Los pájaros de Bangkok (33 page)

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Authors: Manuel Vázquez Montalbán

Tags: #Novela negra

BOOK: Los pájaros de Bangkok
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—Lo han hecho todo de la nada. Sólo disponían de un terreno que les cedió un general.

—¿Otro general?

—Sí, un general de aviación. Son dos santos. Primero eran policías y luego se hicieron monjes. Yo también fui monje unos meses, pero no tenía vocación y lo dejé.

El tema provocó que Carvalho a partir de entonces detectase azafranados monjes entre la multitud, con su escudilla para recoger limosnas que no solicitaban.

—Y a veces, según quién se las dé, no las aceptan.

Carvalho empezaba a estar harto del paisaje de los alrededores de Bangkok y el viaje hasta Saraburi se le hizo larguísimo. No llevaba nada en el cuerpo desde el día anterior y ordenó al taxista que se detuviera en un restaurante de carretera para comer algo, un curry de pollo con arroz blanco y plátanos envueltos en sus propias hojas y asados. Llegaron al monasterio a las tres de la tarde, cruzándose el coche con asilados vestidos con blusa y pantalón rosa que llevaban cubos vacíos.

—Ésos están a punto de salir.

—¿Cómo lo sabe usted?

—Por el color. Cuando entran van de blanco. Luego de blanco y rosa y cuando están casi curados, de rosa.

Nada que pudiera parecerse a un monasterio ni a un hospital. Un amontonamiento de construcciones funcionales, de la madera al ladrillo, pasando por el cemento y la lata, integradas en el esplendor vegetal del trópico, sin que a simple vista pudiera distinguirse lo que era zona sanitaria de lo que era lugar de rezo o de servicios. También había una cierta sensación de mezcla entre los azafranados monjes y el personal subalterno de ambos sexos entregado a una tarea lenta, tozuda, que unas veces se concretaba en las obras de construcción de un nuevo pabellón frente al que se apilaba una montaña de piedras y en la cima un monje joven con un martillo con el que iba troceando pacientemente las piedras que conformaban la montaña que le sostenía, otras en la recogida de aguas de silos cisterna, o en el trajín de la cocina al aire libre, sin otra cobertura que un techado de paja. Monjes de edad imprecisable, ancianos con cestos en la cabeza descendiendo con artrítica parsimonia por el camino fangoso, niños correteando detrás de perros famélicos, una joven madre con una mano en el puchero, la otra meciendo al bebé en la cuna y alejándole las moscas azules, pobreza limpia de misión social, un Pozo del Tío Raimundo de Asia. El monje que salió al encuentro de Carvalho era el secretario del prior, llevaba un tatuaje barroco en el brazo y lanzó un salivazo largo, lánguido, rojo por el betel sobre una plantación de orquídeas alimentadas con el abono de las cortezas de coco. Era un hombre de edad tan indefinida como apacible en sus gestos ayunados. Estaba orgulloso de poder explicar a Carvalho lo que allí se hacía y empezó desde el principio, desde el momento en que llegan al monasterio seres prisioneros de la droga con deseos de curarse. Se desnudan, entregan cuanto llevan y reciben a cambio una tarjeta verde o rosa, según hayan llegado con o sin dinero. Es su carta de identidad. A partir de ese momento entran en un mundo donde no existe el dinero y donde rezarán, beberán infusiones de hierbas, vomitarán y lo que no pueda el asco lo podrá el consuelo de la oración. Hasta disponen de estadísticas: el año con menos ingresados, 1970, y el de más, 1ifc. De doscientos noventa a siete mil, no hay ninguna razón que lo explique, porque en 1982 ya llevamos casi mil doscientos ingresos. Allí están los ingresados. En una gran nave común dividida en dos zonas, la que ocupan los de la primera fase de la curación y la de los de la segunda. Sobre unas tablas cabalgantes sobre una trama de listones, cuarenta o cincuenta cadáveres amarillentos se sientan en cuclillas o se convulsionan o se rebozan en mantas de borra para alejarse de un feroz frío interior y contemplan al extranjero mirón de su ruina a través de unos ojos de cristal opaco. Al frente de aquel pabellón hay un monje veterano, fuerte, malencarado, que contrasta con la dulzura del monje tatuado.

—Luego le presentaré al prior.

Le dice en voz baja a Carvalho.

—Por favor, me han hablado de un monje que está aquí y le traigo un saludo de sus familiares. Se llama Chin Ramsun.

El brazo tatuado se alza y señala hacia el monje que sigue achicando piedras desde lo alto de una montaña que él mismo ha elaborado.

—¿Puedo saludarle?

Se inclina el monje tatuado y se retira. Carvalho va hacia el pertinaz picapedrero dotado de un instinto de piedra que le permite acertar cada vez que el martillo desciende como un rayo lento. desde la base de la montaña, Carvalho grita su nombre. El martilleo se detiene y sobre Carvalho cae la mirada penetrante y recelosa de Asia.

—Quisiera hablar con usted.

El monje se alza en su estatura de álamo y desciende con un cuidado que evita el desmoronamiento de las piedras. Carvalho teme por la suerte de las plantas de sus pies descalzos, pero el descenso se realiza con precisión de experto. Es un monje alto, de cabeza ovoide, de músculos largos y ojos amarillentos por el ayuno el que se inclina ante Carvalho y asume el tono de confidencia de sus palabras y el inicio de un paseo que los aleje de donde aguarda el monje tatuado.

—Me ha dado su nombre la madre de Archit.

Carvalho le cuenta su viaje, los pasos que ha dado, el encuentro con los padres de Archit, la estratagema del viaje a Chiang Mai, la seguridad de que Charoen no le ha detectado y la necesidad que tiene de encontrar a Archit y la mujer, ahora que con toda seguridad no le sigue nadie. El monje escucha con atención y luego comenta con aparente desintencionalidad en la voz y los gestos.

—Me doy por saludado y le rogaría que continuara su visita. Sería sospechoso que ahora sostuviéramos una larga conversación usted y yo. Cuando termine la visita pediré permiso a mis superiores para ir a Saraburi a comprar algo que necesito y a usted para que me permita ser un pasajero más en su taxi.

Pero Carvalho necesita un anticipo de expectativa y antes de fingir la despedida y volver con el monje tatuado, le solicita:

—Dígame, al menos, si sabe dónde están.

—Creo saberlo.

51

El secretario tatuado retoma a Carvalho y le conduce hacia el pabellón más grande construido en obra, ante el que charla un monje con tres o cuatro operarios. El introductor pone las dos rodillas en el suelo, se inclina sobre sus manos unidas, se levanta y dialoga con el otro. Luego invita a Carvalho a que se acerque y el detective se limita a saludar al prior con una inclinación de cabeza. Es un hombre fuerte que también lleva el amarillo del ayuno en sus ojos y el vigor en las púas de sus cabellos negros y blancos cortados al raso. Fuma con soltura un cigarrillo rubio americano que ha sacado de un paquete oculto entre los pliegues de su túnica, e invita a Carvalho a que visite el lugar donde está recopilando el cancionero tradicional de Thailandia y de otras partes del mundo. Penetran en el gran pabellón, se descalzan y suben por unas escaleras de granito y pasamanos de plástico para llegar a una nave compartimentada por falsos muros de contraplacado pintados de marrón. Predominan los aparatos de acústica y los ficheros de viejas oficinas desguazadas de los que el prior empieza a sacar partituras que él mismo ha escrito en caracteres de música occidental, que compara ante Carvalho con transcripciones de las bandas sonoras en cintas abobinadas colgantes de barras de hierro.

—Aquí hay más de cien mil canciones de todo el mundo.

Dice el prior con un orgullo refrenado por la humildad búdica, humildad que no comparten los otros monjes, que ensalzan ante Carvalho la hazaña cultural de un hombre que hace tres años no sabía música y que no tiene otra ayuda que un viejo pianoforte. En estos momentos las canciones del prior de Tam Krabok son famosas en toda Thailandia, informa el monje tatuado y, a continuación, ruega a su jefe que le enseñe a Carvalho alguna canción italiana que haya recopilado. Con la seguridad del que domina el asunto, el prior tira de un cajón y casi a primera vista escoge una ficha que entrega a Carvalho. "Una picolíssima serenata". Mientras tanto, dos monjes jóvenes han puesto en marcha una reproductora de casetes y empiezan a sonar las canciones autóctonas del prior. Carvalho cree haberlas oído en todas partes, pero tal vez sea un contagio del efecto óptico sobre el auditivo, tal vez la misma sensación de vivir entre gentes iguales se prolonga en la de creer oír siempre lo mismo. Alaba Carvalho el trabajo, la paciencia y los medios rudimentarios de los empeñados en hacer posible la obra del prior y su comentario merece una mirada de agradecimiento del hombre santo. ha desaparecido el envaramiento de sus gestos e incluso coge a Carvalho por el brazo mientras avanzan hacia la salida y le comenta que él conoce Italia de sus tiempos de marino. Primero fui marino y luego policía, dice el prior. Luego fui simplemente un hombre entre los hombres que descubrió lo que Buda llamó "el sentido analítico de la producción condicionada". La existencia condiciona el nacimiento y el nacimiento condiciona el dolor, la vejez y la muerte. Contra la vejez y la muerte no se puede luchar, pero contra el dolor sí, sobre todo cuando el dolor depende de la voluntad. Aquí luchamos para que, en unos seres destruidos, desaparezca la voluntad del dolor confundido con la voluntad del placer.

Era el mensaje final y, tras la recomendación de que publicase lo que publicase le enviara un ejemplar del periódico, el prior se marchó hacia otra de las dependencias del monasterio y el monje tatuado acompañó a Carvalho hasta el camino de salida. Allí les esperaba Chin Ramsun, quien humildemente se dirigió al monje secretario y entabló con él un diálogo que provocó un cierto embarazo en el tatuado.

—El hermano Ramsun tiene necesidad de ir hasta Saraburi para adquirir algunas mercancías. ¿Tendría usted algún inconveniente en llevarle en su taxi?

Carvalho aceptó procurando poner más generosidad que entusiasmo en sus gestos y en sus palabras.

—Por cierto. ¿El reportaje que usted va a escribir va a salir sin fotos?

Carvalho asumió lo irregular del comportamiento de un enviado especial que realiza un reportaje sin el acompañamiento del fotógrafo.

—Lo había olvidado. Mi fotógrafo es un profesional alemán que reside en Bangkok y hoy no ha podido desplazarse conmigo. Vendrá por aquí en el plazo de cinco o seis días y le ruego que sean tan amables con él como lo han sido conmigo.

—Será bien recibido.

Dijo el tatuado con una rotunda inclinación del cuerpo que Carvalho trató de imitar al tiempo que retrocedía hacia el taxi. Tuvo tiempo de advertir a Ramsun que no hablase en presencia del taxista, quien se puso de rodillas y se inclinó sobre sus manos unidas cuando vio que el monje iba a subir a su coche. Salieron a la carretera general y Carvalho pidió al conductor que se detuviera en el primer bar que encontrase porque estaba sediento. Así hizo, y Carvalho y el monje se instalaron ante una mesa desvencijada sobre la que un niño descalzo puso una cerveza para Carvalho y un vaso de agua para Ramsun.

—Hace una semana, Archit me hizo llegar un recado. Necesitaba verme. Nos citamos en el campo, a medio kilómetro del monasterio y acudió a la cita con esa mujer a la que usted llama Teresa. archit y yo somos hermanos de leche. Mis padres eran campesinos del nordeste, como los de Archit, mi madre murió al nacer yo y me crió la madre de Archit. Antes de ser monje yo llevé muy mala vida, fui uno de los que ingresaron en el monasterio hospital para desintoxicarme y luego me quedé para hacerme monje. Quiero decirle que conozco el mundo en el que se mueve Archit porque de alguna manera sigue siendo mi mundo y que conservo sobre él el ascendiente de haber sido uno de sus protagonistas y el de ser ahora un hombre santo. Archit y la mujer estaban desesperados. Se sentían solos frente a la policía, a la persecución de los del "Mañ pen rañ" y, sobre todo, a la persecución de "Jungle Kid". No podían escapar a través de Bangkok, ni por las fronteras de Laos o Camboya, que están cerradas desde hace cuatro o cinco años. Tampoco podían intentar cruzar la frontera clandestinamente y luego quedarse en países como Laos o Camboya, donde su caso no habría sido comprendido y habrían ido a la cárcel o habrían sido repatriados. Tampoco es segura la frontera de Birmania. En fin, les aconsejé que se fueran a un lugar un poco insólito durante unos días y que luego trataran de cruzar la frontera hacia Malasya, llegar a Penang y desde allí a Singapur y Europa. Había que solucionar dos problemas: el de su identidad y el del lugar donde esperar. Para lo primero, les remití a un amigo mío en Bangkok y, para lo segundo, les sugerí una isla del golfo de Siam, Koh Samui, que yo conocía porque hice el noviciado en el monasterio del Gran Buda del Mar, junto a la playa de Bo-Phut. Koh Samui está todavía fuera de las rutas turísticas, apenas si hay policía y la que hay es tolerante porque acostumbra a ir un turismo de gente joven, de lo que queda de eso que ustedes llaman "hippies". Les dije que esperaran allí unos días y que luego cruzaran la frontera malaya por Sadao.

—O sea que ahora están en Koh Samui.

—Lógicamente, estarán en Koh Samui todavía y dentro de unos días tratarán de llegar a Sadao.

—¿Hay avión hasta Koh Samui?

—No. Y es mejor que así sea. El pasaje de los aviones es fácilmente controlable. Hay que ir en tren hasta Suratani, allí coger un taxi hasta el puerto de Ba Don y luego unas tres horas de barco hasta llegar a Koh Samui.

—¿Y eso no es una ratonera?

—A veces para huir de una gran ratonera hay que meterse en una pequeña ratonera.

—¿Cómo puedo llegar a Koh Samui sin que Charoen y los del "Mañ pen rañ" se enteren?

—Le daré mi contacto en Bangkok para que le ayude en los problemas de identidad y en la reserva del tren.

El monje se levantó y fue hacia el excusado, para volver minutos después e invitar a Carvalho a que le siguiera hasta el taxi. Cuando estuvieron acomodados y de nuevo en marcha, le puso en la palma de la mano un pedazo de tela desgarrado de su túnica, dentro del cual Carvalho adivinó la presencia de un papel.

—La tela es para que se la entregue usted a mi amigo.

En Saraburi las despedidas fueron rápidas y los ojos de Chin Ramsun no expresaron ninguna conmoción especial cuando dijo:

—Nosotros creemos que el deseo, el odio y el terror encienden el mundo. Así ha sido siempre y así será siempre. Archit es una víctima del deseo, del odio y del terror y morirá como una víctima. Lo siento porque le amo, porque amo a su madre. Pero no olvide usted mis palabras.

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