Los pájaros de Bangkok (13 page)

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Authors: Manuel Vázquez Montalbán

Tags: #Novela negra

BOOK: Los pájaros de Bangkok
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—Un bofia.

Todo el asco del mundo provocó un terremoto siete en la escala de Richter en la costra de maquillaje de "Rosalinda".

—No. Un detective privado, como los de cine. Como Humphrey Bogart, por ejemplo.

—Ay, pues no se parece. Me recuerda más a… no sé… A otro. Pero a ese que has dicho no. Adiós, maja, y no me tengas tan olvidado. ¿Te he gustado?

—Has cantado muy bien.

—Es que voy a clases de canto, mira tú, con el mismo que enseñó a respirar con los ovarios a la Caballé. Enséñeme a mí también, le dije. Y me está enseñando.

—¿A respirar con los ovarios?

—Pues sí, oye, y es verdad, se puede. Mira.

Se desabrochó el abrigo de pieles y quedó al descubierto un vestido violeta que se adaptaba como una funda a la voluminosa orografía de "Rosalinda".

—Mira, ahora respiro con el estómago.

Y el estómago de "Rosalinda" subía y bajaba según la dirección de entrada o salida del aire que ella aspiraba con la boquita cerrada y las narices dilatadas como si fueran de un sapo.

—Y ahora me meteré el aire en los ovarios.

Y se lo metió, porque ningún volumen externo dio señal de vida con lo que todos convinieron que el aire había ido a parar a un pozo profundo de las interioridades de "Rosalinda".

—Y claro, con el aire aquí abajo pues tarda más en salir y te da más tiempo a aguantar la voz. Por eso la Caballé, o quien dice la Caballé pues la Callas o Raphael, o un cantante de ésos, pues aguanta el aire y te hacen con la voz lo que te hacen. Te pueden cantar, qué sé yo, un kilómetro y con la cara como si se estuvieran cepillando el pelo.

Cerró los ojos para reponer ideas destinadas a una disertación que deseaba prolongada y la Donato le besó las mejillas mientras daba por terminada la audiencia.

—Mira, monina, estamos cansados y nos vamos a casa. Felicidades por lo bien que lo haces y te deseo muchos éxitos.

"Rosalinda" trató de decir que vivía para el arte, pero la Donato ya le había dado la espalda y Carvalho se encontró a sí mismo caminando y mirándose la punta de los zapatos, sintiendo al lado la presencia de la concertista. Rosa aprovechó la luz de un farol para concentrarlos bajo su luz y darles las instrucciones nocturnas.

—Yo he de madrugar y no puedo acompañarte, Joana. ¿Verdad que nuestro detective privado será tan amable que acompañará a Joana a su casa?

Joana relevó a Carvalho de la propuesta de la Donato y dijo que la noche estaba llena de taxis.

—Pero no de detectives privados.

La cosa estaba hecha, porque la Donato besuqueó las mejillas de la concertista, dio una mano a Carvalho y se colgó de los brazos de las otras dos emprendiendo el inevitable remonte de las Ramblas. Se volvió unos metros más arriba para decirle en voz alta a Carvalho.

—¿Ha visto a Marta Miguel? ¿Sí, verdad? ¿Qué le ha parecido? ¿Una pesada, no? Yo apenas la conozco.

Había hablado sin necesitar ninguna respuesta de Carvalho y le volvió la espalda prosiguiendo su ruta. Joana miraba en todas direcciones por si aparecía un taxi.

—No se preocupe. La acompaño con mucho gusto.

—Es que me da rabia.

Y había rabia en el tono de su voz y en la mirada que dirigía a las tres mujeres que se alejaban.

—Siempre me hace el mismo numerito.

—¿En qué consiste si puede saberse?

—Pues que en cuanto se acerca un hombre me lo endosa.

—Es una buena amiga y generosa.

—Lo hace para mortificarme. Para decirme, toma un semental, toma, tú, que no eres como nosotras.

—Ya entiendo. ¿Y por qué sigue saliendo con ellas?

—Hay algo en Rosa que me atrae. No sé qué es. La fuerza de carácter, quizá.

Cuando entraron en el coche de Carvalho se miraron a los ojos y de pronto los de la mujer descendieron para comprobar si Carvalho tenía boca, y cuando la encontraron fue toda la cabeza la que avanzó hacia la de Carvalho y unos labios pequeños, entreabiertos, jugosos, se apoderaron de los de Carvalho. Carvalho contestó el beso y luego echó el cuerpo contra el respaldo del asiento.

—Menos mal que no tendré que hacer esa pregunta tan estúpida.

—¿Qué pregunta?

—¿Me invita a tomar una copa en su apartamento?

19

—Mi marido me dejó.

Se dejó caer con la copa en una mano y el otro brazo equilibrando la caída del cuerpo, para quedar sentada con las piernas cruzadas y en la mano la copa, sin una gota de menos. Carvalho valoró la habilidad del gesto y desde su posición de hombre hundido en las arenas movedizas de diez mil cojines, sin manos suficientes para aguantar la copa, evitar ser engullido y mantener una disposición corporal que le permitiera futuros avances hacia Joana, maldijo el supuesto orientalismo que se estaba apoderando de la decoración de interiores. En cambio en las paredes pintura abstracta, nombres de postín, y al fondo del inmenso salón, en la que era la tercera zona de estar, el piano de cola, un trono.

—Así, por las buenas. Me lo había anunciado desde el primer día que nos casamos. Cuando tú cumplas cuarenta y cinco años yo ya tendré cincuenta. Entonces te dejaré. Yo me lo tomé a broma.

Bebió de la copa con la delicadeza de una ave.

—Fue en julio pasado. Yo cumplo los años en julio. El veintidós. Eduardo me entregó un estuche y un sobre. En el estuche un collar de esmeraldas que me tenía prometido desde… en fin… Y en el sobre una cita para un abogado y un cheque de diez millones de pesetas… ¿Me oyes? ¿Qué te parece?

—Que tu marido tiene mucho dinero.

—A veces. Pero sí, tiene dinero. No mucho. ¿Qué entiendes tú por mucho dinero?

—Cincuenta millones de pesetas.

—Eso es calderilla. Pero sí, ésos los tiene.

—¿Por qué te dejó?

—Yo creo que porque me consideraba ya usada. Él me dijo que yo me merecía una segunda vida, junto a otro hombre, al margen de la vida doméstica. Y él también, claro. Tiene dos hijos con una enfermera de su clínica.

Asomaba los ojos por encima de la copa para comprobar el efecto que causaban sus revelaciones.

—Más joven que yo.

—Pero no más guapa. Seguro.

Las manos de Carvalho se movieron rápidas. Le deshicieron el peinado y una melena corta y suave enmarcó un rostro de portada de "Hola" sometido a un régimen de pocas calorías y a masajes faciales que combatían una inicial flaccidez de las mejillas y las anilladas arrugas del cuello. Y las manos del hombre volvieron a actuar para pasar los tirantes del corpiño por encima de los hombros y permitir la libertad de las tetas fuertes, exactas, tostadas por el sol y culminadas en dos pezones frambuesa. Ella contemplaba sus propias tetas y al mismo tiempo quería reemprender la confesión.

—No habíamos tenido hijos.

—Mucho mejor. ¿Quién se los habría quedado?

—Es cierto.

Ahora las manos iban a por la falda y la mujer tuvo que darle la espalda a Carvalho para que le bajase la cremallera, sin abandonar la copa, sin derramar ni una gota, incluso permitiéndose el alarde de sorber de ella mientras Carvalho le quitaba la falda. Con unas braguitas que cabían en el puño de un niño y una copa de oporto en una mano, el cuerpo de Joana parecía un montaje visual. El cuerpo traducía una angustiosa voluntad de lucha contra el tiempo, ni un gramo de grasa, ni un pliegue sin atender, ni un rincón sin barnizar por los soles más constantes del mundo y, sin embargo, tanto esfuerzo no había conseguido anular una cierta maceración en las formas que atraía a Carvalho y le hacía repasar las yemas de los dedos con delicadeza por todas las fronteras de aquel cuerpo en combate a muerte contra los calendarios.

—Rosa quisiera que yo fuera como ella. Que todas fuéramos como ella.

—Sería terrible.

Dijo Carvalho y trató de aguantarse sobre un codo mientras besaba un pezón después del otro con una soltura dificultada por la posición. Cuando los labios de Carvalho se posaron en el pezón izquierdo, Joana echó la cabeza hacia atrás y cerró los ojos dejándose caer sobre el mar de cojines. Al no ser avisado, Carvalho quedó despezonado y en un equilibrio imposible que se rompió. Cayó sobre Joana incontroladamente, acción que la mujer interpretó como un asalto precipitado y se escabulló entre los cojines mientras farfullaba varias veces un molesto: todavía no. Joana estaba allí, a media milla de cojines, con sus braguitas, dando la espalda a Carvalho y al mundo, meditabunda. Carvalho dudó entre marcharse o recomponer un clima adecuado. Se rindió a la ley de los cojines y se dejó engullir hasta tocar fondo. Desde allí pidió con una voz serena.

—Me gustaría que tocaras el piano.

—¿Ahora?

—Ahora.

—¿Así?

—Así.

La mujer se enderezó, se arregló los cabellos con una mano y se fue hacia el piano. Tenía un hermoso culo en forma de pera que se adaptó al sillón giratorio y unos codos puntiagudos que se cernían sobre las teclas como pajarillos de presa. El piano parecía esperar las manos de su dueña porque le entregó las notas con la inmediatez de un mayordomo. A Carvalho le sonó a Albéniz, poco después hubiera jurado que estaba escuchando Torre Bermeja, pero ella dejó de tocar y sin volver la cabeza se disculpó.

—Perdona, pero estoy ensayando un recital de Albéniz y ya me sale automáticamente.

De nuevo los codos se predispusieron para el asalto a las teclas, y esta vez una melodía triste, romántica, épica a la vez, con espesor de noche o de sentido, pero sin duda hecha para remover los posos del sentimiento.

—¿Qué es eso?

—"O Perigal". Una canción de Theodorakis sobre un poema de Elitis. Cantado es hermosísimo. Sobre todo si lo canta Maria Farandouri.

—Así tampoco está mal.

—No. Tampoco está mal.

Carvalho se levantó y se desnudó. Avanzó hacia el piano y abrazó a la pianista apoderándose de sus pechos. La melodía se rompió en pedazos y Carvalho obligó a la mujer a poner las manos sobre la tapa del piano y mientras le besaba la nuca la penetró por detrás.

—¿Por qué?

Tuvo tiempo de decir ella antes de la penetración. Pero Carvalho no quiso o no tuvo respuesta. Las piernas de ella flaquearon a medida que se acercaba el orgasmo y Carvalho tuvo que aguantarla con el brazo cruzado sobre sus ingles. Cuando terminó, la dejó formando un ángulo entre el piano y el suelo. Joana se levantó con vacilaciones de Margot Fontaine y sin dar la cara a Carvalho se fue hacia los cojines y se zambulló en ellos. Carvalho contuvo el impulso de ir en busca del lavabo y se tumbó junto a la mujer fingiendo con un dedo recorridos imaginativos sobre su espalda. Ella volvió la cabeza y por fin él le vio la cara, acalorada, como dilatada por una íntima satisfacción.

—¿Por qué?

—Por qué ¿qué?

—¿Por qué lo hemos hecho?

—Se me ocurren dos buenas razones. Porque lo hemos pasado bien y porque son las cinco de la madrugada y aún no han abierto el Corte Inglés.

—¿Por qué me lo has hecho así, como si fuéramos perros?

—Tienes una hermosa espalda.

—Me lo has hecho así para humillarme.

Había fruncido el ceño para estimular su propio enfado. Carvalho se levantó y empezó a vestirse.

—¿Y mañana qué?

—Mañana será otro día.

—Nos veremos.

—Mañana no. Otro día.

—Pronto saldré de gira si no tengo problemas con la policía y el juez.

—¿Qué te pasa?

—Soy testigo del caso del asesinato de esa chica, de Celia Mataix.

—¿Estabas allí la noche del crimen?

—Sí. Me llevó Rosa. Y me fui con ella.

—¿Conocías con anterioridad a Celia?

—Muy bien. Demasiado bien.

No escondía el retintín.

—¿Problemas?

—Había sido amante de mi marido. Precisamente quise ir para ver qué tal era de cerca.

—¿Qué tal era?

—Una putita que se hacía mayor.

Picoteaban las manos de la mujer en busca de sus ropas. Se vistió lo suficiente como para acompañar a Carvalho hasta la puerta de la escalera.

—Tengo la sensación de haber sido una tonta.

—¿Por qué?

—Ha sido tan… tan animalesco…

Carvalho cerró los ojos espiritualmente y le tendió una mano. Ella miró la mano como si no entendiera el gesto y luego se alzó sobre la punta de sus pies para besar la mejilla de Carvalho.

—¿Siempre lo haces así?

—¿Cómo?

—Como si no te importara qué cara pone tu pareja.

Quería decir lo que iba a decir y quería decirlo precisamente en el momento de cerrar la puerta tras Carvalho.

—Todos los hombres sois iguales.

20

Tardó en darse cuenta de que la llamada era real, de que a pesar de ser las diez de la mañana y no llevar ni cuatro horas en la cama, alguien estaba llamando al timbre con voluntad de ser oído. saltó desnudo de la cama y se asomó a la ventana. Allí abajo estaba Ernesto decidido a no irse de balde, después de haber dormido tan poco como Carvalho. El detective abrió la ventana y lanzó un ya va indignado que levantó el vuelo de las golondrinas posadas sobre los árboles del jardín. Empezó a buscar un batín y se descubrió segundos después abriendo la nevera para tragar media jarra de agua fría. El batín. Entre el batín y él medió una extraña desorientación, como si de pronto hubiera olvidado el camino del batín y de la puerta de salida. O tal vez no tuviera batín. Recordó que en el cuarto de baño había algo parecido a un albornoz y fue a por él. Se lo puso y al ponérselo recuperó el sentido de lo que estaba ocurriendo. Alguien había llamado al timbre sin respetar la nube de aturdimiento que tenía en la cabeza y la sensación de sueño inconcluso. Salió descalzo al jardín, abrió la puerta a Ernesto sin decir nada, tal vez esperando disculpas, pero el muchacho pasó ante él mudo y a grandes zancadas se apoderó del jardín, de la puerta de la casa, de la casa. Carvalho le iba a la zaga y no recuperó el dominio de la situación hasta que Ernesto se dejó caer en el sofá y suspiró resignado.

—Tengo un sueño que no me veo.

—Pues yo tengo otro que no te veo. Pensaba que la juventud de hoy no madrugaba.

—Si no le importa quisiera acabar cuanto antes. Lo de Teresa, mi madre, no me ha dejado dormir. ¿Qué pasa?

Carvalho le hizo un resumen de la situación y Ernesto cabeceaba como si le estuvieran contando historias de una reincidente incorregible.

—Mamá es de las que se apuntan a todo sin saber cómo van a salir. Fui a verla y le dije: mi compañera está en estado. Y empezó a hablarme del control de natalidad. Era absurdo. Y luego otro rollo sobre que ella era una madre abierta y no se merecía esto. Y que no tenía ganas de ser abuela. Como si yo le hubiera pedido que fuera abuela. O como si ser abuelo o no serlo se note en algo físico. Ser abuelo no se nota. Ser padre sí. Le dije. Y se puso furiosa. Que se iba y que se iba y que ya hablaríamos cuando volviera. ¿Y yo qué? Que lo hubiera pensado antes. Y así estoy.

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