A lo largo de la obra, el autor, con su estilo propio se acerca a la Iglesia del primer siglo de su historia. Nos sitúa en el Mediterráneo oriental, donde el cristianismo se está encarnando en la cultura griega, en medio de religiones politeístas y mistéricas, que convierte aquellos años en una impresionante misión de evangelización de una cultura que presta muchos términos lingüísticos para guarda hasta hoy el contenido judío del mensaje del evangelio de Cristo.
Jesús Sánchez Adalid
Los milagros del vino
ePUB v1.0
Crubiera06.04.13
Jesús Sánchez Adalid, 2010.
Diseño portada: Planeta
Editor original: Crubiera (v1.0)
ePub base v2.1
Para mis amigos Manuel Molino y María José
,
para siempre
…
Era invierno, el único tiempo en que la inquieta Corinto aplacaba su ardiente entusiasmo. En plena noche, una luz tenue, apacible, se filtraba a través de un techo de nubes blancas, tras el cual se adivinaba la majestad circular de la luna. Desvanecidos los aromas familiares, sólo ascendía el frío y salado céfiro desde el mar. En el silencio, la ciudad parecía diferente, azulada y como muerta, al pie de la inquietante colina en cuya cumbre se alza la casa de Afrodita. Las rocas se aborregaban en las laderas, más allá de las murallas, entre las oscuras copas de los pinos. En los llanos se adivinaban los ciruelos salvajes y los almendros vestidos tempranamente de flores claras, visibles aun en la penumbra.
Podalirio se hallaba sentado en el suelo de la terraza del Asclepion, esforzándose en desterrar de su corazón tantos y tantos recuerdos, mientras se sumía en la contemplación de los tejados, las solemnes fachadas de los templos, las callejuelas desiertas, la quietud de los campos, la inmovilidad de los árboles y la negrura del mar lejano y lóbrego.
En raras ocasiones reinaba una calma así en Corinto. Porque podía decirse que era aquél el lugar del ruido y el desasosiego. ¡Cuánta gente! ¿Quién podría entretenerse contándola? Decían que había más de medio millón de habitantes dentro de las murallas… Una humanidad venida de todas partes, vendida y comprada una y diez veces, sin señas ni memoria, arrastrada, malqueriente, astuta y azarosa, como suele ser la gente de ninguna parte. Una muchedumbre que ahora dormía, tal vez para olvidar los excesos de las noches de estío, o por puro agotamiento.
El cielo se abrió repentinamente sobre la nieve que coronaba el Parnaso, al norte, y la luna llena apareció brillantísima en el firmamento rodeada por un blanco anillo de nubes. La brisa fue entonces helada y Podalirio se estremeció. Satisfecho tras haber aguantado el frío y la dureza del pavimento, se sintió recompensado al ver la bella luz reflejarse en el mar y al percibir el misterioso influjo del astro. Había esperado ese momento, renunciando al sueño, para reencontrarse con la extraordinaria clarividencia que solía regalarle Selene. Necesitaba meditar para ahuyentar la nostalgia. O tal vez se trataba de todo lo contrario y, en el fondo, buscaba regodearse en esa pena, ese vacío que venía apoderándose de él de un tiempo a esta parte.
El recuerdo de Siracusa le embargó entonces. Le parecía haber retornado a la pequeña casa de Ortigia, donde se quedó su alma de niño envuelta en brumas. Y la imagen borrosa de su madre, la ternura, el dulce olor de su cuerpo y su voz lejana. Pero también la presencia perturbadora de su padre, sacerdote de Febo, que enloqueció —según decía— por ver reflejado en la fuente de Aretea el rostro de una ninfa; desde entonces reía estrepitosamente, se echaba a llorar sin motivo aparente y conversaba consigo mismo.
A causa de la enajenación de su padre, siendo todavía niño, Podalirio fue entregado como ofrenda de agradecimiento a la clemencia de Asclepio. Apenas recordaría aquello si no fuera porque se lo contaron muchas veces después, a lo largo de su vida, y porque lo tenía escrito en una tablilla que llevó pendiendo de un cordón anudado al cuello durante algunos años. Conservaba de su infancia esa única reliquia, aunque ya no la llevaba colgada, sino que la guardaba en una caja con sus más preciadas pertenencias. La tablilla rezaba:
Podalirio, hijo deAristeo de Siracusa, siervo de Apolo Hiperbóreo. Soy don para Asclepio, que expulsó misericordiosamente al demonio que afligió a mi padre
.
La curación —según decían— fue de esta manera: Aristeo, además de loco, era sonámbulo y recorría delirante la casa, e incluso las calles, sin que lograsen despertarle; hasta que un día cayó al mar en plena noche y, al retornar repentinamente a la vigilia en las aguas frías, estuvo a punto de ahogarse, permaneciendo entre la conciencia y la inconsciencia mientras era rescatado, momentos en los que percibió muy próxima la presencia de la divinidad que venía en socorro suyo. Después, llevado al templo de Asclepio de Siracusa, durmió en estado febril durante días, tras los cuales se restableció y retornó a sus quehaceres. Curado de su locura, se creyó impelido a entregar una valiosa dádiva al hijo de Apolo. Y no halló mejor ofrenda que su propio primogénito. Por eso, apenas cumplió Podalirio los seis años, se embarcó con su padre y atravesó el mar de Jonio una primavera, con destino al Peloponeso, a la Argólida, para ser entregado en la casa del gran dios de Epidauro, el sanador. Allí fue puesto en manos de los sacerdotes y jamás volvió a ver a sus padres, pues nunca más regresó a Siracusa.
Estos recuerdos vagos, ensombrecidos por los muchos años transcurridos, llenaban de melancolía a Podalirio, precisamente ahora que empezaba a sentirse viejo. Porque últimamente tenía el alma cavilosa y exaltada, abrumada por el poso y el sedimento del pasado, y le asustaba sobre todo la vaguedad de su memoria más antigua. Le causaba una honda e infinita tristeza no saber nada más de sus orígenes, salvo lo que estaba escrito en aquella vieja y ennegrecida tablilla que llevó anudada al cuello hasta que cumplió catorce años.
Desde entonces solía buscar más que nunca la luz de la luna, para verse inundado por su aparente diafanidad y su fantástica claridad, que favorecían en él las percepciones exageradas, la tristeza, el miedo, la soledad…, pero asimismo cierta esperanza y una especie de certeza de que, en medio de toda oscuridad, pudiera brillar una luz.
De nuevo Podalirio percibió el profundo silencio en que estaba sumido todo Corinto, lo cual no sucedía habitualmente. Las nubes volvieron a ocultar la luna y desapareció la estela plateada en el mar. Los montes se oscurecieron por un momento. Se levantó y se acercó al antepecho para asomarse: sólo pudo atisbar las sombras que envolvían el templo y las callejuelas sumidas en el sueño. Sentía la fresca humedad de la noche invernal, por lo que se arrebujó bien con el manto. Una vez más resplandeció el espectacular plenilunio y los contornos de las murallas se hicieron nítidos. Ni siquiera los centinelas parecían estar despiertos.
Miró de frente a la luna y extendió hacia ella las manos con las palmas vueltas hacia arriba. Rezó oraciones mágicas que le brotaban casi espontáneamente en momentos así y que poseían cierta fuerza para alcanzarle el sosiego. Pero únicamente logró que se intensificaran su desazón y su pena. Porque anhelaba que sucediera algo inesperado y extraordinario, algo que había intuido siempre sin saber qué era. Sin embargo, contaba ya más de cuarenta años y no acontecía nada realmente excepcional en su vida.
Recluido desde la infancia en el Asclepion de Epidauro, separado del contacto con el mundo, se inició desde tan temprana edad en los misterios del dios. Al principio hizo todo tipo de trabajos serviles para los sacristanes y luego pasó a ayudar a los sacerdotes, cumpliendo estrictamente con un orden y una disciplina impuestos desde la más remota antigüedad, desde los lejanísimos tiempos del centauro Quirón, a quien Apolo encomendó el cuidado de su pequeño hijo Asclepio y de quien éste aprendió el arte de sanar a los hombres. Muy pronto los asclepiadeas del santuario más afamado advirtieron que Podalirio resultaba hábil tanto en los asuntos médicos como en las cosas propias del culto en el templo. Así que no tuvieron inconveniente alguno para incorporarlo al sacerdocio apenas cumplió los dieciséis años.
Desde entonces, ¡escuchó tantas veces hablar de los «milagros»! A Epidauro acudían peregrinos aquejados de todos los males imaginables: leprosos, ciegos, cojos, locos, posesos… que suplicaban la intervención del dios para curarse. En aquel lugar aromático, apacible y saludable, las enfermedades se aplacaban y el dolor se veía mitigado. El murmullo de las plegarias, los ritos monótonos y la contemplación de la miseria humana, junto a los exvotos de las curaciones sorprendentes, propiciaban los milagros. Los fieles aseguraban sentir la presencia de la deidad e incluso percibir el
pneuma
, el soplo invisible e incorpóreo que logra el maravilloso efecto de quitar las pasiones del alma y del cuerpo.
Podalirio había visto a algunos imposibilitados dejar sus muletas y hasta abandonar la camilla en que habían llegado postrados, para salir andando ante el asombro de todo el mundo. También vio en cierta ocasión cómo recobraba el ánimo una muchacha afligida por la melancolía, que no comía, ni dormía, ni hablaba, y que, después de quedar profundamente sumida en la
incubatio
, el sueño reparador de Asclepio, decía haberse encontrado con su amado, muerto tres años antes. Fue Podalirio, en efecto, testigo de curaciones que parecían «milagrosas», tanto en el gran santuario de Epidauro como aquí, en Corinto, al servicio de cuyo templo llevaba ya más de veinte años. Las virtudes salutíferas de las aguas de los manantiales sagrados, los efectos de un régimen de vida bueno, en un lugar donde confluían la esperanza y el deseo de quedar sano, sin duda tenían mucho que ver en aquellas curaciones.
Pero Podalirio, aun llevando ya cuatro décadas al servicio del dios, no podía evitar verse asaltado por la duda en ciertas ocasiones. Sobre todo cuando gentes devotísimas que acudían al templo no sólo no experimentaban mejoría alguna en sus enfermedades, sino que hasta empeoraban y les llegaba la muerte.
¿No había regalado Atenea a Asclepio la sangre vertida de las venas de la Gorgona? ¿No podía el dios resucitar a los muertos en virtud de esa sangre? ¿Acaso no devolvió gracias a ella la vida a Capaneo, a Licurgo, a Glauco, hijo de Minos, y a Hipólito, hijo de Teseo?
Pero esos milagros no los vio nadie. Ni siquiera el bueno de Asclepio podía hacer retornar del Hades a sus fieles servidores. Sería a causa de los celos de Zeus que, ante tales resurrecciones, temió que se desbaratase el orden del mundo y mató con un rayo al dios sanador, que fue transformado en la constelación de Serpentario.
Ésta era la única explicación que daban los antiguos misterios de Epidauro. Lo cual le causaba a Podalirio un hondo sufrimiento interior y una gran compasión por el dolor humano.
Un gallo cantó en alguna parte. Más tarde aulló un perro. Algunos ruidos empezaron a despertarse y el lucero de la mañana decidió hacerse notar con su fulgor. Pronto iba a amanecer. La luna parecía querer ir a ocultarse tras los montes y el frío se intensificó. Ya no quedaban nubes en el cielo tachonado de estrellas; sólo una densa bruma ascendía lentamente desde el oscuro mar.
Podalirio notó el peso de sus párpados y se dio cuenta de que tiritaba. Apenas sentía sus pies ateridos sobre el pavimento de la terraza, húmedo de rocío. Era hora ya de abandonar sus cavilaciones. Descendió cuidadosamente por la estrecha escalera procurando no hacer ningún ruido. A su paso, en el patio del templo se removieron algunos pájaros que dormían en el laurel sagrado. Pero los negros y enhiestos cipreses permanecían mudos e inmóviles.