Los refugios de piedra (42 page)

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Authors: Jean M. Auel

BOOK: Los refugios de piedra
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–Jondalar –gritó Ayla. Él cabalgó hasta ella. Había cogido un haz de hierba y un jirón de cuero–. Cualquier cosa que se agite o se mueva de una manera imprevista suele asustar a los bisontes, sobre todo en una estampida, o al menos eso ocurrió cuando condujimos a los bisontes hacia el cerco del Campamento del León. Estas cosas deben de usarse para acosar a los animales cuando corren hacia el cerco, para evitar que se disgreguen. ¿Tendrá alguien inconveniente en que coja algunas? Quizá nos sean útiles cuando tratemos de guiar la manada hacia aquí.

–Tienes razón, son para eso –dijo Jondalar–, y estoy seguro de que a nadie le importará que nos llevemos alguna si eso contribuye a traer hasta aquí a los bisontes.

Abandonaron el valle y se encaminaron hacia el lugar donde habían visto el rebaño por última vez. No fue difícil hallar el rastro de la lenta manada, y estaba algo más cerca del valle que unas horas antes. En total había unos cincuenta animales, entre machos, hembras y crías. Empezaban a reunirse para formar la gran manada migratoria que empezaría a desplazarse hacia otras tierras más avanzada la estación.

En ciertas épocas del año los bisontes se congregaban en tal número que verlos en movimiento era como contemplar las aguas de un sinuoso río marrón oscuro salpicado de grandes cuernos negros. En otras épocas se dividían en grupos más reducidos, a veces no mucho mayores que una familia extensa, pero generalmente preferían juntarse en manadas de tamaño considerable. En suma, la seguridad residía en la cantidad. Si bien los depredadores, en particular los leones cavernarios y las jaurías de lobos, capturaban con frecuencia a algún que otro bisonte de una manada, solía tratarse de los animales más lentos o débiles, lo cual posibilitaba la supervivencia de los sanos y fuertes.

Se acercaron muy despacio a la manada, pero los bisontes apenas les prestaron atención. Los caballos no representaban una amenaza, aunque sí rehuían a Lobo. Advertían su presencia, pero no se asustaban; simplemente lo eludían, intuyendo que un solo lobo no podía abatir a un animal del tamaño de un bisonte. Por término medio, un bisonte macho medía unos dos metros desde lo más alto del lomo y pesaba alrededor de una tonelada. Tenía unos cuernos largos y negros, y una barba que sobresalía de su sólida quijada. Las hembras eran más pequeñas, pero tanto ellas como los machos eran rápidos y ágiles, capaces de ascender por empinadas pendientes y saltar por encima de obstáculos de gran altura.

Con la cola en alto y la cabeza gacha, galopaban a grandes zancadas incluso por terrenos rocosos. Los bisontes no le tenían miedo al agua y nadaban bien; luego se secaban la gruesa piel revolcándose en la arena o el polvo. Solían pacer por la tarde y durante el día rumiaban tranquilamente. Tenían muy desarrollados los sentidos del oído y el olfato. Un bisonte adulto podía comportarse de manera agresiva y violenta, y no era fácil matarlo ni con garras y dientes ni con lanzas, pero un solo bisonte proporcionaba ochenta kilos de carne, más grasa, huesos, piel, pelo y cuernos. Los bisontes eran animales orgullosos y nobles, respetados por quienes los cazaban y admirados por su fuerza y valor.

–¿Cuál sería la mejor manera de dirigirlos hacia el cerco? –preguntó Jondalar–. Por lo general, los cazadores los dejan ir a su paso e intentan guiarlos despacio hacia la trampa, al menos hasta las proximidades.

–Cuando cazábamos en nuestro viaje, tratábamos de separar a un animal de la manada –dijo Ayla–. Ahora queremos que todos sigan en la misma dirección, hacia aquel valle. Supongo que si cabalgamos y gritamos detrás de la manada, avanzarán; también nos será útil agitar estas cosas, sobre todo si algunos bisontes intentan desbandarse. No nos interesa que salgan de estampida en sentido contrario. Por otra parte, Lobo siempre ha disfrutado acosándolos, y se le da bien mantenerlos juntos.

Alzó la vista para mirar al sol y calcular cuándo llegarían al cerco y a qué distancia de allí estarían los cazadores. «Bueno, lo importante es conseguir que empiecen a moverse hacia la trampa», pensó.

Rodearon el rebaño para colocarse en el lado opuesto a la dirección que debían tomar. Entonces cruzaron una mirada y, con un gesto de asentimiento, comenzaron a gritar a la vez que echaron a galopar hacia la manada. Ayla, al no usar con Whinney ni cabestro ni riendas, llevaba las manos libres y agitaba un haz de hierba en una y el jirón de cuero en la otra.

De forma espontánea, la primera vez que montó sobre el lomo de la yegua no hizo intento alguno de guiarla. Sencillamente se aferró a sus crines y la dejó correr. Experimentó la misma sensación de libertad y euforia que si volara como el viento. Finalmente, aquel primer día, la yegua aminoró el paso y regresó por propia voluntad al valle, que era el único hogar que conocía. Después de aquello, Ayla ya no pudo dejar de cabalgar, pero al principio la doma fue inconsciente. Sólo más adelante se dio cuenta de que con la presión de las piernas y el movimiento del cuerpo podía transmitir al animal sus intenciones.

La primera vez que Ayla cazó ella sola animales grandes, después de abandonar el clan, dirigió a la manada de caballos que acudían al valle hacia una zanja que ella misma había cavado. Ignoraba que el caballo que casualmente cayó en la trampa era una madre que aún estaba amamantando a su cría, y no se dio cuenta de ello hasta que vio a unas hienas acechar a la potranca. Con su honda ahuyentó a aquellas repugnantes fieras y rescató a la cría, más porque odiaba a las hienas que por salvar al animal. Sin embargo, una vez que lo hubo salvado, se sintió obligada a cuidar de él. Había aprendido años atrás que una cría podía comer lo mismo que su madre si estaba blando, así que preparó un caldo a base de grano para alimentar a la potranca.

Ayla pronto comprendió que, salvando al animal, se había hecho un favor a sí misma. Estaba sola en el valle, y agradecía la compañía de un ser vivo. No tenía el menor propósito de domesticar al caballo, y nunca se lo planteó en esos términos. Veía a la joven yegua como una amiga. Más tarde se convirtió en una amiga que le permitía montar sobre su lomo y que iba a donde Ayla quería que fuese, porque ésa era su voluntad.

En su primera época de celo, Whinney se marchó a vivir con una manada durante un tiempo, pero regresó junto a Ayla al morir el semental. La cría nació poco después de encontrar ella al hombre herido, que resultó ser Jondalar. El potro pasó a ser de él, que lo domó y adiestró con sus propios medios. Jondalar inventó el cabestro para dirigir y controlar al joven corcel. Ayla lo consideró útil para usarlo con Whinney sólo cuando necesitaba mantenerla en un área específica. Jondalar usaba también el cabestro si tenía que guiar a Whinney. Rara vez intentaba montar a la yegua, ya que no comprendía las señales que Ayla utilizaba para dirigirla, ni el animal entendía las de él. Por su parte, ella tenía un problema similar con Corredor.

Ayla miró a Jondalar, que galopaba tras un bisonte. Guiaba a Corredor con soltura y agitaba un haz de hierba ante la cara de un joven macho para que siguiera adelante con los demás. Ayla vio desviarse a una hembra asustada y fue tras ella, pero Lobo se le adelantó y obligó al animal a volver. La mujer sonrió al lobo, que se lo pasaba en grande persiguiendo a los bisontes. Todos ellos –Ayla, Jondalar, los dos caballos y el lobo– habían aprendido a trabajar y a cazar juntos durante el año de viaje siguiendo el curso del Río de la Gran Madre a través de las llanuras orientales.

Cuando se aproximaban al estrecho valle, Ayla dejó escapar un suspiro de alivio al ver a un lado a un hombre que le hacía señas con los brazos. Los cazadores ya habían llegado. Ellos mismos mantendrían a la manada en la dirección correcta en cuanto entraran en el valle, pero un par de bisontes situados a la cabeza intentaban apartarse del camino. Se inclinó sobre Whinney y, con una señal casi inconsciente, le pidió que galopara más deprisa. Como si adivinara el pensamiento a la mujer, la yegua corrió a cortar el paso al bisonte reacio a penetrar en el valle. Ayla gritó cuando Whinney se acercaba y agitó el haz de hierba y el jirón de cuero en la astuta cara de la vieja hembra hasta obligarla a volverse. El resto de los bisontes la siguieron.

Las dos personas a lomos de los caballos y el lobo consiguieron mantener a los bisontes en marcha y juntos en la misma dirección, pero el valle se estrechaba poco antes de la abertura del cerco, con lo cual los bisontes se amontonaron, y se redujo la velocidad de su avance. Ayla advirtió que un macho trataba de zafarse de la presión.

Un cazador salió de detrás de un panel e intentó detenerlo con su lanza. El arma dio en el blanco, pero no fue una herida mortal, y el bisonte siguió adelante por el propio impulso de su carrera. El cazador retrocedió de un salto y trató de esquivar la embestida ocultándose de nuevo tras el panel; pero era una protección demasiado endeble para un animal tan poderoso. Enfurecido por el dolor, el enorme y lanudo bisonte arremetió contra el panel y lo derribó. El hombre cayó allí mismo, y en medio de la confusión, el bisonte lo pisoteó.

Contemplando horrorizada la escena, Ayla sacó el lanzavenablos, y estaba buscando una lanza cuando vio que otra se clavaba en el bisonte. Aun así, arrojó también la suya y apremió a Whinney, ajena al peligro de la estampida. Saltó del lomo del caballo aun antes de detenerse. Apartó el panel y se arrodilló al lado del hombre que yacía en tierra no muy lejos del bisonte abatido. Lo oyó gemir. Estaba vivo.

Capítulo 13

Whinney daba brincos nerviosos y sudaba copiosamente mientras los bisontes entraban en el cerco. Mientras Ayla cogía la bolsa de las medicinas de uno de los canastos, acarició a la yegua para tranquilizarla, pensando en qué podría hacer por aquel hombre herido. Ni siquiera se dio cuenta de que la puerta del cerco se cerró y los bisontes quedaron atrapados dentro. Tampoco advirtió el momento en que los cazadores empezaron a sacrificar metódicamente algunos de los animales.

El lobo había disfrutado acosando a los bisontes, pero ya antes de cerrarse la puerta había dejado de correr tras ellos para buscar a Ayla. La encontró de rodillas al lado del hombre herido. Algunos empezaron a formar un círculo alrededor del hombre tendido en tierra, pero la presencia del lobo los inducía a mantenerse a cierta distancia. Ajena a la gente que la observaba, Ayla comenzó a examinarlo. Estaba inconsciente, pero se notaba una ligera palpitación en el cuello, bajo la mandíbula. Le abrió la ropa al herido.

No había sangre, pero una mancha de color negro azulado se extendía ya por su pecho y abdomen. Con cuidado, le palpó el pecho y el vientre en torno al hematoma cada vez más oscuro. Hizo presión. El hombre se estremeció y dejó escapar un grito de dolor, pero no despertó. Ayla escuchó su respiración y oyó un suave gorgoteo. Notó entonces que brotaba un hilo de sangre por la comisura de sus labios y supo que tenía heridas internas.

Alzó la vista y vio los penetrantes ojos azules de Jondalar y su habitual ceño de preocupación. Al lado de él, casi con idéntica expresión interrogativa, estaba Joharran. Ayla movió la cabeza en un gesto de negación.

–Lo siento. Lo ha pisoteado ese bisonte –dijo mirando el animal muerto a unos pasos de él–. Tiene las costillas rotas, y parece que le han perforado los pulmones. Hay una hemorragia interna. No podemos hacer nada, me temo. Si tiene compañera, convendría enviar a alguien a buscarla. Probablemente pronto caminará por el mundo de los espíritus.

–¡Nooo! –gritó alguien entre la gente. Un joven se abrió paso a empujones y se postró junto al herido–. ¡No es verdad! ¡No puede ser! ¿Cómo lo sabe esta mujer? Una cosa así sólo la sabe la Zelandoni. ¡Ella ni siquiera es de los nuestros!

–Es el hermano de este hombre –explicó Joharran a Ayla.

El joven intentó abrazar al herido que yacía en tierra. Le volvió la cabeza para mirarlo.

–¡Despierta, Shevoran! –gimoteó–. Despierta, por favor.

–Vamos, Ranokol. Así no vas a ayudarle.

El jefe de la Novena Caverna intentó levantar al joven, pero éste lo rechazó.

–No importa, Joharran. Déjalo. Un hermano tiene derecho a despedirse –dijo Ayla. Advirtiendo que el hombre comenzaba a moverse, añadió–: Aunque un hermano también podría inducirlo a despertar, y sufrirá intensos dolores.

–Ayla, ¿no llevas en tu bolsa corteza de sauce o algún otro calmante? –preguntó Jondalar. Sabía que ella siempre tenía a mano algunas de las hierbas medicinales básicas. La caza entrañaba ciertos riesgos, y estaba seguro de que ella habría previsto la posibilidad de algún accidente.

–Sí, claro, pero no creo que deba beber. Con lesiones internas tan graves no le conviene –se interrumpió–. Quizá un emplasto le proporcione un poco de alivio. Puedo intentarlo. Primero debemos trasladarlo a algún sitio cómodo. Necesitaremos leña para encender fuego y hervir agua. ¿Tiene compañera, Joharran? –insistió Ayla. Él asintió con la cabeza–. Alguien debería ir a buscarla, pues, y también a la Zelandoni.

–Naturalmente –dijo el jefe de la Novena Caverna, al que de pronto se le hizo muy evidente el peculiar acento de Ayla, pese a que casi lo había olvidado hasta ese momento.

Se acercó Manvelar.

–Mandemos a un grupo a buscar un sitio para llevar a este hombre, un sitio donde esté cómodo, lejos de este campo de caza.

–¿No hay una caverna pequeña en aquel precipicio de allí? –preguntó Thefona.

–Por fuerza ha de haber alguna cerca –comentó Kimeran.

–Tienes razón –dijo Manvelar–. Thefona, ¿por qué no reúnes a unas cuantas personas, y vais a buscar algún sitio?

–Nosotros la acompañaremos –se ofreció Kimeran, y llamó a la gente de la Segunda y Séptima Cavernas que había participado en la cacería.

–Brameval, quizá tú podrías encargarte de organizar otro grupo para recoger leña y traer agua. Tendremos que pensar también en alguna manera de transportarlo. Hay gente que ha traído pieles de dormir. Llevaremos algunas para él, junto con cualquier otra cosa que necesite –prosiguió Manvelar. Volviéndose hacia los cazadores y alzando la voz, dijo–: Nos hace falta un buen mensajero para ir a informar a Roca de los Dos Ríos.

–Yo iré –se ofreció Jondalar–. Yo puedo transmitir el mensaje, y no hay aquí mensajero más rápido que Corredor.

–En eso creo que tienes razón.

–Siendo así, quizá podrías ir a la Novena Caverna y traer aquí a Relona, y también a la Zelandoni –propuso Joharran–. Cuéntale a Proleva lo ocurrido. Ella sabrá cómo organizarlo todo. La Zelandoni debería ser quien dé la mala noticia a la compañera de Shevoran. Puede que quiera que tú expliques a Relona lo que ha pasado, pero déjaselo a ella.

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