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Authors: Jean M. Auel

Los refugios de piedra (32 page)

BOOK: Los refugios de piedra
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–Ya me has dado algo precioso que ponerme –respondió Ayla–. El collar de la madre de Dalanar.

Marthona se puso en pie sonriendo y entró sigilosamente en su dormitorio. Regresó con una prenda plegada y colgada del brazo. Luego la sostuvo en alto para mostrársela a Ayla. Era una túnica larga de un color claro y suave, semejante al tono blanquecino de los tallos de hierba al final del invierno. Estaba bellamente adornada con cuentas y conchas, hebras de colores cosidas y largos flecos; pero no era de piel. Al examinarla de cerca, Ayla vio que era de cordones finos o hebras de alguna fibra entrecruzados, con una textura parecida a la de los trabajos de cestería pero en extremo tupida. ¿Quién era capaz de tejer con unos cordones tan finos como aquéllos? Era un tejido similar al tapete de la mesa, pero aún más fino.

–Nunca había visto nada igual –declaró Ayla–. ¿Qué clase de material es éste? ¿De dónde proviene?

–Lo hago yo. Lo tejo sobre un bastidor especial –explicó Marthona–. ¿Conoces una planta que se llama «lino»? ¿Una planta de tallo alto y delgado, con flores azules?

–Sí, sé de una planta con ese aspecto, y si no recuerdo mal, Jondalar me dijo que se llamaba «lino» –recordó Ayla–. Es buena para tratar problemas graves en la piel, como forúnculos, sarpullidos y llagas, incluso aunque éstas estén dentro de la boca.

–¿La has entretejido alguna vez para formar cordones? –preguntó Marthona.

–Quizá, pero no lo recuerdo. En todo caso, imagino perfectamente cómo podría hacerse, porque tiene fibras largas.

–Pues ésa fue la planta que utilicé para confeccionar esta túnica.

–Sabía que el lino era útil, pero no que podía usarse para hacer algo tan hermoso.

–He pensado que tal vez podrías ponértela en vuestra ceremonia matrimonial –propuso Marthona–. Ya pronto, en la próxima luna llena, saldremos hacia la Reunión de Verano, y me dijiste que no tenías nada para las ocasiones especiales.

–¡Oh, Marthona, eres muy amable! –exclamó Ayla–. Pero ya tengo un vestido para la ceremonia matrimonial. Me lo hizo Nezzie, y le prometí que lo llevaría llegado el momento. Espero que no te ofendas. Lo he acarreado desde la Reunión de Verano del año pasado. Está confeccionado al estilo Mamutoi, y ellos tienen sus propias costumbres sobre la manera de usarlo.

–Me parece más apropiado que lleves la vestimenta ceremonial de los mamutoi, Ayla. Simplemente no sabía si tenías ya algo que ponerte y dudaba que tuviéramos tiempo de hacerte ropa antes de marcharnos. De todos modos, quédate esta túnica, por favor –dijo Marthona sonriendo mientras se la ofrecía. Ayla creyó percibir en ella cierta sensación de alivio–. Quizá haya otras ocasiones en las que desees ponerte algo especial.

–¡Gracias! ¡Es tan bonita! –alzó la prenda y volvió a contemplarla. Luego la extendió ante sí para ver cómo le sentaría esa túnica tan holgada–. Debe de requerir mucho tiempo de trabajo.

–Sí, pero disfruto con ello. He perfeccionado el proceso a lo largo de muchos años. Willamar y Thonolan me ayudaron a hacer el bastidor que ahora empleo. La mayoría de la gente se especializa en una u otra forma de artesanía. A menudo intercambiamos las cosas que hacemos o las ofrecemos como obsequio. Yo empiezo a estar ya un poco vieja para otras actividades, y mi vista ya no es lo que era, en particular para el trabajo de cerca.

–¡Hoy tenía que enseñarte el pasahebras! –recordó Ayla, levantándose de un salto–. Creo que puede facilitar el trabajo a alguien que no ve demasiado bien. Lo traeré. –Se acercó a las mochilas en busca del costurero y vio uno de los paquetes especiales que había acarreado hasta allí consigo. Sonriendo, lo llevó también a la mesa–. ¿Te gustaría ver mi vestido matrimonial, Marthona?

–Sí, claro, pero no me atrevía a pedírtelo. A algunas personas les gusta mantenerlo en secreto y sorprender al final a todo el mundo –comentó Marthona.

–Yo guardo otra sorpresa distinta –dijo Ayla mientras desenvolvía el vestido matrimonial–. Pero creo que te la contaré. Dentro de mí ha empezado una vida. Llevo en mi interior al niño de Jondalar.

Capítulo 10

–¡Ayla! ¿Estás segura? –preguntó Marthona con una sonrisa. Pensó que decir «llevo en mi interior al niño de Jondalar» era una manera un tanto extraña de anunciar que la Madre la había Bendecido, aunque probablemente el niño fuera hijo del espíritu de Jondalar.

–Tan segura como es posible estarlo –contestó Ayla–. Voy ya por la segunda falta de mi período lunar, tengo náuseas por las mañanas y he notado en mí ciertos cambios que normalmente son síntomas de un embarazo.

–¡Qué alegría! –exclamó la madre de Jondalar. Tendió los brazos hacia Ayla y la estrechó contra su pecho–. Trae suerte unirse cuando ya has sido Bendecida, o eso dice la gente.

Sentada junto a la mesa, la joven abrió el envoltorio de piel y, en un intento de eliminar las arrugas, sacudió la túnica y los calzones que habían viajado con ella a través de todo un continente, una estación tras otra, a lo largo del año anterior. Marthona observó el conjunto y de inmediato vio que, a pesar de las arrugas, aquéllas eran prendas magníficas. Vestida con esas ropas, sin duda, Ayla llamaría la atención en la ceremonia matrimonial.

En primer lugar, el estilo era único. Entre los zelandonii, tanto hombres como mujeres –salvo por pequeñas diferencias y variaciones– solían llevar túnicas holgadas, ceñidas a la altura de la cadera mediante un cinturón y decoradas con diversos adornos de hueso, conchas, plumas o piel y flecos de cuero o cordones trenzados. La vestimenta femenina, en particular la utilizada para las ocasiones especiales, a menudo llevaba largos flecos colgantes que se balanceaban con el andar, y las jóvenes enseguida aprendían a utilizar ese balanceo para acentuar sus movimientos.

Para los zelandonii una mujer desnuda no era una visión fuera de lo común y, sin embargo, los flecos se consideraban muy provocativos. Eso no significaba que las mujeres fueran habitualmente sin ropa, sino que, en una sociedad con vínculos tan estrechos y relativamente escasa intimidad, no se le concedía mucha importancia al hecho de desvestirse en público para lavar la ropa o cambiarse o por cualquier otra razón. En cambio, un fleco –sobre todo un fleco rojopodía dotar a una mujer de tan seductor encanto que inducía a los hombres a reacciones extremas e incluso, muy rara vez, a la violencia por conseguir una determinada relación.

Cuando las mujeres adoptaban la función de mujeres-donii –es decir, cuando se ponían a disposición de los hombres jóvenes para instruirlos respecto al don de los placeres de la Gran Madre Tierralucían un largo fleco rojo que pendía en torno a sus caderas para indicar su importante posición ritual. En los días calurosos del verano llevaban poco más que el fleco.

En tanto que las mujeres-donii estaban protegidas de insinuaciones impropias por la costumbre y las convenciones y, en todo caso, solían permanecer en ciertas zonas cuando llevaban el fleco rojo, se consideraba peligroso para una mujer llevar dicho fleco en cualquier otra circunstancia. ¿Quién sabía qué clase de impulsos podía desencadenar en un hombre? Aunque a menudo las mujeres usaban flecos de otros colores, cualquier fleco tenía inevitablemente connotaciones eróticas.

Como consecuencia de ello, la palabra «fleco», en sutiles indirectas o en chistes groseros, implicaba con frecuencia el doble sentido de «vello púbico». Cuando un hombre se sentía tan cautivado por una mujer que no podía apartarse de ella ni dejar de mirarla, se decía que estaba «atrapado en su fleco».

Las mujeres zelandonii se ponían también otros adornos o los cosían a su ropa, pero sobre todo les gustaba lucir flecos que oscilaban sensualmente cuando caminaban, ya fuera como complemento de una gruesa túnica de invierno, o en el cuerpo desnudo. Y si bien evitaban explícitamente los flecos rojos, muchas mujeres elegían colores de tonalidades rojizas.

El conjunto mamutoi de Ayla no tenía flecos, pero, sin duda, confeccionarlo había requerido un extraordinario esfuerzo. La piel, de la mejor calidad, era de un amarillo dorado, cálido, terroso que hacía juego con el color de su cabello, resultado en esencia de la combinación de ocres amarillos, hábilmente mezclados con rojos y otros colores. Procedía probablemente de alguna variedad de ciervo o quizá de una gacela, pensó Marthona, pero no tenía el aspecto de aterciopelada gamuza propio de un cuero bien raspado. Pese a ser muy suave, la piel presentaba un acabado lustroso, brillante, y parecía impermeable.

Pero no era sólo la calidad del material con que estaban hechas las prendas, el conjunto era extraordinario debido también a su exquisita ornamentación. Elaborados dibujos geométricos, realizados fundamentalmente con cuentas de marfil, cubrían la larga túnica de piel y la parte inferior de los calzones. Dichos dibujos comenzaban con triángulos invertidos, dispuestos horizontalmente en zigzag y verticalmente en forma de diamantes y galones, y luego se transformaban en complejas figuras geométricas tales como espirales rectangulares y romboides concéntricos.

Los dibujos compuestos de cuentas de marfil se hallaban perfilados y realzados mediante numerosas cuentas de ámbar de tonalidades más claras y más oscuras que la piel pero de la misma gama, y mediante bordados de colores rojo, marrón y negro. La túnica, que por detrás caía formando un triángulo invertido, se abría por delante y, por debajo de las caderas, ambas partes se estrechaban de modo que al unirse creaban otro triángulo invertido. Se ceñía a la cintura con una faja ondulada, de formas geométricas similares, hecha de pelo de mamut rojo mezclado con lana de muflón, cordones de piel de almizclero y algodonoso pelo negro rojizo de rinoceronte.

El conjunto era deslumbrante, una obra de arte magnífica, un trabajo de excelente factura en todos sus detalles. Saltaba a la vista que alguien, sin escatimar esfuerzo, había seleccionado los mejores materiales y empleado a los artesanos más diestros y consumados para crear aquellas prendas. La colocación de las cuentas era buena muestra de ello. Aunque Marthona sólo veía que había una gran cantidad, las prendas llevaban cosidas más de tres mil cuentas de marfil obtenido de colmillos de mamut, y cada una de esas diminutas cuentas había sido tallada, perforada y pulida a mano.

La madre de Jondalar nunca había visto nada semejante, pero supo al instante que quienquiera que hubiese encargado la confección de aquellas prendas ocupaba una alta posición y gozaba de enorme respeto en su comunidad. Era evidente que la realización de aquel conjunto exigía un tiempo y un trabajo incalculables y, sin embargo, se lo habían obsequiado a Ayla cuando se marchó. Ni los recursos ni el esfuerzo utilizados proporcionarían beneficio alguno a la comunidad que había llevado a cabo la labor. Las personas que habían adoptado a Ayla debían de poseer gran poder y prestigio –riqueza, de hecho–, y nadie mejor que Marthona para darse cuenta de ello.

«No es raro que quiera ponerse su propio vestido matrimonial; desde luego, debe lucirlo, pensó Marthona. No representará el menor perjuicio para el prestigio de Jondalar. Esta joven es una caja de sorpresas. Sin duda, dará más que hablar que cualquier otra mujer en la Reunión de Verano de este año.»

–Es un conjunto impresionante, Ayla. Precioso, de verdad –admitió Marthona–. ¿Quién te lo hizo?

–Nezzie, pero contó con mucha ayuda –respondió Ayla, complacida por la reacción de la madre de Jondalar.

–Sí, de eso estoy segura. Ya habías mencionado a Nezzie, pero no recuerdo quién es exactamente.

–Es la compañera de Talut, el jefe del Campamento del León, la que se disponía a adoptarme hasta que se le adelantó el Mamut. Creo que fue él quien pidió a Nezzie que confeccionara el conjunto.

–¿Y el Mamut es Uno que Sirve a la Madre?

–Es posible que fuera el Primero, como vuestra Zelandoni. En todo caso, era obviamente el más viejo. Creo que era el hombre más viejo de los mamutoi. Cuando me fui, mi amiga Deegie estaba encinta y la mujer de su hermano iba a dar a luz de un momento a otro. Esos dos niños serían la quinta generación de descendientes del Mamut.

Marthona movió la cabeza en un gesto de comprensión. Hasta ese momento no se había dado cuenta de que el hombre que había adoptado a Ayla era muy influyente, quizá la persona más respetada y poderosa entre su gente. Eso explicaba muchas cosas, pensó.

–¿Has dicho que ponerse este traje llevaba aparejadas ciertas costumbres?

–Los mamutoi desaprueban que el vestido matrimonial se use antes de la ceremonia. La mujer puede enseñárselo a la familia y los amigos más cercanos, pero no debe llevarlo en público –dijo Ayla–. ¿Te gustaría ver cómo me queda la túnica?

Dormido, Jondalar gruñó y se dio la vuelta. Marthona miró en dirección a las pieles de dormir.

–Siempre y cuando Jondalar no se despierte –contestó bajando aún más la voz–. A nosotros no nos parece correcto que tu futuro compañero te vea con el traje matrimonial antes de la ceremonia.

Ayla se quitó la túnica de verano y cogió la otra, gruesa y profusamente decorada.

–Nezzie me dijo que la llevara cerrada, así, cuando sólo estuviera enseñándosela a alguien –susurró Ayla mientras se la ajustaba con la faja–. Pero para la ceremonia debe llevarse abierta, así –explicó al tiempo que se acomodaba la prenda y se ataba de nuevo la faja–. En palabras de Nezzie, «una mujer muestra con orgullo sus pechos cuando se empareja, cuando aporta su hogar para formar una unión con un hombre». No tendría que llevarla abierta antes de la ceremonia, pero como eres la madre de Jondalar, creo que no importa que lo veas.

–Me complace que me la hayas enseñado –dijo Marthona con un gesto de asentimiento–. Nosotros, antes de la ocasión, tenemos por costumbre mostrar la ropa matrimonial sólo a mujeres, amigas íntimas o parientes, pero me parece que tu conjunto no debe verlo nadie más por el momento. Creo que sería… –se interrumpió y sonrió–. Creo que sería interesante sorprender a todos. Si quieres, podemos colgarlo en mi dormitorio para que se vayan las arrugas. Y quizá no le vendría mal un poco de vapor.

–Gracias. No sabía dónde dejarlo. ¿Podría quedarse también en tu habitación esta preciosa túnica que me has regalado? –Acordándose de algo, Ayla permaneció en silencio por un momento–. Y tengo otra túnica que me gustaría colocar en algún sitio, una que hice yo. ¿Te importaría guardármela?

–No, ni mucho menos. Pero dejemos la ropa por ahora. Ya nos ocuparemos de eso cuando Willamar se despierte. ¿Hay alguna otra cosa que quieres que te guarde?

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