El mercado de Spitalfields cierra a las seis de la tarde, ahora estaba vacío, con las cancelas echadas, aunque eso no impedía el acceso si uno sabía moverse por la zona. Junto a una de las entradas se apilaban las cajas de fruta vacías. Vi (o más bien intuí, porque con esa luz mi reciente ceguera era manifiesta) cómo rebuscaba en ellas y cogía un racimo de uvas raquítico y olvidado; a Liz le encantaban las uvas, luego lo supe. Ahí pude atacarla, ahí y en mil sitios antes, sentía una extraña fascinación en contemplar desde las sombras a esa solitaria, borracha y patética mujer y no acercarme, postergar el momento de la violencia todo lo posible. Ella no podía verme, ya saben lo bueno que era en el arte de esconderme y seguir los pasos de quien fuera sin ser visto. Dicen, yo lo he oído, que este gusto por seguir entre las sombras a las mujeres es propio del ánimo del asesino contumaz. Puede que el Monstruo, Delantal de Cuero, o como se llamara, hiciera lo que yo; pero yo no quería matar a Liz.
Siguió caminando con paso ebrio, mordisqueando sus uvas, yendo ya hacia casa. Bajó hasta Brushfield Street conmigo detrás. Se metió por una pequeña calleja, Little Paternóster Row, que iba a terminar a Dorset Street, es posible que allí tuviera una habitación en alguna de las casas comunales que llenaban la calle. Ese era el momento, el callejón estaba vació. Aunque demasiado oscuro para mí, notaba la calle desierta. Eso creí.
—Qué noche tan desagradable para ir por ahí, ¿no te parece, Liz? —Una luz intensa que me cegó siguió a esa voz. Un foco saliendo del altísimo sombrero hongo de un hombre al final del callejón la deslumbraba y me hizo a mí agazaparme. El rayo de luz descubrió una sombra en la pared, un bulto, un insecto descomunal descendiendo, reptando hacia ella. Liz no trató de huir. Se apoyó contra el muro, resoplando.
—Maldita sea —susurró. Podía ser el Asesino dispuesto a desparramar sus entrañas por la calle, y ella no se hubiera movido. Triste resignación a la propia desgracia. Con gritar, bien pudiera haber aparecido alguien. No tenía fuerzas, quizá ni ganas de seguir luchando.
Yo no di un paso en Little Paternóster, me quede a la entrada, esperando. El tipo apagó con un chasquido la luz de su sombrero, que quedó humeando como una pequeña chimenea, como si la ira que se adivinaba en sus palabras hiciera que su cerebro hirviera. Esas palabras fueron:
—Andan por ahí matando zorras, y tú paseando tan tranquila.
—Podíamos hacer eso —dijo el insecto, que no era más que un hombre trepador con voz aflautada y zafia, que hizo que me agazapara más. No podía verlo, pero lo conocía, ¿de qué? Oí cómo saltaba al suelo y sus garras metálicas chirriaron al ocultarse bajo las mangas del abrigo—. En estos días es mu fácil matar putas. Solo hay que arrancarles el corazón, y ya está, dirán que es cosa de Delantal de Cuero.
—No tengo na —susurró Liz.
—Tú no tienes nada, tu hombre no tiene nada... —dijo el del foco en la cabeza—. En ese caso, ¿cómo vas a pagar la ginebra de esta noche, eh? Un trago siempre es bueno para poder dormir.
—Dejadme en paz...
—Nadie va a hacerte daño alguno. Queremos que le digas a Kidney que empieza a no caer en gracia a ciertas personas que le consideraban un amigo, y eso no es muy bueno.
—A mí... yo no tengo na que ver con ese... no me hará caso...
—Vamos, vamos. —Yo apenas distinguía un único bulto oscuro entre la oscuridad. Estaban los dos junto a ella, rodeándola. Liz trataba de fundirse con la pared a la que se pegaba, de desaparecer a través de ella—. No debes mentirnos. Lo único que queremos es que no nos olvidéis, ni tú ni tu hombre. ¿Qué puedo hacer para que no me olvides, Liz?
—Por favor...
—Vamos. Tengo que hacerlo. Esta vez solo será un corte. Dime dónde lo quieres...
Ella tenía los ojos cerrados. No podía verlo, pero estoy seguro que los tenía así, rezando porque todo pasara rápido y pronto estuviera tranquila, frente a una copa. El más hablador, que lo hacía con buen acento de señor respetable aún siendo un hijo de puta, le empezó a acariciar la oreja. Ella dijo:
—Podemos pasarlo bien... no os costaría na.
—Faltaría más, zorra, ¿ibas a cobrarnos? A ver, pequeño Will, ¿quieres hacer algo con ella antes de que la corte? Claro que sí. Sabes puta, a Will le gustan los coños de puerca como el tuyo. Vamos.
Liz empezó a subirse las faldas, manteniendo los párpados apretados, mientras el tipo de la voz de niña, el «pequeño Will», se preparaba.
—Así no, Dandi —dijo Will—, al revés.
—Claro, Will, si prefieres la puerta de atrás...
Le dieron la vuelta de un tirón. Algo arrancó Dandi de la oreja de Liz, un pendiente supuse, ella chilló y él la abofeteó. Yo no me moví. Un par de golpes no mataban a nadie, ni un lóbulo rasgado, venía con el oficio. Liz empezó a reír forzada, tratando de convertir aquello en algo normal, una noche más. El Dandi animó a su amigo a que empezara, y creí ver que este se movía nervioso, miraba a Liz y a su compañero de hito en hito.
—Déjame hacerlo a mi manera —dijo y con un golpe de muñeca salieron sus garras de metal, su brillo en la noche era evidente hasta para mí. Sé, y lo sabía entonces, que muchos bastardos gustan de apuñalar culos. Eso iba a hacer ese Will, antes, después o al tiempo que se desahogaba a su antojo, no creo que necesiten que sea más explícito.
Me eché hacia adelante. No voy a tratar de aclarar mis motivos, no me siento capaz, prefiero que ustedes mismos saquen sus conclusiones. Me limito a los hechos. Dandi notó mi avance, con un gesto detuvo a Will y la lámpara de su cabeza chisporroteó hasta encenderse. Las cucarachas que allí paseaban huyeron, y me dejaron a mí solo y expuesto ante esos dos. Will dio media vuelta a Liz, y quedó junto a ella, rodeándola con el brazo y ocultando al instante sus zarpas metálicas.
—¿Qué pasa? —me dijo Dandi. Yo tomé aire, e intenté hablar.
—Dd... dejadla tranq... tranquila.
—Solo estamos charlando, queremos pasarlo bien. Somos amigos, ¿verdad, Liz? Dile a este caballero lo amigos que somos. No pensará que soy el asesino, ¿verdad señor? Creo que hacen muy bien, le he dicho hace un minuto a mi amigo Willy que debíamos nosotros colaborar también, hay que sacar a ese monstruo del barrio.
Me tomaban por uno de los detectives privados que se decía iba a contratar el Comité de Vigilancia de Mild End. Tal vez mis ropas, mi sombrero... algo les hizo pensar eso. Absurdo, los vigilantes nunca irían solos. Supongo que tras la noticia de su formación, el comité estaba en mente de todos. Dandi caminó desafiante hasta mí, deslumbrándome, esperando intimidarme.
—Dd... d... dejadla... —Avancé despacio hacia ellos, esperando la pelea.
¿Y s... s... si no quiero? —El pequeño Will se rió como un anormal. Dandi agitó el brazo y a su mano derecha saltó un cuchillo, pequeño, de punta roma, como los de los zapateros. No parecía acostumbrado a la sofisticada disposición de su arma, y titubeó un instante al asirla. Eso fue un error. Le cogí la cabeza y le estampé su cara contra la pared. Un sonido de cristal al romperse y su sombrero empezó a arder con una llama azulada, menos intensa de lo que yo hubiera querido.
—¡Eh! Qué haces, hijo de perra. —Will había soltado a Liz, no era tan listo como para amenazarla, o tal vez pensara que una puta no podía importarle a nadie. La dejó a un lado y extrajo sus garras de nuevo.
—Vete dije . A lo mmmmm.. rnmmm... mejor sois vosss... vosotros los que os hab... hab... habéis topado con el... con el con el asesino.
Mi baladronada funcionó por un instante. Se me había caído el sombrero y ahora mi máscara de cuero era visible, con mi ojo izquierdo grande y blanco sin parpadear y con una extraña «pupila» en forma de dama; quién sabe lo que parecía con tan poca luz. Will echó un paso atrás. Su amigo estaba mucho más curtido, no me iba a dejar ir así.
—¡No! —gritó desde el suelo, tras quitarse el sombrero y tirarlo lejos de él—. ¡Usa esas malditas cosas!
Fue a por mí cuando ya había reculado, y eso en las calles no se perdona. Le di con el brazo bueno, ignorando su arma, que siendo diseñada más para trepar que para pelear, no supo usarla con propiedad. Con mi escasa visión tuve que tirar al bulto, y atiné a darle con fuerza en la cara. Luego lo empujé contra la pared, me di media vuelta y tiré una patada al Dandi, que había apagado el fuego de su cabeza pero seguía sangrando, no sé dónde le acerté. Volví a Will antes de que se incorporara del todo y lo golpeé de nuevo, esta vez cayó y le pisé el antebrazo. Lo remangué y vi el artilugio allí atado, tiré con rapidez y fuerza de un cable metálico, el primero que vi, y las garras se cerraron con un grito asustado de su propietario.
De nuevo golpeé a Dandi, y luego a Will, que miraba su brazo temiendo haberlo perdido; no, su arma se había bloqueado sin causarle daño. No podía dejar que se rehicieran ni un instante. Empecé a gritar enloquecido, mientras les pateaba, una vez y otra. Les saqué lo que tenían en el bolsillo, y se lo tiré la cara, y no paré de golpearlos y de aullar. Oí las monedas caer al suelo tras rebotar en ellos, y las cogí.
—Estás muerto, hijo de perra —dijo Dandi escupiendo sangre. Le di otra patada, hice un gesto y Liz corrió hacia mí, empujando a su paso al chico en el suelo.
—Vete —repetí.
Dandi sangraba por la nariz y la boca, y algún pelo se le había chamuscado, pero era perro viejo y podía tirar con sus heridas, y causarme problemas si no salía de allí. Me fui hacia atrás, con Liz, despacio, mientras Will se incorporaba lloroso y atendía a su amigo que seguía maldiciéndome. Se me quedó mirando en la distancia, cuando pasé por los restos chamuscados del bombín de su jefe, y de pronto dijo:
—¿Drunkard? Maldita sea, hijo de puta. ¿Eres Drunkard Ray? Era cierto...
¡Claro! Supe dónde había oído esa voz, de qué conocía a ese muchacho. El viernes pasado, cuando O'Malley y los suyos trataron de convertirme en mudo o en capón, Will, aquel chico de voz aniñada que se asustó cuando yo me desboqué, ese era. No me había reconocido en un principio, con mi traje nuevo y mi preciosa máscara. Ahora sabía quién era, eso no era bueno. A mi memoria, siempre tan fracturada entonces, llegaron las palabras del Bruto, la cita que ya había incumplido, la promesa rota de mantener la boca cerrada. Me pasó por la cabeza el matarlos, y no lo hice. No hice nada. Fue Liz, la bendita Liz la Larga la que me sacó de allí.
—Vámonos daquí. —Y a tirones me sacó del callejón.
Los dos matones del Green Gate (supuse que Dandi también lo era, aunque no le recordaba), no nos siguieron. Dandi era sin duda el líder, y estaría aturdido y furioso, así era poco eficaz. Will no haría nada por su cuenta. Liz tiró de mí hasta Commercial Street, no era tonta y conocía cómo eran las cosas en el barrio; en una calle grande estaría segura. Allí me soltó la manga. Notó sin duda lo incómodo que me hacía sentir su proximidad, la de cualquier mujer. Yo bajé la cara, quería dejarla.
—¿De verdad eres del Comité ese?
—No.
—Ya me paecía a mí. Ese traje no es tuyo, ¿verdá? No te quea mal, aunque testá algo pequeño. Oye, a mí me da lo mismo de dónde lo has sacao, mas quitao a esos... Intenté con todas mis fuerzas decir un «adiós», y ella se me adelantó—. Te invito a beber algo, pa darte las gracias, hombre.
El alcohol se me antojó un remedio perfecto para alejar los fantasmas de esa noche. No tenía lugar donde ir, ni tiempo para pensar en qué hacer. No dije ni sí ni no, Liz me cogió de nuevo por el brazo y entramos en el Ten Bells, frente a Christ Church.
El lugar se encontraba muy animado, como de costumbre. Nos sentamos en una mesa algo apartada, pagó una pinta y empezó a hablar mientras restañaba su oreja dañada. Yo bebía.
Dijo llamarse Elizabeth Stride, sueca, aunque llevaba más de veinte años viviendo en Londres, y su vida, que ya fue la triste existencia propia de las desdichadas en su país de origen, no mejoró con el viaje. Habló mucho, no paró, no podría contarles todo lo que dijo esa noche, con su hablar tan calmo y tan inagotable, con un suave acento extranjero, muy poco, como un poso lejano y agradable. No recuerdo todo porque entonces solo podía atender a mi situación, mi urgente necesidad de escapar. Sin embargo, quedó en mí una sensación acogedora, la de estar en compañía de alguien, sin más, sin esperar nada, sin deber nada. Liz era una mujer agradable, tranquila pese al alcohol, que me trataba como si fuera un viejo conocido, como si tuviera una cara completa, con todas sus facciones duplicadas y simétricas, como un ser humano. Por una tarde fui su confidente, me contó su vida con ganas, como si de una necesidad física se tratara.
Vida que no dejaba de ser una sucesión de dramas, en este caso algo adornados por su poderosa imaginación. Confirmó que se ganaba la vida limpiando habitaciones aquí y allá, eso ya lo sabía. Vivía con un hombre, el tal Kidney, un tipo que trabajaba en los muelles. Lo de trabajar, según Liz, era una forma de hablar, porque el sujeto apenas hacía nada salvo gastar a manos llenas lo que tanto le costaba ganar a ella, y agradecérselo con alguna que otra paliza. De eso, de lo gastado por su hombre, iba el asunto que se traían con ella los del Green Gate. Parece ser que Kidney debía a alguien de la banda, y estos andaban con prisas por cobrar. Decidieron entonces apretar las clavijas al moroso a través de su mujer.
—Como si al mu desgraciao le importara algo lo que a mí me pase —decía—. Mejor pa él si me matan...
Así siguió, contando esto y lo otro, lo mal que le trataba la vida, lo que recordaba Suecia, lo feliz que fue en su país... quién sabe si algo de lo que dijo era verdad. No mencionó ni por un instante su otro medio de obtener ingresos, de eso casi nunca se habla.
No pude pasar por alto cuando mencionó a su marido. Era viuda, me dijo, hacia diez años. El señor Stride murió en el desastre del
Princess Alice
. Los dos tenían empleos en el vapor. Su esposo y dos de sus hijos se ahogaron, ella consiguió sobrevivir agarrándose a un cabo cuando estaba a punto de hundirse bajo el río. Allí perdió dos dientes y se hirió en el paladar por culpa de un hombre que trepaba delante de ella y que resbaló, me mostró sus mellas con una mezcla de pena y nostalgia. El resto de sus hijos, dijo, estaban al cuidado de la Iglesia Sueca, allí en Londres.
Qué extraña es la memoria, o lo era la mía al menos. Recordé entonces la tragedia del
Princess Alice
, ¿se acuerdan ustedes que les hablé de ella? Sí, mi primer encuentro con Torres, fue dos días tras el accidente. Pensé en aquel cuerpo que vi flotando junto al muelle en Millwall, mientras los caballeros jugaban al ajedrez con una máquina. Ese cadáver por el que volví en mala hora, pues acabé en manos de mi viejo patrón. El recuerdo me empujó a hablar.