Los refugios de piedra (109 page)

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Authors: Jean M. Auel

BOOK: Los refugios de piedra
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En el animal de mayor tamaño, contaron doce puntas, que pesaban alrededor de treinta y cinco kilos. Aunque se le llamaba ciervo rojo, el color del pelaje del animal era negro con matices grises y marrones; en la manada los había también de un color rojo parduzco, algunos cercanos al marrón, y también había uno rubio. Un ejemplar muy joven, en el que apenas empezaban a insinuarse los pitones, presentaba aún las manchas blancas propias de un cervato. Jondalar estuvo tentado de capturar al ciervo de la enorme cornamenta, pero abandonó la idea pese a tener la seguridad de que podía abatirlo con el lanzavenablos.

–Ese grande ha alcanzado ya la madurez –dijo–. Más adelante me gustaría volver y observarlo. A menudo regresan a los mismos sitios. En su época de los placeres luchan por conseguir hembras, aunque a los más poderosos muchas veces les basta con mostrar la cornamenta para disuadir a sus rivales. Son animales que luchan ferozmente, y el enfrentamiento puede durar un día entero. El ruido de cada topetazo es impresionante, se oye desde muy lejos. Llegan incluso a erguirse sobre los cuartos traseros y pelear con las patas delanteras. Con su tamaño, ese ejemplar debe de ser un luchador agresivo y eficaz.

–Yo los he oído luchar, pero nunca los he visto –comentó Ayla.

–Una vez, cuando vivía con Dalanar, vimos a un par de ellos con los cuernos trabados. No podían separarse por más que lo intentaran. Tuvimos que cortarles las astas para separarlos. Fueron presa fácil, pero Dalanar dijo que les hacíamos un favor, porque de todos modos habrían muerto de hambre y sed.

–Creo que ese enorme macho ha tenido ya algún roce con los humanos –advirtió Ayla, indicando a Whinney que retrocediera–. El viento acaba de cambiar de dirección, y debe haberle llegado nuestro olor, porque se ha puesto tenso. Empieza a alejarse. Si se va él, se irán todos.

–Sí, se le ve nervioso –convino Jondalar retrocediendo también.

De pronto, un lince que acechaba en la rama de un haya saltó sobre el lomo del animal más joven cuando éste pasó por debajo. El ciervo levemente moteado brincó para intentar zafarse del carnívoro, pero el felino de cola corta y orejas peludas permaneció aferrado a él y le hincó los dientes, abriéndole las venas. Los otros ciervos huyeron de inmediato mientras el joven cérvido con el felino en el lomo echaba a correr trazando un amplio círculo. Cuando Jondalar y Ayla vieron volver en dirección a ellos al animal aterrorizado, prepararon sus lanzavenablos para protegerse, por si acaso, pero el lince había estado bebiendo la sangre del ciervo, y éste empezaba a mostrar signos de cansancio. Se tambaleó. El lince volvió a morder, y salió más sangre a borbotones. El ciervo dio unos pasos más, se tambaleó de nuevo y acabó desplomándose. El felino le abrió el cráneo a dentelladas y empezó a comerse los sesos.

Todo terminó muy deprisa, pero los caballos estaban nerviosos y los humanos se dispusieron a marcharse.

–Por eso el macho parecía nervioso –dijo Ayla–. No era por nuestro olor.

–Ese ciervo era muy joven –comentó Jondalar–. Aún se le veían las manchas. Quizá la madre murió y lo dejó solo demasiado pronto. La cría encontró la manada de machos, pero no le ha servido de nada. Los animales jóvenes siempre son vulnerables.

–Una vez, cuando era niña, intenté matar a un lince con la honda –dijo Ayla al tiempo que instaba a Whinney a moverse.

–¿Con la honda? –preguntó Jondalar–. ¿Qué edad tenías?

Ayla reflexionó por un momento, intentando recordarlo.

–Ocho o nueve años, creo.

–Podrías haber acabado muerta con la misma facilidad que ese ciervo –dijo Jondalar.

–Lo sé. El lince se movió, y la piedra rebotó a su lado. Se irritó y saltó sobre mí –explicó Ayla–. Conseguí apartarme, y afortunadamente encontré una rama caída con la que pude golpear al animal y hacerlo huir.

–¡Gran Madre! –exclamó Jondalar echándose atrás sobre el lomo de Corredor, con lo cual éste aminoró la marcha–. Ayla, pudiste haber muerto.

–Después de eso me dio miedo salir sola durante un tiempo, pero fue entonces cuando se me ocurrió la idea de lanzar dos piedras. Pensé que si hubiera tenido otra a punto, le habría dado la segunda vez antes de que él se abalanzara sobre mí. No estaba segura de si lo habría logrado, pero me ejercité y desarrollé la habilidad. Aun así, sólo cuando maté a una hiena me sentí lo bastante segura para volver a salir de caza.

Jondalar se limitó a mover la cabeza en un gesto de asombro. Pensando en ello, resultaba asombroso que Ayla siguiera con vida. En el camino de regreso a su actual campamento, vieron a una manada de animales que atrajo la atención de Whinney y Corredor. Eran onagros, animales semejantes a los caballos. En realidad, eran un cruce entre caballos y asnos, que, sin embargo, podían reproducirse entre animales de su misma especie; es decir, que no eran estériles. Whinney se detuvo a olfatear sus excrementos y Corredor les relinchó. El sonido con que los otros animales respondieron se parecía más a un rebuzno, pero por lo visto tanto unos como otros eran conscientes de la afinidad.

Vieron también una hembra de antílope saiga con dos crías. Éste era un animal parecido a la cabra, que prefería las llanuras y las estepas, por yermas que fuesen, a las colinas y las montañas. Ayla recordó que el antílope saiga era el tótem de Iza.

Al día siguiente vieron a una manada de animales que la inquietó: caballos. Tanto Whinney como Corredor se sintieron atraídos hacia ellos.

Ayla y Jondalar los examinaron y percibieron ciertas diferencias entre la manada salvaje y los animales que ellos habían llevado hasta allí desde el este. En lugar del color amarillo pardo de Whinney, que era el más común en todas partes, o el raro marrón oscuro de Corredor, la mayoría de los caballos de aquella manada presentaba un color gris azulado, con el vientre blanco. Todos, incluidos los dos que ellos montaban, tenían similares crines negras erizadas y colas también negras, así como listas apenas marcadas en los cuartos traseros. En general, los caballos eran pequeños, de lomo ancho y vientre redondeado, pero los de la manada parecían ligeramente más altos y tenían el hocico algo más corto.

Observaron a Whinney y Corredor con la misma intensidad que éstos los observaban a ellos, pero esta vez el saludo del corcel recibió en contestación un relincho de desafío. Ayla y Jondalar cruzaron una mirada cuando lo oyeron y, desde el otro lado de la manada, vieron encaminarse hacia ellos a un enorme semental. Sin mediar palabra se alejaron de allí galopando tan deprisa como les fue posible. Jondalar no quería que Corredor se dejara arrastrar a una pelea con el macho de la manada. Además, Lobo estaba ausente la mayor parte del tiempo y Ayla temía que también los caballos se sintieran tentados de abandonarla y decidieran vivir con los de su especie.

En los días siguientes, Lobo pasó más tiempo con ellos, y Ayla se sintió como si su familia estuviera otra vez reunida. Se mantuvieron a distancia de un enorme jabalí que escarbaba la tierra en busca de trufas, y se rieron de un par de nutrias que jugaban en un estanque formado a causa de la presa construida por un solitario castor que se sumergió en el agua nada más verlos. Vieron el revolcadero de un oso y parte de su pelo prendido a la corteza de un árbol, pero no al propio animal, y les llegó el olor característico de un glotón. También pudieron ver a un leopardo moteado saltando elegantemente de un alto saliente de roca, y a unos íbices, cabras montesas, trepar ágilmente por una pared rocosa casi vertical.

Varias hembras de íbice con sus crías –la lana apretada les daba un aspecto de masas redondas con palos por patas– habían bajado de las montañas para alimentarse de la rica vegetación de las tierras llanas. Tenían largos cuernos que se curvaban por encima de sus lomos, los ojos muy separados, una giba tras la cabeza, y cascos duros y fuertes en el borde, en torno a una parte central blanda y flexible que les daba mayor adherencia a la roca.

Jondalar vio a Ayla cerrar los ojos como si se concentrara, volviendo la cabeza a izquierda y derecha para oír mejor.

–Creo que vienen mamuts en esta dirección –comentó.

–¿Cómo lo sabes? Yo no veo nada.

–Los oigo, sobre todo al enorme macho.

–Yo no oigo nada –repitió Jondalar.

–Es un retumbo grave, muy grave –explicó ella, aguzando de nuevo el oído–. ¡Mira, Jondalar! ¡Allí! –exclamó con entusiasmo al ver a lo lejos una manada de mamuts en dirección a ellos.

Ayla captaba el remoto barrito de un mamut macho en celo, que, aunque estaba por debajo del umbral auditivo de los humanos, podía ser oído por una hembra en celo en un radio de casi diez kilómetros, ya que los sonidos de esa frecuencia no se atenuaban tan rápidamente con la distancia. Pese a no ser audible para la mayoría de las personas, Ayla tenía el sentido del oído muy desarrollado y pudo percibir el berrido.

La manada se componía fundamentalmente de las hembras y sus crías, pero como una de las hembras jóvenes estaba en celo, varios machos la seguían de cerca con la esperanza de aparearse, pese a que estaba ya emparejada con el macho dominante de la región. Ella se había resistido a las insistentes solicitudes de otros machos más pequeños hasta que llegó el macho dominante, y ahora éste mantenía a raya a los demás, ya que ninguno se atrevía a desafiarlo, lo cual permitía a la hembra comer y amamantar a su primera cría.

El espeso pelaje del mamut lanudo cubría al animal completamente, desde la punta de las patas hasta el extremo de la larga trompa, incluidas las pequeñas orejas. Cuando se aproximaron, se hicieron más visibles los distintos tonos del pelo. Los animales más pequeños tenían el pelaje más claro, y entre las hembras el color oscilaba desde el castaño intenso de las más jóvenes al marrón oscuro de la vieja matriarca. En la madurez, los machos se volvían casi negros. Tenían una capa inferior de pelo muy tupido, que se hacía bastante largo y erizado y los abrigaba incluso en los inviernos más fríos, sobre todo después de beber agua casi helada o comer nieve o hielo. Era entonces cuando sus cuerpos tendían a bajar mucho de temperatura.

–Aún es pronto para que estén aquí –comentó Jondalar–. Antes no veíamos mamuts hasta el otoño, hasta bien entrado el otoño. Mamuts, rinocerontes, almizcleros y renos, ésos son animales de invierno.

En el último día de su período de aislamiento, Ayla y Jondalar madrugaron. Habían pasado los días anteriores explorando la región al oeste del Río, cerca de un segundo río casi paralelo. Recogieron todas sus pertenencias, pero querían hacer una última expedición antes de regresar a la Reunión de Verano, tan llena de gente y donde deberían iniciar una intensa vida social, que les exigiría tiempo y atención continuas, a pesar de lo cual también les proporcionaba satisfacción y placer. Habían agradecido el respiro, pero estaban preparados para volver y contemplaban ilusionados la perspectiva de ver a las personas que amaban. Habían pasado casi un año solos con sus animales, así que estaban muy familiarizados con las ventajas y desventajas de la soledad.

Cogieron comida y agua, pero no tenían prisa, ni destino alguno previsto. Lobo los había dejado hacía dos días, lo cual entristecía a Ayla. A lo largo de su viaje nunca se había separado de ellos, pero entonces sólo era un lobezno. Aunque daba la impresión de que hacía ya mucho tiempo, en realidad sólo había pasado un año y unas dos estaciones desde el invierno durante el cual, estando con los mamutoi, Ayla apareció un día con una revoltosa cría de lobo que había nacido no hacía más de una luna. Así pues, pese a su gran tamaño, Lobo era aún joven.

Ayla no sabía cuánto tiempo vivían los lobos, pero sospechaba que su expectativa de vida era mucho menor que la de los humanos, y veía a Lobo como a un animal adolescente, edad considerada la más conflictiva por la mayoría de las madres y sus compañeros. Eran años de vitalidad desbordante y escasa experiencia en que los jóvenes, llenos de energía y convencidos de que vivirían eternamente, corrían riesgos que ponían en peligro sus vidas. Si superaban esa etapa, normalmente aprendían y adquirían conocimientos que los ayudaban a sobrevivir más tiempo. Ayla pensaba que probablemente no era muy distinto en el caso de los lobos, y no podía dejar de preocuparse.

Había sido un verano poco caluroso, y más seco que los otros que Jondalar recordaba. En las llanuras abiertas se levantaban pequeños remolinos de polvo, que giraban por unos momentos y después se desvanecían. Él y Ayla se alegraron de ver un pequeño lago más adelante. Se detuvieron en la orilla y compartieron placeres a la sombra de un sauce llorón, cuyas ramas se doblaban sobre la superficie del agua repletas de hojas lanceoladas. Luego descansaron y charlaron y, al cabo de un rato, decidieron bañarse.

Después de entrar chapoteando en el agua, Ayla gritó:

–Te reto a una carrera hasta la otra orilla.

Inmediatamente empezó a nadar con brazadas largas y seguras. Jondalar la siguió al instante, salvando poco a poco la distancia que los separaba gracias a sus brazos más largos y sus músculos poderosos; aunque reconocía que debía hacer un considerable esfuerzo. Ayla volvió la vista atrás, lo vio acercarse y renovó sus esfuerzos. Ambos llegaron a la otra orilla al mismo tiempo.

–Tú has empezado primero, así que he ganado yo –protestó Jondalar tendiéndose en tierra y respirando con dificultad.

–Deberías haberme retado tú antes –contestó Ayla riéndose–. Hemos ganado los dos.

Cuando el sol rebasaba su cenit y empezaba a descender, marcando el final de la primera mitad del día, regresaron nadando a la otra orilla, ahora más tranquilamente. Un tanto tristes, guardaron sus cosas, conscientes de que el idílico respiro casi había concluido. Montaron sobre los caballos y se encaminaron hacia el campamento de la Reunión de Verano. Ayla echaba de menos a Lobo y deseaba que estuviera con ellos.

Se hallaban ya cerca del campamento, quizá a unos pocos kilómetros, cuando oyeron gritos en medio de las nubes de polvo que se alzaban de la tierra seca. Al aproximarse un poco más vieron a varios jóvenes que probablemente compartían un alojamiento alejado para solteros. Jondalar dedujo por la ornamentación de su ropa que eran de la Quinta Caverna. Cada uno tenía una lanza, y se hallaban dispuestos en círculo, a intervalos regulares; en medio del círculo había un animal de pelo largo y greñudo, con dos enormes cuernos en el hocico.

Era un rinoceronte lanudo, una bestia colosal de casi cuatro metros de largo y más de un metro y medio de alto. Este animal lento y pesado, provisto de patas cortas y gruesas para sostener su inmensa mole, comía grandes cantidades de hierba, plantas y matorrales de las estepas, así como ramas grandes y pequeñas de los árboles de hoja perenne alineados a orillas de los ríos. Tenía los ojos a los lados de la cabeza, y no veía bien, sobre todo al frente. Tenía asimismo las ventanas de la nariz divididas, y sus sentidos del olfato y el oído eran finísimos para compensar su vista deficiente.

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