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Authors: John Steinbeck

Tags: #Histórica, aventuras, #Aventuras

Los hechos del rey Arturo y sus nobles caballeros (9 page)

BOOK: Los hechos del rey Arturo y sus nobles caballeros
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—Hermosa dama —dijo Sir Balin—, la dignidad de un hombre no está en sus hábitos. La virilidad y la honra se ocupan en su interior. Y a veces no todos conocen sus virtudes.

—Dices la verdad —dijo la doncella—, y te agradezco que me lo hayas recordado. Vamos, toma la espada y veamos qué puedes hacer.

Entonces Balin se acercó a ella y extrajo la espada sin dificultad, y con sumo deleite contempló el fulgurante acero. Y el rey y muchos otros aplaudieron a Sir Balin, aunque algunos caballeros rezumaron envidia y rencor.

—Has de ser el caballero más noble y puro que he encontrado —dijo la doncella—, pues de lo contrario no lo habrías conseguido. Ahora, gentil y cortés caballero, hazme el favor de devolverme la espada.

—No —dijo Balin—. Me gusta esta espada, y la conservaré hasta que alguien pueda arrebatármela por la fuerza.

—No la conserves —exclamó la doncella—. Es una imprudencia. Si te quedas con ella, la usarás para matar a tu mejor amigo y al hombre que más quieres en el mundo. Esa espada te destruirá.

—Señora, aceptaré la ventura que Dios tenga a bien mandarme —dijo Balin—, pero no te devolveré la espada.

—Entonces no tardarás en lamentarlo —dijo la dama—. No quiero esa espada para mí. Si tú la conservas, la espada te destruirá y te compadezco.

Entonces Sir Balin mandó buscar su caballo y armadura y solicitó al rey la venia para partir.

—No nos dejes ahora —dijo Arturo—. Sé que te sientes ultrajado a causa de tu injusto confinamiento, pero alzaron contra ti falso testimonio. Si hubiese conocido tu honra y bravura, habría actuado de otro modo. Ahora, si permaneces en mi corte y en esta cofradía, te enalteceré y compensaré mis faltas.

—Agradezco a Su Alteza —dijo Balin—. Tu bondad es bien conocida. No te guardo rencor, pero debo irme y suplico que tu gracia me acompañe.

—No me satisface tu partida —dijo el rey—. Te pido, buen caballero, que no nos abandones por mucho tiempo. A tu regreso te daremos la bienvenida y yo compensare la injusticia que padeciste.

—Dios agradezca tu generosidad —replicó el caballero, y se dispuso a partir. Y hubo en la corte caballeros envidiosos que rumorearon que la hechicería y no la virtud caballeresca le habían granjeado su buena fortuna.

Mientras Balin se armaba y arreaba su caballo, la Dama del Lago llegó a la corte de Arturo, ricamente ataviada y bien montada. Saludó al rey y luego le recordó la gracia que él le había prometido al recibir la espada del lago.

—Recuerdo mi promesa —dijo Arturo—, pero he olvidado el nombre de la espada, si es que alguna vez me lo dijiste.

—Se llama Escalibur —dijo la dama—, que significa «Hecha de acero».

—Gracias, señora —dijo el rey—. Y ahora, ¿qué gracia me pides? Te daré cualquier cosa que esté a mi alcance.

Y la mujer dijo con brutalidad:

—Quiero dos cabezas: la del caballero que desenvainó la espada y la de la doncella que la trajo aquí. No estaré satisfecha hasta no tener las dos cabezas. Ese caballero mató a mi hermano y esa doncella causó la muerte de mi padre. Esa es mi demanda.

Tal ferocidad dejó atónito al rey, quien al fin balbució:

—Por mi honra, no puedo matar a estos dos para propiciar tu venganza. Pídeme cualquier otra cosa y te la daré.

—No pido otra cosa —dijo la dama.

Cuando Balin estuvo listo para partir, vio a la Dama del Lago y en ella reconoció a quien tres años antes había ultimado a su madre mediante sus artes secretas. Y cuando le dijeron que la dama exigía su cabeza, se le acercó y le dijo:

—Eres una criatura maligna. ¿Quieres mi cabeza? Yo tomaré la tuya. —Y desenvainó la espada y de un tajo separó la cabeza del cuerpo.

—¿Qué has hecho? —exclamó Arturo—. Has traído la vergüenza sobre mí y sobre mi corte. Yo estaba en deuda con esta dama, quien además se hallaba bajo mi protección. Este ultraje es imperdonable.

—Mi señor —dijo Balin—, deploro tu disgusto, pero no mi acción. Esta era una bruja malévola que mató a muchos buenos caballeros mediante encantamientos y hechicerías, y con sus artificios y falsedades llevó a mi madre a la hoguera.

—Sean cuales fueren tus razones —dijo el rey—, no tenias derecho a hacer esto en mi presencia. Fue un acto desagradable y ofensivo. Abandona mi corte. Tu presencia ha dejado de sernos grata.

Balin tomó de los cabellos la cabeza de la Dama del Lago y la llevó a su habitación, donde lo aguardaba su escudero. Ambos montaron a caballo y se alejaron de la ciudad.

—Quiero que lleves esta cabeza a mis amigos y parientes de Northumberland —dijo Balin—. Diles que mi enemiga más peligrosa ha muerto. Diles que estoy libre de la prisión y cuéntales cómo adquirí mi segunda espada.

—Deploro que hayas hecho esto —dijo el escudero—. Es lamentable que hayas perdido la amistad del rey. Nadie duda de tu valor, pero eres un caballero obstinado y cuando eliges un camino no puedes torcer el rumbo aunque te dirijas a tu destrucción. Ésa es tu falta y tu destino.

—He pensado un modo de conquistar el afecto del rey —dijo Balin—. Cabalgaré hacia el campamento de su enemigo Royns y lo mataré o seré muerto. Si llego a obtener la victoria, el rey Arturo me devolverá su amistad.

El escudero meneó la cabeza ante plan tan desesperado, pero dijo:

—Señor, ¿dónde he de encontrarte?

—En la corte del rey Arturo —dijo confiadamente Balin, y despidió al escudero.

Entretanto, el rey y todos sus vasallos, contristados y avergonzados por la acción de Balin, sepultaron a la Dama del Lago con gran fasto y ceremonia.

Había en la corte un caballero que sentía gran envidia por Balin a causa de su éxito en la obtención de la espada mágica. Se trataba de Sir Launceor, hijo del rey de Irlanda, un hombre soberbio y ambicioso que se creía uno de los mejores caballeros del mundo. Solicitó al rey la venia para cabalgar en persecución de Sir Balin y vengar la afrenta infligida a la dignidad de Arturo.

—Vé y que la suerte te acompañe —dijo el rey—. Estoy furioso con Balin. Limpia la mancha de este ultraje.

Y cuando Sir Launceor se retiró a sus aposentos para preparar sus armas, Merlín se presentó ante el rey Arturo y se enteró de lo acontecido con la espada, así como de la muerte de la Dama del Lago.

Entonces Merlín volvió los ojos a la doncella de la espada, quien había permanecido en la corte.

—Mira a esa doncella —dijo Merlín—. Es una mujer falsa y malévola y no puede negarlo. Tiene un hermano, caballero valeroso y hombre bondadoso y leal. Esta doncella se enamoró de un caballero y se convirtió en su amante. Y su hermano, para lavar la afrenta, retó a su amante y lo mató en leal combate. Esta doncella, presa de la cólera, le llevó la espada del muerto a la dama Lyle de Avalón y le pidió ayuda para tomar venganza sobre su propio hermano. —Y luego Merlín continuó:— La dama Lyle tomó la espada y la hechizó y la maldijo. Sólo el mejor y más valiente caballero sería capaz de sacarla de la vaina, y el que lo hiciera daría muerte con ella a su propio hermano. —Y Merlín se volvió nuevamente hacia la doncella—. Fue el rencor lo que te trajo aquí —le dijo—. No lo niegues. Lo sé tan bien como tú. Y quisiera Dios que no hubieses venido, pues adondequiera que vas acarreas daño y muerte.

«El caballero que extrajo la espada es el mejor y el más valiente, y la espada que obtuvo lo destruirá. Pues cuanto haga se mudará en muerte y amargura sin que él sea culpable. La maldición de la espada se ha transformado en su destino». Mi señor —le dijo Merlín al rey—, a ese buen caballero no le queda mucho de vida, pero antes de morir te prestará un servicio que recordarás con gratitud. —Y el rey Arturo escuchó triste y maravillado.

Mientras tanto Sir Launceor de Irlanda se había armado de todo punto. Se colgó el escudo del hombro, aferró una lanza y lanzó a su caballo en afanosa persecución de Sir Balin. No tardó en alcanzar a su enemigo en la cima de una montaña.

—Detente donde estás o yo te haré detener —gritó Sir Launceor—. Ahora tu escudo no ha de protegerte.

—Mejor te hubieses quedado en casa —replicó Balin con serenidad—. Quienes desafían a sus enemigos suelen descubrir que sus promesas se les vuelven en contra ¿De qué corte provienes?

—De la corte del rey Arturo —dijo el caballero irlandés—. Y he de vengar el insulto que en el día de hoy le infligiste al rey.

—Si no hay más remedio, me batiré contigo —dijo Sir Balin—. Pero créeme, caballero, lamento haber afrentado al rey o a cualquiera de su corte. Sé que tu deber te obliga, pero antes de combatir debes saber que no me quedaba otra opción. La Dama del Lago no sólo me causó un daño mortal sino que además exigió mi cabeza.

—Basta de charla —dijo Sir Launceor—. Prepárate, pues sólo uno de nosotros dejará este campo con vida.

Entonces enristraron las lanzas y acometieron a un tiempo, y la lanza de Launceor se astilló, pero la de Balin traspasó el escudo, la armadura y el pecho del caballero irlandés, quien cayó a tierra con estrépito. Cuando Balin volvía grupas y desenvainaba la espada, vio a su enemigo muerto y tendido en la hierba. Y luego escuchó un retumbar de cascos y vio que una doncella cabalgaba hacia ellos a todo galope. Cuando se detuvo y vio muerto a Sir Launceor, rompió a llorar frenéticamente.

—¡Balin! —exclamó—. Mataste a dos cuerpos con el mismo corazón y arrancaste dos corazones y dos almas del mismo cuerpo. —Luego desmontó y alzó la espada de su amante y desfalleció. Al recobrar el sentido, lanzó alaridos de pesadumbre y Balin se vio colmado de pena. Se acercó a ella e intentó quitarle la espada pero ella la aferró con tal desesperación que el caballero la soltó por temor a causarle daño. Y de pronto ella invirtió la espada, clavó el pomo en tierra y se arrojó sobre el filo, que la traspasó y le quitó la vida.

Balin quedó abrumado de dolor y avergonzado de haber sido la causa de esa muerte.

Y gritó en voz alta:

—¡Cuánto amor debió haber entre estos dos, y los he destruido! —Como no pudo tolerar ese espectáculo, montó a caballo y se alejó con tristeza en dirección al bosque.

A lo lejos vio acercarse un caballero, y al ver el emblema del escudo, Balin reconoció a su hermano Balan. Y cuando se encontraron se quitaron los yelmos y se besaron y sollozaron de alegría.

—Hermano mío —dijo Balan—, no esperaba encontrarte tan pronto. Me crucé con un hombre frente al castillo de las cuatro catapultas y me dijo que te habían sacado de prisión y que él te había visto en la corte del rey Arturo. Y vengo desde Northumberland para verte.

Entonces Balin le refirió a su hermano la historia de la doncella y la espada y la muerte de la Dama del Lago y la consiguiente cólera del rey, y le dijo:

—Más allá yace un caballero que vino en mi persecución, y junto a él su amada que se dio muerte, y yo estoy triste y apesadumbrado.

—Son hechos dolorosos —dijo Balan—, pero eres un caballero y sabes que debes aceptar los designios que Dios tenga reservados para ti.

—No lo ignoro —dijo Balin—, pero lamento que el rey Arturo esté disgustado conmigo. Es el soberano más grande y noble de la tierra. Y volveré a conquistar su amor o perderé la vida.

—¿Cómo lo lograrás, hermano mío?

—Te lo diré —dijo Balin—. Un enemigo del rey Arturo, el señor Royns, ha puesto sitio al castillo de Terrabil en Cornualles. Me llegaré hasta allí y pondré a prueba mi honra y coraje luchando contra él.

—Así sea —dijo Balan—. Cabalgaré a tu lado y arriesgaré mi vida con la tuya, como corresponde a un hermano.

—Cuánto me alegra que estés aquí, hermano mío —dijo Balin—. Cabalguemos juntos.

Mientras conversaban llegó un enano por el camino de Camelot, y cuando vio los cadáveres del caballero y su amada doncella se arrancó los cabellos y exclamó:

—¿Quién de vosotros tiene la culpa de esto?

—¿Con qué derecho lo preguntas? —dijo Balan.

—Porque quiero saberlo.

Y Balin le respondió:

—Fui yo. Maté al caballero en justa lid y en defensa propia, y la doncella se dio muerte arrastrada por el dolor, lo cual me llena de pesar. Por su causa he de servir a todas las mujeres mientras viva.

—Te has causado un inmenso perjuicio —dijo el enano—. Este caballero muerto era hijo del rey de Irlanda. Sus parientes se vengarán de ti. Te seguirán por todo el mundo hasta matarte.

—Eso no me asusta —dijo Balin—. Me duele haber disgustado doblemente al rey Arturo dando muerte a su caballero.

Entonces llegó a caballo el rey Marcos de Cornualles, vio los cadáveres y, cuando supo cómo habían muerto, dijo:

—Deben haberse profesado un amor sincero y reciproco. Y veré de erigir una tumba en memoria de ambos. —Luego ordenó a sus hombres que alzaran sus tiendas y recorrió la región en busca de un sitio donde sepultar a los amantes. En una iglesia cercana hizo levantar una enorme losa frente al altar mayor y sepultó juntos al caballero y la doncella. Cuando volvieron a colocar la losa, el rey Marcos hizo tallar sobre ella estas palabras: «Aquí yace Sir Launceor, hijo del rey de Irlanda, muerto al lidiar con Sir Balin, y junto a él su amada Colombe, quien llevada por la pena se dio muerte con la espada de su amante».

Merlín entró a la iglesia y le dijo a Balin:

—¿Por qué no salvaste la vida de esta doncella?

—Juro que no pude hacerlo —dijo Balin—. Intenté salvarla pero ella fue más rápida.

—Lo lamento por ti —dijo Merlín—. En castigo por esta muerte estás destinado a infligir el tajo más triste desde que la lanza atravesó el flanco de Nuestro Señor Jesucristo. Herirás al mejor caballero viviente y sobre tres reinos atraerás la miseria, la congoja y la tribulación.

—No puede ser verdad —exclamó Balin—. Si creyera en tus palabras, ya mismo me mataría, haciendo de ti un embustero.

—Pero no lo harás —dijo Merlín.

—¿Cuál es mi pecado? —preguntó Balin.

—La mala suerte —dijo Merlín—. Algunos lo llaman destino. —Y de pronto desapareció.

Y al poco tiempo los hermanos se despidieron del rey Marcos.

—Primero, decidme vuestros nombres —solicitó el rey.

Y Balan respondió:

—Ves que él ciñe dos espadas. Llámalo el Caballero de las Dos Espadas.

Y luego ambos hermanos enfilaron hacia el campamento de Royns. Y en un vasto cenagal barrido por el viento se cruzaron con un desconocido arrebujado en su manto, quien les preguntó quiénes eran y adónde se dirigían.

—¿Por qué debemos decírtelo? —replicaron, y Balin le dijo—: Dime tu nombre, forastero.

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