Volvieron al Nara con el sol tartamudeando entre las nubes. Habían encendido las bombillitas de colores en el comedor ofrecido al único huésped. Carvalho bajó hasta el mar, anduvo sobre las arenas blancas hacia el poniente, procurando no pisar los pequeños cangrejos casi transparentes que saltaban ante sus pies para hacer un agujero en la arena y desaparecer. Por un sendero lejano, vio avanzar al muchacho del mediodía seguido por las tres mujeres en fila india. Él caminaba con el aplomo de un nativo que conduce a su familia por la jungla y ellas con la voluntad de no demostrar el recelo ante la selva, pero de los cuatro emanaba fragilidad de fugitivos perdidos en el bosque, en busca de su lugar bajo el sol. Volvió al Nara y le costó elegir entre tanta mesa vacía. Se sentó frente a la oferta del mar, las islas, el poniente, el Buda. Una presencia humana se convirtió en un muro ante sus ojos. Era el joven encargado, que le saludaba ceremonioso y le preguntaba si estaba satisfecho con su "bungalow", si la excursión había sido de su agrado y le informaba que todo el personal del vacío hotel estaba a su disposición. Le ofrecía una excursión de pesca para el día siguiente.
—No podemos movernos mucho, porque en la costa Este hay temporal. Pero podemos ir a la isla de enfrente, bañamos, pescar.
—Lo siento, pero no puedo quedarme. He venido porque creía encontrar aquí una amiga y veo que se ha marchado.
El encargado se entristeció ante la contrariedad sufrida por Carvalho.
—La mujer se marchó de pronto. Primero había dicho que se quedaría más días. Tal vez la asustó el pez verde.
—¿Un pez?
—Es un pez verde que salta sobre las aguas y te pica, pero sólo se mueve en una zona media entre la isla de enfrente y la playa. Yo le dije que no tenía nada que temer, pero ella se marchó muy asustada.
—¿Viajaba sola?
A la risa espontánea siguió una valorativa contemplación de Carvalho, como si sopesase la sinceridad de su respuesta.
—¿Esa mujer es muy amiga de usted?
—Sí.
De nuevo el lenguaje de los dedos copulando en el aire.
—No.
—Bueno. Entonces le diré que vino acompañada, pero su compañero no estaba en el hotel, sino en los "bungalows" de aquí al lado. O quizá se conocieron aquí. Lo cierto es que estaban siempre juntos e hicimos excursiones de pesca con los dos.
—¿Se marchó asustada por el pez?
—¿Por qué si no?
Carvalho se encogió de hombros. El encargado se había sentado ante él y se sacó un mapa de Koh Samui del bolsillo.
—Mañana no hay barco hasta las doce. Tiene tiempo de venir de pesca a la otra isla y luego le acompañaremos al puerto. Es una lástima que no pueda quedarse hasta que mejore el tiempo. Podría haber hecho una excursión en barco alrededor de la isla.
—¿En qué barco?
Le señaló una barcaza amarrada al final del muelle de madera. A su lado coexistía un shampán del que salía una columna de humo de la cocinilla.
—Son barcos para los clientes del hotel.
—¿Siempre hay tan poca gente?
—Estamos en la época de las lluvias.
—Lástima.
—¿Viaja solo? ¿Desde hace muchos días?
Carvalho dijo que sí con la cabeza.
—No es bueno viajar solo. Tampoco es bueno dormir solo. ¿Quiere una chica para esta noche?
No había malicia ni complicidad en su propuesta. Carvalho señaló hacia las afanadas camareras del hotel.
—¿Alguna de ellas?
—No. Se la traería del pueblo. Muy guapa. Muy limpia. Muy sana.
Carvalho estudió la oferta en el rostro inmutable de su interlocutor.
—Piénselo y mientras tanto le ofreceremos la cena con mucho gusto. Le invitamos a un pez que hemos pescado esta mañana.
El pez estaba demasiado frito, pero Carvalho lo alabó hasta merecer el agradecimiento de su anfitrión.
—Mañana podríamos pescar peces como éste. Muy temprano. Tendrá usted tiempo para todo.
Luego Carvalho se sentó frente al mar, con los pies sobre la miranda, mientras a sus espaldas el servicio jugaba a las cartas o contemplaba la televisión. Un rayo rompió el horizonte en dos porciones casi simétricas y las pesadas gotas de lluvia cálida volvieron a levantar los aromas del césped recién cortado y de las plataneras preñadas. Carvalho sintió a su espalda la presencia del encargado.
—¿Seguro que no quiere ninguna chica?
Carvalho no tuvo valor para decir que no con los labios. Lo dijo con la cabeza. Pero no la volvió.
La excursión de pesca también se convirtió en una expedición colectiva. El encargado en persona la encabezaba y junto a Carvalho viajaron el patrón y dos jóvenes ayudantes. Primero la barcaza se aproximó al islote frontal, echó el ancla y Carvalho fue acercado hasta la playa en una canoa movida a remo. Nadó en torno al islote, buceó para contemplar las formaciones coralinas, pero no pudo quitarse de encima la aprensión por la posible aparición del pez verde. Luego la barcaza volvió a la zona profunda y todos sus tripulantes se aplicaron a pescar, sin otro utensilio que un sedal con un anzuelo y el plomo en un extremo y el otro atado a un corcho que mantenían fijo bajo el pie desnudo. El sedal salía de sus dedos velozmente en busca de un lejano punto para el hundimiento y luego quedaba vivo entre los dedos que lo asían, lo tensaban, lo escuchaban tratando de captar el momento del bocado de los peces. En media hora el encargado consiguió hasta trece capturas de peces de truculenta agonía, entre el respeto de los otros expedicionarios. Carvalho sólo consiguió enganchar varias veces el anzuelo en las piedras y los fondos vegetales de aquel lago marino. Más allá de una barrera de arrecifes el mar se crecía, se amontañaba en las espaldas de la isla, como si quisiera ofrecer al Buda sentado el espectáculo de una doble conducta.
—Más allá del arrecife, el tiburón.
La parsimonia del encargado no equivalía a negligencia. En un momento determinado, miró hacia el sol y ordenó el final de la pesca para iniciar la operación de desanclar y regresar. Carvalho se agarró al mástil delantero para sentir más cerca la emoción del rompimiento de las aguas. Fue entonces cuando vio al pez verde fosforescente salir de las aguas, brincar por el aire y caer, para volver a saltar, caer y finalmente desaparecer antes de llegar a las bajuras de la costa. Al grito de Carvalho, el encargado corrió hacia la proa a tiempo de ver el último salto del pez.
—Fue ése. Fue ése el pez que tanto asustó a su amiga.
Ya en el Nara, Carvalho recuperó su equipaje y se fue hacia la recepción donde le esperaba el encargado y más allá la furgoneta que le devolvería hacia el puerto.
—¿Regresa a Bangkok?
—Es posible.
—Puede tener dificultades en Suratani para conseguir billete de tren. Busque una agencia en el mismo Ba Don y resérvelo nada más llegar.
Había una cierta reserva en la actitud del hombre. Por fin, cuando Carvalho ya tenía un pie dentro de la furgoneta, le tendió un papel.
—Su amiga se marchó asustada por el pez verde, pero también recibió esto.
Era el papel arrugado de un telegrama en el que se podía leer:
"Khao Chong enfermo. Ramsun".
Carvalho agradeció la entrega sin acabar de entender la totalidad del mensaje. Los ojos del encargado trataron de ser penetrantes, pero Carvalho buscó las profundidades de la furgoneta y releyó el mensaje. El vehículo se puso en marcha y Carvalho empezó a imaginar la escena del monje Ramsun enviando un telegrama o la del viejo Khao Chong detenido por Charoen o atrapado por los esbirros de "Jungle Kid" o madame La Fleur. Todo debía haber ocurrido muy poco después de que arrancara el tren que se llevaba a Carvalho de Bangkok o, tal vez, el viejo había resistido desde la mañana dando tiempo a que el extranjero partiera hacia su destino, dando tiempo a que encontrara a Teresa. De todos modos no tenía ninguna seguridad de que no estuvieran ya en su pista. Larga se le hizo la distancia de un viaje corto y larga la corta espera en el puerto hasta la llegada del "ferry" desde Suratani, bajo un cielo de nuevo panza de burro que de pronto dejó caer un torrente de agua, sólo ignorada por los descargadores de camiones llenos de cocos que iban a parar a las bodegas de los barcos. Y ya en el "ferry", entre una reproducción exacta de la tipología de los viajeros de ida, Carvalho escogió la contemplación de una muchacha morena que leía un libro en italiano sobre el kitsch y se dejaba querer por un joven atleta rubio, con aspecto de americano jugador de béisbol lesionado. Casi a punto de desembarcar, descubrió a dos holandesas rubias y anchas como colchones individuales, hermosas en su cúbica plenitud y en su piel rosada de animales cálidos. Una sorda irritación de urgencia inútil, de objetivo improbable se traducía en indignación contra la lentitud del barco, contra la sucesión de islas que mentían la ilusión del puerto de llegada. Para una vez en suratani descubrir que no tenía otra posibilidad de ponerse en la pista de los fugitivos que volver a tomar el expreso de madrugada, pero en el sentido en el que viajaba aquella mujer entrevista, a la que negó la posibilidad de ser Teresa Marsé, y ponerse al habla con el encargado del vagón, en el caso de que pudiera localizarlo en Songkhla, final de trayecto. Faltaban más de doce horas para que pudiera embarcarse en aquel tren y, de pronto, se le ocurrió que una mujer sola o acompañada por un thai, que coge un tren en una estación asiática, a las cuatro de la madrugada y no en dirección a Bangkok, forzosamente habría dejado una estela de curiosidad entre los empleados de la estación. Alquiló un taxi en Ba Don y media hora después estaba en la estación de Suratani, tratando de explicar al jefe que iba en seguimiento de compañeros de viaje adelantados y que era indispensable que les localizara. No sólo describió a Teresa, sino que enseñó una fotografía que se había traído y que mereció un cabeceo de negación por parte del jefe de estación. Pero la negación no estaba dirigida a la fotografía.
—Yo no estaba aquí la otra noche. Le dio la salida al tren mi ayudante de noche.
¿Dónde estaba su ayudante de noche? Estaba en un fonducho próximo, camarero de día; jefe de estación en funciones de noche, un frenesí laboral que sólo podía suponerse en un chino. Cien baths forzaron la memoria del pluriempleado.
—Mujer alta, de noche.
—Iba con un hombre, con un hombre de aquí, con un thailandés.
Se limitó a prolongar la oración inicial con las aportaciones de Carvalho.
—Mujer alta, de noche, iba con un hombre, con un thailandés.
—¿Adónde?
—No lo sé.
—¿Pero no le vendió usted el billete?
—Sí. Yo le vendí el billete hasta Songkhla, pero después no sé.
Y se reía porque su pensamiento iba más lejos que el del extranjero. Carvalho volvió al taxi y le propuso que le acompañara hasta Songkhla. La gesticulación del taxista subió y bajó según la negociación económica. Por fin mil baths consiguieron su acuerdo y en la máquina registradora que Carvalho llevaba en su cabeza, cinco mil quinientas pesetas se restaron a los beneficios que iba a obtener con aquel caso. Antes de ponerse en marcha, Carvalho compró una botella de Mekong y se la metió entre pecho y espalda en los primeros cincuenta kilómetros de recorrido. Estaba harto del viaje, de Teresa, de Archit, de sí mismo, y el alcohol le ayudó a cantar "Alma, corazón y vida" como hacía veinte años que no la había cantado y luego a dormirse entre ronquidos que provocaron las carcajadas del taxista. Le despertó el ruido de los frenos y de voces airadas, una patrulla de soldados rodearon el coche y bajaron al taxista a empujones. Abrieron la portezuela trasera y Carvalho salió con el pasaporte por delante. Unos metros más allá proseguía la bronca al taxista a cargo de un evidente oficial. De pronto los gritos se aplacaron, el taxista saludó ceremoniosamente al oficial y los soldados invitaron a Carvalho a que recuperara su asiento. Una vez en marcha el taxista reunió el poco inglés que tenía para explicarle a Carvalho que estaban en las cercanías de Phattalung y que era una zona llena de bandidos y de comunistas.
—¿Bandidos?
—Bandidos. Roban coches y autocares. Por eso haber soldados. Los bandidos estar siempre. Los comunistas de vez en cuando.
Según el mapa, estaban bordeando un mar interior situado más allá de la selva compacta como una noche, y Songkhla les esperaba mar abierto al terminar de orillar el mar interior. El taxista se volvía de vez en cuando para sonreírle y tratar de tararear la canción que Carvalho había cantado horas antes. Pero su viajero era otro hombre, con el estómago revuelto y un presentimiento de ataque de ácido úrico que trató de compensar rebuscando en los bolsillos de su cazadora unas tabletas de Ziloric, que llevaba como amuleto y como tardío auxilio para cuando sonaban los truenos.
No sólo era difícil llegar a Songkhla, sino también salir de aquella ciudad marinera, musulmana en sus minaretes blancos adornados por casquetes de azulejos. El sueño y la resaca daban a Carvalho un aspecto alucinado, con el que interrogaba a los taxistas de la estación de tren por si habían cogido como pasajeros a la extraña pareja. Todos le remitían a la calle Patalung donde podría hablar con la central del servicio de taxis. Sin duda era una compañía muy rica, a juzgar por la nobleza de la madera labrada de los portones y el empaque del evidente chino que estaba al frente del negocio. El hombre se llevó las manos gordezuelas a la cabeza como si Carvalho le estuviera pidiendo que recitara los nombres de todos los reyes de las dinastías chinas. Le mostraba el papeleo que tenía sobre la mesa, le abría cajones llenos de papeles, desataba carpetas llenas de papeles, invitando a Carvalho a que encontrara su aguja en aquel pajar.
—Pero no es tan difícil. Una pareja de extranjera y thailandés, que alquilan un taxi.
—¿Adónde querían ir?
—A Malasya. Quedamos en encontrarnos en Penang, para hacer luego excursiones hacia las Cameron Highlands.
—¡Las Cameron Highlands! Muy hermosas. Necesitan equipo de excursión y guías. Muy hermosas. Pero sus amigos no tenían por qué viajar en coche particular, podían ir en autobús. Hay autobuses hasta la frontera de Malasya y allí empalman con otros autobuses que llegan hasta Alor Star e incluso a Butterworth, el puerto desde el que se salta a Penang.
—¿No hay otra ruta?
—La otra ruta es muy insegura, a través del país Pattani, son malos tiempos. Está todo esto muy revuelto.
—¿Usted tiene aquí informes de todos los taxistas de Songkhla?