«Todos allí le escuchábamos con mucha atención, pues no sabíamos aún adonde quería llegar con aquellas explicaciones. Yeshúa, volviendo a sonreír, prosiguió:
»—Estas dos mujeres, en efecto, son prosélitas de Séforis; yo las conozco de toda la vida, igual que vosotros, pues mi propia abuela Ana era de allí. Por eso sé muy bien que son mujeres muy inteligentes, igual que el pescador del ejemplo que acabo de contar. Ellas se han pasado la vida buscando, aunque no sabían con exactitud qué… ¡Ahora, al fin, lo han encontrado! ¿No podéis comprender por qué se hallan tan dichosas? No hay más que verlas para darse cuenta. En efecto, tienen dinero, casa, haciendas, criados… pero nada de eso tiene ya valor para ellas, porque son conscientes de lo que verdaderamente merece la pena… ¡Ojalá todo el mundo fuera como ellas! Se parecen al mercader de perlas finas que ha encontrado la de mayor valor y al pescador inteligente con su pez grande y hermoso… ¡Están llenas de felicidad!
«Encantadas al ver que justificaba con tan maravillosas palabras lo que nos sucedía, volvimos a rogarle que nos dejara estar con él. Yeshúa suspiró y otorgó graciosamente:
»—¡Pues claro que podéis venir! Pero volved antes a vuestras casas y quitaos esas ropas tristes de pobretonas. ¡Vestíos de fiesta, mujeres!
Una luz cálida, dorada, apacible, se derramaba sobre el verdor de la viña. Podalirio y Susana regresaban de un largo paseo y se sentían un poco cansados. Se detuvieron cerca de la casa, donde se abría la boca de un pozo pequeño y se pusieron a sacar agua para refrescarse. Luego admiraron los racimos enormes, hermosos, que crecían en las cepas que había alrededor, lustrosas por la proximidad del agua.
—¡Qué buen vino han de dar estas uvas! —exclamó Podalirio.
Susana repuso con circunspección:
—Oh, no lo creas. No te dejes engañar por lo que ven tus ojos. No siempre las uvas más sanas y gruesas producen el mejor vino. La uva menuda resulta más adecuada.
—¿Cómo es posible eso? —preguntó él con extrañeza—. Lo más lógico es que el fruto mejor dé el mejor mosto.
—Las cosas del vino son misteriosas —observó ella—. Hay cepas viejas, retorcidas y aparentemente medio secas que dan racimos a simple vista insignificantes; luego el vino que sale de ellas es el más delicioso.
—¿Hay alguna explicación?
—Sí. Esas cepas viejas hunden sus raíces en lo más hondo de la tierra y extraen la savia rica de las profundidades; y, aunque no están tan verdes y lustrosas como estas jóvenes que nacen cerca de la humedad, su riqueza también les viene de tener que soportar el sol abrasador y el viento ardiente del verano. Por eso la uva pequeña, dorada y dulce, es deliciosa; si se ha librado de las heladas y de la voracidad de los pájaros, su jugo extraído es espeso, aromático y lleno de fortaleza. ¡Ése es el mejor vino!
Podalirio se quedó un momento pensativo y luego manifestó con asombro:
—¡Qué curioso! Como en otras muchas cosas de la vida, los ojos nos engañan, pues hay que saber mirar con el corazón.
—Tal y como suele decirse —sentenció ella—: las apariencias engañan.
—En efecto. Por eso me he quedado maravillado al escuchar tu historia. Y me doy cuenta de que se trata de acontecimientos en verdad extraordinarios, tal y como Lucius me explicaba en Corinto. ¡Ese Yeshúa es formidable !, su visión de la vida no es como la de los demás sabios y maestros.
Hablaba Podalirio deprisa, sin tomar aliento, pero con claridad, mientras sus ojos entornados escrutaban el rostro de Susana.
Mirándole a la cara con expresión cariñosa, contestó ella:
—Así era él. A veces, más que un maestro, parecía un poeta que sabía introducirnos como nadie en los misterios del alma humana, un ser excepcionalmente capaz de revelar los pensamientos ocultos y de manifestar la pura sabiduría que conduce a los hombres a la auténtica vida.
—¡Eso es! —exclamó él—. En realidad la verdad es tan simple… Los hombres somos complicados, ¡todo lo complicamos! Esas fábulas que con tanto acierto contaba Yeshúa, me refiero a las historias del mercader de perlas y el pescador inteligente, son perfectas para mostrar que el ser humano no es sólo alguien que busca la divinidad, sino que también se busca a sí mismo. Todos buscamos en el fondo nuestra verdadera esencia. Sobre todo, cuando sentimos habernos perdido a nosotros mismos. Y la mayor desgracia del ser humano es ser un extraño para sí mismo, la pérdida de sí mismo.
—Eso es lo que a mí me sucedía —afirmó Susana—. Mis demonios me habían robado lo mejor de mi vida: mi propia identidad. Tenía muchas cosas, pero no me tenía a mí misma. Estaba perdida. Los demonios me hacían dar vueltas sobre muchas cosas y me habían alejado de mi centro. Cuando lo hallé, al fin, gracias a Yeshúa, fui dichosa. Eso me lo explicó él más tarde, a solas, contándome otra de esas preciosas historias suyas. Me dijo: «Tú, Susana, eres como aquella mujer que tenía diez monedas y perdió una. Entonces encendió una luz y barrió toda la casa y buscó cuidadosamente hasta encontrarla. Y cuando al fin la encontró, reunió a sus amigas y vecinas y les dijo: "¡Alegraos conmigo, porque he encontrado la moneda que se me había perdido!"» Esas diez monedas a las que él se refería representaban la abundancia, pues diez es el número de la abundancia. Pero la pérdida de una de las diez representa la unidad extraviada. Se podría decir que esa moneda perdida representa a uno mismo. Cuando uno se ha perdido a sí mismo, hace muchas cosas, pero en todas faltan el centro, la fuerza y la claridad.
Podalirio sintió que estas palabras de Susana, juntamente con la impresión que le causaba ver caer la tarde sobre la viña, le llenaban el pecho de un alivio sereno. Comentó en tono pensativo:
—Estoy descubriendo un mundo absolutamente nuevo para mí. ¡Ahora comprendo que, en efecto, debía hacer este viaje!
—¿Te sientes dichoso? —le preguntó ella.
—¡Mucho!
—Eso también me alegra el alma.
—Resulta muy grato satisfacer un viejo deseo —manifestó él en voz queda—. Me doy cuenta de que he pasado parte de mi vida entre demonios, sin saber muy bien qué hacer… En Corinto acudían a mí constantemente hombres y mujeres invadidos por esos seres malignos, invisibles, que infectan el mundo. Ese mal no es una enfermedad más de tantas. ¡Es lo peor que puede pasarle al ser humano! Es tener que vivir ya sometido al poder desconocido e incomprensible que le atormenta, sin que se pueda defender de él, al poder de fuerzas extrañas a uno mismo que se instalan en la vida y roban la identidad.
—Y en tales casos, ¿qué hacías? ¿Qué medicinas empleabas? —preguntó Susana.
—Poca cosa… —contestó con tristeza Podalirio—. Yo aprendí en el gran santuario de Epidauro los antiguos remedios de los exorcistas y procuraba aplicarlos.
—¿En qué consistían tales remedios?
—Se envuelve al poseso en pieles de oveja y se le ata bien para que no pueda escaparse —explicó Podalirio muy serio—. Después se le administran cocimientos de adormidera y se le ponen encima las serpientes sagradas de Asclepio.
—¡Qué horror!
—Bueno, a veces, y con ciertos demonios, estos remedios surten efecto, pero es un tratamiento penoso, lento y humillante para el enfermo.
Pensativa, Susana guardó silencio y miró a su alrededor. Cruzó los brazos sobre el pecho y se estremeció visiblemente.
—En estas tierras se usan conjuros, amuletos, hierbas, anillos, incienso y hasta leche humana para curar a los que tienen dentro espíritus inmundos. Hay incluso exorcistas que propinan terribles palizas a los poseídos…
—También en Grecia se hace eso y, como todo lo demás, resulta poco eficaz. Por eso me sorprende tanto que Yeshúa, con simples palabras, fuera capaz de expulsar a los demonios. ¿Cómo lo conseguía?
Susana posó en el firmamento sus grises ojos, centellantes de entusiasmo y espanto:
—¡Era impresionante! El rabí no pronunciaba palabras mágicas, ni invocaba el nombre oculto de nadie, ni llamaba a ninguna fuerza secreta… tampoco hacía uso de medicinas, plantas, incienso, azotes… No se servía de nada, excepto de su voz. Se enfrentaba a los demonios con la sola fuerza de su palabra y les gritaba: «¡Cállate!», «¡sal de él!», «¡déjale!», «vete y no vuelvas más»… Y los demonios se marchaban al instante, a veces dando un alarido sobrecogedor. Buscando su sometimiento, el rabí les hablaba directamente, con autoridad; les preguntaba su nombre para dominarlos mejor; les gritaba y los ponía furiosos para expulsarlos.
Con el rostro encendido por el interés, y de una manera alentadora y clara, Podalirio le rogó:
—¡Cuéntame más cosas! Por favor, hazme partícipe del acontecimiento más excepcional que viste con tus propios ojos.
Susana entonces le contó:
—Fue en Gerasa, la región que está al otro lado del mar, enfrente de Galilea. Fuimos hasta allí navegando y, cuando saltamos a tierra, vino a nuestro encuentro un pobre hombre de la ciudad que estaba endemoniado. Decían que iba desnudo desde hacía mucho tiempo y que no habitaba en casa alguna, sino en los cementerios, entre los sepulcros. Su familia ya lo había intentado todo, incluso atarle con cadenas y ponerle grilletes para sujetarlo, pero él rompía siempre las ataduras y acababa echándose a los desiertos.
»Aquel hombre, al ver al rabí, corrió hacia él y se echó enseguida a sus pies, gritando:
»—¡Déjame en paz, Yeshúa, no me atormentes!
»El rabí entonces le preguntó:
»—¿Cuál es tu nombre?
»El endemoniando contestó:
»—Somos muchos.
»Y le suplicó que no los mandase regresar al abismo oscuro del que salen los demonios.
»Todos los que acompañábamos a Yeshúa permanecíamos a distancia, observando muertos de miedo lo que estaba sucediendo. Recuerdo que el corazón me latía con tanta fuerza que parecía querer salírseme del pecho.
«Cerca de allí, en la ladera de un cerro, hozaba una gran piara de cerdos que empezaron a gruñir, tal vez presintiendo la proximidad aterradora de aquella legión de demonios que moraban dentro del pobre poseso.
»Entonces los espíritus, hablando por la boca de su víctima, le pidieron al rabí que les permitiera entrar en los cerdos, en vez de arrojarlos al abismo. Yeshúa se lo permitió diciendo con fuerte voz:
»—¡Fuera!
»En un instante, los cerdos enloquecieron y corrieron ladera abajo en medio de un atronador escándalo de bramidos y pisadas, hasta llegar al mar, donde se sumergieron hasta ahogarse delante de nuestros ojos.
»Los porqueros que estaban allí fueron testigos de lo ocurrido y huyeron despavoridos para ir a contárselo a las gentes de la aldea. Pronto se congregaron las autoridades y los vecinos y acudieron sobrecogidos de temor para comprobar cómo los cerdos flotaban muertos en las aguas. También vieron al que había estado endemoniado, sentado con nosotros en su sano juicio, vestido y feliz. Pero, en vez de alegrarse por ello, su miedo y su mezquindad los llevaron a pedirle al rabí que se marchara de allí, pues temían que sucedieran más hechos extraordinarios.
Podalirio y Susana descendían por la ladera de Séforis, sorteando la pendiente en un permanente zigzagueo por veredas abiertas al azar que discurrían entre rocas y una impenetrable vegetación formada por zarzas, matorrales espinosos y maleza abigarrada que exhalaba una especie de amargor agradable, sofocante y perfumado. La fuerza del sol primaveral caía sobre ellos y la caminata los hacía sudar y tener que detenerse de vez en cuando para recobrar el resuello. Si miraban hacia el pie de la colina, podían dejar perderse la vista en los valles y contemplar el verdor de los campos, el ocre de los cerros pelados y las alamedas espesas que crecían en los márgenes de los ríos.
—¿Me vas a decir ya adonde me llevas por aquí? —le preguntó Podalirio a Susana.
—Te ruego que me perdones —contestó ella un poco azorada—. Creía recordar el camino.
—¿Quieres decir que andamos extraviados?
—¡Oh, no! Debe de ser por aquí… Sucede que la vegetación está muy crecida; las zarzas se han extendido y, seguramente, han ocultado el sendero que yo guardaba en mi memoria… ¡Hace tanto tiempo que no vengo por aquí!
Podalirio se secó el sudor de la frente, suspiró e insistió:
—Pero… ¿no me vas a decir de una vez adónde vamos?
—¡No seas impaciente, Podalirio! Ya te dije en Séforis que me parecía más oportuno explicártelo una vez que estuviésemos allí. ¡Será una sorpresa! ¡Vamos! Sigamos un poco más, que ya debe de estar cerca.
Caminaron todavía durante un largo trecho, ascendiendo unas veces, descendiendo otras, hasta llegar a un llano donde había algunos árboles de retorcidos troncos componiendo una especie de bosquecillo.
—¡Al fin! —exclamó Susana—. ¡Aquí es!
Se adentró ella por delante en la espesura, luchando con las ramas, protegiéndose la cara para no arañarse; mientras, Podalirio la seguía, lleno de curiosidad, ansioso por saber qué misterio guardaba aquel lugar de tan difícil acceso.
Al llegar a un claro que se extendía al pie de unos altos peñascos, ella se lamentó:
—¡Qué descuidado está esto!
Crecían allí mirtos y laureles en desorden, entremezclando sus ramas junto a las rocas. Susana se internó en la vegetación diciendo:
—¡Ven, Podalirio! ¡Ven a ver esto!
La siguió él y vio que, detrás de los arbustos, se abría una oquedad en la piedra, como una pequeña cueva.
—¿Qué hay ahí? —preguntó.
Susana explicó con expresión enigmática:
—Este lugar está consagrado a una antigua creencia, una idolatría que perduró durante muchas generaciones entre las gentes que poblaban estas tierras. Se trata de algo muy reservado, algo que, aun siendo conocido por todo el mundo, se oculta como un secreto, ¡un antiquísimo misterio! Yo no he vuelto aquí desde que era una muchacha atolondrada, pero tengo vivamente grabado en la mente el recuerdo de aquellos ritos…
Podalirio se quedó todavía más intrigado al percatarse de que ella estaba nerviosa.
—Dime de una vez de qué se trata.
—Es una vieja tradición de los gentiles. Este paraje y esta cueva se han considerado desde siempre consagrados a Adonai, el Pastor, el Señor, el asesinado por el cual el mundo se plañe…
Al decir esto, el rostro de Susana se demudó y un brillo raro le brotó en la mirada. Exclamó con fervor:
—¡Qué recuerdos! Nuestras bisabuelas, nuestras abuelas, nuestras madres… todas las mujeres de Séforis hemos estado alguna vez en este lugar cuando éramos jóvenes, ¡llorando por él! ¿Qué mujer no era traída aquí para sentir ese doloroso misterio…? —Inspiró extasiada, inflando el pecho—. ¡Oh, el aroma de estos mirtos! Y esta sombra triste junto a la hendidura en la roca… No sé si me comprendes, Podalirio. ¡Todo esto está tan fuertemente prendido en mi alma…!