Así, esa noche estaban cenando juntos la viuda, su hija, Torres, el inspector Littlechild y un tal señor Bengoada, un anciano dormilón que se hospedaba allí desde el fin de semana pasado. La viuda había insistido en que bajaran a cenar todos juntos, pues se preocupaba por lo «mustio» que encontraba a Torres, tan enfrascado en sus experimentos, y así preparó una suculenta cena, para ser inglesa, con la que trataba de animar al español y conocer algo más al nuevo inquilino.
Fue una agradable velada, en la que Littlechild, un hombre joven pese a la importancia de su cargo, buen conversador y de mente abierta, se mostró de lo más locuaz, alejando toda posible sombra de peligro de la casa. A los postres llamaron a la puerta, la viuda mandó a su hija a abrir, y un instante después la niña anunciaba:
—Un caballero muy serio quiere ver al señor Torres.
El inspector jefe se envaró un tanto. Torres hizo un gesto, dando a entender su sorpresa por recibir una visita a esas horas y salió a la puerta. No era Tumblety.
—Señor Abbercromby, buenas noches...
—Tengo que hablar con usted. —El apremio con que se presentó el joven lord era casi ofensivo, propio de sus modales.
—Claro, pase...
—Un momento. —Miró a su alrededor, y una vez tranquilizado respecto a posibles curiosos, hizo un gesto a alguien que salió de las sombras de la acera de enfrente. Un hombre muy grande, fuerte y rubicundo. La anterior ocasión en que Torres viera esa cara había mucho humo de opio y mucha agitación, aun así no pudo confundirlo; el sargento mayor Bowels.
Es fácil imaginar la sorpresa y la angustia que debió sentir mi amigo al ver a ese sujeto, que cuatro días atrás lo encañonara con un arma. Máxime teniendo en cuenta la actitud de sigilo de Percy Abbercromby, y la presencia de un inspector jefe de la policía en el salón, a su espalda.
—No tema —dijo Abbercromby interpretando la expresión de Torres—. Quiero que le escuche.
—Por Dios, este hombre es un criminal. —Torres cerró un tercio la puerta tras de sí, evitando miradas indiscretas, aunque es de suponer que la pequeña Juliette ya estaba enterada de todo.
—Un criminal que nadie busca. Mi querido primo no ha dado su nombre a las autoridades.
—Señor... —dijo Bowels con voz de bajo convertida en un tímido susurro—. Nunca intente dañarle... el otro día... soy un hombre desesperado...
Ninguna simpatía despertaba ese sujeto en Torres, ni tampoco el señor Abbercromby, pero ¡ay la curiosidad! Rogó cautela a sus visitantes y les permitió el paso. No tenía que ser tan embarazoso, era cierto que Bowels no era un hombre buscado por la ley, al menos no por su nombre, y además era difícil que Littlechild estuviera al tanto de la complicada situación de la familia del lord. Por tanto actuó con naturalidad. Presentó a los recién llegados como una visita inesperada, algo personal que tenía que tratar de inmediato. La tensión del inspector desapareció al ver que no se trataba de Tumblety. La velada se truncó, y Littlechild se vio obligado a compartir licor con el dormilón Bengoada y la charla, nerviosa y escasa, de la viuda Arias mientras Torres conducía a sus invitados arriba.
—A qué viene esto, señor Abbercromby —dijo una vez encerrados los tres tras la puerta de sus habitaciones.
—No tiene por qué atenderme, señor Torres, pero estoy seguro que usted, como yo, no soporta la mentira. Para muchos el conocer la verdad es una ventaja, para nosotros es una necesidad. Y aquí le traigo la verdad, ¿tendrá el valor de oírla? —Torres asintió, un poco molesto, otro abrumado y otro divertido por el melodrama del parlamento de Percy, e invitó a sentarse a los dos señores—. Tras contarme usted lo sucedido en Limehouse, me impuse a mí mismo la labor de encontrar al señor Bowels, aquí presente. Pensé que no me sería difícil, yo, a diferencia de la policía, conocía su identidad y sabía que la agresión no era fortuita, sino dirigida con premeditación hacia mi «primo». Le puse vigilancia, ciertos caballeros de honorarios en nada escasos preguntaron por él en hoteles y restaurantes... sin fruto alguno. Solo había dedicado un día a esta investigación, no me había rendido aun cuando recibí una sorprendente información.
Y calló. Perceval Abbercromby resultaba exasperante para Torres, para cualquiera. Cuando no se mostraba desagradable, se daba aires misteriosos fuera de lugar en cualquier situación, salvo tal vez en las novelitas que tanto gustaba de leer la viuda Arias. No merecía la pena enfadarse, así que le siguió el juego.
—¿Qué información es esa?
—No puedo decirlo. —Era de esperar—. Tan solo le confesaré que para mi sorpresa, el aquí presente señor Bowels, es mucho más astuto de lo que aparenta. Ha llegado a... infiltrar espías en el entorno más íntimo de mi amado primo, lo que le facilitó mucho la tarea para conseguir sus objetivos...
—Señor Abbercromby, si no se explica mejor esta noche va a ser muy larga, y pretendo descansar. Inglaterra me está resultando de lo más extenuante...
—Discúlpeme, no puedo ser más claro. Lo importante es que di con él, y una vez que le convencí de que no tenía intención alguna en perjudicarlo, al menos sin saber más de su pelea con De Blaise, le pedí que me contara, y esto me dijo... prefiero que lo oiga de su boca, sé que no me tiene en mucha estima... no se esfuerce en negarlo, lo comprendo. No tengo grandes dotes sociales, lo sé, y seguro que mi juicio está mediatizado por el odio hacia ese sujeto al que usted considera su amigo, por eso quiero que juzgue con libertad, y me dé su opinión. Señor Bowels, cuente ahora lo que me dijo a mí, explíquele al señor Torres qué pasó en Birmania.
El sargento empezó a devanar sus recuerdos de aquellos meses en Asia, algo cohibido, hasta que su carácter vehemente afloró en cuanto se tocaron los temas que le enfurecían, situaciones que a su juicio le habían destrozado la vida. Enseguida asomó el asunto de los gustos torcidos de Hamilton. Ya no era una sorpresa para Torres, ni para Abbercromby. En efecto, aquel sujeto desagradable que importunara al español frente a la casa de Hamilton-Smythe diez años atrás era un detective contratado por Percy, como bien supuso, para desvelar los turbios hábitos del teniente. De hecho, ese mismo día consiguió las pruebas definitivas de su depravación, de ahí lo alegre que se encontraba esa velada.
—Llevaba días siguiendo a Hamilton —explicó—, y tenía evidencias de que frecuentaba compañías de caballeros algo... melifluos, pero poco más, no era bastante. Hasta que encontré evidencias demostrables de que acudía ocasionalmente a cierto local, donde se hacía notar, era el rey de la fiesta, la reina en su caso, si usted me entiende.
—¿Y qué interés tenía usted en descubrir tal cosa?
—¿Se lo pregunta? Qué otro podía ser que el de alejar a sujetos así de mi casa y mi nombre. —Y de su prima, este y no otro motivo traslucían sus palabras; el amor frustrado por su querida Cynthia. De nuevo Torres no dijo nada.
—Y esa prueba irrefutable era...
—Una fotografía en la que aparecía vestido de mujer...
—La que le enseñé. —Abbercromby asintió. Preguntó cómo había llegado a manos del ingeniero, y al decirlo se apuró un tanto—. No, no se preocupe. Ella no reconoció al modelo. Pero la tenía De Blaise, supo de la condición de su amigo...
—No. No que yo sepa hasta que llegaron a Birmania. Mi padre me hizo jurar que nadie sabría de mi descubrimiento, y lo que es más desconcertante, mantuvo el compromiso de este señor con Cynthia, sabiendo... ni se inmutó cuando le conté lo que había averiguado. Ese día supe que mi sitio no estaba en mi propia casa... nada de esto tiene importancia, son hechos conocidos. Siga contando, Bowels.
No reproduciré íntegro el relato del sargento, no era buen orador, según tengo entendido, y en general contó hechos ya sabidos. Repitió, con más conocimiento de causa pues él estuvo presente, los episodios vergonzosos que relatara el señor Ribadavia.
—A mí todo eso me daba igual —dijo—. Sí, se lo juro. Mientras nadie se meta conmigo yo no me meto con nadie, esa es mi forma de pensar. Era un buen oficial y respetuoso con sus subordinados, con eso me bastaba.
Dijo que en su estancia en la india la situación parecía haberse complicado. Allí, se decía, que se metió en los círculos más decadentes de oriente; drogas, jovencitos de piel aceitunada, todo tipo de excesos. Cuando regresó a Birmania la tropa lo rebautizó: le llamaban «Harriet» Hamilton-Smythe. Bowels insistió en que a él le era lo mismo que le mandara Harry o Harriet, mientras no le incluyera en sus fiestas. Eso no era extensible a todos los soldados británicos. Hamilton... sí, digámoslo sin tapujos; se enamoró de un oficial de ingenieros: un tal capitán Cardigan Sturdy (esto lo dijo sin que Torres hiciera referencia alguna del ingeniero fallecido en el incidente de Kamayut), un hombre mayor, que al parecer no había ascendido a más pese a su larga carrera por continuadas indisciplinas. Eso fue su condena de muerte. Hamilton luchaba con esa pasión desaforada, buscando las misiones más arriesgadas, siendo el primero en sacar pecho frente al enemigo, buscando en los trabajos de la guerra alejar de su pensamiento ideas peligrosas que solo podían llevarle al desastre. No fue bastante, su corazón era más débil de lo que pensaba, y todo se precipitó cuando Sturdy acabó con ellos en cierta misión.
El inicio del trayecto al fuerte Kamayut transcurrió aproximadamente como De Blaise lo contara. La segunda noche del viaje algo pasó, Bowels no podía estar seguro, él durmió, cansado tras ocuparse de dos guardias, y solo podía hablar por lo que dijo su amigo el sargento Jones, del que luego tendría pruebas más que suficiente de su deslealtad. Hubo un percance entre Sturdy y Hamilton, el primero se había ido a la tienda muy borracho, el resto bien se podía imaginar...
—No —dijo Torres—. Me cuesta imaginarlo. En medio de una misión, en la jungla...
—Supongo que compartían tienda —dijo Percy.
—No. Sturdy pasaba las noches a la intemperie. Los oficiales tenían su tienda y los demás compartíamos tres... —Fuera lo que fuese, a la mañana siguiente las cosas habían cambiado, la hostilidad entre el capitán y el teniente era manifiesta, y se cristalizó en el germen de un complot. Sturdy no comentó nada, pero en el ánimo de todos creció el convencimiento de que había que dar un escarmiento a «la teniente». En la primera escaramuza, esa en la que Hamilton enloqueció persiguiendo a los dacoits, las cosas no ocurrieron exactamente como se las contara De Blaise. Hamilton inició la persecución de los enemigos, siguiendo las órdenes de capturar algún prisionero para obtener información, y creyendo que el resto lo seguiría; la compañía lo abandonó.
—¿Y el mayor De Blaise?
—Miró hacia el otro lado. —Bowels bajó la cabeza, avergonzado—. No le culpo, yo hice otro tanto. Toda la compañía decía barbaridades del teniente, de la vergüenza que era, se mofaban de una carta «picante» que habían encontrado, dirigida a Sturdy; yo no me meto en los asuntos de nadie, ni tampoco doy la cara por nadie, me ocupo de mi cuero y lo demás me da lo mismo. Allí, en esas colinas, no me iba a oponer a catorce hombres airados.
Hamilton sobrevivió, por su buen hacer, su valor o su suerte, y por la ayuda de Sturdy, que fue el único que se adelantó a socorrerlo. Imaginaba Bowels que el capitán no quería ser el motivo de un linchamiento público, y que daba la ofensa que le pudiera haber hecho Hamilton por saldada. El teniente se encaró furioso con toda la compañía. Era consciente de que le habían abandonado a una muerte segura, como segura era la razón del odio de todos. Se enfrentó con especial inquina hacia su amigo, De Blaise, al que acusó de traidor y cobarde. Ambos se faltaron al respeto de muchas formas, según Bowels, sin compasión alguna a la hora de hacerse sangre uno al otro, como es propio de quien se conoce de hace tiempo y guarda quejas que han acabado por criar odios. Hamilton-Smythe aseguró que elevaría su descontento a quien fuera necesario, que no descansaría hasta que todos y cada uno de los presentes acabaran expulsados del ejército, en presidio o al final de una soga.
—Los peores días de mi vida fueron aquellos, se lo juro —se lamentaba Bowels—, Caminábamos en silencio, mirándonos unos a otros, sabiéndonos cómplices de sedición e intento de asesinato. El teniente no paró de recriminarnos. Dijo que este era nuestro fin, nos insultaba. Nada lo aplacaba, y ya nadie se molestaba en disimular lo que habíamos intentado. Entonces llegó el día que vimos a aquellos dacoit crucificados.
El segundo incidente, el más importante, difería mucho de lo contado por De Blaise. Vieron a los ajusticiados y encontraron la pequeña aldea, como en la historia original, pero en esta versión se dividieron. El mayor, sin que le temblara el gesto, siempre según Bowels, mandó al teniente junto con Sturdy, Colé y Brennan a ver a los crucificados, mientras el resto se acercaba a la aldea. El recibimiento que allí les hicieron fue tan servil como le habían contado a Torres, hasta que se oyeron disparos provenientes de la colina donde estaban los falsos crucificados, entonces los aldeanos se lanzaron sobre la compañía armados de cuchillos y palos. Cuatro o cinco dacoit provistos de armas de fuego estaban entre ellos; y un elefante. Los británicos dieron cuenta de los indígenas en segundos, sufriendo una sola baja. La fiebre de sangre inundó sus espíritus, como a tantos hombres en el frente. No dejaron un birmano respirando. El elefante, pintado y decorado primorosamente como es costumbre en muchos pueblos asiáticos, no constituyó oposición alguna, aunque en efecto iba pertrechado con dos piezas de artillería sobre sus lomos, su cuidador se quedó quieto, montado sobre él sin intervenir en la contienda.
—¿Cómo es eso?
—Ni idea. Cuando terminamos bajó del animal con los brazos en alto y se echó al suelo. De Blaise se quedó mirando al elefante, unos minutos, dio media vuelta y en ese momento nos transformamos de hienas a lobos.
Decidieron asesinar al teniente en cuanto llegara. Si uno de ellos había caído, bien podían caer dos. Se hizo el silencio en esa aldea llena de cadáveres birmanos. Bowels no podía asegurar de quién había partido el plan.
—Fue De Blaise —sugirió Percy, pero el sargento no se atrevía a precisarlo, no en ese momento. Lo que sí recordaba como si hubiera ocurrido esa mañana es que nadie alzó una voz en defensa de Hamilton-Smythe, ni recriminando lo que era una acción cobarde y perversa. El mayor dejó claro que si su amigo volvía vivo a territorio controlado por ingleses, todos acabarían procesados. Nadie abogó por Hamilton, nadie.