Los perros de Riga (16 page)

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Authors: Henning Mankell

BOOK: Los perros de Riga
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Murniers había salido del despacho y el coronel Putnis seguía con el interrogatorio. El sargento fue a buscar a Baiba Liepa y Wallander se quedó solo en el despacho que le habían asignado; se preguntó si habría micrófonos allí, o si estarían observándole tras el falso espejo. Inocentemente, abrió el paquete, se quitó los pantalones y se puso los calzoncillos largos, y rápidamente empezó a notar cómo le picaban las piernas. Llamaron a la puerta, dijo «Adelante», y el sargento hizo pasar a Baiba Liepa.
Ahora soy Wallander, no el señor Eckers. No existe ningún señor Eckers. Por eso quiero hablar con usted.

—¿Habla inglés la viuda del mayor Liepa? —le preguntó al sargento.

Zids asintió con la cabeza.

—Entonces puede dejarnos solos.

Había intentado prepararse: «Tengo que recordar que todo lo que digamos o hagamos lo verán unos vigilantes secretos. Ni siquiera podremos llevarnos el dedo a la boca, y menos aún escribir una nota. Y, sin embargo, Baiba Liepa tiene que saber que el señor Eckers existe todavía».

Llevaba puesto un abrigo oscuro y un gorro de piel. A diferencia de la mañana, llevaba gafas. Se quitó el gorro y sacudió su media melena oscura.

—Siéntese por favor, señora Liepa —empezó Wallander.

Le dedicó una fugaz sonrisa, como si le hubiera mandado una señal secreta con una linterna, que aceptó como si no hubiese esperado otra cosa. Sabía que tenía que hacerle una serie de preguntas cuyas respuestas ya sabía, pero que quizá le permitieran incluir un mensaje para «el señor Eckers».

Le dio un sincero pésame por la muerte de su marido. Luego pasó a hacerle las preguntas rutinarias, sin poder quitarse de la cabeza que les estaban escuchando y observando todo el tiempo.

—¿Cuántos años llevaba casada con el mayor Liepa?

—Ocho años.

—Tengo entendido que no tenían hijos.

—Queríamos esperar un tiempo. Tengo mi profesión.

—¿Cuál es su profesión, señora Liepa?

—Soy ingeniera, pero últimamente me dedico a traducir libros científicos para la escuela superior y otras instituciones.

«¿Cómo lo hiciste para servirme el desayuno? —pensó— ¿Quién es tu contacto en el hotel Latvia?»

Este pensamiento le hizo perder el hilo de la conversación. Formuló la siguiente pregunta:

—¿Y no podían combinárselo para tener hijos?

Tras pronunciar estas palabras, se arrepintió en el acto, ya que era una pregunta muy personal que estaba fuera de lugar. Se disculpó sin esperar la reacción de ella, y se apresuró a proseguir:

—Señora Liepa, estoy convencido de que usted tiene que haber pensado, reflexionado y preguntado qué fue lo que le ocurrió a su marido. En el informe de los interrogatorios que la policía le hizo, he leído que usted no sabe nada, que no entiende nada y que no sospecha nada. Y así es. Estoy seguro de que usted no desea otra cosa que se atrape al asesino de su marido y se le castigue. Por eso le pido que intente recordar todo lo que pueda hasta el día que su marido volvió de Suecia. Puede que se olvidara de contar algo debido al choque emocional que debió de sufrir cuando supo que le habían asesinado.

—No —respondió—. No he olvidado nada en absoluto.

«Señor Eckers, nosufrí ningún
shock. Sucedió lo que nos temíamos.»

—Quizá si retrocediera en el tiempo —insistió Wallander, y ahora procedía con sumo cuidado para no causarle problemas que no supiera manejar.

—Mi marido no me explicaba nada de su trabajo —contestó—. Jamás hubiese roto el deber del silencio que tenía como policía. Mi esposo era de una moral intachable.

«En efecto, fue esa moral intachable la que le mató», pensó Wallander para sus adentros.

—El mayor Liepa me causó esa misma impresión, a pesar de que en Suecia nos tratamos muy pocos días —dijo.

¿Entendería Baiba Liepa que él estaba de su lado? ¿Que le había pedido venir para correr una cortina de preguntas que no significaban nada?

Volvió a pedir que retrocediera en el tiempo, que hiciese un esfuerzo por recordar. Estuvo haciéndole preguntas y ella respondiendo hasta que Wallander consideró que era suficiente. Llamó a un timbre para avisar al sargento Zids, a continuación se levantó y estrechó la mano de la mujer.

«¿Cómo sabías que había llegado a Riga?—pensó—. Alguien debe de habértelo dicho, alguien interesado en que nos viésemos, pero ¿por qué? ¿Qué imaginas que puede hacer por ti un inspector sueco de una insignificante ciudad?»

Llegó el sargento y acompañó a Baiba Liepa a la salida. Wallander se puso delante de la ventana mal ajustada y contempló el patio. Sobre la ciudad caía aguanieve. Más allá de los altos muros se veían torres de iglesias y alguna que otra casa.

De repente pensó que todo eran imaginaciones suyas, que había dado rienda suelta a la imaginación sin dejar que el sentido común opusiera resistencia. Se imaginaba conspiraciones donde no las había: se había creído el falso tópico de que las dictaduras de los estados del Este se asentaban en todo tipo de conspiraciones. ¿Qué razones tenía para desconfiar de Murniers y de Putnis? El hecho de que Baiba Liepa se presentase en su hotel vestida de la señora de la limpieza podía tener una explicación menos dramática de la que imaginaba.

El coronel Putnis le interrumpió sus pensamientos llamando a la puerta. Parecía cansado, y su sonrisa era forzada.

—Se ha suspendido el interrogatorio —empezó—. Por desgracia, el hombre no ha confesado lo que esperábamos. Cuando confirmemos los datos que nos ha proporcionado, proseguiremos.

—¿En qué se basan las sospechas?

—Hace tiempo que sabemos que Leja y Kalns colaboraban con él a menudo —aclaró Putnis—. Esperamos probar que este último año se habían dedicado al narcotráfico. El sospechoso, Hagelman, es un tipo que no dudaría en torturar o asesinar a sus colaboradores si lo considerase necesario. Naturalmente, no ha actuado solo. Estamos buscando a los otros miembros de su banda, la mayoría ciudadanos soviéticos, que, por desgracia, ya estarán en su país, pero no nos daremos por vencidos hasta atraparlos. Además, hemos encontrado varias armas a las que Hagelman ha tenido acceso. Estamos investigando si las balas que mataron a Leja y Kalns se corresponden con alguna de ellas.

—¿Dónde encaja la muerte del mayor Liepa? —preguntó Wallander.

—No lo sabemos —contestó Putnis—, pero fue un asesinato premeditado, una ejecución. Ni siquiera le habían robado. Tenemos que suponer que está relacionado con su trabajo.

—¿Puede ser que el mayor Liepa llevara una doble vida? —preguntó Wallander.

Putnis esbozó una sonrisa cansada.

—Vivimos en un país donde el control de los ciudadanos raya en la perfección —contestó—, sobre todo si se trata de controlar a la policía. Si el mayor Liepa hubiese llevado una doble vida, lo habríamos sabido.

—No, si alguien le encubría —dijo Wallander.

Putnis le miró asombrado.

—¿Quién iba a encubrirle? —preguntó.

—No lo sé. Solo pensaba en voz alta. Me temo que no es un pensamiento muy inteligente.

Putnis se levantó de la silla para marcharse.

—Había pensado en invitarle a cenar a mi casa esta noche, pero, por desgracia, no podrá ser, ya que quiero continuar el interrogatorio con el sospechoso. Tal vez al coronel Murniers se le ocurra hacerlo. Es muy poco cortés por nuestra parte dejarle solo en una ciudad que no conoce.

—El hotel Latvia es excelente —replicó Wallander—. Además, tenía pensado hacer una recopilación de todos los datos referentes a la muerte del mayor Liepa, lo que probablemente me lleve toda la noche.

Putnis asintió con la cabeza.

—Mañana por la noche quiero que venga a vernos a mi familia y a mí —le ordenó—. Mi esposa Ausma es una estupenda cocinera.

—Con mucho gusto, será un placer.

Putnis se fue, y Wallander llamó al timbre. Quería abandonar la comisaría antes de que a Murniers se le ocurriese invitarle a cenar a su casa o a un restaurante.

—Me voy al hotel —le informó al sargento Zids cuando apareció en la puerta—. Tengo trabajo pendiente que quisiera acabar esta noche en mi habitación. Puede pasar a recogerme mañana a las ocho.

Cuando el sargento le hubo dejado en el hotel, Wallander compró unas postales y unos sellos en la recepción. Además, pidió un mapa de la ciudad; como el que le ofrecieron era muy poco detallado, le enseñaron el camino hasta una librería cercana.

Wallander miró a su alrededor: por ninguna parte vio a nadie que tomara el té o leyera el periódico.

«Siguen ahí —pensó—. Reaparecerán dentro de dos días, y a los dos siguientes desaparecerán de nuevo. Pretenden que dude de la existencia de las sombras.»

Salió del hotel en busca de la librería. Había anochecido y el aguanieve había mojado las aceras de unas calles que a aquellas horas aparecían repletas de gente. A veces, Wallander se detenía para mirar los escaparates, cuya variedad de productos era escasa y muy similar. Cuando llegó a la librería miró de reojo por si veía a alguien que detuviera el paso bruscamente.

Un señor mayor, que no sabía ni una palabra de inglés y se dirigía en letón a Wallander como si este pudiera entenderle, le vendió un mapa de la ciudad. Wallander regresó al hotel. En algún lugar, no sabía concretar si por detrás o por delante de él, había una sombra que no podía ver. Decidió preguntar al día siguiente a uno de los coroneles por qué le vigilaban. «Lo haré con amabilidad, sin sarcasmo ni irritación», pensó.

En la oficina de recepción preguntó si alguien le había llamado, y el conserje negó con la cabeza.
«No calls, mister Wallander. No calls at all. »

Subió a la habitación y se sentó a escribir postales. Apartó el escritorio de la ventana porque había corriente de aire. El motivo de la postal que enviaba a Björk era la catedral de Riga. Por allí, en algún lugar, vivía Baiba Liepa, y fue allí donde una voz al teléfono hizo salir al mayor una noche. «¿Quién llamó, Baiba? El señor Eckers está en su habitación esperando una respuesta.»

Escribió a Björk, a Linda y a su padre. No sabía qué hacer con la última postal que le quedaba, y finalmente se decidió a enviar un saludo a su hermana Kristina.

Eran las siete de la tarde. Llenó la bañera con agua tibia, se sirvió una copa de whisky, entornó los ojos y se puso a pensar en todo lo ocurrido desde el principio.

El bote salvavidas, los dos cadáveres y el extraño abrazo. Hizo un esfuerzo por vislumbrar algo nuevo: a menudo Rydberg le había hablado de la capacidad de ver lo
invisible
, de descubrir lo anómalo en lo aparentemente normal. Repasó todos los acontecimientos metódicamente. ¿Dónde se hallaba la clave que hasta ahora se le había pasado por alto?

Tras el baño, se sentó al escritorio y apuntó todo lo que recordaba. Ahora estaba seguro de que los dos coroneles iban por buen camino: todo apuntaba a que los dos hombres del bote salvavidas fueron víctimas de un ajuste de cuentas. El hecho de que les dispararan sin llevar puestas las chaquetas para luego arrojarlos al bote no era relevante. Ya no sostenía la hipótesis de que los autores del crimen querían que encontraran los cadáveres. «¿Por qué robaron el bote salvavidas? —escribió luego—. ¿Quién lo hizo? ¿Cómo llegaron tan pronto a Suecia? ¿El robo fue perpetrado por suecos o por letones residentes en Suecia encargados de allanar el terreno?» Continuó con el examen. Asesinaron al mayor Liepa la misma noche que volvió de Suecia, lo que indicaba que el propósito era silenciarlo. «¿Qué sabía el mayor Liepa? —escribió—. ¿Por qué me han presentado una investigación tan dudosa en la que es del todo imposible determinar el lugar del crimen?»

Releyó todos sus apuntes y continuó: «Baiba Liepa, ¿qué es lo que sabe y no quiere revelar a la policía?». Apartó los apuntes y se sirvió otra copa de whisky. Eran casi las nueve de la noche cuando sintió que tenía hambre. Levantó el auricular para ver si funcionaba el teléfono. Luego bajó a la recepción e informó de que estaría en el comedor. Echó una ojeada al vestíbulo: no vio a sus vigilantes por ninguna parte. En el comedor volvieron a asignarle la misma mesa. «Tal vez haya un micrófono escondido en el cenicero —pensó con ironía—. O tal vez haya un hombre debajo de la mesa tomándome el pulso.» Bebió media botella de vino armenio y comió pollo hervido con patatas. Cada vez que se abrían las puertas giratorias de la recepción, pensaba que era el conserje que venía a avisarle de que tenía una llamada. Tomó una copa de coñac con el café mientras recorría con la mirada el comedor. Esa noche la mayoría de las mesas estaban ocupadas: en un rincón había unos rusos, y en torno a una mesa alargada un grupo de alemanes junto con sus anfitriones letones. Eran cerca de las once cuando pagó la irrisoria cuenta. Por un instante le pasó por la cabeza visitar el club nocturno; finalmente tomó la decisión de subir andando hasta el piso quince.

Al poner la llave en la cerradura oyó que sonaba el teléfono de su habitación. Profirió una palabrota, abrió la puerta de golpe y descolgó con brusquedad.

—¿Puedo hablar con el señor Eckers? —preguntó un hombre cuya pronunciación en inglés era muy mala.

Wallander contestó según lo indicado: que no había ningún señor Eckers.

—Debe de haber una equivocación.

El hombre se disculpó y colgó. «Utilice la puerta de atrás.» Se puso el abrigo y se encasquetó el gorro de lana, pero más tarde se arrepintió y lo guardó en el bolsillo. Al llegar a la recepción hizo cuanto pudo para que no le vieran. El grupo alemán salía del comedor cuando él comenzaba a acercarse a las puertas giratorias. Bajó rápidamente las escaleras que daban a la sauna del hotel y al pasillo que acababa en la rampa de carga del restaurante. La puerta de acero gris era tal y como la había descrito Baiba Liepa. La abrió con cuidado, y notó el frío viento de la noche golpearle en la cara. Se dirigió a tientas por la rampa hasta llegar a la parte posterior del hotel.

Unas cuantas farolas iluminaban la estrecha calle. Cerró la puerta y se adentró en las sombras. Tan solo se divisaba a un anciano que paseaba a su perro. Wallander esperó inmóvil en la oscuridad, pero no aparecía nadie. El hombre aguardó pacientemente a que el perro terminara de hacer sus necesidades contra el contenedor de basura, y cuando pasó por delante de Wallander, le dijo que le siguiera cuando hubiese doblado la esquina. Mientras esperaba, oyó el traqueteo de un tranvía a lo lejos. Como ya no nevaba, el frío era más intenso, y Wallander se puso otra vez el gorro de lana. El hombre desapareció por la esquina y Wallander se dirigió despacio en la misma dirección. Al doblar la esquina se adentró en otra callejuela. El hombre había desaparecido. La puerta de un coche se abrió sin hacer el menor ruido junto a él.

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