Read Los perros de Riga Online
Authors: Henning Mankell
—Tan solo escuchábamos música sentados con una copa en la mano. Conversamos y permanecimos callados. ¿Por qué no iba a recordarlo?
—¿Acaso hablaron de los dos hombres muertos que habían arribado a la costa?
—No, que yo recuerde. Más que nada, el mayor Liepa habló de Letonia, y esa misma noche, por cierto, me dijo que estaba casado.
Wallander advirtió que algo había cambiado en la habitación. Upitis le miraba con ojos inquisitivos, y el conductor había cambiado de postura imperceptiblemente en su silla. Su intuición le decía que habían llegado al punto de la conversación que Upitis pretendía. Pero ¿qué era? Para sus adentros, vio al mayor sentado en el sofá, con el sencillo vaso de duralex apoyado en la rodilla, con música de fondo.
Tenía que haber algo más, algo que justificase la creación del señor Eckers, bajo cuya identidad se escondía el inspector sueco.
—Cuando se despidió del mayor Liepa, usted le regaló un libro, ¿no?
—Le compré un libro de vistas sobre Escania. No era muy original, pero no se me ocurrió nada mejor.
—El mayor Liepa agradeció mucho el regalo.
—¿Cómo lo sabe?
—Su esposa me lo dijo.
«Estamos apartándonos —pensó Wallander—. Formula estas preguntas para alejarnos de lo que importa de verdad.»
—¿Había colaborado antes con policías de los Estados del Este?
—En una ocasión nos visitó un inspector polaco. Eso es todo.
Upitis apartó el bloc de notas en el que no había tomado ningún apunte, pero, aun así, Wallander estaba seguro de que Upitis había obtenido la respuesta que buscaba. «¿Qué es lo que debo de haber dicho?», pensó Wallander.
Wallander tomó un sorbo de té frío. «Ahora es mi turno —pensó—. Tengo que darle un giro a la conversación.»
—¿Por qué murió el mayor? —preguntó.
—El mayor Liepa estaba muy preocupado por la situación del país —dijo Upitis con tono vacilante—. Comentábamos a menudo qué podíamos hacer al respecto.
—¿Fue por eso por lo que murió?
—¿Por qué si no iban a asesinarle?
—No es ninguna respuesta, sino otra pregunta.
—Mucho nos tememos que sea eso.
—¿Quién podía tener motivos para matarle?
—Recuerde lo que le he dicho antes sobre los que temen la libertad.
—¿Los que afilan los cuchillos en la oscuridad?
Upitis asintió lentamente con la cabeza. Wallander intentó reflexionar acerca de todo lo que había escuchado.
—Si no lo he entendido mal, ustedes son una organización —dijo.
—Más bien un grupo fluctuante de personas. Una organización sería demasiado fácil de encontrar y aplastar.
—¿Qué es lo que quiere realmente?
Upitis parecía dudar, y Wallander esperaba una respuesta.
—Somos personas libres, señor Wallander, en medio de esta no libertad. Somos libres en el sentido de que tenemos la posibilidad de analizar lo que ocurre en Letonia. Tengo que añadir que la mayoría de nosotros somos intelectuales: periodistas, científicos, poetas. Tal vez seamos el núcleo de lo que podría ser el movimiento político que salve a este país de la destrucción, si estallase el caos, si la Unión Soviética interviniese con la fuerza militar, si no se pudiese evitar la guerra civil.
—¿El mayor Liepa era uno de los suyos?
—Sí.
—¿Un líder?
—No tenemos líderes, señor Wallander, pero sí era un miembro importante de nuestro círculo. Desde su posición tenía una gran visión de conjunto. Creemos que fue traicionado.
—¿Traicionado?
—La policía de este país está en manos de las fuerzas de ocupación. El mayor Liepa era una excepción. Mantenía un doble juego con sus colegas, corría grandes riesgos.
Wallander reflexionó, y recordó lo que uno de los coroneles le había dicho: «Somos hábiles en vigilarnos los unos a los otros».
—¿Quiere decir que alguien del cuerpo de la policía está detrás del asesinato?
—No lo sabemos con seguridad, pero tenemos nuestras sospechas. No hay otra posibilidad.
—¿Quién puede haber sido?
—Esperamos que nos ayude a averiguarlo.
Wallander comprendió que por fin rozaba alguna pista. Recordó la dudosa investigación del lugar donde habían encontrado el cuerpo del mayor y que desde su llegada a Riga le habían estado siguiendo. De repente se le presentaba con toda lucidez una serie de maniobras ficticias conectadas entre sí.
—¿Alguno de los coroneles? —preguntó—. ¿Putnis o Murniers?
Upitis contestó sin sopesar la respuesta. Más tarde Wallander pensaría que utilizó un tono de voz triunfante al decir:
—Sospechamos del coronel Murniers.
—¿Por qué?
—Tenemos nuestras razones.
—¿Cuáles?
—El coronel Murniers siempre ha destacado como el buen ciudadano soviético que es.
—¿Es ruso? —preguntó Wallander sorprendido.
—Murniers llegó aquí durante la guerra. Su padre pertenecía al Ejército Rojo. En 1957 ingresó en la policía. Por aquel entonces era muy joven, joven y prometedor.
—¿Insinúa que ha matado a uno de sus subordinados?
—No hay otra explicación. Lo que no sabemos es si fue él quien lo hizo, puede que lo hiciera otro.
—Pero ¿por qué asesinarlo la misma noche que regresó de Suecia?
—El mayor Liepa era un hombre muy reservado —sentenció Upitis—. Nunca decía nada innecesario, algo que desgraciadamente aprendes rápido en este país. A pesar de que era íntimo amigo suyo, nunca me contaba más de lo necesario. Aprendes a no cargar a los amigos con demasiadas confianzas. Con todo, de vez en cuando se le escapaba que estaba tras la pista de algo.
—¿Por ejemplo?
—No lo sabemos.
—Tiene que saber algo.
Upitis negó con la cabeza con el semblante muy cansado. El conductor permanecía inmóvil en su silla.
—¿Cómo saben que pueden fiarse de mí? —preguntó Wallander.
—No lo sabemos, pero tenemos que correr ese riesgo. Suponemos que a un policía sueco no le interesará para nada inmiscuirse en el caos que impera en nuestro país.
«En efecto —pensó Wallander—. No me gusta que me sigan, ni tampoco que me saquen por la noche y me lleven a una apartada cabaña de caza. En realidad, lo único que deseo es irme a casa.»
—Tengo que hablar con Baiba Liepa —dijo.
Upitis asintió con la cabeza.
—Quizá mañana le llamemos y preguntemos por el señor Eckers —contestó.
—Puedo solicitar que la llamen para un interrogatorio.
Upitis negó con la cabeza.
—Habrá demasiadas personas escuchando —dijo—. Nosotros nos encargaremos de arreglarles un encuentro.
La conversación se acabó. Upitis parecía ensimismado en sus pensamientos; Wallander aprovechó la ocasión para mirar de reojo hacia las sombras: el débil haz de luz había desaparecido.
—¿Ha logrado sonsacarme la información que deseaba?
Por respuesta, Upitis esbozó una sonrisa.
—La noche que el mayor estuvo en mi casa tomando whisky y escuchando
Turandot
no dijo nada que pueda arrojar luz sobre su asesinato. Habría podido preguntármelo sin tantos rodeos.
—En nuestro país no hay atajos —dijo Upitis—. La mayoría de las veces el único camino viable y seguro son los rodeos. Upitis apartó el bloc de notas y se levantó, y el conductor hizo lo mismo de un salto.
—Preferiría no llevar la capucha durante el camino de vuelta —dijo Wallander—. Me pica.
—Claro —contestó Upitis—. Tiene que comprender que las precauciones son por su bien.
Cuando regresaron a Riga la luna brillaba en lo alto y hacía frío. A través de la ventanilla, Wallander vio pasar las siluetas de los pueblos oscuros. Pasaron por los suburbios de Riga, por infinitas sombras de rascacielos y por calles con las farolas apagadas.
Wallander bajó del coche en el mismo lugar donde le habían recogido. Upitis le dijo que entrase por la puerta trasera del hotel. Cuando intentó abrir la puerta, vio que estaba cerrada con llave. No supo qué hacer cuando oyó que alguien la abría con cuidado desde dentro. Para su sorpresa, reconoció al hombre de la entrada del espectáculo de variedades del hotel. Le siguió por unas escaleras de incendios, y el hombre no se fue hasta que abrió la puerta de su habitación. Eran las dos y tres minutos de la noche.
La habitación estaba fría. Se sirvió un whisky en el vaso para el cepillo de dientes, se envolvió en una manta y se sentó ante el escritorio. A pesar de estar cansado, sabía que no podría irse a la cama sin antes escribir un resumen de lo que había ocurrido esa noche. El bolígrafo estaba helado. Se acercó los apuntes, bebió un sorbo de whisky y se puso a reflexionar.
«Vuelve al punto de partida —le habría aconsejado Rydberg—. Olvida las lagunas y las vaguedades. Empieza por lo que sabes seguro.»
Pero ¿qué era lo que sabía realmente? Que dos letones asesinados arriban a la costa de Ystad en un bote salvavidas yugoslavo, punto de partida sin contradicciones. Que un mayor de la policía de Riga pasa unos días en Ystad para ayudar en la investigación. Que él mismo comete el imperdonable error de no examinar minuciosamente el bote, y que más tarde lo roban.
¿Quién?
Que el mayor Liepa regresa a Riga y presenta un informe a los coroneles Putnis y Murniers. Que después se va a casa y enseña a su esposa el libro que él le ha regalado.
¿De qué habla con su esposa?
¿Por qué le presenta a Upitis después de hacerse pasar por la señora de la limpieza de un hotel?
¿Por qué inventa al señor Eckers?
Wallander apuró la copa y se sirvió más whisky. Tenía las puntas de los dedos blancas de frío y se las calentó debajo de la manta.
«Busca las conexiones incluso donde creas que no las hay», solía decir Rydberg. Pero ¿había tales conexiones? El único denominador común era el mayor Liepa. Este le había hablado de contrabando, de drogas, igual que el coronel Murniers, pero no había pruebas, solo conjeturas.
Wallander releyó lo que había anotado al tiempo que pensaba en lo que Upitis le había dicho. «El mayor Liepa estaba tras la pista de algo.» Pero ¿qué podía ser? ¿Uno de aquellos monstruos de los que hablaba Upitis?
Mientras reflexionaba vio mecerse la cortina por el aire que se colaba por la ventana.
«Alguien le traicionó. Sospechamos del coronel Murniers.» «¿Era posible?», se preguntó, y recordó que el año pasado un policía de Malmö mató de un disparo a sangre fría a un refugiado que solicitaba asilo político. ¿Había algo que no fuera posible?
Continuó escribiendo. «Cadáveres en un bote / drogas / mayor Liepa / coronel Murniers.» ¿Tenía algún significado esa concatenación de hechos? ¿Qué era lo que Upitis quería saber? ¿Acaso creía que el mayor Liepa descubrió algo sentado en mi sofá escuchando a María Callas? ¿Quería saber de qué habíamos hablado? ¿O solo quería saber si el mayor Liepa me había hecho alguna confidencia?
Eran cerca de las tres y cuarto de la noche. Wallander estaba tan cansado que no pudo continuar. Entró en el cuarto de baño y se cepilló los dientes. Cuando se miró en el espejo vio que aún tenía la cara irritada por la capucha de lana.
«¿Qué es lo que sabe Baiba Liepa? ¿Qué es lo que yo no sé ver?»
Se desnudó y se metió en la cama tras poner la alarma del despertador poco antes de las siete. No pudo conciliar el sueño. Miró su reloj de pulsera: las cuatro menos cuarto. Las manecillas del despertador relucían en la oscuridad: las tres y treinta y cinco. Arregló la almohada y cerró los ojos, pero se sobresaltó. Volvió a mirar el reloj de pulsera: las cuatro menos nueve minutos. Estiró la mano y encendió la lámpara de la mesilla de noche: el despertador señalaba las cuatro menos diecinueve minutos. Se enderezó en la cama. ¿Por qué iba mal el despertador? ¿O era el reloj de pulsera? ¿Por qué no marcaban la misma hora los dos relojes? No le había ocurrido nunca. Cogió el despertador en la mano y giró las manecillas para que los dos relojes señalasen la misma hora: las cuatro menos seis minutos. Después apagó la luz y cerró los ojos. Cuando estuvo a punto de dormirse, abrió los ojos de nuevo, y permaneció inmóvil en la oscuridad pensando que eran imaginaciones suyas. Sin embargo, volvió a encender la lámpara de la, mesilla de noche, se sentó en la cama y desenroscó la parte trasera del despertador.
El micrófono era del tamaño de una moneda de diez céntimos, de unos tres o cuatro milímetros de grosor. Estaba entre las dos pilas. Lo primero que pensó Wallander era que se trataba de una pelusa de polvo o de un trocito de cielo gris, pero al volver la pantalla de la lámpara y examinar el despertador, comprendió que lo que estaba encajado entre las pilas era un micrófono inalámbrico.
Permaneció un buen rato sentado con el despertador en las manos, y enroscó de nuevo la parte trasera.
Poco antes de las seis cayó en un perturbador sueño. Dejó encendida la lámpara de la mesilla de noche.
Kurt Wallander se despertó furioso. Se sentía humillado y nervioso porque le hubieran colocado un micrófono en el despertador. Mientras se daba una ducha para quitarse de encima el cansancio, decidió averiguar cuanto antes por qué le vigilaban. Daba por sentado que los responsables eran los dos coroneles. Pero ¿por qué habían pedido a la policía sueca ayuda si desconfiaban de él? Podía entender lo del hombre del traje gris que le vigilaba, primero en el comedor y luego en la recepción porque así era como imaginaba la existencia en un país que aún estaba tras el telón de acero. Pero ¿entrar en su habitación y ocultar un micrófono?
A las siete y media tomó un café en el comedor. Miró a su alrededor para descubrir alguna sombra al acecho, pero no había nadie, aparte de dos japoneses conversando en voz baja en la mesa de un rincón. Poco antes de las ocho salió a la calle. El aire volvía a ser templado, primer síntoma de que se acercaba la primavera. El sargento Zids estaba junto al coche haciéndole señas. Para demostrar su enfado, Wallander permaneció callado y reservado durante todo el trayecto hasta el fortificado cuartel general de la policía. Rechazó con la mano el ofrecimiento del sargento Zids para acompañarle hasta el despacho que le habían asignado, situado en el mismo pasillo que el de Murniers. Creía que conocía el camino, pero se equivocó, y muy irritado tuvo que preguntarle cómo se iba hacia allí. Se detuvo frente a la puerta del coronel Murniers y levantó la mano para llamar, pero en el último momento cambió de idea y se dirigió a su propio despacho. Se sentía cansado para enfrentarse con Murniers. Mientras se quitaba la chaqueta, sonó el teléfono.