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Authors: Eduardo Mendicutti

Tags: #Drama, #Romántico

Los novios búlgaros (10 page)

BOOK: Los novios búlgaros
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Considerando mi vida de manera escrupulosa, el reproche de Kyril era injusto. La prueba estaba en mis relaciones con el propio Kyril, y un caballero calibra bien sus deslices. Pero Kyril no podía contentarse con sutiles actos de rapiña considerados como un lujo ni con la simple perseverancia en cualquier tipo de rapiña menor, como la de Ivo, que estaba surtiendo a toda la colonia búlgara, a excelente precio, de un vestuario de notable calidad que algunos grandes almacenes deberían anotar en su partida de pérdidas. El único que no le compraba nada de vestir a Ivo era Kyril. Prefería su sempiterno chándal verde, y la ropa y el calzado que yo le compraba los guardaba para alguna ocasión excepcional que no se presentaba nunca. Kyril apuntaba más alto. Cuando él tuviese algo nuevo, sería espectacular.

—A ver cómo se porta la petroquímica de mi país —decía.

En aquel tiempo, la petroquímica búlgara empezaba a mostrar ya su verdadero rostro. Yo había conseguido formar un equipo de consultores cuyas referencias convencieron en seguida a las autoridades búlgaras, aunque no tanto, o al menos no tan deprisa, a los funcionarios comunitarios encargados de evaluar el proyecto y fijar la financiación. El consejero comercial de Bulgaria, Simenon Iliev, se impacientaba con Bruselas y proponía continuamente buscar financiación en cualquier otra parte; incluso me puso en contacto con un extraño movimiento cristiano, la Confederación Europea de Asociaciones de Familias Cristianas, que estaba dispuesta a financiar al menos la primera fase del proyecto de reconversión de la petroquímica búlgara —la fase de diagnóstico— a cambio de autorización para realizar por su cuenta, aunque en paralelo y utilizando a toda la población empleada en el sector petroquímico, un análisis de las inquietudes vitales, los valores espirituales y las aspiraciones individuales y colectivas del pueblo búlgaro. Me costó trabajo convencer a Iliev de que aquello era un disparate, entre otras razones porque corríamos el riesgo de que el estudio se interrumpiese en la fase de diagnóstico y no sirviese para nada, y que era preferible presionar a los funcionarios de Bruselas y aprovechar el parón para ordenar e interpretar la documentación previa. Mi equipo de consultores lo hizo pronto y bien, y sacó las conclusiones que yo ya conocía: el sector petroquímico búlgaro tenía un aspecto deplorable. Por fortuna, tres semanas después del cumpleaños de Kyril recibí en el despacho el comunicado de Bruselas concediéndonos toda la subvención que habíamos solicitado para realizar el proyecto y, de momento, logré salvar a Bulgaria de la rapiña de la Confederación Europea de Asociaciones de Familias Cristianas, aunque sospecho que privé a Simenon Iliev de una envidiable comisión.

—Si todo sale bien y cobro lo que me corresponde —le dije a Kyril—, prometo hacerte un buen regalo.

—Una moto —dijo él al instante y con mucha ansiedad.

Una moto de gran cilindrada y flamante, desde luego. Llegaba el buen tiempo y ningún búlgaro podría exhibir una moto como la suya. Iba a todas partes con dos o tres revistas de motociclismo llenas de modelos aparatosos y, cuando venía a casa, con las manos y los ojos destrozados por los productos que debía utilizar en la misteriosa empresa del italiano, discutíamos sobre los que más nos gustaban. Es verdad que el trabajo con el italiano empezaba ya a ser discontinuo e inseguro, pero una cierta habilidad en el cálculo de los costos del proyecto, y la respuesta afirmativa de Bruselas, permitían confiar en la pobre petroquímica búlgara. Además, Kyril tenía ya que empezar a buscar a alguien dispuesto a firmarle siquiera un precontrato laboral, porque entre los inmigrantes de la Puerta del Sol se rumoreaba que iba a cambiar la legislación para los extranjeros y que sería posible conseguir el permiso de residencia y de trabajo con muy pocos, aunque insoslayables, requisitos.

—Eso no me preocupa —aseguró, con mucho aplomo.

—¿Tienes ya quien te firme un contrato?

—Claro —dijo, y me miró a los ojos, muy risueño.

Como si realmente pudiera ganar tiempo, me hice el desentendido y Kyril no insistió; lo urgente era la moto. Tan urgente que no podía esperar a que Bruselas empezara a devengar los pagos de las distintas fases del proyecto de reconversión de la petroquímica búlgara, porque la petroquímica búlgara no se deja reconvertir así como así y en un santiamén, y además el buen tiempo no dura todo el año. Considerando, por otra parte, que los ahorros de Kyril que yo custodiaba se acercaban ya al medio millón de pesetas, la aportación necesaria estaría en torno a las setecientas mil, cantidad que, desde luego, desafiaba cualquier disposición razonable a la generosidad, pero no la disposición de un caballero como yo. Y eso que por un momento se me ocurrió poner a Kyril en contacto con la Confederación Europea de Asociaciones de Familias Cristianas, y que la dichosa Confederación le investigase cuanto quisiera, a cambio de los fondos pertinentes, las inquietudes vitales, los valores espirituales y las correspondientes y apremiantes aspiraciones.

—La cadena de oro —dije—. Si te gastas los ahorros en la moto, no podrás comprarte la cadena.

—Ahora lo importante es la moto.

Hice mis cálculos. Reflexioné. Aquello era una locura y alguien tenía que poner un poco de sensatez en aquel desenfreno consumista. Es verdad que Kyril parecía en carne viva y que negarle mi ayuda sería como echarle sal en las llagas, pero estaba viviendo en la habitación costrosa de un hostal costroso, comía mal, incumplía la promesa de enviar a sus padres cien dólares todos los meses, se privaba de todo lo innecesario y de casi todo lo necesario, y ahora, de repente, estaba dispuesto a gastarse todos sus ahorros y buena parte de los míos en una moto excesiva e inútil, en un capricho demasiado caro y, encima, perecedero, un alarde que iba a desinflarse sin remedio en cuanto llegasen las lluvias. Un contradiós.

—No tienes que poner el resto del dinero —dijo, comprendiendo que era necesario tranquilizarme—. Puedes firmar letras.

Para ser búlgaro y estar recién llegado a la jungla del libre mercado, parecía informadísimo.

—Kyril, me lo pensaré.

—No lo pienses mucho, por favor.

Podía ser una súplica, o una amenaza, o las dos cosas. El idioma búlgaro tiene una fonética áspera y eso hacía que, cuando Kyril y todos los demás búlgaros se expresaban en español con el acento inevitable, resultara difícil distinguir ciertos matices. De todos modos, me amenazara o me suplicase, no me lo pensé demasiado. Decidí que, si no quería ser un simple consumidor de desdichas búlgaras, mi obligación era aportar un poco de buen juicio a la incorporación de la juventud eslava al capitalismo. En algo debía notarse mi condición de caballero equilibrado. De modo que, cuando Kyril me exigió una respuesta definitiva, le aseguré que lo lamentaba mucho, que lo había pensado bien, que en cierto modo me sentía responsable de que se comportara con un mínimo de cordura, y que no me parecía honesto contribuir a aquel dislate de comprar una moto desmesurada y superflua por puro antojo. Kyril se quedó muy serio, aunque a simple vista no daba la impresión de estar excesivamente afectado, y se limitó a decir:


Dobré
. Me voy. Dame mi dinero.

Yo no tenía su dinero encima, naturalmente. Tampoco debajo del colchón. Era por la tarde, los bancos estaban cerrados y la única posibilidad era extenderle un talón para que lo cobrase al día siguiente. Kyril miró el cheque con desconfianza y me preguntó si no tendría problemas para cobrar todo aquel dinero. Le aseguré que no, le expliqué por qué lo había extendido a su nombre, y le indiqué que lo único que debía hacer era presentar su documentación al cajero; en caso de que hubiese alguna dificultad, en el banco sabían cómo localizarme.

—Sin problemas, mejor —dijo él.

Mejor para mí, sin duda. Era evidente que sospechaba que yo podía engañarle. Guardó el talón con una lentitud muy desagradable —esa lentitud de movimientos que aqueja de pronto a quien está convencido de estar cometiendo un error— y me obsequió con esa clase de mirada que para individuos como él supone la mayor advertencia. Luego se fue sin despedirse.

Bien, me dije, tal vez sea lo mejor. Tal vez todo estaba llegando demasiado lejos. Tal vez aquello se había terminado para siempre. Me sentí de pronto cansado, pero no apesadumbrado o arrepentido, más desconcertado que triste, como si en aquel momento descubriese que toda mi historia con Kyril carecía por completo de sentido y que correspondía, en consecuencia, sentirme liberado. A lo mejor convenía olvidarlo cuanto antes. Procuraría no verle en la Puerta del Sol. Volvería a ser un caballero intachable. Rechazaría aquella desafortunada ocurrencia de la Beca Vergara y resistiría la tentación de adjudicársela a algún otro. Al día siguiente, cuando me llamaron del banco para confirmar el importe del talón y su beneficiario —incluida una rápida pero precisa descripción de Kyril—, llegué a felicitarme por no experimentar emociones demasiado dañinas. Por un lado, estaba convencido de que, sin mi ayuda, Kyril jamás lograría comprarse la moto, y, por otro, creía a Kyril incapaz de pedirme otra vez esa ayuda, porque ahora tendría que suplicarme. Durante dos o tres días, dejé de ir por la Puerta del Sol, iba directamente del despacho a casa, y Kyril, en efecto, no llamó. No me imaginaba a Kyril buscándose otra beca o, al menos, subvenciones parciales entre las loquiávidas que regateaban como solteronas de vacaciones en Estambul. No me parecía digno llamar a Gildo o a la Tremenda para ver si sabían algo de él. Además, si Gildo o la Tremenda hubieran visto a Kyril irse con alguien, me habrían llamado inmediatamente. A menos que Kyril se hubiera ido con Gildo o con la Tremenda; en ese caso, no es que guardaran el secreto para siempre, pero tardarían algo más en decírmelo. Al cabo de una semana, me alarmó comprobar que mis emociones empezaban a ser dañinas, y me pareció que no tenía por qué avergonzarme si llamaba a Gildo por teléfono.

—Maruja, ¿dónde te metes? —Gildo parecía de veras intrigado—. Hace siglos que no se sabe nada de vosotros.

Deduje que se refería exclusivamente a Kyril y a mí. Vosotros: un plural que ya no existía, aunque Gildo parecía no sospecharlo. Eso significaba que nadie en la Puerta del Sol estaba al tanto de nuestra ruptura. Significaba que Kyril no se había dejado ver, que no había contado nada, que prefería recluirse en su enigmático trabajo con el italiano y buscar por ese camino todo el dinero que le faltaba para comprarse la moto. Eso me tranquilizaba. Eso me demostraba que seguía importándome Kyril. Esa era la prueba de lo difícil que es para un caballero dejar de serlo y tratar de remediarlo.

—Yo estoy viuda desde hace dos días —me dijo Gildo—. Assen y Vasil se fueron el jueves a la casa de Entrepeñas. Supongo que volverán hoy, porque Assen esta noche tiene que trabajar. Un lío, chico. Ya sabes que se pelean para ver quién se libra de acostarse conmigo. Y, a pesar de todo, yo sigo enamoradísimo de los dos y gastándome en ellos todos los meses una fortuna. Ya sé que Antonio Machín lo hizo antes, pero no tengo más remedio que preguntártelo: ¿cómo se pueden tener dos amores a la vez y no estar loco?

—Facilísimo: estando loca.

Claro que Gildo, la Molokai, además de estar loca, no perdía el tiempo. Me dijo que, habida cuenta de su pasajera pero duplicada viudedad, por fin se había tirado a la vorágine. Después me explicó que no se trataba de que hubiera aumentado el descontrol de su vida, sino de que había tenido la oportunidad de llevarse a casa a un rumano con muchos kilómetros, mucha peluquería, mucho bamboleo, mucho modelazo, mucha caída de ojos y muchas y buenas prestaciones, y a quien, en atención a su apretado curriculum, en los círculos loquidópteros y boquivíboras de la Puerta del Sol se le conocía como la Vorágine. Todo un profesional, según me confirmó la Molokai; eso sí, en su opinión de experto dermatólogo aquel muchacho padecía lentigos al parecer poco agresivos pero de lenta y latosa curación. Y, por supuesto, era una mavaloca como la copa de un pino.

Aquello daba una idea muy clara de hasta dónde estaba degenerando la conmovedora desazón de los muchachos sin oficio ni beneficio y recién llegados a la jungla capitalista. No sólo comerciaban con sus más palpables encantos, sino que lo hacían de forma tan ágil e indiscriminada que, los más expertos, podían llegar a merecer motes tan perniciosos como el de la Vorágine. Aquello sí que era entender la vida como una rapiña. Es cierto que yo trataba siempre de justificarlos, porque detesto la purulenta hipocresía de quienes al mismo tiempo alimentan y condenan las miserias ajenas, pero la canallada de fijar un estigma como el mote de la Vorágine en un muchacho escapado de la catástrofe se me antojaba demasiado siniestra para no ser también merecida. Por lo visto, el rechazo de Kyril me estaba volviendo miserable. La ausencia de Kyril se estaba pareciendo demasiado a la ruindad.

Gildo me amenazó con arreglarlo todo para que yo también, en algún rato de viudedad, me tirase a la vorágine. No quise decirle aún que mi viudedad empezaba a parecerse horrores a la de Jacky Kennedy. Quedamos en vernos al día siguiente, en la Puerta del Sol. Pero, a medianoche, fue él quien me llamó, completamente histérico.

—Son todos unos completos sinvergüenzas —estaba muy nervioso y la voz le temblaba de rabia y de preocupación—. Unos sirvergüenzas. Assen, Vasil, Kyril, sí, Kyril, todos. Acaban de llamarme del cuartelillo de la Guardia Civil de Guadalajara. Un horror.

—¿Qué demonios estás diciendo, Gildo? ¿Qué tiene que ver Kyril con la Guardia Civil de Guadalajara?

Me lo explicó. Estaba enfermo del disgusto. Assen y Vasil se habían ido al chalé que tenía Gildo cerca de Entrepeñas, en el coche de Assen, el jueves. Algo así tenía que ocurrir, tarde o temprano; qué vergüenza. Ya habían ido otras veces, en el coche de Assen, ese coche que Gildo le había comprado, de segunda mano, renqueante, un coche que Kyril despreciaba con toda su alma. Pero el jueves, por lo visto, Kyril había ido en ese coche a la casa del pantano con Assen y Vasil, no cabía la menor duda: la Guardia Civil le había hecho a Gildo una descripción de los tres, y el tercero era alto, moreno, fuerte, de pelo largo y con el signo del dólar colgándole de una oreja. Los tres se habían presentado, borrachos, hacía menos de una hora, en la residencia de ancianos que hay cerca del pantano, qué desastre. Rompieron la verja de entrada. Parecían locos. Gritaban que querían ver a unas chicas, unas enfermeras a las que habían conocido la noche anterior en la discoteca del pueblo. Un escándalo. De la residencia llamaron a la Guardia Civil. Y la Guardia Civil llamó a Gildo porque a usted, doctor, le conocemos, y ellos dicen que le conocen a usted y viven en su casa. Y Gildo dijo que sí, que los dejaran en el cuartelillo hasta que se les pasara la borrachera, que al día siguiente tenían que estar sin falta en Madrid, que tenían que trabajar, que hicieran el favor de avisarle otra vez si había algún problema, que no lo habría, que es la bebida, qué vergüenza. Gildo parecía asustado. Allí me conocen de toda la vida, repetía, aquello iba a ser un escándalo. ¿Cuánto tiempo hacía que yo no veía a Kyril? Todos eran unos delincuentes.

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