Más adelante se detuvo y, echando la vista atrás, se dio cuenta de que nadie le seguía.
—¡Eos! —gritó—. ¿Dónde estás, amiga?
Podalirio estaba solo y desorientado. Intentó volver sobre sus pasos, pero pronto estuvo perdido, pues la oscuridad era grande y el silencio absoluto.
—¡Lo sabía! —exclamó desazonado—. Sabía que esto no era sino un maldito enigma…
Caminó errando durante un buen rato y, finalmente, llegó a una especie de huerto, donde percibió un ambiente melancólico y una soledad inmensa. Una tristeza infinita se apoderó de él. Allí había una tumba que inmediatamente reconoció.
—¡Oh, dioses! —sollozó—. Es el sepulcro de mi amada, mi amiga, mi hermana…
Cayó de hinojos y lloró desconsolado. La Muerte se había hecho presente, ahora con todo su poder. Los dulees recuerdos, la nostalgia, el desconsuelo y la fatalidad le ahogaban.
—¡Por qué, por qué, por qué…! —gritaba.
Estuvo así, derrumbado y doliente, hasta que se dio cuenta de que llevaba el ánfora en las manos. «Ahora sabré si esto sirve para algo», pensó. Destapó la vasija y aguardó expectante para ver qué sucedía.
Una fragancia deliciosa, salutífera y apacible se extendió a su alrededor, arrebatándole la razón y arrastrándole a un placentero estado. Exclamó jubiloso:
—¡El perfume de nardo! ¡Lo sabía!
En ese momento, notó que algo se arrastraba a sus pies. Miró y vio a la serpiente de Asclepio que venía zalamera, sonriente, moviendo su cola como un perro fiel.
—¡Amiga mía! —dijo—. ¡Cuánto tiempo sin saber de ti!
El precioso reptil sacó su lengua bífida, suave, y se puso a lamerle los pies descalzos cariñosamente.
—¡Oh, qué bien! —exclamaba Podalirio agradecido y confortado—. ¡Qué criatura tan maravillosa! ¡Qué consuelo! ¡Qué gusto! ¡Gracias, gracias, gracias…!
De repente, empezó a percibir que la luz aumentaba e iba invadiéndole por dentro y por fuera. Abrió los ojos.
Estaba echado al aire libre y contemplaba el firmamento que amanecía con infinita profundidad azul.
—¿Otra vez pesadillas, Podalirio? —le preguntó una voz familiar.
Miró y Susana estaba allí, contemplándole con ternura. Le ungía los pies delicadamente con un bálsamo y le decía:
—Vi que te movías y hablabas en pleno sueño, y comprendí que el agotamiento y la agitación te afligían. Hemos caminado demasiado, Podalirio. Pensé que debía aliviarte estos pies fatigados. No debimos quedarnos a dormir aquí anoche, en pleno campo. Tampoco yo he podido descansar en toda la noche… ¡Son tantas emociones!
Podalirio miró a su alrededor y vio los árboles, la aldea de pescadores, el embarcadero, el lago…
Durante todo el día, Podalirio había esperado la llegada de la noche, impaciente como un niño por recuperar la atmósfera apacible de la víspera y la continuación de la historia de Susana. No obstante, ella estuvo como distraída y parecía tomarse el tiempo necesario para reflexionar bien antes de reanudar el hilo de su relato. Por fin, después de la cena y una vez sentados convenientemente junto al fuego, se volvió hacia él y, tras un último momento de silencio, le habló de esta manera:
—El primer día del mes judío de Nisán, Juana y yo salimos de Séforis rumbo a Jerusalén, con un grupo de familiares y numerosa servidumbre, para celebrar la Pascua, como hacíamos cada año por esas fechas. En poco más de cuatro jornadas de camino, estábamos al pie del monte donde se asienta la ciudad. Ascendimos por la pendiente polvorienta y fuimos bordeando las primeras murallas. Muchos viajeros venidos desde todas partes, ¡centenares!, avanzaban ya por el reseco y serpenteante camino, por lo que la llegada se hacía lenta, a veces exasperante, cuando nos incorporamos a la larga fila de personas, bestias y carromatos que buscaban acomodo en las proximidades. Mientras el sol se ponía detrás del monte que llaman de los Olivos, llegamos al pueblo de Betania. Allí nos encontramos con numerosos parientes y amigos del rabí que, como nosotras, querían pasar la fiesta con él. Fuimos recibidas con regocijo, pero Yeshúa todavía no había llegado. Nos dijeron que estaba en Jericó. Todos le esperaban con ansiedad y no se decían sino cosas maravillosas de él.
«Durante todo el día siguiente continuó llegando mucha gente. Se levantaban tiendas y los campos se iban cubriendo de campamentos, personas y animales. La expectación y la alegría eran enormes y empezaron los preparativos de la fiesta; había que cocinar para todos y se encendían hogueras aquí y allí.
«Anochecía cuando nos avisaron de que venía el rabí. Se le dispensó un gran recibimiento con cantos y palmas. Nada más llegar, se puso a saludar cariñosamente y, cuando nos vio ajuana y a mí entre las demás mujeres, hizo un gesto de sorpresa. Estaba radiante de salud, el rostro tostado por el sol de los caminos y la mirada luminosa.
»—¡Amigas mías! —exclamó extendiendo los brazos—. ¡Me alegro tanto de que paséis estas fiestas conmigo!
»—Susana ha traído el vino que tanto te gusta —le dijo Juana.
»É1 lo celebró poniendo aún mayor cara de felicidad.
«Sacamos nuestros cestos y nos pusimos a comer y beber gozosamente con los demás, al aire libre. El fresco de los montes nos aliviaba del calor y la visión de la ciudad del rey David resultaba desde allí asombrosa.
»Salió la luna, y la noche se llenó de una deliciosa calma, en la que se escuchaban los parloteos, el rumor de las plegarias y de vez en cuando algún canto.
»Antes de retirarnos a dormir, me acerqué adonde estaba Yeshúa y le rogué que viniera un momento aparte conmigo. Recuerdo la placidez que había en su semblante y su despreocupación me llenó de tranquilidad.
»—Veo que has engordado…
»Me preguntó sonriente:
»—¿Has traído la túnica?
»—¿Cómo iba a olvidarla?
«Llevaba la prenda entre mis cosas. Fui a por ella y se la di. La estuvo mirando emocionado.
»—Mañana me la pondré. Me han invitado a cenar en la casa de un fariseo.
»—¡No sabes lo feliz que me hará verte vestido con ella!
»A1 día siguiente, Juana y yo entramos en Jerusalén y fuimos a hospedarnos a casa de unos parientes que vivían en la colina oriental, como habíamos hecho toda la vida, año tras año, pues era costumbre buscar alojamiento en las casas de familiares y amigos durante esos días tan concurridos. Uno de los diez milagros que se han contado desde siempre sobre la Ciudad Santa es que todos los fieles encuentran albergue durante la fiesta sin que jamás alguien tuviese que lamentarse por no tener dónde pasar la noche en Jerusalén.
«Aquellos familiares eran mis tíos abuelos y pertenecían a las familias que habían acompañado a Herodes para servirle cuando se trasladó ajudea. Los patriarcas eran dos hermanos ya ancianos, Yadid y Shoam, que se dedicaban a administrar algunos de los múltiples negocios que Antipas regentaba en Jericó. Ambos compartían esa vivienda grande en Jerusalén, junto a sus familias, esposas hijos y nietos; más de cincuenta personas en total.
La casa estaba casi adosada a la muralla, de la que la separaban sólo unas terrazas y un pequeño jardín en el que siempre brillaban las flores con todos sus colores por la Pascua.
»A1 atardecer se congregaron para cenar también algunos amigos que vivían en la ciudad y a los que, como a nuestros primos, hacía un año que no veíamos; venía Azriel ben Ehud, comerciante guapo de rostro pálido y barba negra, grave y entristecido; Daniel, el de la viña de Carmeniel, hermano de mi abuelo, anciano, alto, flaco y de piel clara, como la gente de nuestra familia; su esposa Amira, también pariente de sangre nuestra; y un amigo de éstos, un miembro de los llamados «separados» o fariseos, hombre de cabeza redonda, cutis áspero y puntiaguda barbita. Se presentaron también otras personas que venían de tierras lejanas.
»Las mujeres teníamos muchas cosas que contarnos desde la Pascua pasada y enseguida nos pusimos a conversar animadamente. De la misma manera, en la estancia donde se reunieron los hombres empezaron enseguida a hablar de sus asuntos, llevados por la euforia del encuentro. Era como siempre; los recuerdos, las cosas de antiguamente, los difuntos… pero todo el mundo cada año más viejo.
»Un poco más tarde, de repente, los hombres se pusieron a discutir en voz alta. Desde donde estábamos nosotras se les veía sacudir los brazos, encenderse cada vez más y ponerse finalmente furiosos.
»Me pareció escuchar el nombre de Yeshúa un par de veces y miré a Juana. Entonces, dándome definitivamente cuenta de que hablaban de él, me levanté y fui con el pretexto de llevarles vino, pues ése era mi cometido en aquellas reuniones familiares. Mientras les servía, me sorprendía el ardor con que hablaban, sin ponerse de acuerdo entre ellos. Unos defendían al rabí, decían que era el profeta que debía venir, que era muy necesario y que había que seguirle; otros, en cambio, pronunciaban palabras muy duras sobre él: «farsante», «embaucador», «mentiroso», «seductor de espíritus incautos»…
»Yo buscaba el sentimiento de cada uno en aquella discusión acalorada, escuchando y prestando atención a la expresiones de los rostros, para comprobar si la excitación era sólo fingida, como suele suceder en las discusiones entre hombres, en las que cada uno quiere demostrar a los demás que se encuentra más cerca de la verdad, o si, por el contrario, aquello partía de algo más grave.
»Entonces, mi tío Daniel, el del Carmeniel, alzó la voz por encima de los otros y dijo con desprecio:
»—Mientras le llamen «rabí» o «profeta»… ¡Allá esa gente ignorante! Pero lo malo es que ya empiezan a decir «rey» e incluso «hijo de David»…
»—¡Y a él, claro, le encanta! —añadió uno de los invitados—. Eso es lo que busca en el fondo el rabí de Nazaret.
»No pude contenerme y me metí en la conversación. Dije con calma:
»—Eso no es verdad. Juana y yo seguimos desde hace meses al rabí de Nazaretyjamás le hemos oído hablar de sí mismo de esa manera… Tampoco la gente de Galilea, entre la que hace la vida habitualmente, le considera así, porque él ha rechazado esos títulos cuando algunos los han mencionado con imprudencia.
»Todos me miraron y se hizo un gran silencio. Entonces fui capaz de reconocer allí las sonrisas de aquellos que, aparentemente de manera justa, ya estaban cargados de maldad y sospecha, aunque todavía de admiración callada. ¿Acaso no son inconfundibles esas sonrisas, su forma de entornar los párpados? ¿Esas miradas cambiadas y bajadas con turbación? ¿Y esa ironía en los ojos…?
»—Juana, ven aquí ahora mismo! —llamé a mi amiga para que viniera en mi apoyo.
»EUa acudió y también las demás mujeres vinieron a ver qué pasaba.
»—Estos discuten acerca del rabí de Nazaret —expliqué—: dicen que pretende hacerse rey…
»—¡Qué tontería! —exclamó Juana—. ¿De dónde salen tales chismes?
»Azriel ben Ehud puso en nosotras la gravedad de sus negros ojos y preguntó en voz baja:
»—¿Vosotras le conocéis?
»—Mucho —contestó mi amiga—. Ayer mismo estuvimos con él cerca de aquí.
»—Ya os he dicho —añadí— que le seguimos cuando va por los pueblos curando a la gente. No hemos visto en él sino buena voluntad y obras verdaderamente admirables… ¡No habléis sin saber!
»Se echaron a reír y consiguieron indignarme del todo.
»—¿Qué sabéis vosotros? —grité—. ¡Qué sabéis vosotros de él!
»Quería contarles muchas cosas sobre Yeshúa, entre otras, que me sentía invadida por una felicidad muy grande, como si, después de tantos años con mis demonios dentro, de dudas, de búsqueda, de angustia…, hubiera comprendido quién era y lo que podía hacer, lo que tenía que hacer en lo sucesivo y por qué me encontraba en aquel momento en Jerusalén, precisamente cuando él estaba allí e iba a celebrarse la fiesta. Pero ellos me quitaron las ganas, porque se pusieron a cuchichear y a mirarme con ojos raros henchidos de suspicacia.
»Me enfurecí y ya no fui dueña de mis palabras. Hecha una fiera, les grité:
»—¡Pues que lo hagan rey! ¡Para eso ha nacido!
»Mi primo el de la viña de Carmeniel se puso en pie excitado y replicó:
»—¿Qué estás diciendo, loca? ¿Tú sabes la barbaridad que acabas de decir? ¡Qué demonio tienes dentro!
»En un momento vi lo que todos estaban pensando. ¿Cómo iba a poder enfrentarme a ellos? Hice un enorme esfuerzo para no dejarme vencer por la rabia que me nacía dentro y miré hacia las mujeres, esperando que ellas me comprendieran mejor. Dije con un hilo de voz:
»—Él ha hecho cosas grandes por mí…
»E1 guapo Azriel ben Ehud chasqueó la lengua con expresión de pena y observó:
»—Ya lo sabemos, Susana. Pero no se puede perder la cabeza…
«Entonces el fariseo dio un golpe en la mesa con la palma de la mano y todos volvimos la vista hacia él. Aquel hombre era de aspecto débil y hablaba con voz aguda, chillona. Para sorpresa de todo el mundo, dijo:
»—No se puede aprobar de ninguna manera que la gente se refiera al rabí nazareno como «rey». Pero no nos exaltemos durante los santos días del Eterno. Me parece, amigos, que esta prima vuestra habla con conocimiento. Si ella es una de las seguidoras del rabí de Nazaret, sabrá mejor que nadie lo que de verdad hay en el corazón de ese hombre…
»Se hizo un largo silencio, en el que todos estuvieron muy pendientes del fariseo. Este se puso en pie y prosiguió:
»—Me parece providencial que haya surgido esta conversación precisamente esta noche. He de deciros algo, amigos, y seré sincero… Cuando esta tarde llegué a vuestra casa, para compartir esta cena con vosotros, os dije que podía quedarme sólo durante un rato; y los ancianos Yadid y Shoam comprendieron que se avecina la Pascua y que, durante estos días, todos tenemos aquí amigos y parientes a los que hemos de atender… ¡Los compromisos se multiplican!
»Los presentes nos miramos asintiendo. El fariseo prosiguió:
»—Pero no os dije que donde de verdad tenía que ir más tarde, después de esta cena, era a casa de mi amigo y condiscípulo Simón, fariseo como yo, a quien se conoce en todojerusalén como
el Leproso
…
»Dijo aquello con tono enigmático y una sombra de inquietud recorrió la estancia. El fariseo preguntó:
»—¿A que ninguno de vosotros sabe por qué llaman así al venerable Simón?
«Negamos con las cabezas. Aquel hombre había conseguido intrigarnos. Continuó:
»—Pues le llaman Simón
elLeproso
, porque, en efecto, mi compañero padeció esa enfermedad repugnante… ¿Podéis imaginar lo que supone para un «separado» sentirse maldito e impuro y lejos de la mirada del Eterno?