—Lo hago por su bien y para que usted se dé cuenta de su tozudez. El marido ya no se entera de nada, es un pedazo de madera al que no conseguiría resucitar ni toda la heroína de Bangkok. Es un "yonqui" repugnante. Pero ella es consciente y se niega a colaborar. Lo he probado todo.
Carvalho se estremeció imaginando todo lo que habría probado Charoen. El policía se encogió de hombros, dio media vuelta y dijo mientras avanzaba hacia la puerta:
—Pruebe usted. Quizá a usted le digan lo que no me han dicho a mí.
Charoen saltó el escalón, ganó la puerta y se fue escaleras abajo. No dio tiempo a que Carvalho contestara. Se quedó ante la mujer como abandonado en una casa donde se es mal recibido y en la que no se tiene nada que decir a sus propietarios. Los retratos en las paredes transmitían un pasado de soldados, bodas, nacimientos, como los retratos que sus padres le dejaron al morir, retratos llenos de desconocidos para él, de personajes cuya vida se habían llevado los viejos a la tumba. Se sintió observado por la mujer. En aquella cara diezmada por el tiempo y el sufrimiento ya no había indiferencia, sino una cierta curiosidad. Aquellos ojos le estaban diciendo que podían entenderse, que tal vez podrían entenderse.
—¿Entiende usted el inglés, verdad?
—Un poco.
—Soy amigo de la mujer que está con su hijo. He venido de un país muy lejano, más lejano que la India o que América. ¿Entiende?
Carvalho hablaba y gesticulaba como los viejos rapsodas, como el señor Daurella. Sus manos se iban en pos de España y volvían a Thailandia para que la vieja pudiera entender la distancia que había recorrido en busca de Teresa.
—Me envían los padres de Teresa. Padres como usted.
Ni por un momento la imagen del viejo Marsé relativizó la carga emocional de las palabras de Carvalho.
—He de encontrarlos antes que ellos.
Y señaló más allá de la puerta.
—He de encontrarlos antes que Charoen.
—Es malo. Es un hombre malo.
Dijo la vieja con una vocecilla quebrada.
—Es un policía.
—¿Usted es policía?
—No. Si sabe algo, dígamelo. Le juro que no le diré nada a Charoen.
La vieja volvió a concentrarse, como si se olvidara de la presencia de Carvalho. El esqueleto de su marido empezó a temblar y de la garganta salió el eco de una queja que había nacido en algún rincón de aquella armadura de huesos y piel. Carvalho inclinó la cabeza y les dio la espalda. A los dos pasos notó que una mano se posaba en su brazo. La mujer se había levantado con una agilidad impensable y le instó a que se retirara en busca del rincón del altar.
—En Tam Krabok hay un hombre santo que se llama Chin Ramsun.
La mujer juntó las manos y las echó a volar, como si invitara a Carvalho a un viaje.
—¿Dónde está Tam Krabok?
—Es un lugar santo y allí está el hombre santo.
La vieja abandonó a Carvalho y volvió a sentarse junto al agonizante. Carvalho pasó a su lado y no se volvió para no quedar convertido en una estatua de sal.
Y de pronto tuvo la sensación de que la otra le estorbaba. Deseaba quedarse sola, estirar el cuerpo sobre las sábanas limpias, borrar el dolor que se extendía por el interior de su cabeza como una salsa oscura, pensar en tres o cuatro cosas de lo que había ocurrido aquella noche, olvidar otras tantas que sin duda ocurrirían mañana. Tal vez si callo cuando ella termine de hablar. Tal vez interprete mi silencio como una invitación a que me deje sola, a que se vaya. Pero para crear esa sensación era paso previo conseguir que la otra le quitara el brazo de los hombros, que se retirara aquella mano reptil colgante que de vez en cuando le acariciaba el cuello o se dejaba caer sobre el abismo rozando, apenas, la punta del seno. El discurso continuaba. Ya no versaba sobre problemas ajenos, de otros protagonistas de la fiesta acabada, sino sobre problemas propios.
—Problemas de mujeres. Que sólo podemos entender las mujeres.
Dijo ella, ¿cómo se llama? Un lapsus estúpido, ¿cómo se llama? Y no podía interrumpirla para preguntarle: ¿cómo te llamas?, porque momentos antes le había rogado que se quedara, ella misma había provocado la situación sosteniéndole la mirada y musitando un: ¿quieres quedarte? que los otros habían escuchado, que había pronunciado para los otros, para que salieran de su casa cuchicheando, para que murmuraran a pleno pulmón en la calle, Celia ha pasado el Rubicón, tan mona y tan bollera, diría el frustrado Dalmases, o yo pensaba que su historia con la Donato había sido un juego, y la propia Rosa Donato, airada o desairada, mirando una y otra vez hacia las luces iluminadas del sobreático, imaginando lo que podía ocurrir entre Celia y… ¿cómo se llama? Aprovechó una pausa en el discurso de la otra para levantarse de un impulso, llevarse la mano a la boca y contener un grito.
—¡Me he dejado una botella de champán en el congelador!
El correr de su cuerpo largo dejó un tintineo de senos sueltos bajo el jersey y la estela dorada de una cabellera estrella fugaz. La mujer despegó un tanto el culo del sofá, pero se quedó en un cuatro indeciso ante la rapidez de la huida. Dudó entre seguir a la fugitiva o dejarse caer en el sofá e hizo lo segundo, al tiempo que suspiraba y el contento por la noche propicia esperada le hacía remirar pared por pared, objeto por objeto, como reconociéndoles un lugar en el paraíso de satisfacción presentido. En cuanto entre he de impresionarla, he de acabar de desarmarla. Miró el reloj, la hora adecuada, las dos y media, un poco más y la fatiga, un poco antes y la ansiedad, la hora justa para el amor, por fin, con el cuerpo tanto tiempo deseado a distancia. Ya tenía la frase. Ya tenía la pregunta para cuando el cuerpo dorado saliera de la cocina y se acercara con aquella languidez gimnástica de cuerpo en flor, a pesar de que, sí, sin duda poca diferencia de edad hay entre ella y yo, pero hay cuerpos elegidos por la juventud y cuerpos que la tierra se queda, como se quedan las piedras o los matorrales. Le diré. ¿Por qué me has elegido a mí esta noche? Le diré. Desde hace meses he esperado este momento, desde que te vi en el Palau de la Música, cuando nos presentaron los Socías. Aunque de hecho te recordaba desde hace años. Muchos. No te lo creerías. Desde la Universidad. Sí, desde la Universidad. Tú eras de un curso inferior, aún estaban juntos Derecho y Letras, creo que fue el último año que estuvimos todos juntos en la vieja universidad. Yo te veía desde el claustro de abajo y casi te olía. No te rías. Tienes uno de esos cuerpos que se huelen. Pero el diálogo era imposible porque Celia no volvía.
—¿Celia? ¿Estás ahí? ¿Ha pasado algo?
Levanta el culo del asiento y avanza con las piernas abiertas, mientras con las manos trata de despegar los pantalones de sus ingles y sus glúteos, demasiada carne y poco pantalón, pensó, mientras buscaba una cierta soltura en el andar que la ayudara a entrar en la cocina con naturalidad. Se acodó en el dintel para contemplar el espectáculo. Celia permanecía sentada a una mesa del "office" y parecía contemplar admirada la botella de champán, nevada por el helor que se iba derritiendo bajo la luz de la lámpara. Parte de la melena de Celia se había convertido en flequillo sobre la frente y la nariz y su mirada fija igual podía dirigirse a la mutación de la botella como a sus cabellos, una sonrisa de ternura ablandó las facciones de la mujer acodada en el dintel.
—¿Te puedo ayudar en algo?
El sobresalto rompió la quietud de la figura dorada y los ojos de Celia se dirigieron críticos hacia la intrusa.
—Estoy cansada, eso es todo.
Había buscado el tono de voz más neutro posible para no ofenderla y al mismo tiempo dejar bien claro que la noche había terminado. Pero la otra siguió sonriendo, avanzó hacia ella, se situó a su espalda, le acarició los cabellos con unos dedos primero prudentes, después auténticos arados que abrían surcos en la espesura de los cabellos, hasta encontrar céreos caminos en el cuero cabelludo e insinuar en ellos la electricidad del deseo. Celia sacudió la cabeza para sacarse de encima la opresión de los dedos.
—Por favor.
—¿Te molesto?
—Me haces daño.
Y no volvía la cabeza. Vete, vete, imbécil, vete antes de que tenga que decírtelo yo.
—Me has hecho muy feliz al pedirme que me quedara.
—La verdad es que no sé por qué lo he hecho. Estoy cansada.
—Durante toda la noche nos hemos dicho muchas cosas con los ojos.
—Es posible. Has dicho cosas muy inteligentes y me gusta la gente inteligente.
—Desde hace muchos años he esperado este momento.
—¿Qué dices?
Es Celia la que vuelve la cabeza con el ceño fruncido, irritada por la situación, y al encuentro de su rostro molestado le salen unos labios duros que se apoderan de los suyos y tratan de abrírselos con el bisturí de una lengua que se le antoja helada.
—¿Quieres estarte quieta?
Ahora Celia se levanta, se adueña de la sorpresa de la otra, cambia la botella de sitio sobre la mesa, se inventa objetos que ordenar, la necesidad de poner orden a las resultantes de una fiesta no demasiado afortunada.
—¡Será mejor que te vayas!
Traga saliva la otra. Las palabras de Celia le han devuelto la pesadez del cuerpo, la tirantez de los pantalones estrechos, la inquietud por la imagen que compone, por la imagen que Celia al parecer rechaza.
—No te entiendo.
—¿No eres tan inteligente? ¿Tan difícil de entender es?
Y Celia estalla en una huida hacia adelante que quiere superar su mala conciencia y la molestia real por la situación.
—Que te vayas. Así. Clarito. Qui-e-ro-que-dar-me-so-la. ¿Entendido?
—Pero tú dijiste.
—No sé por qué lo dije.
—Si quieres te ayudo.
—¡No necesito que me ayudes a nada! ¡Necesito que te vayas!
Toda la atracción de la ley de la gravedad que un cuerpo humano pueda sentir, lo siente la otra, con las piernas abiertas, los pies insuficientes para soportar el peso del desprecio.
—No me hables así. Has dicho que me quedara para dar celos a los demás. Al imbécil de Dalmases o al putón de Rosa.
—No insultes a mis amigos.
—¿Quién te has creído que eres? ¿Crees que puedes jugar conmigo?
La mano de la mujer ha salido lanzada y se ha apoderado de un puñado de jersey de lanilla, y esa mano es un elemento extraño que Celia contempla asustada y la otra asombrada. Y tras esa mano llega un impulso ciego que tira de la lanilla y la arranca, dejando al descubierto piel de mujer rosada y tibia, un pezón que aparece y desaparece al vaivén de la respiración del animal asustado.
—No te pongas así. Mañana lo aclararemos todo.
—¿Que no me ponga así? ¿Pero tú sabes lo que has hecho, desgraciada?
Dos bofetadas aciertan en los hermosos pómulos y los tiñen de vergüenza, y las bofetadas incitan a Celia a un ataque ciego contra la mujer, un ataque a manotazos que apenas si la hacen retroceder y en cambio le permiten acertar con dos nuevas bofetadas en el rostro de Celia.
—¡Me das asco! ¡Eres una tía repugnante! ¡Un macho, una marimacho repugnante!
Los golpes caen sobre Celia con la voluntad de aniquilarla, y la barrera de los brazos cruzados nada puede contra los molinetes cargados de odio. Y en el aire, apenas un volumen o el vacío que abre y ocupa, una botella muere matando contra la pequeña cabeza. Sellada por la sangre, una melena repentinamente lacia, descolorida, de muñeca rota.
Nada más aparecer en la cumbre de la escalera, Carvalho cabeceó negativamente y abrió los brazos abarcando toda la impotencia que cabía entre ellos. Charoen asintió como diciéndole: ¿lo ve usted? Carvalho recuperó sus zapatos. Charoen escupió al canal un hilo de saliva prodigiosamente largo, como una meada lánguida y viscosa.
—Ya he llegado a creer que no saben nada. Está dejando morir a su marido antes que delatar a su hijo. La última vez casi la ahogué ahí mismo, en este mismo canal, para que dijera lo que sabe. Y nada. No debe saber nada. Es imposible.
Carvalho era la estampa misma de la desolación.
—No sé por dónde empezar.
Charoen se rió.
—Ya se lo dije. Ha hecho un viaje inútil. Se lo dije al embajador en persona. Lo que no consigamos nosotros no lo consigue nadie.
La canoa los devolvió al embarcadero y Charoen ofreció comer en un merendero de la carretera: "Estamos cerca del mar y podremos comer bien". El arroz blanco sirvió de paisaje a platillos de calamares, gambas, verduras al dente con el aderezo posible de una vinagreta picante hasta la hinchazón de los labios, una salsa de tomate que recordaba el catsup y la salsa de pescado, la sal de Thailandia. Charoen y su acompañante comían con mayor lentitud para dejar que Carvalho se beneficiara de las mejores partes. Seguía citando obsesivamente la torpe resistencia de la madre de Archit y contó a Carvalho la historia del matrimonio. Habían sido campesinos en la zona del noreste, la zona más pobre de Thailandia, y cuando Archit era pequeño se habían trasladado a Bangkok, donde el padre ejerció como amaestrador de gallos de pelea y la madre había sido empleada de la limpieza en distintos establecimientos públicos. De pronto el padre empezó a aficionarse a la heroína y toda la familia se vino abajo.
—Cuando Archit empezó a trabajar…
Charoen se interrumpió para reírse de buena gana.
—En fin. Archit conoció a gente influyente y trató de ayudar a su padre, pero el viejo iba de mal en peor y ha llegado a donde ha llegado. Le quedan días de vida.
Se encogió de hombros.
—La basura cuanto antes se queme mejor.
—Ayer estuve con Thida, la ex novia de Archit.
Charoen puso cara de póquer y Carvalho dedujo que ya lo sabía.
—¿Sacó algo en claro?
—No. Y estoy obligado a hacer balance. Si "Jungle Kid" y la china no saben nada y esperan a que yo sepa algo, quiere decir que están como usted y como yo. Si ni los allegados de Archit ni sus padres saben nada o no quieren decir nada, ¿qué puedo hacer? Por otra parte no puedo darme por vencido a los pocos días de haber empezado. No se recorren miles de kilómetros y se recoge la esperanza de tanta gente para volver días después con las manos vacías. Amigo Charoen, aconséjeme.
Carvalho no sólo había puesto una cierta ternura al decir amigo Charoen, sino que además dejó caer una mano sobre el brazo del policía. Temió haberse pasado, porque Charoen miró el brazo invasor de Carvalho con perplejidad y luego alzó la vista para encontrar los ojos del detective, en los que su propietario había procurado reunir toda la ingenuidad que sin duda le quedaba en el alma.