Los horrores del escalpelo (72 page)

Read Los horrores del escalpelo Online

Authors: Daniel Mares

Tags: #Histórico, Intriga, otros

BOOK: Los horrores del escalpelo
7.38Mb size Format: txt, pdf, ePub

La petición que traía Torres era sencilla, muy sencilla, sencilla sí...: quería ver la documentación sobre el Ajedrecista que cierto día descubriera en la biblioteca del lord. Recordaba que entonces ya le pareció de lo más extraña, y ahora ese recuerdo pareció más importante tras la petición del lord. Percy... se mostró seco pero correcto, como siempre que no estaba en situaciones sociales más bulliciosas.

—No tengo idea de qué papeles habla —dijo tras escucharlo, mientras sacudía el polvo de su rancia levita negra—, señor Torres. Son asuntos de mi padre, mejor será que se lo pida en persona a él, o al señor Ramrod. —El secretario.

—No tengo intención de llevármelos... me... bastaría con ojearlos unos minutos, tengo un vago recuerdo de ellos y quisiera...

—Le digo que no son míos. Es posible que el señor De Blaise pueda disponer a voluntad de todas las pertenencias de mi padre; yo no, yo solo soy su hijo. Estoy seguro de que él lo ayudaría, para su desgracia él y su esposa no están aquí ahora.

Discúlpeme, señor. —Torres se envaró, serio—. No pretendía ser la causa de ningún conflicto familiar.

—Pues no venga con semejantes peticiones a esta casa. —Ambos quedaron en silencio, tensos durante unos segundos. Torres se disponía a despedirse cuando Percy continuó—: No me importa en lo más mínimo si se siente ofendido, es asunto suyo. No está en mi mano permitirle el acceso a objetos que no me pertenecen.

—Le entiendo, eso no podría ofenderme nunca. Sin embargo, por sus palabras deduzco que piensa que tengo algún tipo de confabulación con los señores De Blaise, o una amistad excluyente para con usted, y nada más lejos de mi ánimo.

—Tampoco es asunto mío a quién estima o deja de estimar, Torres. Abandonemos de una vez esta falsa cortesía...

—¿Cortesía?

—... tan de moda en nuestros días; a usted no le soy simpático, mientras que mi prima le tendrá fascinado, como a todo el mundo. Y supongo que ese aprecio se extiende a su marido, ese pozo de egoísmo por el que profesa una amistad sin sentido y de la que algo espera obtener.

—No voy a hacer caso... a esas palabras, por el bien de ambos... Creo que debo marcharme. Dudo de que ahora mismo se encuentre en sus cabales, amigo mío, y no voy a tolerar...

¿Ah no? ¿Acaso suele arriesgar la vida en sórdidos emporios de narcóticos por el bien de extraños?

La sorpresa de esa revelación espetada con tanta ira, calmó la de Torres. Quedó un instante en silencio, observando a Perceval Abbercromby congestionado por la furia, ¿por qué tanta cólera? ¿Se enfurecía por amistades ajenas? ¿Tan vil era?

—¿Cómo sabe usted...?

—Esta mañana... ha estado... ha estado aquí la policía haciendo preguntas. Sé que el usurpador está involucrado en algún asunto escabroso, cosa que no me sorprende, y sé que mi padre lo salvará. Es indignante...

—¿Y se habló de mi presencia...? Da lo mismo, no quiero saber más. Solo puedo decir que yo estaba allí por el afecto que siento por su prima, y si este afecto le molesta, lo siento mucho, señor mío. Me alegro de haber servido de ayuda en un momento delicado.

—¿Pero qué ocurrió? ¿Quién y por qué atacó a De Blaise?

Torres... no me pareció nunca un hombre frío, aunque sí inteligente, en extremo inteligente, y vio allí una oportunidad de conseguir lo que quería... esa oculta verdad que sospechaba desde hace días, y que no podía articular con palabras.

—Le interesa lo que ocurrió en Limehouse, lo que pasó en realidad, no lo que su padre y su primo han dicho, sea lo que sea. Podemos entendernos.

Creo que hasta el español se sorprendió al descubrir esa faceta de negociador que emergió de sí. El trueque era claro: Torres contaba lo que sabía del incidente en el fumadero de opio y a cambio Abbercromby le permitía, en un fingido descuido, curiosear entre los papeles de lord Dembow. Lo que inquietó a mi amigo es que Percy estuvo ansioso de cerrar ese dudoso trato, dudoso en cuanto a la violación de la lealtad debida a su padre. Parece que el joven lord ansiaba tener cartas en la mano para jugar contra su odiado primo.

Torres actuó sin dobleces dentro del pacto... Contó...

Contó contó...

Contó lo sucedido tal como lo recordaba, y no disimuló el hecho de que Bowels era el suboficial en jefe en aquella última misión de De Blaise en Indochina, tan rodeada de misterio; si la policía ya estaba informada, la discreción prometida al mayor había prescrito. La satisfacción en el rostro de Percy era hasta obscena. Cumpliendo su parte del pacto, el joven lord condujo al español a la biblioteca. Sin perder la compostura miró de un lado a otro, en busca de curiosos.

—Ramrod anda arriba... no nos molestará.

—Si esto le va a causar problemas...

—Esta es mi casa, todavía lo es. Pase. Estaré en el salón. —Y le dejó allí, con libertad para curiosear lo que se le antojara.

La encontró mucho más ordenada de lo que la recordaba, aunque, por lo que vio la habitación seguía cumpliendo funciones de despacho. Aparte del orden, todo permanecía como diez años atrás, el siniestro blasón familiar, el cuadro del Leviatán náutico... náutico... los volúmenes anegando las estanterías... salvo algo, había algo diferente, que no llegaba a precisar.

Buscó los documentos referentes al Ajedrecista sin éxito. Tampoco hizo un registro exhaustivo, cierto pudor se lo impedía, se limitó a ojear lo que veía sobre las mesas y en los atriles. Así, buscando planos y esquemas sobre el improvisado escritorio, su vista cayó por azar sobre la estufa abierta y apagada. Había un trozo de papel, un fragmento que se había librado de la quema por algún accidente. Recientemente se había apagado el fuego, los rescoldos aún brillaban, así que lo cogió cuidando de no quemarse. Era parte de una carta.

—Señor, lord Dembow ha regresado. —Era. Era. Era. Era el mismo lacayo que lo recibiera, plantado serio en la puerta de la biblioteca—. El señor... Abbercromby me pidió que le avisara, toda la familia le espera, si me acompaña...

—Gracias —respondió... Torres. Respondió Torres algo nervioso, con ese trozo de papel arrugado en la mano. El criado notó su intranquilidad, eso formaba parte de su trabajo... leer las emociones de sus señores y de los invitados de estos. También percibió cómo Torres miraba la estufa, y la posición inclinada sobre ella en que lo descubriera al entrar. Por suerte, su interpretación era tan inocua como cabe de esperar en un sujeto acostumbrado a no inmiscuirse en los asuntos de los señores.

—¿Estaba encendida, señor? Creí haberla apagadoooo... Cuando antes saliera milord la acababa de encender, pero hoy no hace demasiado frío, al menos dentro, ¿no cree? Así que decidí apagarla, espero que no estuviera...

—No... todo está bien. ¿Me espera lord Dembow?

—Sí, disculpe. Acompáñeme. —Así se salvó ese fragmento de la carta: Dembow la leyó, encendió la estufa para quemarlo y salió de casa, con prisa. El esmero del sirviente preservó del fuego ese pequeño pedazo que ahora guardaba en su puño.

En el salón estaban todos... Todos eran... eran... Dembow en su silla de ruedas, ahora con su ruidosa maquinaria quieta, y por tanto conducida por Cynthia, riendo de algo, tan feliz que en nada recordaba a la tristeza con que la viera la última vez. Estaba también Tomkins a un lado, el rotundo Ramrod y Percy, sonriendo como la encarnación de la satisfacción plena, y un reflejo de él, ese joven doctor que acompañaba a veces a Greenwood, tan similar en edad y en ausencia de apostura al heredero de los Abbercromby.

—Qué alegría —dijo Dembow—, nuestro... benefactor ha venido por fin a visitarnos.

—Ese título le corresponde más a usted que a mí. —Dio un paso y en un impulso, creyendo tal vez que nunca tendría otra oportunidad, otra oportunidad, abrió la mano y leyó ese trocito de papel que contenía solo una frase:

Devuélvame mi vida o toda esa sangre inundará su alma.

Volvió a cerrar la mano y entró.

—¿Qué afortunada... circunstancia nos ha traído a usted con nosotros, señor Torres? —dijo Cynthia sonriendo.

—Ya... ya se lo comenté a su primo.... Venía... venía a... venía en busca de ayuda. Para. Para el Ajedrecista.

____ 33 ____

Residencia de Ntra. Señora del Santo Socorro

Martes

Lento está vivo, y él es el más sorprendido por ello. Es todo dolor. Los vendajes roñosos, la botella sucia goteando su contenido «curativo» en sus venas a través de una vía sanguinolenta, el respirar pesado.


I'm
... soy...
annoyed
. —A los pies del colchón está Alto. Si uno es dolor, el otro parece preocupación encarnada.

—Pero consciente. Parece que mejora, aunque nadie lo creería posible viendo las habilidades médicas de ese carnicero. —Da la impresión de caer en la cuenta de lo desafortunado de esas palabras dichas a un herido grave, quién sabe si moribundo. Como disculpa dice—: ¿Le duele?

—Sí... soy más.. .mi cabeza...

—¿Se marea?

—Eso. Mareado... ¿Cuánto he...?

—Ha estado inconsciente un día entero... creo, en esta madriguera el tiempo pasa a su aire. Temí que fuera algo peor, la fiebre... pero parece que fueron los calmantes. —Señala al gotero mugroso—. Hoy ha reducido la dosis, y usted ha abierto los ojos.

—Eso...que atacó a mí...

—Sí, debió ser espantoso. Como todo este asunto.

—Aguirre.

—Lo he vuelto a ver. Le contaré lo que me ha dicho, estoy ya perdido. Tumblety ha aparecido de nuevo, lord Dembow quiere que Torres fabrique el ajedrecista...

—Ajedrez... tiene que seguir... leer para mí la novela.

—¿Novela?

—El dec... el trece trabajo de Hércules...

—¿El folletín?

—Sí, habla de ajedrez... ¿por qué nos dan eso a leer?

—A usted, yo no lo pienso ni ojear... bueno, se lo leeré si le tranquiliza. Pero son más importantes las conversaciones con Aguirre.

—Siga yendo. Los asesinatos... tienen que ser ya cerca...

—Sí, no hay muchas cosas más que hacer aquí encerrados. Ahora lo estamos los dos.

—¿Por...?

—Ya no me deja salir. Ahora descanse, yo voy a visitar de nuevo a... al viejo.

—Sí... William.

—¿Cómo?

—El autor... R. William.

—¿No podría ser la viuda Arias? Con su amor por las novelas rosa, puede que...

—Pregunte a detective por autor.

—Le digo que ya no podemos salir.

—Oh. Tal vez un...
nom de plume
...

Sí, es posible. Y es posible que sea otra persona cualquiera. Sea quien sea, ¿por qué nos...? —Lento respira más pausado, con los ojos cerrados. Al alzarse su pecho, se escucha un ruido áspero, gorgoteante.

Alto lo arropa, pese al enorme calor, y ve la cara de dolor de su compañero al sentir el peso de las sábanas.

Sale del cuarto.

____ 34 ____

Dios no se fía de los británicos a oscuras

Martes, dos horas después

Seguimos usted y yo solos. ¿Por dónde...? ¿Los asesinatos? Sí, enseguida llegamos a ellos. Hasta entonces vamos con los misterios que seguían rodeando a Torres. Le habíamos dejado en Forlornhope, cuando recién llegada toda la familia, Cynthia le preguntó:

—¿Qué afortunada causa nos ha traído a usted con nosotros, Leonardo?

—Venía a abusar una vez más de su generosidad, de la de todos ustedes. Tal vez necesite ayuda con el ajedrecista...

Lord Dembow abrió mucho los ojos, sonriendo, miró a su secretario con algo parecido a la esperanza en esa expresión siempre hastiada y entrechocó las manos con fuerza, casi un aplauso.

—No sabe cómo me alegra el poder servirle de algo en esta empresa. —Acarició con suavidad la mano de su sobrina, que reposaba en el respaldo de su silla tras de sí—. Vamos a la biblioteca y me cuenta lo que desea. Querida, ¿tú y John nos disculparéis unos minutos? Doctor Purvis, gracias otra vez.

—Por Dios, no las merece...

—No olvide recordarle nuestra cita al doctor Greenwood.

Percy estaba presente, nadie le hizo caso alguno, su mirada se clavaba en De Blaise. Ambos ingenieros, el español y el lord británico, fueron al cuarto de trabajo de este último, acompañados de Cynthia, y allí les dejó con un:

—¿Queréis que mande traer algo? —Resplandecía. Era feliz y mandaba cálidas miradas de agradecimiento a Torres; la perspectiva de un intercambio intelectual de alto nivel había dado luz a los ojos del mortecino lord y ya nada podía satisfacer más a su sobrina.

—No Cynthia, estaremos muy ocupados, a menos que usted...

Torres no necesitaba nada, salvo toda su atención para la conversación que iba a tener, para extraer la mayor información posible de entre ese ambiente de secretismo envuelto en cordialidad que empezaba a exasperarle. Ella se fue y quedaron solos.

—Veamos, amigo Torres, ¿qué necesita? ¿Ha avanzado mucho? Mi sobrino quedó muy impresionado con su primer prototipo...

—No diga eso del señor De Blaise, parecerá entonces de fácil impresión. Ya le dije que en mi opinión esto era una quimera, aunque apasionante. No tengo resultados que ofrecerle, hay problemas meramente técnicos de difícil solución, el número de posibilidades se centuplica solo con añadir una pieza más al juego y...

Dembow cerró los ojos y demandó silencio con el levantar de una mano. Su expresión se endureció de un modo que no había visto nunca en él.

—Ha venido a rendirse.

—En absoluto. —La sonrisa volvió a los labios de Dembow—. Su sobrino me indicó que tenía usted ciertas ideas que quería poner en práctica, o eso entendí. Tengo la esperanza de que esas ideas arrojen algo de luz al problema. Además, tengo el vago recuerdo de unos esquemas o planos que usted tenía, aquí, en esta misma sala, en mi pasada...

Mientras hablaba, el rostro del lord permanecía impertérrito, inmóvil, apenas parecía respirar, observando con cuidado cada palabra del español, hasta tal punto que dejó de hablar, temiendo que algún mal lo aquejara, o algo peor. No había señales de dolor, su semblante mantenía el buen color, solo alarmaba un hieratismo fuera de lo normal. Calló, y un segundo después dijo:

—¿Sabe a qué planos me refiero?

—Sí. —Rompió el silencio con tanta brusquedad que sobresalto a Torres—. Eran esquemas, bosquejos hechos a vuelapluma a partir de algunas observaciones, o notas recogidas en textos... Solo estaba pensando... bueno, no tengo idea de dónde pueden estar, por aquí ha pasado mucho papel en los últimos diez años...

Other books

Body and Soul by Erica Storm
The Chaos Curse by R. A. Salvatore
The List by J.A. Konrath
A Woman in Arabia by Gertrude Bell
Haunted Love by Cynthia Leitich Smith
The Child Inside by Suzanne Bugler
Deadly Communications by Lillian Duncan
The Hidden Queen by Alma Alexander