Los hechos del rey Arturo y sus nobles caballeros (8 page)

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Authors: John Steinbeck

Tags: #Histórica, aventuras, #Aventuras

BOOK: Los hechos del rey Arturo y sus nobles caballeros
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Entonces el caballero dijo cortésmente:

—De modo que he vencido y tu vida o tu muerte dependen de mi decisión. Ríndete y admite tu derrota, o deberás morir.

—Bienvenida la muerte cuando venga —dijo Arturo—. Pero la derrota nunca es bienvenida. No me rindo. —Y así diciendo, brincó sin armas sobre el caballero, le aferró el torso, lo arrojó a tierra y lo despojó del yelmo. Pero el caballero era vigoroso. Forcejeó y se contorsionó hasta liberarse, arrancó el yelmo de Arturo y alzó la espada para matarlo.

En eso intervino Merlín, diciendo:

—Caballero, detente. Éste vale mucho más de lo que piensas. Si lo matas, abrirás una herida atroz en todo el reino.

—¿Qué quieres decir?

—Éste es el rey Arturo —dijo Merlín.

Entonces el pánico, el temor a la ira del rey, se adueñaron del caballero, que volvió a alzar la espada para matarlo. Pero Merlín lo miró a los ojos y obró un encantamiento, con lo cual la espada del caballero cayó a tierra y él quedó sumido en un profundo sueño.

—Merlín, ¿qué has hecho? —exclamó entonces Arturo—. ¿Has matado a este buen caballero con tu magia? Era uno de los mejores caballeros del mundo. Daría cualquier cosa porque viviese.

—No te inquietes por él, mi señor —dijo Merlín—. No está tan malherido como tú. Está dormido y despertará en una hora. —Luego añadió—: Esta mañana te advertí lo buen caballero que era. De no estar yo aquí, con seguridad te habría matado. No hay caballero viviente que lo supere. En el futuro te prestará buenos servicios.

—¿Quién es? —preguntó Arturo.

—Es el rey Pellinore. Y preveo que tendrá dos hijos llamados Percival y Lamorake, quienes llegarán a ser grandes caballeros.

El rey estaba débil a causa de sus heridas y Merlín lo llevó a una ermita cercana donde el ermitaño le lavó las heridas y contuvo la sangre con vendajes y bálsamos. El rey permaneció allí tres días, hasta que pudo montar a caballo y seguir su camino. Mientras cabalgaba en compañía de Merlín, el rey dijo con amargura:

—Debes sentirte orgulloso de servir a un rey derrotado, Merlín, a un caballero grande y digno que ni siquiera tiene espada para ceñir, un caballero desarmado, herido y desvalido. ¿Qué es un caballero sin espada? Nada… menos que nada.

—Eso es hablar como un niño —dijo Merlín—, no como un rey o un caballero, sino como un niño lastimado y rezongón. De lo contrario sabrías, mi señor, que un rey vale más que su corona y un caballero mucho más que su espada. Te portaste como un caballero al asaltar a Pellinore sin armas.

—Y me derrotó.

—Te portaste como un caballero —dijo Merlín—. A todos, en alguna parte del mundo, nos aguarda la derrota. Algunos son destruidos por la derrota, y otros se hacen pequeños y mezquinos a través de la victoria. La grandeza vive en quien triunfa a la vez sobre la derrota y sobre la victoria. Por aquí cerca hay una espada que será mía si puedo conseguírtela.

Siguieron cabalgando hasta llegar a un extenso lago de aguas claras y cristalinas. Y en medio del lago, Arturo vio un brazo con una manga de seda blanca y labrada, cuya mano aferraba una espada por la vaina.

—Esa es la espada a la cual me refería —dijo Merlín.

Luego divisaron a una dama que caminaba ligeramente sobre la superficie del lago.

—Esto es un prodigio —dijo el rey—. ¿Quién es esa dama?

—Es la Dama del Lago —dijo Merlín—, y hay otros prodigios aún. Debajo de un gran peñasco, en las profundidades del lago, hay un palacio tan bello y suntuoso como cualquiera de los que se alzan sobre la tierra. Allí vive esta dama. Ella ahora se acercará a ti, y si eres cortés y se la pides con gentileza, puede que te de la espada.

En eso la mujer se acercó y saludó a Arturo, quien le devolvió el saludo y le dijo:

—Señora, dime por favor qué es esa espada que veo en el lago. Me gustaría tenerla, pues no tengo espada.

—La espada es mía, señor —dijo la dama—, pero si me concedes una gracia cuando yo lo pida, te cedo la espada.

—Por mi honor, tendrás lo que desees —dijo el rey.

—Entonces es tuya —dijo la dama—. Sube al batel que ves allá y rema hasta el brazo y toma la espada y la vaina. Pediré mi gracia cuando llegue el momento.

Entonces Arturo y Merlín desmontaron y sujetaron sus caballos a los árboles. Luego fueron hasta el batel y bogaron hacia el brazo. Y Arturo tomó suavemente la espada, y la mano se abrió y luego desapareció debajo del agua. Y ambos regresaron a la orilla, montaron a caballo y siguieron su camino.

Cerca del sendero vieron una rica tienda y Arturo preguntó de quién era.

—¿No lo recuerdas? —dijo Merlín—. Ese es el pabellón de tu adversario, el rey Pellinore. Pero ya no está aquí. Lidió con uno de tus caballeros, Sir Egglame, quien al fin volvió grupas y huyó para ponerse a salvo. Y Pellinore lo persiguió y se lanzó en su busca y lo corrió hasta Caerleon. No tardaremos en verlo de regreso.

—Bien —dijo Arturo—. Ahora que tengo una espada volveré a luchar con él, y esta vez no perderé.

—Mal dicho, señor —dijo Merlín—. Sir Pellinore está fatigado por la pelea y la persecución. Poca honra ganarás con vencerlo ahora. Te aconsejo que lo dejes en paz, pues pronto te prestará buenos servicios, y cuando él muera sus hijos te servirán. En breve estarás tan satisfecho con él que le darás a tu hermana por esposa. Por lo tanto, no lo desafíes al verlo pasar.

—Seguiré tu consejo —dijo el rey, y contempló su nueva espada y admiró su belleza.

—¿Qué te gusta más —preguntó Merlín—, la espada o la vaina?

—La espada, por supuesto —dijo Arturo.

—La vaina es mucho más valiosa —dijo Merlín—. Mientras ciñas la vaina no puedes perder sangre por muy profundas que sean tus heridas. Es una vaina mágica. Harás bien en tenerla siempre cerca.

En las proximidades de Caerleon se encontraron con el rey Pellinore, pero Merlín no confiaba en el temperamento de ninguno de los dos caballeros y obró un hechizo para que Pellinore no los viera.

—Es raro que no hablase —dijo Arturo.

—No te vio —explicó Merlín—. De lo contrario, quién habría impedido el combate.

Y así llegaron a Caerleon y los caballeros de Arturo escucharon con gran contento el relato de sus aventuras. Les asombró que el rey se internara a solas en el peligro, y los hombres más valerosos se sintieron colmados de felicidad por servir a un jefe capaz de cabalgar a la ventura como cualquier humilde caballero. Le ofrecieron al rey Arturo su amor y su honra, pero también su camaradería.

Pero Arturo no pudo saborear la dulce flor de la camaradería, pues en su mente repercutían las palabras de Merlín acerca del pecado del rey con su hermana y la amarga profecía de que su propio hijo iba a destruirlo.

Entretanto, el rey Royns del norte de Gales, vencido hacía poco por Arturo, no había cesado de asolar el norte y se había apoderado de Irlanda y las Islas. Entonces le envió a Arturo mensajeros con demandas brutales y arrogantes. El rey Royns, rezaba el mensaje, había vencido a los once señores del norte, y como feroz tributo les había mesado las barbas para ornar su manto con ellas. Once barbas tenía Royns y ahora exigía la duodécima: la barba de Arturo. A menos que Arturo accediera a su reclamo, Royns prometía invadir sus territorios y devastarlos y llevarse, amén de las barbas, la cabeza del rey.

Arturo escuchó a los mensajeros y les respondió casi con alegría, pues eso lo distraía de sus penosas cavilaciones.

—Decidle a vuestro amo que he escuchado con atención su demanda ultrajante y soberbia. Decidle que mi barba no está lo suficientemente crecida como para ornar su manto. Y en cuanto al homenaje que le debo, prometo hincarlo de hinojos ante mi para que implore misericordia. Si alguna vez hubiese tratado con varones honorables, no podría haber despachado un mensaje tan vergonzoso. Ahora llevad con vosotros estas palabras.

Y despidió a los mensajeros. Luego preguntó a sus hombres:

—¿Alguno de vosotros conoce al rey Royns?

Y uno de sus caballeros, Sir Naram, respondió:

—Lo conozco bien, mi señor. Es un hombre salvaje, orgulloso y sin templanza. Pero no lo menosprecies por su soberbia, pues se trata de un formidable guerrero. Y sin duda hará todo lo posible por llevar a cabo su amenaza.

—Ya me encargaré de él —dijo Arturo—. Cuando tenga tiempo, lo trataré como se merece.

Y volvió a sus cavilaciones. Llamó a Merlín y lo interrogó.

—¿Nació el niño del que me hablaste?

—Si, mi señor.

—¿Cuándo?

—El primero de mayo, mi señor, el día de los festejos de primavera —dijo Merlín. Arturo lo despidió y permaneció pensativo y con los ojos entrecerrados, sumido en reflexiones tenebrosas y mezquinas. No podía tolerar que la fama de su incesto se difundiera, y al mismo tiempo tenía miedo de la profecía. Buscó un modo de burlar a la fama y al destino, y concibió un plan cruel y cobarde para salvar la honra y la vida. Tenía vergüenza de revelarle el plan a Merlín antes de ponerlo en práctica. Para ocultar su pecaminoso incesto, despachó correos a todos sus barones y caballeros con órdenes de que los hijos varones nacidos el primero de mayo fuesen enviados al rey so pena de muerte. Los barones sintieron cólera y temor y muchos acusaron a Merlín antes que a Arturo, pero no se atrevieron a negarse. Muchos niños nacidos el primero de mayo fueron entregados al rey, y sólo habían vivido cuatro semanas. Entonces el rey los llevó a la costa, pues no se atrevía a matarlos por su propia mano. Los puso en un barquichuelo, orientó las velas a favor de un viento marino y lo dejó zarpar sin tripulantes. El rey Arturo, con la vergüenza y la maldad en los ojos, observó cómo él barquichuelo desaparecía en el horizonte, llevándose la evidencia de su destino. Luego el rey volvió grupas y se alejó con pesadumbre.

El viento se levantó con ferocidad, cambió de rumbo y devolvió la nave a la costa. Debajo de un castillo, el barquichuelo chocó contra un arrecife y derramó su lastimera carga en el oleaje. En la costa, un buen hombre oyó un grito desde su cabaña, pese al gimoteo del viento y el fragor de las olas. Se dirigió a la playa y descubrió un niño sujeto a un tablón de la nave náufraga. Lo alzó y lo entibió bajo su manto y lo condujo a su hogar, donde su mujer se llevó a Mordred al pecho y lo amamantó.

El caballero de las dos espadas

E
n el prolongado y anárquico período posterior a la muerte de Uther Pendragon previo a la ascensión al trono de su hijo Arturo, muchos señores detentaban la autoridad en Inglaterra y Gales, en Cornualles y Escocia y en las Islas, y como algunos se negaron a renunciar a ella, los primeros años del reinado de Arturo fueron consagrados a la restauración del reino, mediante la ley, el orden y la fuerza de las armas.

Uno de sus enemigos acérrimos era el señor Royns de Gales, cuyo creciente poder en el oeste y el norte entrañaba una permanente amenaza para Inglaterra.

Mientras Arturo residía en Londres con su corte, un fiel caballero llegó con la nueva de que el arrogante Royns había reclutado un vasto ejército que incursionaba en los territorios de Arturo, quemando las cosechas y las casas y exterminando a la población.

—Si eso es cierto —dijo Arturo—, seria deshonroso no proteger a mis súbditos.

—Es cierto —dijo el caballero—. Yo mismo vi a los invasores y presencié sus estragos.

—Entonces debo combatir a Royns y destruirlo —dijo el rey. Y convocó a todos los señores, caballeros y gentileshombres leales a celebrar un consejo general en Camelot, donde se harían planes para la defensa del reino.

Y cuando todos los barones y caballeros estuvieron reunidos y ocuparon su sitio frente al rey, compareció en la sala una doncella y anunció que venía de parte de la gran dama Lyle de Avalón.

—¿Qué mensaje traes? —inquirió Arturo.

Entonces la doncella abrió su manto de ricas pieles y todos vieron que ceñía al cinto una noble espada.

—No es propio de una doncella portar armas —dijo el rey—. ¿Por qué ciñes espada?

—Porque no tengo otra opción —respondió la doncella—. Y debo ceñirla hasta que la tome un caballero de honra y bravura, de buena fama y sin mancha. Sólo un caballero semejante puede sacar esta espada de su vaina. Estuve en el campamento del señor Royns, donde me habían dicho que había buenos caballeros, pero ni él ni sus vasallos pudieron desenvainar el acero.

—Aquí hay nobles varones de honra —dijo Arturo—, y yo mismo haré el intento, no porque sea el mejor, sino porque si trato primero mis barones y caballeros tendrán licencia para secundarme.

Entonces Arturo aferró la vaina y la empuñadura y tiró de la espada con todas sus fuerzas, pero la hoja no se movió.

—Señor —dijo la doncella—, es innecesario que recurras a la fuerza. El caballero a quien está destinada la tomará fácilmente en sus manos.

Arturo se volvió hacia sus hombres y les dijo:

—Ahora intentadlo vosotros, uno por uno.

—Quienes lo intentéis —dijo la doncella—, estad seguros de no haber cometido deshonras, vilezas o desmanes. Sólo un caballero puro y sin tacha puede extraerla, y debe ser de sangre noble tanto por parte de la madre como del padre.

Entonces la mayor parte de los caballeros reunidos intentó extraer la espada sin éxito alguno. Al fin la doncella dijo con tristeza:

—Pensé que aquí encontraría a hombres intachables y a los mejores caballeros del mundo.

—En ninguna parte encontrarás caballeros tan buenos o mejores —dijo Arturo con disgusto—. Lamento que no tengan la fortuna de ayudarte.

Un caballero llamado Sir Balin de Northumberland había permanecido aparte. Había tenido la desgracia de matar en justa lid a un primo del rey y, a causa de malignas habladurías, lo habían confinado en prisión durante seis meses. Pero recientemente un amigo había expuesto la verdad del caso y el caballero había recobrado la libertad. Observaba la prueba ansioso de participar en ella, pero como había estado en prisión, y era pobre y vestía ropas sucias y raídas, no dio un paso adelante hasta que todos desistieron de sus tentativas y la doncella se dispuso a partir. Sólo entonces Sir Balin la interpeló, diciéndole:

—Señora, suplico a tu cortesía que me permitas intentarlo. Sé que estoy pobremente vestido, pero mi corazón me dice que puedo tener éxito.

La doncella observó ese manto hecho jirones y no pudo creer que se tratara de un hombre de honor y noble ascendencia.

—Señor —le dijo—, ¿por qué deseas someterme a nuevas penurias cuando todos estos nobles caballeros han fracasado?

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