Read Los perros de Riga Online
Authors: Henning Mankell
Martinson fue a su encuentro en el pasillo. Kurt Wallander enseguida se dio cuenta de que tenía algo importante que contarle. Cuando Martinson estaba demasiado nervioso como para quedarse en su despacho, todo el mundo sabía que algo había ocurrido.
—¡El capitán Österdahl ha resuelto la cuestión del bote salvavidas! —gritó—. ¿Tienes un momento?
—Yo siempre tengo un momento, ¿no? —contestó Wallander—. Vamos a mi despacho. Ve a ver si ha llegado Svedberg.
Al cabo de unos minutos estaban los tres reunidos.
—La verdad es que deberíamos confeccionar una lista con personas como el capitán Österdahl —empezó Martinson—. La policía tendría que crear un departamento nacional para cooperar con personas que poseen conocimientos peculiares.
Wallander asintió. Él también había pensado lo mismo muchas veces. Por todo el país había personas que tenían unos conocimientos impresionantes sobre los temas más extravagantes. Aún recordaba a un viejo leñador de la provincia de Härjedalen, que años atrás había podido identificar la chapa de una botella de cerveza asiática que ni la policía ni los expertos de la Central de Vinos y Licores supieron determinar. La aportación del leñador ayudó a condenar al asesino, que de otro modo probablemente se hubiese librado de la pena.
—Prefiero gente como el capitán Österdahl a todos los consultores que corren por ahí pronunciando obviedades por honorarios desorbitados —continuó Martinson—. El capitán Österdahl se ha mostrado encantado de ayudarnos.
—¿Y ha sido de ayuda?
Martinson sacó el bloc de notas del bolsillo y lo tiró encima de la mesa, igual que si hubiese sacado de una chistera un conejo invisible. Wallander notó que se irritaba, ya que a menudo los gestos dramáticos de Martinson le impacientaban. «Quizá sea esta la forma de actuar de un futuro político del Partido Liberal», pensó.
—Somos todo oídos —dijo Wallander tras un momento de silencio.
—Anoche, después de que os fueseis, el capitán Österdahl y yo pasamos varias horas revisando el bote salvavidas aquí en el sótano —explicó—. No pudo ser antes puesto que juega al bridge todas las tardes y se negó categóricamente a alterar esa costumbre. El capitán Österdahl es un hombre mayor muy decidido. Me gustaría ser como él cuando llegue a esa edad.
—Continúa —le exhortó Wallander, que tenía sobrados conocimientos sobre personas mayores decididas. Siempre tenía presente a su padre.
—Husmeó el bote como un perro —continuó Martinson—. Incluso lo olisqueó. Aseguró que tenía como mínimo veinte años y que estaba fabricado en Yugoslavia.
—¿Cómo podía saberlo?
—Por la fabricación y los materiales empleados. Una vez que se hubo decidido, no dudó en absoluto. Todos sus razonamientos están aquí anotados en este bloc. Me encantan las personas que saben de lo que hablan.
—¿Y por qué razón no hay ninguna marca en el barco que determine que es de Yugoslavia?
—Barco no —dijo Martinson—. Lo primero que me enseñó el capitán Österdahl es que se dice bote, nada más. Y hay una explicación excelente para que no lleve ninguna marca de fabricación. Los yugoslavos a menudo envían sus botes a Grecia y a Italia, donde hay empresas que se dedican a ponerles nombres de fabricantes falsos. No es más insólito que el hecho de que gran cantidad de relojes que se fabrican en Asia lleven nombres de marcas europeas.
—¿Y qué más dijo?
—Muchísimas cosas. Creo que me sé la historia de los botes salvavidas de cabo a rabo. Resulta que ya en la prehistoria existían diferentes tipos. Los primeros modelos parece ser que estaban hechos de caña. El bote de nuestra investigación es el más común en pequeñas embarcaciones de carga rusas o de Europa oriental. No los hay, en cambio, en los barcos escandinavos, porque no los aprueba la Inspección Naval.
—¿Por qué no?
Martinson se encogió de hombros.
—Son de mala calidad y pueden romperse. La mezcla de caucho a menudo es deficiente.
Wallander reflexionó.
—Si el análisis del capitán Österdahl es correcto, el bote salvavidas viene directamente de Yugoslavia, sin haber recibido su nombre de marca, pasando antes por Italia. En otras palabras, ¿se trata de un barco yugoslavo?
—No necesariamente —repuso Martinson—. Cierto número de botes van directos de Yugoslavia a Rusia. Es como un eslabón en el intercambio comercial involuntario de trueques que existe entre Moscú y los estados subordinados. Además, dijo haber visto una vez un bote idéntico en un pesquero ruso que fue apresado cerca del escollo de Häradskär.
—Pero ¿podemos asegurar que es un barco de Europa oriental?
—Eso es lo que opina el capitán Österdahl.
—Bien —dijo Wallander—. Al menos sabemos algo.
—Pero no mucho más —comentó Svedberg.
—Hasta que la persona que nos llamó no dé otra vez señales de vida, sabremos bien poco —siguió Wallander—. Aun así, la balanza se inclina a que el bote llegó arrastrado por la corriente desde el otro lado del mar Báltico, y que los hombres no eran suecos.
Fue interrumpido por alguien que llamaba a la puerta. Un oficinista le entregó un sobre que contenía los resultados complementarios de las autopsias. Wallander le pidió a Svedberg y a Martinson que se quedaran mientras ojeaba los papeles. Se sobresaltó casi en el acto.
—Aquí hay algo —dijo él—. Mörth ha encontrado algo en la sangre.
—¿Sida? —preguntó Svedberg.
—No, pero sí drogas: dosis claramente detectables de anfetaminas.
—Drogadictos rusos —dijo Martinson—. Drogadictos torturados y asesinados. Vestidos con traje y corbata y a la deriva en un bote salvavidas de fabricación yugoslava. Un caso interesante. Mejor que delincuentes que destilan alcohol ilegalmente en sus casas o que atacan a personas en lugares públicos.
—No sabemos si son rusos —objetó Wallander—. En realidad no sabemos nada de nada.
Marcó el número de Björk en el teléfono interno.
—Aquí Björk.
—Soy Wallander. Estoy con Svedberg y Martinson. Quisiéramos saber si el Ministerio de Asuntos Exteriores te ha dado alguna instrucción.
—Todavía no, pero llamarán pronto.
—Me voy para Malmö unas horas.
—Ve. Ya te avisaré cuando hayan llamado. A propósito, ¿te ha molestado algún periodista?
—No, ¿por qué?
—El
Expressen
me despertó a las cinco de la mañana, y desde entonces no han parado de llamar. Tengo que admitir que estoy un poco preocupado.
—Tú ahora no te obsesiones con ellos. De todos modos, escribirán lo que quieran.
—Precisamente eso es lo que me inquieta. La investigación se resentirá si empiezan a salir especulaciones en los periódicos.
—Quizá sirva para que alguien que sepa o que haya visto algo nos llame.
—Lo dudo. Y no me gusta que me despierten a las cinco de la mañana. Nadie sabe bien lo que dice cuando acaban de despertarle.
Wallander colgó.
—Habrá que esperar —anunció—. Tendréis que poner vuestras cabezas a trabajar. Tengo un viejo asunto que arreglar en Malmö. Quedamos aquí en mi despacho después de comer.
Svedberg y Martinson se marcharon. Wallander sintió un ligero malestar por fingir que iba a Malmö por razones profesionales. Sabía que todo policía, al igual que todo el que tenía la posibilidad, empleaba parte de su horario laboral para arreglar asuntos privados. Sin embargo le molestaba.
«Me estoy volviendo un carca —pensó—. Y eso que solo tengo cuarenta y pocos años.»
Avisó en recepción de que estaría localizable después de comer. Luego se dirigió hacia la autovía de Österleden, por Sandskogen y torció hacia Kåseberga. La fina lluvia había cesado, pero se había levantado viento.
Entró en Kåseberga y llenó el depósito de gasolina. Como le sobraba tiempo siguió hasta el puerto, donde aparcó y salió para notar el viento. No se veía ni un alma. El quiosco y los tenderetes de pescado ahumado estaban cerrados a cal y canto.
«Vivimos tiempos extraños —pensó—. Hay zonas de este país que solo abren los meses de verano. En municipios enteros cuelgan por doquier letreros de cerrado.»
Salió al espigón de piedra a pesar del frío. El mar estaba vacío, por ningún sitio se divisaba barco alguno. Pensó en los dos cadáveres del bote salvavidas de color rojo. ¿Quiénes serían? ¿Qué podía haber sucedido? ¿Por qué los torturaron y asesinaron? ¿Quién les puso las chaquetas?
Miró el reloj de pulsera, volvió al coche y se fue derecho a casa de su padre, que estaba en mitad de una llanura, al sur de Löderup.
Como de costumbre, estaba pintando en el viejo establo. Kurt Wallander entró y notó el fuerte olor a disolventes y pinturas. Era como regresar a su niñez. El olor que siempre envolvía a su padre ante el caballete era uno de sus recuerdos más tempranos. El motivo del lienzo tampoco había variado con los años. El padre siempre pintaba el mismo cuadro, un paisaje a la puesta del sol. De cuando en cuando, a petición del cliente, añadía un urogallo en la parte anterior izquierda.
El padre de Kurt Wallander repetía siempre el mismo paisaje. Lo había perfeccionado tanto que ni siquiera cambiaba de motivo. Hasta que no se hizo adulto, Wallander no entendió que no se trataba de pereza o falta de habilidad. Más bien, aquella insistencia le daba al padre la seguridad que al parecer necesitaba para manejar su vida.
El padre, vestido con un mono y botas de agua recortadas, dejó el pincel y se limpió las manos en un trapo sucio.
—Ya estoy listo para irnos —dijo.
—¿No vas a cambiarte? —propuso Wallander.
El padre le miró sin comprender.
—¿Para qué voy a cambiarme? ¿Acaso hay que llevar traje para ir a las droguerías hoy día?
Wallander comprendió lo infructuoso de argumentar contra sus deseos. Su padre poseía una tozudez sin límite. Por otra parte, corría el riesgo de que se enfadara, y entonces el viaje a Malmö resultaría insoportable.
—Haz lo que quieras.
—Sí. Haré lo que quiera.
Se dirigieron a Malmö. Su padre contemplaba el paisaje.
—Es fea —comentó de repente.
—¿Qué quieres decir?
—Quiero decir que Escania es fea en invierno. Lodo gris, árboles grises, cielo gris. Y lo más gris de todo son las personas.
—Tal vez tengas razón.
—Claro que la tengo. No hay nada que discutir. Escania es fea en invierno.
La droguería estaba en el centro de Malmö. Kurt Wallander tuvo la suerte de encontrar un aparcamiento justo delante de la tienda. El padre sabía exactamente lo que quería: lienzos, pinturas, pinceles y algunos raspadores. En el momento de pagar sacó un fajo de billetes arrugados de uno de los bolsillos. Kurt Wallander se mantuvo todo el rato apartado. Su padre ni siquiera le dejó ayudarle a llevar las cosas al coche.
—Yo ya estoy —dijo su padre—. Ya podemos ir a casa.
A Kurt Wallander se le ocurrió que podrían parar en algún sitio a comer, y para su sorpresa, su padre encontró que era buena idea. Se detuvieron en el motel de Svedala y entraron en el restaurante.
—Dile al
maître
que queremos una buena mesa —dijo su padre.
—Esto es un
self-service
—contestó Kurt Wallander—. No creo que haya aquí ningún
maître.
—Entonces iremos a otro sitio —replicó escuetamente—. Si vamos a comer fuera, quiero que me sirvan la comida.
Kurt Wallander contempló apesadumbrado el mono sucio de su padre. Luego recordó que había una pizzería sencilla en Skurup, donde nadie se preocuparía de la ropa que llevaba. Así que fueron a Skurup y aparcaron delante de la pizzería. Los dos eligieron el plato del día, bacalao fresco. Mientras comían, Kurt Wallander contempló a su padre y pensó que nunca llegaría a conocerle hasta que fuese demasiado tarde. Antes pensaba que no se le parecía en nada, pero últimamente tenía cada vez más dudas. Su mujer, Mona, que le había abandonado el año anterior, muchas veces le había reprochado la misma tozudez exigente y el mismo egocentrismo pedante. «Tal vez no quiera ver los parecidos —pensó—. Tal vez tema ser como él. Un testarudo que solo ve lo que quiere ver.»
También pensó que ser tozudo era una ventaja para su trabajo. Sin esa terquedad, que para un extraño podría parecer anormal, muchas de las investigaciones criminales de las que él era responsable fracasarían. Esa cualidad no era resultado de su profesión, sino un rasgo de su carácter.
—¿Por qué no dices nada? —preguntó malhumorado el padre interrumpiendo sus pensamientos.
—Perdón. Estaba pensando.
—No quiero salir a comer contigo si no me cuentas nada.
—¿Qué quieres que te diga?
—Podrías decirme cómo te encuentras. Cómo se encuentra tu hija. Podrías contarme si has encontrado a otra mujer.
—¿Otra mujer?
—¿Todavía lloras por Mona?
—No lloro. Pero eso no quiere decir que haya encontrado a nadie.
—¿Por qué no?
—No es tan fácil encontrar una mujer.
—Pues ¿qué haces?
—¿Qué quieres decir?
—¿Es tan difícil de comprender? ¡Solo pregunto qué haces para encontrar una mujer!
—No salgo a bailar, si te refieres a eso.
—Yo solo pregunto. Cada año que pasa estás más raro.
Kurt Wallander dejó el tenedor.
—¿Más raro?
—Tendrías que haber seguido mi consejo. Nunca debiste hacerte policía.
«Otra vez en el mismo punto donde empezamos. Nada ha cambiado...», pensó Kurt Wallander.
El olor a aguarrás. Un gélido día de primavera de 1967. Todavía viven en la vieja herrería reformada en las afueras de Limhamn, pero pronto se marchará de allí. Como lleva tiempo esperando la carta, se va corriendo al buzón cuando ve al cartero. La abre de un tirón y lee lo que esperaba: le han aceptado en la Academia de Policía; empezará en otoño. Vuelve corriendo, abre de un empujón la puerta que da a la estrecha habitación donde su padre está pintando un paisaje. «¡Me han aceptado en la Academia de Policía!», exclama, pero el padre no le felicita, ni siquiera deja el pincel, continúa pintando. Aún recuerda que el padre estaba pintando las nubes teñidas de rojo por el sol poniente, y comprendió que para su padre era un fracasado, él, que iba a ser policía.
El camarero se llevó los platos, y enseguida apareció con dos tazas de café.
—Hay algo que nunca he comprendido —dijo Kurt Wallander—. ¿Por qué no querías que fuese policía?
—Hiciste lo que querías.
—No has contestado a mi pregunta.