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Authors: Jean M. Auel

Los refugios de piedra (113 page)

BOOK: Los refugios de piedra
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–Para ser Zelandoni hay que memorizar todas las Historias y Leyendas de los Ancianos, y alcanzar una buena comprensión de su significado. Hay que conocer las palabras de contar y cómo emplearlas, la llegada de las estaciones, las fases de la luna, y algunas cosas que sólo saben los zelandonia. Pero quizá lo más importante sea la capacidad para visitar el mundo de los espíritus –explicó la Zelandoni–. Por eso uno debe recibir la verdadera llamada. La mayoría de los zelandonia saben desde el principio quién será el Primero, y quién tiene más probabilidades de sucederlo. Es posible que eso se revele la primera vez que uno recibe la llamada para aventurarse en el mundo de los espíritus. Ser el Primero es también una llamada, y no una llamada que todo Zelandoni desea oír.

–¿Cómo es el mundo de los espíritus? –continuó preguntando Jondalar–. ¿Es aterrador? ¿Se siente miedo cuando hay que visitarlo?

–Nadie puede describir el mundo de los espíritus a alguien que nunca ha estado allí. Pero sí, es aterrador, sobre todo la primera vez. El miedo nunca desaparece del todo, pero puede llegar a controlarse con meditación y preparación, junto con la certeza de que uno cuenta con la ayuda de la zelandonia y especialmente de la caverna. Sin la ayuda de la gente de la propia caverna, sería difícil regresar.

–Pero si es aterrador, ¿por qué vais? –quiso saber Jondalar.

–No hay manera de negarse.

De pronto Ayla notó frío y se estremeció.

–Muchos intentan resistirse, y algunos lo consiguen por un tiempo –prosiguió la donier–, pero al final se hará la voluntad de la Madre. Es mejor ir preparado. Alguien que se aventura en esa dirección nunca está exento de peligros, y por eso la iniciación puede resultar muy dura. Al otro lado, la prueba es aún peor. Puedes sentirte despedazado, y ver tus pedazos esparcidos en el torbellino y la oscuridad desconocida. También hay quienes regresan, pero dejan allí una parte de sí mismos, y ya nunca se recuperan del todo. Pero nadie puede ir y permanecer inalterado.

»Una vez que recibes la llamada, debes aceptarla, junto con las obligaciones y responsabilidades que la acompañan. Creo que por eso hay tan pocos zelandonia emparejados. No existe restricción alguna respecto a emparejarse o tener hijos, pero ser Zelandoni es en gran medida como ser jefe. Puede ser difícil encontrar un compañero dispuesto a vivir con alguien en quien recaen tantas exigencias. ¿No es así, Marthona?

–Sí –contestó ella, y sonrió a Dalanar antes de volverse hacia su hijo–. ¿Por qué crees que Dalanar y yo cortamos el lazo, Jondalar? Hablamos de ello el día después de tu emparejamiento. No se debió sólo a su intenso deseo de viajar; también Willamar siente ese impulso. Dalanar y yo nos parecíamos en muchos sentidos. Él se siente a gusto ahora que es jefe de su propia caverna, de su propia gente, de hecho, pero tardó en darse cuenta de que era eso lo que quería. Se resistió a asumir la responsabilidad durante mucho tiempo, pero creo que fue eso lo que inicialmente lo atrajo de mí. Al principio fuimos muy felices. Pero él estaba cada vez más inquieto. Lo mejor fue separarse. Jerika es la mujer idónea para él. Tiene una voluntad férrea, y Dalanar necesita a una mujer fuerte al lado, pero él es jefe.

Las dos personas aludidas cruzaron una mirada y sonrieron. Luego Dalanar tendió la mano para coger la de Jerika.

–Losaduna es El Que Sirve para la gente que vive al otro lado del glaciar. Tiene una compañera, y su compañera tiene cuatro hijos y parece muy feliz –comentó Ayla, que había estado escuchando a la Zelandoni fascinada.

–Losaduna es afortunado de haber encontrado a una mujer como ella, del mismo modo que yo tuve suerte de encontrar a Willamar –contestó Marthona–. Yo era muy reacia a volver a emparejarme, pero ahora me alegro de que él fuera tan insistente. –Se volvió para sonreír a su actual compañero–. Supongo que ésa es una de las razones por las que finalmente delegué el mando. Fui jefa durante muchos años con Willamar a mi lado, y nunca tuvimos un solo problema por ello, pero me cansé de las exigencias del puesto. Necesitaba tiempo para mí, y quería también disponer de cierto tiempo para compartirlo con Willamar. Cuando llegó Folara, deseé dedicarme a ella. Joharran parecía estar capacitado, así que empecé a prepararlo, y cuando tuvo edad suficiente, le cedí gustosa la responsabilidad. Se parece mucho a Joconan; estoy segura de que es el hijo del espíritu de Joconan –sonrió a su primogénito–. Aún conservo cierta autoridad. Joharran consulta conmigo a menudo, aunque sospecho que lo hace más por mí que por su propia necesidad.

–Eso no es cierto, madre –repuso Joharran–. Valoro mucho tus consejos.

–¿Amabas mucho a Dalanar, madre? –preguntó Jondalar–. Como sabes, corren canciones e historias sobre vuestro amor. –Las había oído, pero con frecuencia se preguntaba por qué se habían separado si su amor era realmente tan profundo.

–Sí, claro que lo amaba. Una pequeña parte de mí aún lo ama. No es fácil olvidar a alguien a quien se ha querido tanto, y me alegra que sigamos siendo amigos. Creo que ahora somos mejores amigos que cuando estábamos emparejados –se fijó en el semblante de su hijo mayor–. También amo todavía a Joconan. Su recuerdo permanece vivo en mí, y me trae a la memoria mi juventud y mi primer amor, pese a que a él le costó un tiempo decidir qué quería –añadió enigmáticamente.

Jondalar recordó la historia que había oído acerca de su madre en su viaje.

–Decidirse entre tú y Bodoa, o por las dos, ¿a eso te refieres, madre? –preguntó.

–¡Bodoa! –exclamó la Zelandoni–. Hacía mucho tiempo que no oía ese nombre. ¿No era la forastera que estaba siendo adiestrada por la zelandonia? Pertenecía a algún pueblo del este… ¿Cómo se llamaban? Zar… Sard… Algo así.

–S’Armunai –apuntó Jondalar.

–Exacto –recordó la Zelandoni–. Yo aún era joven cuando se marchó, pero cuentan que era muy apta.

–Ahora es S’Armuna. Ayla y yo la conocimos en nuestro viaje. Las Lobas, como se hacían llamar un grupo de mujeres s’armunai, me capturaron, y Ayla les siguió el rastro y vino a por mí. Tuvimos suerte de escapar con vida. De no haber sido por Lobo, dudo que estuviéramos ahora aquí. No os podéis imaginar la sorpresa que me llevé al encontrar entre aquella gente a alguien que no sólo hablaba zelandonii, sino que, además, conocía a mi madre.

–¿Qué ocurrió? –preguntaron varios a la vez.

Jondalar contó brevemente la historia de la cruel Attaroa y el Campamento de los s’armunai que ella pervirtió.

–Aunque S’Armuna ayudó en un principio a Attaroa, más tarde se arrepintió y decidió ponerse del lado de su gente y tratar de corregir los daños causados por Attaroa –concluyó, finalmente, Jondalar.

Todos hicieron gestos de asombro.

–Es la historia más descabellada que he oído jamás –declaró la Zelandoni–, pero ilustra lo que puede ocurrir cuando un Zelandoni se corrompe. Creo que Bodoa podría haber llegado muy lejos si no hubiera abusado de su poder. Fue una suerte para ella que finalmente recobrara la sensatez. Se dice que El Que Sirve a la Madre pagará en el otro mundo el mal uso que haga de su poder en éste. Ésa es una de las razones por las que la zelandonia selecciona tan cuidadosamente a sus miembros. No hay vuelta atrás. En eso nos diferenciamos de los jefes de las cavernas. Un Zelandoni es Zelandoni para toda la vida. Aunque a veces querríamos liberarnos de esa carga, no es posible.

Todos guardaron silencio por un rato, pensando en la historia que Jondalar había contado. Alzaron la vista cuando se acercó Ramara.

–Me mandan a informarte, Joharran, de que han traído el rinoceronte –anunció la mujer–. El mérito corresponde a Jondalar; fue su lanza la que lo mató.

–Me alegra oírlo, Ramara, gracias.

A la mujer le habría gustado quedarse y escuchar la conversación, pero tenía otras cosas que hacer, y no estaba invitada a la reunión, aunque nadie le habría pedido que se marchara.

–Tú eres el primero en elegir, Jondalar –dijo Joharran cuando Ramara se retiró–. ¿Vas a quedarte el cuerno?

–Creo que no. Prefiero la piel.

–Cuéntame qué ha pasado con ese rinoceronte –quiso saber Joharran.

Jondalar explicó que casualmente habían visto a aquellos muchachos acosar al rinoceronte lanudo y se habían detenido a observar.

–No me di cuenta de lo jóvenes que eran hasta después del accidente. Creo que, más que el rinoceronte, querían admiración y elogios, y convertirse en la envidia de sus amigos.

–Ninguno de ellos tenía la menor experiencia con rinocerontes; en realidad, apenas habían cazado –dijo Joharran–. No deberían haber intentado abatir a una bestia semejante ellos solos. Han aprendido, por el camino más difícil, que cazar un rinoceronte, o cualquier otro animal, no es un juego.

–Pero es cierto que si hubieran cazado ellos solos a ese rinoceronte lanudo habrían recibido grandes elogios y se habrían convertido en la envidia de sus amigos –observó Marthona–. En cierto sentido este accidente, por horrible que haya sido, quizá sirva para prevenir futuros intentos de la misma clase y tragedias aún peores. Pensad que si hubieran conseguido su propósito, otros muchos jóvenes intentarían imitarlos. Ahora nuestros chicos se lo pensarán dos veces antes de intentar una cosa así, al menos durante un tiempo. La madre de ese joven sufrirá y se preocupará, pero su sacrificio puede ahorrar a otras madres un padecimiento mucho mayor. Espero que Matagan sobreviva sin grandes secuelas.

–En cuanto Ayla ha visto que el rinoceronte lo corneaba, ha corrido a ayudar –continuó Jondalar–. No es la primera vez que se mete en una situación peligrosa cuando alguien está herido, pero a veces eso me preocupa.

–Matagan ha tenido mucha suerte de que ella estuviera allí. Estoy segura de que habría quedado lisiado de por vida, o algo peor, si no hubiera habido cerca alguien que supiera qué debía hacerse –dijo la Zelandoni. Volviéndose hacia Ayla, preguntó–: ¿Qué has hecho primero exactamente?

Ella lo explicó a grandes rasgos. La Zelandoni le sonsacó más detalles y le pidió que argumentase sus actuaciones. Bajo el disfraz de una simple conversación examinaba los conocimientos de Ayla en el arte de curar. Aunque todavía no lo había mencionado, la Zelandoni se proponía convocar una primera reunión formal de la zelandonia para dar a conocer el alcance de la preparación de Ayla, pero dio gracias por esa oportunidad de interrogarla antes personalmente. Había sido una desgracia para el pobre Matagan, pero se alegraba de esa demostración de sus aptitudes ante todos los asistentes a la Reunión de Verano. Le proporcionaba una excelente ocasión para empezar a plantear a la zelandonia la idea de incorporar a Ayla.

La Primera ya había reflexionado profundamente sobre las aptitudes de Ayla, pero en esos momentos veía a la joven bajo una luz completamente nueva. Ayla no carecía de experiencia. Era una igual, una auténtica colega. Era muy posible que la Zelandoni pudiera aprender muchas cosas de ella. Aquellas esporas de licopodio, por ejemplo; ésa era una aplicación que ella nunca había utilizado, pero tras reflexionar al respecto, veía que probablemente era un buen procedimiento. Estaba deseando hablar con Ayla a solas, comparar ideas y conocimientos. Además, pensó que sería bueno tener a alguien con quien conversar en la Novena Caverna.

La Zelandoni colaboraba con otros zelandonia de la región y trataba de cuestiones profesionales con sus colegas durante las Reuniones de Verano. Tenía un par de acólitos, naturalmente, pero ninguno seriamente interesado en el arte de curar. Contar con una auténtica curandera en su propia caverna, y más una que aportara conocimientos nuevos, podía ser muy provechoso.

–Ayla –dijo la Zelandoni–. Quizá no esté de más hablar con la familia de Matagan.

–No estoy muy segura de saber qué decirles –respondió la joven.

–Deben de estar preocupados, y probablemente les gustará saber qué ha ocurrido. Sin duda, sería conveniente intentar tranquilizarlos.

–¿Cómo puedo hacerlo? –preguntó Ayla.

–Puedes decirles que ahora todo depende de la Madre, pero existen posibilidades de que se recupere. ¿No es ésa tu opinión? Yo así lo creo –dijo la Zelandoni–. Creo que Doni sonrió a ese joven, porque dio la casualidad de que tú estabas allí.

Jondalar ahogó un bostezo mientras se quitaba la túnica, una nueva que había recibido de su madre en la fiesta de emparejamiento, hecha con hebras de lino que ella había preparado y tejido. Había acordado con algún artesano una ornamentación sencilla, a base de bordados y cuentas. Era ligera y cómoda. Le había regalado una parecida a Ayla, muy amplia para que pudiera usarla más tarde, cuando su embarazo fuera más avanzado. Jondalar se la había puesto de inmediato; Ayla, en cambio, la reservaba para más adelante.

–Nunca había oído a la Zelandoni hablar tan abiertamente sobre la zelandonia –comentó él mientras se preparaba para acostarse–. Ha sido interesante. No sabía lo difícil que podía ser su trabajo, pero recuerdo que siempre que se veía obligada a superar una prueba complicada decía que hacerlo tenía sus compensaciones. Me pregunto cuáles serán esas compensaciones. Apenas ha dicho nada sobre ello.

Yacieron juntos en silencio durante un rato. Ayla estaba muy cansada, tanto que apenas podía pensar. Entre el accidente en la cacería del rinoceronte del día anterior y quedarse luego hasta muy tarde en el alojamiento de la zelandonia, y la celebración por el emparejamiento de ese día, había dormido muy poco y había estado sometida a considerables tensiones. Notaba un poco de dolor en torno a las sienes, y se planteó levantarse para preparar una infusión de corteza de sauce, pero el cansancio la disuadió.

–Y mi madre… –prosiguió Jondalar, como si pensara en voz alta–. Siempre había creído que ella y Dalanar simplemente decidieron separarse. No sabía por qué. Supongo que uno sólo ve a su madre como nada más que su madre. Una persona que nos quiere y nos cuida.

–No creo que la separación fuera fácil para ella –comentó Ayla–. Estoy segura de que amaba mucho a Dalanar, y la entiendo... Tú te pareces mucho a él.

–No en todo. Yo nunca he querido ser jefe, y sigo sin querer. Echaría de menos el contacto con la piedra. No hay nada más satisfactorio para mí que tallar una hoja de cuchillo perfecta, una hoja que salga tal cual la has imaginado.

–Dalanar también es tallador de pedernal –adujo Ayla.

–Sí, y el mejor; pero ahora apenas tiene tiempo de trabajar la piedra. El único que se le puede comparar es Wymez, y continúa en el Campamento del León haciendo excelentes puntas para las lanzas de los cazadores de mamuts. Es una lástima que no lleguen a conocerse. Les habría gustado aprender el uno del otro.

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