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Authors: John Steinbeck

Tags: #Histórica, aventuras, #Aventuras

Los hechos del rey Arturo y sus nobles caballeros (35 page)

BOOK: Los hechos del rey Arturo y sus nobles caballeros
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—¿Opción? —preguntó inexpresivamente.

—No finjas no recordar. Debes elegir a una de nosotras.

Él meneó la cabeza con desaliento.

—No hay opción posible —dijo—. Soy un cautivo.

—Tonterías, te hemos dado a elegir. ¿Acaso no somos bellas?

—No lo sé, mi señora.

—Eso es ridículo. Claro que lo sabes. No hay en el mundo mujeres tan hermosas, o la mitad de hermosas. Nos hemos cerciorado de eso.

—Creo que a eso me refería. Habéis elegido vuestras caras y vuestros cuerpos, creándolos con vuestras artes.

—¿Y qué hay con eso? Son perfectos.

—No sé con qué habéis empezado. No sé qué sois. Podéis cambiar de aspecto, creo yo.

—Claro que sí. ¿Qué diferencia hay? No serás tan necio como para creer que Ginebra es tan bella como nosotras.

—Vean, señoras, Ginebra tiene la cara y el cuerpo y el alma de Ginebra. Ella es así y siempre ha sido así. Ginebra es Ginebra. Uno puede amarla sabiendo lo que ama.

—U odiarla —dijo Morgan.

—U odiarla, mi señora. Pero en cambio, esas caras no son las vuestras. Son sólo imágenes fabricadas, las imágenes de lo que os gustaría ser. Una cara, un cuerpo, crecen y sufren con su dueño. Tienen las cicatrices y los estragos del dolor y la derrota, pero también el brillo del coraje y el amor. Y, al menos para mi, la belleza es una prolongación de esas cualidades.

—¿Por qué prestamos oídos a es cháchara? —vociferó la reina del Este.

—Porque podemos aprender algo, hermana. Al parecer, hemos cometido un error. Vale la pena experimentar. Prosigue, señor —dijo Morgan, y sus ojos eran chatos e inexpresivos como los ojos de una serpiente.

—Una noche —dijo Lanzarote— yo estaba asomado a una ventana. Vi unos ojos rojos y a la luz de la antorcha apreció una gran loba que irguió la cabeza y me miró a los ojos, abriendo sus fauces burlonas, y los colmillos y la lengua estaban empapados de sangre fresca. «Alcánzame una lanza», dije, y el sabio varón que me acompañaba dijo: «De nada servirá. Esa es Morgan le Fay rindiéndose homenaje a la luna».

—¿Quién era? Era un embustero.

—No, mi señora. No era un embustero y era muy sabio.

—¿Mencionas esto para insultarme?

—No… no lo creo. Lo menciono porque me gustaría saber quién eres, si la mujer adorable o la loba, o una criatura intermedia.

—Ya no lo quiero —dijo la reina de las Islas—. Es un necio. Piensa demasiado.

Lanzarote sonrió burlonamente.

—Los brujos y las hechiceras siempre han provocado el asombro de los hombres —dijo—. Sí, y el miedo… un miedo espantoso.

»Esta mañana, en medio del frío y la oscuridad, mientras aguardaba a vuestras altezas, vino a mi un recuerdo de cuando yo era un chico con la espalda lastimada y por un tiempo me dediqué a la magia, y de pronto creí entender… pero el entendimiento no ahuyenta el miedo. Lo acrecienta.

—¿Vamos a escuchar esta discusión, señoras? ¡Un chico! Nos está insultando. Convertiré sus piernas en víboras. —La reina de Gales del Norte lanzó una risita—. Qué buena idea. Y las víboras reptarán en diferentes direcciones y…

—¡Escuchadlo! —dijo Morgan—. Vamos, hijo de cerdo. Dinos por qué tu gran hallazgo te da miedo. Siempre me satisface escuchar cosas como ésta. Estimulan la imaginación.

Lanzarote se levantó y volvió a sentarse.

—Tengo hambre —dijo—. No había mucha carne en los huesos que me sirvieron.

—¿Y por qué iba a haberla? Primero se los dimos a los perros. No obstante, recuérdalos. Quizás haya sido tu última comida. Sigue hablándome del miedo.

—Puede que sea una simpleza, señora. Pero tú sabes que los niños, cuando les prohíben algo que les gusta, a veces chillan y protestan y a veces se lastiman de furia. Después se tranquilizan y anhelan venganza. Pero no son tan fuertes como para vengarse de aquel a quien juzgan su opresor. Los hay que pisotean una hormiga pensando que es la criada, o quienes patean un perro llamándolo hermano. Otros arrancan las alas de una mosca y así destruyen a su padre. Y después, como este mundo lo ha decepcionado, el chico construye su propio mundo, donde él es rey y no sólo gobierna a los hombres, las mujeres y los animales, sino a las nubes, los astros y el cielo. Es invisible, puede volar. No hay autoridad que pueda refrenarlo. En su sueño no sólo construye un mundo sino que se fabrica a sí mismo tal como le gustaría ser. Creo que eso es todo. Por lo general, termina haciendo las paces con el mundo y llegando al acuerdo reciproco de que ninguno de los dos le hará demasiado daño al otro. Ya ves, eso es todo.

—Lo que dices es cierto. ¿Pero qué hay con ello?

—Bueno, algunos no hacen las paces. Y entre éstos están los que hay que encerrar porque su demencia es incurable y su fantasía los devora. Pero hay otros más sagaces que aprenden, mediante las artes prohibidas, a materializar su sueño. Así operan el encantamiento y la nigromancia. Si uno no es lo suficientemente ingenioso o delicado, el mundo mágico no funciona y su factura deficiente acarrea daños y muertes. Y entonces sobreviene una furia como la del chico, un furor destructivo, odio y sed de venganza. De ahí el miedo, pues los brujos y las hechiceras son niños que habitan un mundo fabricado por ellos mismos, sin el alivio de la piedad ni la exactitud de la organización. ¿Y qué puede ser más temible que un niño con plenitud de poderes? Dios sabe qué terribles son la lanza y la espada. Por esa razón, al caballero que las lleva se le enseñan primero la piedad, la justicia, la misericordia y sólo en último término el uso de la fuerza.

»Os temo, señoras mías, porque sois niños tullidos y rencorosos colmados de poder. Y soy vuestro prisionero.

—Que se achicharre en los fuegos del infierno —vociferó la reina del Este, con la cara blanca y abotagada.

La pelirroja hechicera del Norte de Gales se tiró de bruces al suelo, arañando las losas con sus dedos curvos. Arqueó la espalda y golpeó el piso con la frente y chilló hasta que Morgan alzó ambas manos, las palmas hacia adelante. Lanzarote cruzó los dedos con fuerza debajo de la túnica. Oyó las palabras mágicas y la oscuridad se cerró como un puño, el aire se congeló, y él yació desnudo sobre las piedras. Por tratarse de un castillo producto de las ilusiones de la magia, la mazmorra donde yacía Lanzarote era notablemente fuerte y sólida, con todas las incomodidades y la rancia humedad provocadas por el tiempo y la permanencia. El caballero no estuvo mucho tiempo tendido en el suelo de piedra, pues su ánimo caballeresco también era sólido y permanente, con los cimientos hincados en los materiales más nobles y firmes del espíritu humano. Se incorporó y avanzó al tanteo por la fétida oscuridad hasta el muro, y a lo largo del muro hasta la puerta de roble tachonada de hierro. Tenía echado el cerrojo, por supuesto, pero a través de la reja pudo oler el viento helado del corredor.

Quizá debiera morir, pero en ese caso el código le exigía acercarse a la muerte como si fuera parte de la vida, y si notaba una brecha en lo inevitable debía arrojarse a ella en el acto y con todas sus fuerzas, pues si había fallas en las normas de la caballería, la dócil aceptación de la injusticia no se contaba entre ellas. Un hombre podía aceptar la muerte con buen ánimo y alegre predisposición siempre que hubiese agotado todos los medios honrosos para eludirla, pero ningún hombre digno de sus espuelas se arrastraba a su destino o presentaba el cuello al tajo definitivo. Sabia que no servía de nada buscar un arma en la celda. No había ni una piedra floja, ni una viga de madera, ni un clavo con que armar su desnudez. Sus únicos instrumentos cortantes eran los dientes y las uñas, su garrote el puño, sus cuerdas los músculos de los brazos y las piernas. Acaso le tocara la suerte de Merlín, quedar solo y desamparado para morir de hambre y de frío en la oscuridad. Pero si él estaba en lo cierto y sus captoras eran niños violentos y vengativos, no podrían dejar de asistir al espectáculo de los padecimientos de su víctima, para regodearse mientras él se esforzaba por sobrevivir. Evocó nuevamente a Merlín, a quien recordaba profetizando sobre él cuando él era un pequeño abrazado a la rodilla de su madre. Cuanto había olvidado de esa profecía, la reina Elaine se había ocupado de rememorárselo. Estaba destinado a ser, había dicho Merlín, el mejor caballero del mundo. Bien, ahora el mundo le daba la razón. La profecía se había cumplido, mayor razón para confiar en la última parte. Tras una vida larga y fogosa, moriría de amor, de las penas del amor… pero de amor. En este sitio lóbrego había tan poco amor como luz, y salvo por su amor formal y caballeresco hacia Ginebra, no había en Lanzarote amor capaz de romperle el corazón. Por lo tanto, no había llegado el momento de su muerte. Era su deber de caballero aceptar lo que Dios tuviera a bien mandarle, pero también era cierto que el mismo Dios esperaba que él empleara todos sus recursos.

Sus cavilaciones aclararon las tinieblas y entibiaron el frío. Si ésta no era la hora de su muerte, debía ser ventaja de cualquier oportunidad que pudiera presentarse, y aun anticiparse a ella. Cuando las perversas y tenebrosas reinas vinieran a gozar de su padecimiento, lo harían protegidas con la armadura de su magia. Y Lanzarote, al igual que todos, sabía que las tácticas nigrománticas requerían ciertos ingredientes invariables. Las manos debían concentrarse en gestos y conjuros y la voz debía proferir sílabas rituales. Despojado de cualquiera de estos elementos, un hechicero quedaba tan indefenso como una oveja. Si sus enemigas pensaban que podían acarrearle la muerte, no estaban de acuerdo con Merlín, y Merlín era el más grande, lo cual significaba que ellas, pese a todo su poder, no podían ver el futuro ni adivinarle el pensamiento. De manera que si él se ocultaba silenciosamente detrás de la puerta, no sabrían que estaba allí. Y si tomaba los brazos de la primera para impedir los gestos y con la mano libre le tapaba la boca para impedir los conjuros, mientras se protegía las espaldas de cualquier contraataque vociferando padrenuestros, acaso tuviera éxito. Al menos valía la pena el intento, y un intento —un empedernido intento— era todo lo exigido por las reglas de la caballería.

Tanteó con los dedos el borde de la puerta y comprobó que se abría hacia adentro, como era habitual. De lo contrario un cautivo frenético podría empujar la puerta y arrancarla de sus goznes, pero asentada contra el pesado dintel y el marco de piedra, estaba segura. Así, la puerta al abrirse le serviría de refugio. Pero si venían, ¿cuándo vendrían? A veces abandonaban a un hombre hasta que la oscuridad, el hambre y la desesperación demolían su espíritu, hasta transformarlo en una pulpa babosa y pusilánime. Pero estas mujeres eran petulantes como niños, y la paciencia no se acordaba con sus ansiosos temperamentos. Además, eran arrogantes e iracundas. No dejarían enfriar su furia. Pero el prolongado ejercicio de las armas había entrenado a Lanzarote. Al tumulto y al clamor de la batalla podían preceder cien horas de espera, y el buen soldado aprendía a esperar.

Sin Lanzarote se apoyó contra el muro y recordó otra maña de hombre de guerra, la de dormir ligeramente estando de pie. Por momentos se despertaba y se frotaba las manos para protegerlas del frío.

No supo cuánto tiempo había transcurrido cuando un ruido alertó su oído de centinela: suaves pasos en el extremo del corredor. Su corazón dio un brinco, pues sólo una persona se acercaba, y al parecer, en silencio, casi con sigilo. No era un guardia con pies calzado de hierro y con espada al cinto. En eso una pequeña luz penetró a través de la reja y Lanzarote se echó atrás para sacar ventaja de la puerta que se abría.

El enorme cerrojo corrió con tanta lentitud y discreción cuanto se lo permitía su herrumbrado mecanismo. Rechinaron los goznes y penetró una cinta y luego una estría de luz. Una figura entró y Lanzarote dio un salto. Con el brazo derecho apresó los brazos e hizo caer la vela, con lo cual volvió la oscuridad. Cerró la mano izquierda sobre unos labios tersos y clamó en voz alta:

—Padre Nuestro que estás en los Cielos, santificado sea el tu nombre. Venga a nos el tu reino… —Se interrumpió, pues el blando y pequeño cuerpo de su prisionera no oponía resistencia.— ¿Quién eres? —susurró ásperamente, y un sofocado gemido escapó de la boca que él amordazaba. Aflojó un poco la mano, listo para cerrarla de nuevo.

—Déjame. Soy la doncella que te trajo la cena.

Dejó caer los brazos al costado, estremecido por el súbito temblor que provoca una tensión largamente contenida y liberada de pronto.

—Ahora no tenemos luz —dijo la vocecita.

—No importa. ¿Dónde están las reinas?

—En la cocina. Las vi a través de la puerta. Han puesto al fuego un caldero tan grande como para escaldar un cerdo. Y le meten adentro cosas que prefiero no mencionar, algunas de ellas con vida. Parecen viejas brujas de pelo blanco y están cocinando un brebaje tan potente como para hacer saltar las puertas desde Camelot.

—¿Ellas te mandaron?

—Oh no, mi señor. Si se enteraran, me echarían al caldero.

—¿No sabes dónde está mi armadura… mi espada?

—En la sala de guardia. Yo misma las puse allí.

—¿Mi caballo?

—También lo cuidé y alimenté.

—Bien. Nos iremos ahora.

—Aguarda, señor. ¿Es verdad que eres Lanzarote?

—Es verdad.

—Hay doce puertas y doce trancas antes de la libertad.

—¿Y bien?

—Yo puedo abrirlas, señor.

—Entonces hazlo.

—Oh, no, Sir Lanzarote.

—Muchacha, debemos apurarnos. ¿De qué estás hablando?

—El martes que viene, señor, mi padre luchará en el torneo contra aquellos que lo derrotaron.

—¿Y qué hay con eso?

—Si me das tu palabra de que lo ayudarás a vencer, abriré las puertas.

—Por el Sagrado Corazón de Jesús —gritó él, exasperado—. Están abiertas las fauces del infierno y tú regateas.

—Es imposible convivir con él cuando pierde, señor. ¿Me das tu palabra?

—Si, claro que si. Ahora vámonos.

—No podemos hasta que sepas lo que debes hacer.

—Entonces dímelo… rápido. Esos cuatro demonios pueden venir en cualquier momento.

—Oh, no creo que muy pronto, señor. Están concentradas en la cocina y están sorbiendo ese ingrediente mágico que viene de las Indias o Cipango o de algún lugar distante. Un ermitaño le dijo a mi padre que es la sangre maligna de las amapolas blancas…

—Doncella… —dijo él—, ¿qué me importa de quién es esa sangre?

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