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Authors: Jean M. Auel

Los refugios de piedra (27 page)

BOOK: Los refugios de piedra
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–¿Qué son «remos»?

–Unos objetos parecidos a cucharas planas; los utilizan para impulsar los botes por el agua. Yo colaboré en la construcción de uno de sus botes y aprendí a usar los remos.

–¿Crees que darían mejor resultado que las largas pértigas que empleamos nosotros para impulsar las balsas?

–Esta conversación sobre botes es muy interesante, Kareja –la interrumpió el hombre que la acompañaba, más bajo que ella y de complexión delgada–, pero aún no he sido presentado. Mejor será que me encargue yo mismo.

Kareja se ruborizó un poco, pero guardó silencio. Cuando Ayla oyó su nombre, recordó que sí se habían presentado la noche anterior.

–Soy el Zelandoni de la Undécima Caverna de los zelandonii, también conocida como Sitio del Río. En nombre de Doni, la Gran Madre Tierra, te doy la bienvenida, Ayla de los mamutoi, hija del Hogar del Mamut –dijo el hombre, ofreciéndole las manos.

–Yo te saludo, Zelandoni de la Undécima Caverna, como Uno de Quienes Sirven a Aquella que es la Madre de Todos –respondió Ayla estrechándole las manos.

Él le dio un vigoroso apretón que no parecía acorde con su menuda constitución, y Ayla no sólo percibió su potencia física, sino también su fuerza interior y su aplomo. Detectó asimismo algo en su manera de moverse que le recordó a algunos de los mamutoi que había conocido en su Reunión de Verano.

El viejo Mamut que adoptó a Ayla le habló de aquellos que portaban a la vez en un único cuerpo las esencias masculina y femenina. Se creía que poseían el poder de los dos sexos y a veces eran temidos; sin embargo, cuando se unían a Aquellos Que Servían a la Madre, a menudo se los consideraba especialmente poderosos, y su presencia era bien acogida. Por esa razón, le explicó el Mamut, muchos hombres que sentían la misma atracción que una mujer por los otros hombres, o mujeres que, como un hombre, manifestaban esa clase de interés por las otras mujeres, eran captados por el Hogar del Mamut. Ayla se preguntó si ocurriría lo mismo con la zelandonia, y a juzgar por el hombre que se hallaba frente a ella, supuso que posiblemente sí.

Volvió a fijarse en el tatuaje de la sien. Como el de la Zelandoni Que Era la Primera, se componía de cuadrados, unos sólo con el contorno exterior, otros coloreados por dentro, pero él tenía menos cuadrados, y los coloreados estaban dispuestos de manera distinta. Además, su tatuaje incluía algunos trazos curvos. Ayla cayó en la cuenta de que allí, excepto Jondalar y ella, todos llevaban algún tipo de tatuaje facial. El de Willamar era el menos llamativo; el de Kareja, el más vistoso y recargado.

–Puesto que Kareja ha alardeado ya de las hazañas de la Undécima Caverna –añadió el donier al tiempo que se volvía en reconocimiento hacia la jefa de la caverna–, sólo me sumaré a la invitación para que nos visites, pero desearía hacerte una pregunta. ¿También tú eres Una de Quienes Sirven?

Ayla frunció el entrecejo.

–No –respondió–. ¿Qué te hace pensar eso?

–Me he dedicado a escuchar ciertas habladurías –admitió con una sonrisa. Señalando al lobo, agregó–: Viendo tu control sobre los animales, mucha gente piensa que debes de serlo. Y a mis oídos ha llegado alguna que otra historia sobre una gente que habita más al este y caza mamuts. Se dice que allí Aquellos Que Sirven comen sólo carne de mamut y viven todos en un mismo sitio, quizá un hogar. Al presentarte como miembro del Hogar del Mamut, me he preguntado si algo de todo eso es cierto.

–No exactamente –respondió Ayla sonriendo–. Es verdad que, entre los Cazadores de Mamuts, Aquellos Que Sirven a la Madre pertenecen al Hogar del Mamut, pero eso no significa que vivan todos juntos. Es sólo un nombre, como «zelandonia». Existen diversos hogares: el Hogar del León, el Hogar del Zorro, el Hogar de la Grulla… Indican la… línea a que está afiliada una persona. Por lo general, uno nace en determinado hogar, pero también puede ser adoptado. Hay muchos hogares distintos en un campamento, y éste recibe el nombre del hogar del fundador. El mío se llamaba Campamento del León, porque Talut pertenecía al Hogar del León y era el jefe. Su hermana, Tulie, era la jefa. Cada campamento tiene dos jefes, un hombre y una mujer, hermanos.

Todos escuchaban con interés. Para personas que básicamente conocían sólo su forma de vida, resultaba fascinante descubrir cómo se organizaban y vivían otras gentes.

–En su lengua, mamutoi significa «cazadores de mamuts», o quizá «hijos de la Madre que cazan mamuts», ya que también ellos honran a la Madre –prosiguió Ayla, procurando expresarse con claridad–. Para ellos el mamut es un animal sagrado. Por eso se reserva el Hogar del Mamut a Aquellos Que Sirven. Normalmente una persona elige el Hogar del Mamut, o se siente elegida, pero yo fui adoptada por el viejo Mamut del Campamento del León, así que soy «hija del Hogar del Mamut». Si fuera Una Que Sirve, diría que soy una «elegida por el Hogar del Mamut» o «llamada al Hogar del Mamut».

Los dos zelandonia se disponían a formular más preguntas, pero Joharran se les adelantó. Aunque también a él le intrigaba todo aquello, por el momento sentía más curiosidad por quienes habían criado a Ayla que por quienes la habían adoptado.

–Me gustaría conocer más a fondo a los mamutoi –dijo–, pero Jondalar nos ha contado ciertas cosas interesantes sobre esos cabezas chatas que conocisteis en el viaje de regreso. Si es verdad lo que dice, debemos empezar a pensar en los cabezas chatas desde una perspectiva totalmente distinta. Para ser sincero, temo que puedan representar una amenaza mayor de lo que pensábamos.

–¿Por qué una amenaza? –preguntó Ayla poniéndose en guardia.

–Por lo que se desprende de las explicaciones de Jondalar, los cabezas chatas son seres pensantes –respondió Joharran–. Siempre los habíamos considerado animales, no muy distintos de los osos cavernarios o quizá incluso emparentados con éstos; una variedad algo menor, en cierto modo más inteligente, pero animales.

–Nos consta que algunos de los huecos y cuevas de los alrededores eran en otro tiempo guaridas de oso –intervino Marthona–. Y, según nos decía la Zelandoni, algunas de las Historias y Leyendas de los Ancianos cuentan que a veces se mataban o ahuyentaban a los osos cavernarios para que las Primeras Personas tuvieran hogares donde vivir. Si algunos de esos «osos cavernarios» eran cabezas chatas…, en fin, si son seres inteligentes, cualquier cosa puede ocurrir.

–Si son humanos y los hemos tratado como a animales, animales hostiles… –Joharran se interrumpió–. Bueno, debo admitir que yo, en su lugar, consideraría algún tipo de desagravio. De hecho, habría intentado tomar represalias hace ya mucho tiempo. Creo que nos conviene contemplar esa posibilidad.

Ayla se relajó. Joharran había planteado bien su postura. Comprendía por qué pensaba que podían representar una amenaza. Quizá incluso tuviera razón.

–Me pregunto si es ése el motivo por el que siempre se ha insistido tanto en que los cabezas chatas son animales –comentó Willamar–. Una cosa es matar animales cuando se necesita alimento o cobijo, pero otra muy distinta es matar a personas, por extrañas que éstas sean para nosotros. Nadie está dispuesto a aceptar que sus antepasados mataban a otras personas y se apropiaban de sus viviendas; en cambio, si se cree que esas criaturas eran animales, es algo que puede tolerarse.

Ayla pensó que ésa era una interpretación muy perspicaz; ya había oído otros comentarios juiciosos e inteligentes de labios de Willamar y comenzaba a entender por qué Jondalar siempre había hablado de él con tanto afecto y respeto. Era un hombre excepcional.

–El resentimiento puede permanecer latente por mucho tiempo, durante generaciones –afirmó Marthona–; pero si la gente tiene historias y leyendas, los recuerdos perduran, y al final pueden recrudecerse los antiguos conflictos. Dado que tú, Ayla, conoces a esa gente mucho mejor que nosotros, queríamos saber si podemos hacerte unas preguntas.

Ella dudó si debía decirles que el clan, en efecto, tenía leyendas, pero no las necesitaba para recordar su historia. Nacían ya con recuerdos lejanos.

–Quizá sea aconsejable intentar establecer contacto con ellos de una manera distinta a como se ha hecho en el pasado –continuó Joharran–. Tal vez podamos prevenir los problemas antes de que surjan. Podríamos plantearnos el envío de una delegación para que se reuniera con ellos y hablara quizá de posibles intercambios.

–¿Tú qué opinas, Ayla? –dijo Willamar–. ¿Les interesaría entablar relaciones de intercambio con nosotros?

Ella se quedó pensativa.

–No lo sé. En el clan se tiene conciencia de que existe la gente como nosotros. Para ellos, somos los Otros, pero eluden todo contacto. En el pequeño clan con el que yo me crie rara vez se pensaba en los Otros. Sabían que yo pertenecía a esos Otros y no al clan, pero como sólo era una criatura y, además, niña, Brun y los demás hombres no me concedían mucha importancia, al menos de pequeña. Pero el Clan de Brun no estaba cerca de territorios habitados por los Otros. Creo que en eso tuve suerte. Hasta que me encontraron, nadie en su clan había visto antes a uno de los Otros de tan corta edad; algunos tampoco habían visto a un adulto, ni siquiera de lejos. Me acogieron y cuidaron de mí, pero no sé cómo habrían reaccionado si los hubieran echado de sus hogares o los hubiera acosado una banda de jóvenes violentos.

–Pero Jondalar nos ha contado que alguna gente se había puesto ya en contacto con los que conocisteis en el camino para proponerles tratos comerciales –dijo Willamar–. Si otros comercian con ellos, ¿por qué no nosotros?

–¿No depende eso de si realmente son personas y no animales emparentados con los osos cavernarios? –preguntó Brameval.

–Son personas, Brameval –aseguró Jondalar–. Si hubieras tratado de cerca con alguno de ellos, no tendrías la menor duda. Y son inteligentes. No sólo me encontré con esa pareja que conocimos Ayla y yo en el viaje de regreso. Recuérdame más tarde que te cuente algunas anécdotas.

–Has dicho que ellos te criaron, Ayla –intervino Manvelar, el hombre del cabello gris. Parecía un individuo sensato, poco dispuesto a extraer conclusiones sin informarse previamente–. Háblanos de esa gente. ¿Qué clase de personas son?

Ayla asintió con la cabeza y reflexionó en silencio un momento antes de responder.

–Es interesante esa idea de que están emparentados con los osos cavernarios. Curiosamente hay algo de verdad en eso; la gente del clan también lo cree. A veces incluso conviven con un oso.

Brameval resopló como si aquello viniera a darle la razón.

Ayla le dirigió sus posteriores explicaciones.

–El clan venera a Ursus, el espíritu del Oso Cavernario, del mismo modo que los Otros honran a la Gran Madre Tierra. Para referirse a sí mismos usan el término «Clan del Oso Cavernario». Cuando el clan organiza su gran reunión, como la Reunión de Verano, pero no todos los años, celebra una ceremonia muy sagrada por el espíritu del Oso Cavernario. Mucho antes de la Reunión del Clan, el clan anfitrión captura a un osezno y se lo lleva a vivir a su caverna. Le dan de comer y lo crían como a sus propios hijos, y cuando crece y se hace demasiado grande, construyen una jaula y lo tienen dentro para evitar que huya, pero siguen alimentándolo y mimándolo... En la Reunión del Clan, los hombres compiten por ver quien tendrá el honor de enviar a Ursus al Mundo de los Espíritus para hablar en favor del clan y transmitir sus mensajes. Los elegidos son los tres vencedores de la mayoría de las pruebas; se requiere ese número como mínimo para enviar a un oso cavernario adulto al otro mundo. Aunque salir elegido es un honor, también resulta muy peligroso. A menudo el oso se lleva consigo a uno o más hombres al Mundo de los Espíritus.

–Se comunican, pues, con el Mundo de los Espíritus –concluyó el Zelandoni de la Undécima Caverna.

–Y entierran a sus muertos con ocre rojo –agregó Jondalar, sabedor de que esas palabras tenían un hondo significado para aquel hombre.

–Esta información tardará un tiempo en asimilarse –observó la jefa de la Undécima Caverna– y deberá analizarse a fondo. Acarreará muchos cambios.

–Sin duda, tienes razón, Kareja –dijo la Primera Entre Quienes Servían.

–De momento, no necesitamos pensar demasiado para decidirnos a hacer un alto y comer –propuso Proleva mirando hacia el extremo este de la terraza.

Todos se volvieron a mirar en esa misma dirección. Un desfile de gente se acercaba con cuencos y fuentes de comida.

Los asistentes a la reunión se disgregaron en pequeños grupos para comer. Manvelar, con su plato, se sentó al lado de Ayla y frente a Jondalar. Se había presentado la noche anterior, pero debido a la muchedumbre que rodeaba a la recién llegada no había intentado conocerla mejor. Su caverna estaba cerca, y sabía que más adelante tendría tiempo de sobra.

–Ya has recibido varias invitaciones, pero permíteme añadir otra –dijo–. Debes venir a visitar Roca de los Dos Ríos, la Tercera Caverna de los zelandonii. Somos vecinos cercanos.

–Si se conoce a la Decimocuarta Caverna por sus excelentes pescadores y a la Undécima por la construcción de balsas, ¿por qué se conoce a la Tercera Caverna? –preguntó Ayla.

Jondalar contestó por él.

–La caza.

–¿No se caza en todas partes? –inquirió ella.

–Claro que sí, y por eso precisamente no se jactan de ello, porque en todas partes se caza. A determinados cazadores de otras cavernas les gusta pregonar sus proezas, y quizá sean muy hábiles, pero la Tercera Caverna, como grupo, supera a todas las demás en ese terreno.

Manvelar sonrió.

–A nuestra manera sí nos jactamos de ello, pero personalmente creo que si hemos llegado a ser tan buenos cazadores, se debe a nuestra ubicación. Nuestro refugio se encuentra a cierta altura por encima de la confluencia de Dos Ríos, ambos con anchos valles cubiertos de hierba. Éste –dijo señalando hacia el río con el hueso a medio descarnar que tenía en la mano– y otro que se llama Río de la Hierba. La mayoría de los animales que cazamos atraviesa esos dos valles en sus migraciones, y nosotros contamos con una posición idónea para observarlos en cualquier época del año. Hemos aprendido a prever con relativa exactitud cuándo aparecerán ciertos animales, y solemos informar de ello a los demás, pero normalmente somos los primeros en ir a cazarlos.

–Puede que sea así, Manvelar, pero en la Tercera Caverna no hay sólo uno o dos buenos cazadores, sino que todos son excelentes. Trabajan con ahínco para perfeccionar sus aptitudes. Todos sin excepción –insistió Jondalar–. Ayla lo comprende. Le encanta cazar, y maneja la honda con una destreza asombrosa, pero espera a ver el nuevo lanzavenablos que ideamos. Arroja una lanza a una distancia increíble y a mayor velocidad. Ayla es más certera, y yo lanzo algo más lejos, pero cualquiera puede alcanzar a un animal a una distancia dos o tres veces superior a la de un lanzamiento con la mano.

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