Read Los perros de Riga Online
Authors: Henning Mankell
—La mafia —propuso Wallander.
—Sí y no. La mafia de nuestros países también precisa de una protección invisible. Estoy convencido de que Leja y Kalns habían hecho muchos favores al KGB, y a la policía secreta nunca le ha gustado ver a su gente en la cárcel, a no ser que fuesen traidores o desertores. La sombra de Stalin se cierne siempre sobre las cabezas de esa gente.
«Lo mismo pasa en Suecia, aunque no podamos vanagloriarnos de que haya un fantasma detrás. Una intrincada red de relaciones y dependencias no es algo exclusivo de un sistema totalitario», se dijo para sus adentros Wallander.
—El KGB y la mafia están íntimamente relacionados —aseguró el mayor Liepa—. Todo es un entramado que solo resulta visible para el iniciado.
—La mafia —intervino Martinson, que hasta entonces había permanecido callado salvo para ayudar a Wallander con las palabras o aclaraciones en inglés—. Para nosotros los suecos, es algo nuevo que haya sindicatos del crimen bien organizados, ya sean rusos o de la Europa del Este. Desde hace unos años, la policía sueca tiene conocimiento de que han empezado a aparecer bandas de origen soviético, sobre todo en Estocolmo, pero sabemos muy poco sobre este asunto. Las principales evidencias de que algo está ocurriendo son los brutales ajustes de cuentas que vemos de vez en cuando; es un primer aviso de lo que podemos esperarnos los próximos años. Esta gente intentará abrirse paso en los bajos fondos de nuestra sociedad para apoderarse del mando desde distintas posiciones.
Wallander escuchó con cierta envidia las explicaciones en inglés de Martinson: la pronunciación era espantosa, pero el vocabulario resultaba bastante más rico que el suyo. «En lugar de los malditos cursos de mando de personal y democracia interna, la jefatura debería organizarnos cursos de inglés», pensó irritado.
—Creo que así es —comentó el mayor Liepa—. Cuando los Estados comunistas se ven abocados a su disolución, funcionan como barcos averiados. Y los delincuentes son como las ratas, los primeros que huyen. Tienen contactos y dinero, por lo que pueden costeárselo. La mayoría de las personas del Este que solicitan asilo a Occidente no son más que delincuentes, que no huyen de la opresión sino que buscan nuevos campos de acción; falsificar la identidad e historial de una persona resulta fácil.
—Mayor Liepa —le interrumpió Wallander—. Usted dice que cree que es así. ¿Lo cree, pero no lo sabe con certeza?
—Estoy seguro, pero todavía no puedo probarlo.
Wallander comprendió que tras las palabras del mayor Liepa se escondían más significados de los que él era capaz de abarcar o entender. En su país la delincuencia estaba estrechamente ligada a una elite política que ostentaba el poder y la autoridad de velar e influir en las distintas sentencias. Los dos cadáveres que habían arribado a la costa sueca traían consigo el inconfundible sello de un intrincado trasfondo político. ¿Qué manos sostuvieron las armas que apuntaron directamente a sus corazones?
Wallander vio claramente que para el mayor Liepa cada investigación policial significaba involucrarse en una oscura intriga política. «Aquí en Suecia deberíamos trabajar igual —pensó—. Tendríamos que asumir que no ahondamos lo suficiente en la delincuencia que hay a nuestro alrededor.»
—Los dos hombres, ¿quién los mató? —dijo Martinson—. ¿Y por qué?
—No lo sé —contestó el mayor—. De lo que no cabe duda es de que han sido ejecutados. Pero ¿por qué los torturaron? ¿Quién lo hizo? ¿Qué querían saber antes de acallarlos definitivamente? ¿Obtuvieron lo que buscaban? Tengo las mismas dudas al respecto.
—La solución creo que difícilmente se encuentre en Suecia —comentó Wallander.
—Lo sé; la solución quizá deba buscarse en Letonia —respondió el mayor.
Wallander se sobresaltó. ¿Por qué había dicho «quizá»?
—Si la solución no está en Letonia, ¿dónde está? —preguntó.
—Más lejos —contestó.
—¿Más al este? —sugirió Martinson.
—O más al sur —dijo el mayor Liepa vacilante.
Tanto Martinson como Wallander notaron que no quería revelar nada de momento.
Interrumpieron la reunión. Wallander sentía las molestias de un viejo lumbago por haber permanecido sentado tanto rato con los informes. Martinson se ofreció a ayudar al mayor Liepa a cambiar dinero letón en un banco. Wallander le pidió también que se pusiera en contacto con Lovén en Estocolmo para saber cómo iba la investigación balística, mientras él se ponía a redactar un informe sobre lo que habían sacado en claro de la reunión, ya que la fiscal Anette Brolin había notificado que quería un informe cuanto antes.
«Brolin —pensó Wallander en el pasillo tras abandonar la sala de reuniones repleta de humo—. No tendrás que llevar este caso ante el tribunal. Lo enviaremos a Riga cuanto antes, junto con los dos cadáveres y el bote salvavidas de color rojo. Cerraremos la investigación preliminar con la certeza de que hemos hecho todo lo que estaba en nuestras manos y con una nota que indique que nada induce a tomar medidas adicionales. »
Después de comer Wallander se puso a redactar el informe aprovechando que Martinson acompañaba al mayor Liepa a comprar ropa para su esposa. Acababa de llamar a la fiscalía, donde le comunicaron que Anette Brolin podía recibirle, cuando Martinson entró por la puerta.
—¿Dónde está el mayor? —preguntó Wallander.
—Está en su despacho fumando como un carretero —contestó—. Tiene la alfombra de Svedberg perdida de ceniza, con lo bonita que es.
—¿Ha comido?
—Sí; le he invitado al plato del día en el restaurante Lurblåsaren. Estofado, pero me parece que no ha sido de su agrado, porque solo ha fumado y tomado café.
—¿Has hablado con Lovén?
—Está con gripe.
—¿Y con alguien más?
—Imposible. No hay nadie. Están todos ilocalizables y no saben cuándo volverán, y aunque prometen llamar, luego no lo hacen.
—Quizá Rönnlund pueda ayudarte.
—He intentado ponerme en contacto con él; había salido a hacer una gestión, pero no han sabido decirme cuál, ni dónde estaba ni cuándo iba a volver.
—Tendrás que intentarlo de nuevo. Ahora voy a ver a la fiscal con este informe. Supongo que pronto podremos dejar el asunto en manos del mayor Liepa: los dos cadáveres, el bote salvavidas y el material de la investigación, se lo puede llevar todo a Riga.
—Precisamente de eso quería hablarte.
—¿De qué?
—Del bote salvavidas.
—¿Qué le pasa?
—El mayor Liepa quiere examinarlo.
—Pues bajad al sótano, ¿no?
—No es tan sencillo.
Wallander notó que empezaba a irritarse; a Martinson le costaba a menudo decir lo que realmente quería.
—¿Qué problema hay en bajar las escaleras hasta el sótano?
—Que el bote no está.
Wallander miró incrédulo a Martinson.
—¿Cómo que no está?
—Eso, que no está.
—¿Qué quieres decir? El bote está abajo, montado sobre dos caballetes, en el mismo lugar donde tú y el capitán Österdahl lo examinasteis. Por cierto, hay que escribirle dándole las gracias por su ayuda. Te agradezco que me lo hayas recordado.
—Los caballetes siguen ahí abajo, pero el bote ha desaparecido —dijo Martinson.
Wallander comprendió que hablaba en serio, y dejó los papeles sobre la mesa. Echó a correr hacia el sótano junto con Martinson. Este tenía razón: el bote había desaparecido y los dos caballetes aparecían tirados en el suelo.
—¿Qué coño ha pasado? —preguntó Wallander.
La respuesta de Martinson fue titubeante, como si dudara de sus propias palabras:
—Un robo —explicó—. Anoche, cuando Hanson bajó al sótano por no sé qué asunto, vio el bote, pero esta mañana un policía de tráfico descubrió que habían forzado una de las puertas, es decir, que han robado el bote esta misma noche.
—¿Cómo es posible? —gritó Wallander—. Es increíble que hayan robado en la comisaría; si está llena de gente a todas horas. ¿Falta algo más? ¿Por qué nadie me ha dicho nada?
—El policía de tráfico se lo dijo a Hanson, que se olvidó de informarte. Solo faltaba el bote; las puertas restantes estaban cerradas a cal y canto, sin que hubiera ninguna señal de que las hubieran forzado. Los que lo han hecho han ido a por el bote, nada más.
Wallander clavó la mirada en los caballetes. Sintió que le embargaba un creciente malestar.
—Martinson —continuó diciendo muy despacio—, ¿te acuerdas de si en algún periódico se ha mencionado que el bote estuviera guardado en el sótano de la comisaría?
—Sí —respondió después de pensarlo un poco—. Recuerdo haber leído algo al respecto. Creo que, además, bajó un fotógrafo aquí. Pero ¿quién se arriesga a cometer un robo en la misma comisaría por un bote?
—Precisamente se trata de eso —dijo Wallander—. ¿Quién puede estar dispuesto a correr ese riesgo?
—No entiendo nada —comentó Martinson.
—Tal vez el mayor Liepa lo entienda —replicó Wallander—. Ve a buscarlo. Hay que registrar exhaustivamente el sótano. Cuando vayas a buscar al mayor, manda llamar al policía de tráfico. ¿Quién era?
—Creo que Peters. Ahora debe de estar durmiendo en su casa. Si esta noche hay tormenta de nieve, va a tener muchísimo trabajo.
—Pues que lo despierten —insistió Wallander—. No hay otro remedio.
Martinson se fue y Wallander se quedó solo en el sótano. Se acercó para observar la puerta: a pesar de ser de acero y con doble cerradura, los ladrones la habían abierto sin causarle desperfectos; la habían forzado con una ganzúa.
«Gente que sabe lo que quiere, que sabe cómo abrir una cerradura. »
Contempló de nuevo los caballetes de madera volcados en el suelo. Él mismo había examinado el bote salvavidas, y no lo dejó hasta estar seguro de que no había nada.
También lo habían examinado Martinson y Österdahl, Rönnlund y Lovén.
«¿Qué será lo que no hemos visto? Tiene que haber algo que se nos escapa.»
Martinson volvió al sótano acompañado del mayor Liepa, que, como de costumbre, estaba fumando. Wallander encendió todos los fluorescentes del sótano y Martinson le explicó al mayor lo sucedido. Wallander le observó. Tal como esperaba, el mayor no parecía demasiado sorprendido, asentía solo con la cabeza en señal de estar comprendiendo, y luego se dirigió a Wallander:
—Habían examinado el bote, ¿no? —preguntó—. Un viejo capitán lo había identificado como fabricado en Yugoslavia, ¿verdad? Seguramente es cierto. Hay muchos botes salvavidas yugoslavos a bordo de los barcos letones, incluso en los de la misma policía. Dicen que habían examinado el bote, ¿no?
—Sí —contestó Wallander.
Y en el acto se dio cuenta de su grave error, pues nadie había desinflado el bote salvavidas, ni mirado en el interior. Ni siquiera a él se le había ocurrido esa posibilidad.
Wallander se sentía avergonzado, y el mayor Liepa parecía adivinar sus pensamientos. ¿Cómo no se le ocurrió examinar el interior del bote? Tarde o temprano lo habría hecho, aunque sabía que no tenía justificación.
Se dio cuenta de lo infructífero que era aclarar lo que el mayor Liepa ya se había figurado.
—¿Qué debía de haber ahí dentro? —preguntó.
El mayor Liepa se encogió de hombros.
—Probablemente droga —respondió. Wallander pensó por un instante.
—Pero carece de sentido tirar dos cadáveres en un bote cargado de droga para luego dejarlo a la deriva.
—Así es —replicó el mayor Liepa—. Puede que cometieran un error, y que los que vinieron a robar quisieran enmendarlo.
Durante la hora siguiente repasaron minuciosamente el sótano. Wallander corrió a la recepción para pedirle a Ebba que se inventara cualquier excusa para Anette Brolin, que un imprevisto urgente le impedía asistir a la cita. El rumor del atraco en la comisaría se propagó, y Björk vino lanzado por las escaleras.
—Si esto sale a la luz, seremos el hazmerreír de todo el país.
—No saldrá de aquí —replicó Wallander—. Es demasiado bochornoso.
Le explicó a Björk la situación, al tiempo que se daba cuenta de que este albergaría serias dudas sobre su capacidad de llevar a cabo investigaciones complicadas, puesto que el error era imperdonable.
Se preguntó si se estaba volviendo un vago. Tal vez no servía siquiera ni para desempeñar un trabajo de agente de seguridad en la fábrica de Trelleborg; tal vez debía regresar a sus tiempos de Malmö y volver a patrullar a pie.
No había pistas por ningún sitio, ni huellas dactilares, ni pisadas en el suelo polvoriento. El patio de grava que daba justo delante de la puerta forzada estaba lleno de roderas de coches de policía, pero no encontraron otras.
Cuando comprendieron que no se podía hacer nada más, volvieron a la sala de conferencias. Peters estaba alteradísimo porque le habían despertado, y de lo único que pudo informar fue de la hora aproximada en que se percató del robo. Wallander, a su vez, había preguntado al personal del turno de noche si habían visto u oído algo, pero solo obtuvo respuestas negativas. Nadie había visto ni oído nada. Nada de nada.
Wallander se sintió repentinamente cansado, y le dolía la cabeza del humo que se veía forzado a respirar continuamente.
«¿Qué hago ahora? —pensó—. ¿Qué habría hecho Rydberg?»
Dos días después, la desaparición del bote salvavidas seguía siendo un misterio.
El mayor Liepa aseguraba que intentar encontrarlo era inútil, y Kurt Wallander, reacio al principio, no pudo menos de admitir que tenía razón. Sin embargo, la sensación de haber cometido un error imperdonable no le dejaba tranquilo. Se sentía desalentado y todas las mañanas, al despertarse, le dolía la cabeza.
Una fuerte tormenta de nieve sacudió Escania. La policía advirtió por radio de que era preferible quedarse en casa y no salir a las carreteras si no era absolutamente imprescindible. El padre de Wallander se quedó aislado en su casa de las afueras de Löderup, pero cuando le llamó para saber si tenía todo lo que necesitaba, le contestó que ni siquiera había notado que su carretera estuviese bloqueada por la nieve. El caos generalizado dejó a un lado la investigación. El mayor Liepa se encerró en el despacho de Svedberg para estudiar el informe de balística que Lovén les había enviado. La reunión que mantuvo Wallander con Anette Brolin fue larga, y en ella le informó sobre la marcha del caso. Cuando se encontraba con Anette, se acordaba del año anterior, pues había estado perdidamente enamorado de aquella mujer. Ahora toda esa historia le parecía increíble, fruto de su imaginación. Anette Brolin se puso en contacto con el fiscal general del Estado y el departamento judicial del Ministerio de Asuntos Exteriores para sobreseer la causa en Suecia y transferirla a la policía de Riga. El mayor Liepa, a su vez, se había encargado de que la policía letona presentase una solicitud formal al Ministerio de Asuntos Exteriores.