus parientes se habían ofrecido a visitarlos en Grebbestad para acompañarlos, pero ellos, aunque agradecidos, se negaron. Aceptar habría sido como admitir de forma manifiesta que no tenía arreglo. Si se quedaban en la caravana esperando, uno frente al otro, sentados ante su minúscula mesita, Jenny cruzaría la puerta tarde o temprano y todo volvería a la normalidad.
Así que eso hacían, una jornada tras otra, aislados en su propia zozobra. Aquel día en particular había sido más tortuoso aún que los anteriores. Kerstin había sufrido pesadillas toda la noche, que pasó dando tumbos en la cama mientras que una sucesión de imágenes terribles discurría ante la vista de su inconsciente. Vio a Jenny varias veces en sus sueños. Principalmente de niña, en casa, jugando en el césped ante la fachada. En la playa junto a un camping… Pero esas imágenes se desvanecían rápidamente para dar paso a otras mucho más tenebrosas, extrañas, imposibles de interpretar. Hacía frío y estaba oscuro y algo acechaba siempre cerca, algo que no era capaz de identificar, pese a que ella, en su sueño, alargaba el brazo para asir su sombra una y otra vez.
Por la mañana, al despertar, advirtió una sensación de abatimiento, una presión en el pecho. Mientras pasaban las horas y la temperatura ascendía en el interior de la pequeña caravana, aguardaba sentada frente a Bo, intentando desesperadamente evocar el recuerdo del peso de Jenny en su regazo. Sin embargo, como en el sueño, también en la realidad sentía que estaba fuera de su alcance. Recordaba la sensación, tan intensa durante toda la ausencia de Jenny, pero no podía experimentarla. Paulatinamente, sin sentir, lo comprendió. Apartó la vista de la mesa y la dirigió a su esposo:
—Ya no está —declaró.
Él no cuestionó su augurio. Tan pronto como se lo oyó decir, sintió en su corazón que era verdad.
L
os días se sucedían como en un paisaje brumoso. Sufría un tormento que, hasta entonces, había creído inexistente y no dejaba de maldecirse a sí misma. Si no hubiese sido tan necia, si no hubiese hecho autoestop…, aquello jamás habría ocurrido. Sus padres le habían dicho muchas veces que no debía subirse a un coche con un desconocido…, pero ella se sentía invulnerable.
Le parecía que era un sentimiento muy antiguo. Jenny intentaba concitar de nuevo aquella sensación, para disfrutarla una vez más por un instante: la certeza de que nada en el mundo le afectaría, de que el mal podía sobrevenirles a otros, pero no a ella. Pasara lo que pasase, jamás volvería a experimentar esa sensación.
Estaba tumbada sobre un costado, con una mano extendida sobre la tierra. El otro brazo lo tenía inútil y se obligaba a mover el menos maltratado para favorecer la circulación sanguínea. Soñó que, cuando bajase a verla, se lanzaría sobre el como la heroína de una película, lo reduciría, lo dejaría inconsciente en el suelo y podría huir y encontrarse con quienes la aguardaban, todos aquellos que habían estado buscándola por cada rincón. Pero era imposible, un sueño maravilloso. Las piernas no le valían ya para caminar.
La vida se le escapaba despacio y se imaginaba que, como un fluido, iba filtrándose hacia el fondo de la tierra, vitalizando a los organismos que la habitaban: gusanos y larvas que absorbían con avidez su energía vital.
Cuando exhalaba el último aliento, pensó que jamás se le ofrecería la oportunidad de pedir perdón por su díscolo comportamiento de las últimas semanas. Confiaba en que, pese a todo, la comprendieran.
E
stuvo sentado con ella en su regazo toda la noche. Su cuerpo había ido enfriándose gradualmente. Los rodeaba una oscuridad compacta. Esperaba que ella la hubiese encontrado tan segura y acogedora como él. Era como una gran manta negra que lo envolvía por completo.
Por un instante, vio a los niños ante sí. Pero esa imagen le recordaba tanto la realidad, que la desechó enseguida.
Johannes le había mostrado el camino. Él, Johannes y también Ephraim formaban una trinidad, siempre lo supo. Los tres compartían un don del que Gabriel nunca había disfrutado. De ahí que no fuese capaz de comprenderlo nunca. Él, Johannes y Ephraim eran únicos y estaban más cerca de Dios que los demás. Eran especiales: Johannes lo había dejado escrito en su libro.
No era casualidad que él, precisamente, encontrase el bloc de notas negro de Johannes. Algo lo había conducido hasta él, lo había atraído como un imán hacia lo que él interpretaba como una herencia que Johannes le había legado. Lo conmovió el sacrificio que Johannes estuvo dispuesto a hacer por salvar su vida. Si alguien en el mundo podía entender lo que Johannes deseaba alcanzar, era él. ¡Qué irónico resultaba que hubiese sido en vano! Al final, fue el abuelo Ephraim quien lo salvó. Le dolía que Johannes hubiese fracasado. Era una lástima que las chicas hubiesen tenido que morir, pero él disponía de más tiempo que Johannes. Él no fracasaría. Él lo intentaría una y otra vez hasta encontrar la clave de su luz interior. Esa luz que, según su abuelo Ephraim, también él llevaba dentro, exactamente igual que Johannes, su padre.
Conmovido, acarició el gélido brazo de la joven. No era que no lamentase su muerte, pero ella no era más que un ser humano normal y corriente, y Dios le concedería un lugar especial porque sabía que ella se había sacrificado por él, uno de los elegidos de Dios. De pronto, una idea cruzó su mente: ¿y si Dios esperaba que reuniese un número concreto de víctimas antes de permitirle encontrar la clave? ¿Y si esa era la condición también para Johannes? No era cuestión de fracaso, pues, sino de que el Señor esperaba más pruebas de su fe, antes de mostrarles el camino.
La idea animó a Jacob. Sí, así debía ser, sin duda. Él siempre había tenido más fe en el Dios del Antiguo Testamento, el que exigía sacrificios de sangre.
Había algo que le corroía la conciencia. ¿Hasta qué punto sería Dios permisivo con el hecho de que no hubiese podido sustraerse al deseo carnal? Johannes fue más fuerte: nunca cayó en la tentación y Jacob lo admiraba por ello. Él, en cambio, al sentir la suave piel de la chica contra la suya, experimentó el despertar de algo muy hondo. El diablo lo dominó por un instante y cedió a sus tentaciones. Pero, después, fue tan sincero su arrepentimiento… Dios tuvo que verlo, Él, que podía ver su corazón, debió ver que su arrepentimiento era auténtico y le concedió sin duda el perdón de los pecados.
Jacob mecía a la joven en sus brazos. Apartó con suavidad un mechón que tenía en el rostro. Era muy bonita. En cuanto la vio al borde de la carretera con el pulgar en alto, haciendo autoestop, supo que era la adecuada. La primera fue la señal que tanto tiempo llevaba esperando. Durante años había sentido la más absoluta fascinación al leer las palabras de Johannes en el libro y, cuando la muchacha apareció preguntando por su madre, el mismo día que él recibió la Sentencia, supo enseguida que era una señal.