El plan de ambos «paladines de la justicia» era ingenioso, aunque algo aventurero dado las escasas opciones de que disponían, y digo escasas por no decir ninguna. Y digo «ambos» porque ya no eran cuatro los mosqueteros. La suerte de Ribadavia ya es de todos conocida. Además de él, había que añadir la «deserción» de Abberline, entregado por completo a su obsesión, encomiable por otro lado, de evitar que ni una puta más apareciera destripada. En cuanto a los esfuerzos tras Tumblety… parece que el trabajo del inspector Andrews había sido infructuoso.
Volviendo al plan: Percy llevaba días tratando de descifrar algo en su casa. Si todas las viejas casas tienen un regusto a enfermo terminal, Forlornhope ahora era ya un cadáver con demasiada historia. El doctor Greenwood seguía ejerciendo de amo y señor de todo. Eso no era tolerable para el joven lord, y si lo aguantó, seguro que fue aconsejado por el más paciente Torres. Llegó a ver cómo se reunían allí el grupo de amigos de su padre, haciendo De Blaise de anfitrión, ebrio y descortés, cuando el verdadero maestro de ceremonias era el viejo doctor. Su primo... o cuñado, como quiera, apenas era un fantasma, que pasaba desapercibido en esa casa encantada. No tuvo ningún mal encuentro con él, aunque a decir verdad los buscó, era imposible tenerlos con alguien que apenas se mantenía en pie, sometido a los dictados de sus vicios. Respecto al doctor, al menos en cuanto a sus aptitudes como galeno no había cuita alguna, pues lord Dembow se había repuesto en parte. Recuperó la conciencia, y parte del habla, aunque su estado débil y febril le impedía abandonar sus aposentos. Percy fue a verlo, para recibir un nuevo rechazo.
—Márchate —le dijo en un susurro desde su cama—. No mereces todo el esfuerzo, todo lo que sacrificaste, para convertirte en un Abbercromby. No lo eres. Vete.
Luego llamó a Cynthia, llorando. Había perdido la cabeza por completo. Si el dolor o la rabia que sentía Percy hubieran sido diez veces mayor, tampoco vería ya satisfacción en vengarse de ningún modo en aquel despojo humano.
El éxito en los esfuerzos terapéuticos del doctor Greenwood no iba parejo a sus otras nuevas actividades. Como aparente líder de esa extraña camarilla de ancianos prohombres, no estaba teniendo igual fortuna. Sin poder asegurar nada porque poco se le permitía ver, Percy entendía que el viejo doctor había quedado desamparado. Vio el resultado de una visita de Henry Mathews, el viernes día veintiséis, y las palabras del secretario fueron reveladoras.
—Doctor, discúlpeme ante nuestros amigos. No podemos ofrecerle más apoyo, sería una irresponsabilidad política, tras los incidentes con esos irlandeses...
—Nada se ha perdido. Nos encontramos en la misma posición que hace un mes.
—Salvo porque el caballero ha desaparecido. No insista, doctor, la señora Brown desea distanciarse de todo esto, definitivamente.
—Tendremos éxito, Mathews, y entonces lamentarán habernos dado la espalda.
Era cierto que Satán, no podían referirse a otro, se había esfumado tras la batalla en el río Lee. Según les comentó Abberline el día anterior, los Tigres de Besarabia habían quedado en nada, y lo que era más significativo, los arsenales de armas habían desaparecido de entre las bandas, quedaban máquinas averiadas que ya no recibían repuestos ni reparación.
—Eso, sumado a la inoperancia de Jack el Destripador en todo octubre —explicaba Torres—, y al no encontrarlo en aquel burdel que nos indicó, nos hace pensar que en efecto, ese... esa criatura se ha marchado, o bien fue eliminado realmente y para siempre en la isla, en aquella explosión. Asunto que no es del todo un alivio... entiéndanme, ese sujeto ha creado... —me miró preocupado— hace uso de su ciencia sin ningún freno, y eso ha generado todo este horror, pero era un genio, un genio tal que no creo se repita jamás, y del que solo tenemos noticias un puñado de personas.
—Vayamos al asunto que nos ocupa sin divagar, se lo ruego —se impacientaba Percy—. Es evidente que ellos siguen esperando encontrar a ese «caballero».
—
Herr
Ewigkeit.
—Exacto. Bien, usted nos lo describió tal y como lo vio en el burdel. El señor Torres afirma que puede darle a usted un aspecto similar. Preséntese allí, en su casa, y finja ser el tal señor Ewigkeit. —No era ningún dislate; recuerden que aquella muchacha en el burdel me confundió.
—Por otro lado —apuntó Torres—, es ya evidente que
herr
Ewigkeit adopta diferentes aspectos, no será necesario ser muy preciso en el disfraz.
—¿Y allí qué debo hacer?
—Dejarles hacer a ellos, ya se lo he dicho. Trate de negociar, y sobre todo permítales hablar, obtendremos así más información que de cualquier otro modo. Siempre que esté de acuerdo usted en arriesgarse.
—Por supuesto. Me gusta sentirme útil.
—Sobre todo, entre del modo más subrepticio posible, y hable con Greenwood, o con De Blaise o incluso con el propio Dembow a solas. Y márchese de igual modo. No tenemos deseo alguno de que sea capturado. Si le animo a ir, es porque sospecho que sus nuevas aptitudes le hacen una presa demasiado difícil para los medios de que dispone ahora esa casa.
Los dos caballeros quedaron en silencio, ante mí, nerviosos, mirándose, como si cierta vergüenza de tratar con una máquina los turbara.
—Bueno —dijo Torres—. Cambiemos un poco su aspecto, manos a la obra...
—No entiendo una cosa —dije yo, y los dos aguardaron pacientes a que mis ruedas ordenaran mis pensamientos—. Si están ambos convencidos de que herr Ewigkeit ha desaparecido, y de que siendo él el asesino, o estando en estrecha relación con él, los crímenes han acabado. ¿Qué es lo que esperan encontrar? ¿Cuál es el fin de todo esto?
Tras un tenso silencio, Abbercromby habló:
—Señor Aguirre, me temo que todo esto, todo este misterio y esta locura, han destruido, corrompido por completo a mi familia desde hace generaciones hasta hacernos cometer los perores pecados. Debo saber más y acabar con todo, aunque los hilos de esta trama me lleven a lo más alto. No me rendiré.
Percy se puso su sombrero y se fue, prometiendo volver al día siguiente para ver qué había averiguado, y estar pendiente esa noche en Forlornhope, para poder socorrerme en cualquier mala situación que mi aventura me llevara. Torres empezó a trabajar sobre mí, a colocarme ese casco sobre mi pequeño cráneo, y dijo:
—Yo solo quiero saber más. Solo eso.
Así que la última noche del mes volví a Forlornhope. Atravesé Londres entre sus sombras hasta la espléndida parcela de lord Dembow, sin que un alma me viera. Allí estaba, igual que siempre y diferente a un tiempo. Parecía una mancha de salvaje vegetación en medio de la ciudad, oscura, con solo dos o tres lejanas luces provenientes de algunas ventanas dispersas del caserón, invisible en medio de la noche y la espesura. Cualquier paseante casual no notaría nada diferente en el majestuoso edificio, yo no era casual, y mis nuevos ojos veían más allá de las sombras. La diferencia estaba fuera, rodeando la valla. La vigilancia que sobre la casa se ejercía desde el atentado a lord Salisbury, había mermado mucho, si no desaparecido. No podía saber si eso era obra del señor Abbercromby, facilitándome el acceso, o a causa de la pérdida de apoyo de la camarilla de Dembow. En torno a la propiedad, había un par de policías uniformados, pero la multitud de agentes, supuestamente de la sección D, habían desaparecido.
Me quedé allí, mirando atentamente aquella verja cerrada, con dos vigilantes al otro lado, que sin duda habían percibido mi presencia, una sombra envuelta en un gran abrigo paseando arriba y abajo. ¿Qué hacer ahora? Las instrucciones del plan de Torres habían sido escasas, nulas para ser más exacto. Tenía varias opciones, la más atractiva era desvanecerme entre las sombras, saltar la valla, trepar la fachada, entrar como un espectro... ustedes no lo entienden, son hombres, pero dadas mis nuevas facultades, la posibilidad de emplearlas era demasiado atractiva. Claro que se suponía que debía entrar haciéndome pasar por el Demonio y hablar como tal, ¿para qué entonces el sigilo? Torres había insistido en ello; ahora no veía el propósito. Creo que ese sucinto disfraz demoníaco, un casco con dos luces rojas, me confería cierto valor, cierta confianza en mí mismo. El señor del Averno no se anda con tapujos, no los necesita, y menos que él, Raimundo Aguirre.
Mi resolución fue interrumpida por la llegada de un carruaje negro. Se detuvo ante la puerta. Oí al portero decir:
—Nadie puede entrar, señor. Venga mañana.
Un hombre bajó del coche, un militar. Se acercó a la verja y negoció su paso con el guarda en voz muy baja, incluso para mi oído. Lo debió hacer bien, porque la puerta se abrió y él y el coche pasaron. Podía haber entrado con ellos, sí, atendiendo al nuevo visitante el guardés había dejado de vigilarme un minuto, suficiente para colgarme del coche. Yo no necesitaba de tales artimañas. La visita de ese soldado no duró mucho. Cinco minutos después oí acercarse de nuevo el coche sobre el sendero de grava, lo dejaron salir y yo me cansé de esperar.
Tiré mi abrigó al suelo y dejé que mi cuerpo de metal brillara bajo la luna. Caminé decidido hacia la verja, mientras trataba de imitar en mis manos el temblor codicioso del Monstruo. El guardia que permanecía junto a la puerta encendió una luz, su compañero se había ido, él creía que cobijado por la oscuridad, pero mis ojos habían podido ver cómo se alejaba al minuto de verme. El que quedaba, levantó su arma.
—¿Desea algo el señor? —alzó la voz.
—Vengo a ver a lord Dembow.
El individuo me iluminó, y aunque hubo la esperada expresión de sorpresa, no fue demasiada. El hombre no había visto nada como yo, pero sabía que cosas así existían. Me planté junto a la cancela, agarré uno de los barrotes. Ese cierre herrumbroso saltaría ante el menor esfuerzo de mis brazos hidráulicos. El guardés me apuntaba con el arma y la linterna, sin moverse, sin decir nada. Alguien corría a su espalda, Tomkins.
—¿
Herr
Ewigkeit? —preguntó. ¿Lo esperaban? Eso facilitaba mi paso, parecían hasta partícipes del plan de Torres. ¿Ven cuando les digo que Dios allanaba el camino delante de mí hasta llegar a ese objetivo superior que me tenía reservado? Me habían confundido a la primera, como antes lo hiciera esa Mary Kelly. Asentí, alcé la cabeza y mostré mi cráneo de bronce y mis falsos ojos rojos. El fiel Tomkins ni se inmutó, y abrió la puerta. No había venido solo, diez individuos armados lo acompañaban y ninguno dejó de apuntarme mientras recorrimos el camino a la casa.
Forlornhope estaba en sombras. Conté un par de luces, solo eso, dos habitaciones en las partes habitables de la casa, nada más. Poco a poco, a medida que nos acercamos el segundo piso se iluminó como para una fiesta de carnaval; una versión en negativo de mi primer encuentro con la casa, en todos los sentidos, eso era.
Escoltado por esos muy asustados hombres llegamos por fin, entramos, y sin ceremonia alguna Tomkins me condujo al segundo piso. La misma sala de exhibiciones que mostraran ufanos a Torres el día de aquella fiesta, la misma que fuera morada de mis hermanos, de mi familia de autómatas, amplia y columnata, ahora exenta de aquel maravilloso zoológico mágico y mecánico, pero llena de flautistas y pavos reales dorados, todos en funcionamiento, moviéndose, tocando sus melodías, unos bailando, otros fingiendo combates de metal. Recordé mi antigua tarea impuesta por el viejo Potts. Qué fácil sería ocultar entre ellos la memoria perdida del Dragón, y qué trabajo imposible el encontrarla allí. No, era un lugar demasiado evidente. ¿Y aquel fantástico reloj en la biblioteca de abajo?
Una silla de ruedas avanzaba en medio de todos aquellos muñecos parlantes, sin que nadie la empujara. En ella iba Dembow y a su lado caminaba dando tumbos un desmejorado De Blaise.
—Señor... ¿Ewigkeit? ¿Es... es así como le llaman a... ahora? —Me entró la risa, que no pude manifestar: ahora el viejo lord hablaba como yo antes. Se aceraba en su silla, con la cabeza ladeada de forma incómoda, respirando con pesadez—. Herr Ewigkeit, me... alegro de verle desp... después de tanto tiempo. Tiene un aspecto algo distinto. Es homm... hombre dado a cambiar de fisonomía a menudo, ¿me eq... eq... equivoco? —Señaló a los escandalosos autómatas que nos rodeaban. Asentí. El continuó—. Bien, ya... ha terminado el baile. Yo le quité algo que apreciaba, cierto, mea culpa. A cam... bio usted se ha resarcido del modo más cruel, demasiado cruel. —Señaló a su izquierda. Ahí había una mesita de mármol junto a una de las columnas, sobre la que descansaba una rosa de plata en una bandeja del mismo metal, con una inscripción:
Cynthia Jane De Blaise - William
1854-1888
—Eso es p... para su tumba —dijo el lord, y vi lágrimas en sus ojos—. Cuando podamos hacer un funeral. No es con... conveniente que frente a las autoridades deje claro que no tengo ninguna... no tengo... mi ángel.
—¡Maldito hijo de Satanás! —rugió De Blaise con voz adormilada, y no sabía lo acertado que estaba al darme esa filiación—. Debía matarle...
—¿Por qué... John? El señor Ewigkeit puede hacer una rep... reproducción de nuestra Cynthia, ¿puede? ¿Cuán fiel sería? —Lord Dembow rió como una marioneta rota. Su sobrino lloriqueaba y echaba espuma por la boca. Yo no dije nada, puede que tuviera un cerebro nuevo y ágil, pero no el mundo necesario para seguir esa conversación con fluidez—. T... t... tenemos un acuerdo, ¿no? Se acabaron los p... pleitos.
—Si me da lo mío —improvisé.
—Ya no puede exigirme nada. No. —Su voz se normalizó. Una furia en su mirada, más terrible que el fuego que viera en la de Satanás, iluminó la habitación—. Le derrotaron, sí, todo su poder no es nada si está solo. En cambio, con nosotros, no... no nosotros; conmigo. Usted y yo, señor, es lo que nunca entendió. Usted y yo debemos estar juntos. Ahora. Juntos.
—Si me da lo mío.
—¡No! —La agitación de su pecho me pareció preocupante, y no solo a mí.
—Señor —intervino Tomkins muy apurado—. Iré por el doctor Greenwood.
—No.
—Sí, señor —dijo De Blaise, que parecía haberse serenado—. El doctor debería estar aquí...
—¡He dicho que no! Esta casa aún sigue siendo mía, aún debe... debe oírse mi voz. ¡Todo esto, todo este sueño es mío! Ni el doctor, ni el p... primer ministro, ni Su Majestad, ni Dios Todopoderoso van a decirme qué hacer, no... no a un Abbercromby y no en Forlornhope, y desde luego, no tú, John. —Poco a poco, en medio del silencio que su autoridad había generado, fue sosegando su respiración, acompasándola a los traqueteos de las máquinas que nos rodeaban— . Discúlpeme, señor Ewigkeit, lam... lamento tener que resolver problemas domésticos delante de usted, mi situación no es... Esto me vale para mostrarle lo decidido que estoy 1... lo... Estamos usted y yo. Solos. Nos han abandonado... No. No le daré lo que quiere. Sé que ahora mismo p... podría matarnos a todos, si no lo hace es por lo que tengo. ¿Me eq... equivoco? Por supuesto que yo seré el primero. No sabe ya el dolor que soporto, no... no me queda mucho tiempo. Luego atenderemos a cuestiones de estado, nos aseguraremos que determinadas personas vivan por encima de su edad, ¿no es maravilloso? Su ciencia mantendrá el Imperio por toda la eternidad. Y tendrá a su...