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Authors: Jean M. Auel

Los refugios de piedra (37 page)

BOOK: Los refugios de piedra
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Echó un vistazo alrededor para reconocer el lugar. Aunque se hallaba algo retirada del cauce y por encima del nivel del agua, estaba en realidad muy cerca del Río. Comentó a Marthona esa circunstancia.

–Sí, están muy cerca del Río –dijo ella–. Algunos piensan que corren riesgo de inundación. Según el Zelandoni, hay indicios en las Leyendas de los Ancianos que inducen a creerlo, pero ninguna persona aún viva, ni siquiera los más viejos, guarda recuerdo de inundaciones en este lugar. En todo caso, aprovechan bien su emplazamiento.

Willamar explicó que la gente de la Undécima Caverna, gracias a su acceso inmediato, sacaba partido de los recursos del Río. La pesca era una de sus principales actividades, pero para ellos era más importante aún el transporte fluvial, que de hecho era por lo que más se les conocía.

–En las balsas se cargan cantidades considerables de todo aquello que requiere ser transportado: comida, mercancías, personas –dijo–. Además de ser los más diestros impulsando las balsas río arriba y abajo, actividad que realizan para su propio provecho y también cuando se lo piden las cavernas vecinas, los moradores de la Undécima Caverna son los que las construyen casi todas.

–Ésa es su aptitud más destacada –añadió Jondalar–. Estas gentes están especializadas en construir y manejar balsas. Su hogar se conoce como Sitio del Río.

–¿No son para eso aquellas estructuras de troncos? –preguntó Ayla señalando varias construcciones de madera situadas casi al borde del agua. No le resultaban del todo desconocidas. Ya había visto algo similar antes y trató de recordar dónde. De pronto se acordó. Las mujeres s’armunai habían utilizado una balsa. Cuando ella intentaba encontrar a Jondalar y seguía el único sendero que partía del lugar de su desaparición, llegó a un río y vio cerca una pequeña balsa.

–No todas están destinadas a la construcción –respondió Jondalar–. La que parece una balsa enorme es el muelle. Las plataformas de menor tamaño que están atadas son balsas. Casi todas las cavernas disponen de un lugar cerca del agua donde amarrar balsas; en algunos casos son construcciones muy sencillas, unas cuantas estacas unidas; otros tienen muelles algo más elaborados, pero en ningún caso como el de la Undécima. Cuando alguien quiere viajar o transportar algo, ya sea río arriba o río abajo, acude a ellos para encargarles la organización. Hacen sus trayectos con bastante regularidad. Me alegro de que hayamos parado aquí. Tenía ganas de hablarles de los sharamudoi y sus embarcaciones de troncos, con las que resulta tan fácil maniobrar.

Joharran oyó el comentario.

–Dudo que tengas tiempo de entrar en conversación sobre las embarcaciones fluviales en esta ocasión, a menos que quieras quedarte –advirtió–. Me gustaría estar de regreso en la Novena Caverna antes de que anochezca. Dije a Kareja que haríamos un alto aquí porque ella deseaba enseñarle la caverna a Ayla, y porque yo quería remontar el río en balsa después de la cacería para reunirme con otros jefes y hablar acerca de la Reunión de Verano.

–Si dispusiéramos de una de aquellas pequeñas canoas de los ramudoi, un par de personas podrían remar río arriba mucho más fácilmente de lo que resulta hacerlo impulsando una pesada balsa –se lamentó Jondalar.

–¿Cuánto se tardaría en hacer una de esas embarcaciones? –preguntó Joharran.

–Lleva bastante trabajo –admitió Jondalar–, pero una vez construidas duran mucho tiempo.

–Entonces eso ahora no es solución para mí, ¿no te parece?

–No. De hecho, me planteaba su utilidad futura.

–Bien, pero yo he de viajar río arriba en los próximos días, y luego volver –insistió Joharran–. Si la Undécima Caverna planea una salida, tanto la ida como la vuelta serían mucho más cómodas y rápidas, pero puedo ir a pie si no queda otro remedio.

–Podrías ir a caballo –propuso Ayla.



podrías ir a caballo, Ayla –repuso Joharran con una sarcástica sonrisa–. Yo no sabría cómo guiarlos en la dirección correcta.

–Un caballo puede cargar a dos personas. Podrías montar conmigo a la grupa.

–O conmigo –añadió Jondalar.

–Bueno, quizá en otro momento –contestó Joharran–. Por ahora prefiero preguntar si la Undécima Caverna planea pronto un viaje río arriba.

No habían visto acercarse a Kareja.

–Pues precisamente pensaba hacer un viaje río arriba –dijo la jefa de la Undécima Caverna. Todos se volvieron hacia ella–. Yo también estaré presente en esa reunión, Joharran, y si la cacería va bien… –El éxito en una cacería nunca se daba por sentado, aunque se considerara lo más probable, porque podía traer mala suerte–. Si va bien, no estaría de más transportar cierta cantidad de carne al emplazamiento de la Reunión de Verano para almacenarla con antelación en algún lugar seguro de las inmediaciones. Coincido contigo en que este año la reunión estará más concurrida que de costumbre. –Miró a Ayla–. Sé que tenéis poco tiempo, pero quería enseñarte nuestra caverna y presentarte a algunas personas. –Si bien no ignoró del todo a Jondalar, dirigió sus palabras a Ayla.

El joven observó con atención a la jefa de la Undécima Caverna. Había sido una de quienes más desdén había mostrado entre aquellos que se habían reído de él al escuchar sus propuestas sobre la cacería y sus afirmaciones respecto a las nuevas armas y, sin embargo, ahora parecía muy favorablemente impresionada por Ayla… después de conocer su destreza. Quizá, pensó Jondalar, debía aplazar para mejor ocasión la charla sobre el nuevo tipo de botes; acaso Kareja no fuera la persona más indicada con quien hablar del tema. Se preguntó quién sería en la actualidad el principal constructor de balsas.

Intentó recordar lo que sabía de Kareja. Nunca había habido muchos hombres interesados en ella, y no por falta de atractivo, sino porque ella misma no mostraba especial interés por los hombres y no los alentaba a aproximarse. Pero, por lo que Jondalar recordaba, Kareja tampoco se había interesado nunca por las mujeres. Siempre había vivido con su madre, Dorova. Se preguntó si viviría aún con ella.

La madre de Kareja nunca se había decidido a vivir con un hombre. Jondalar no recordaba quién era el hombre de su hogar, ni si alguien había llegado a saber quién era el hombre cuyo espíritu había elegido la Gran Madre para dejar encinta a Dorova. La gente había especulado acerca del nombre que Dorova escogió para su hija, sobre todo porque el sonido inducía a asociarlo con la palabra «coraje». ¿Creía acaso que Kareja necesitaría coraje? Se requería coraje para ponerse al mando de una caverna.

Ayla, consciente de que el lobo atraería la atención de la gente, se inclinó para tranquilizarlo con caricias y palabras reconfortantes. También a ella la tranquilizaba el contacto con el animal. Resultaba duro ser el blanco de todas las miradas, y no parecía que la situación fuera a cambiar en breve. Por esa misma razón no le entusiasmaba la idea de asistir a la Reunión de Verano, pese a que sí aguardaba con ilusión la ceremonia matrimonial que la convertiría en compañera de Jondalar. Antes de volver a erguirse, respiró hondo y, con disimulo, dejó escapar un suspiro. Haciendo a Lobo una señal para que permaneciera cerca, acompañó a Kareja en dirección al primero de los refugios.

Era similar a los demás refugios de piedra de la región. A causa de las relativas diferencias de dureza entre las distintas capas de la piedra caliza, la erosión se había producido a un ritmo desigual, creándose espacios entre las terrazas y salientes que se hallaban protegidos de las precipitaciones y a la vez abiertos a la luz del día. Con estructuras añadidas para impedir el paso del viento y con fuego para proporcionar calor, las cavidades formadas en los precipicios de piedra caliza constituían espacios con unas condiciones de vida muy ventajosas incluso durante los inviernos de la Época Glaciar en las regiones periglaciales.

Después de conocer a varias personas y presentar a Lobo a algunas de ellas, Ayla fue conducida al otro refugio de piedra, donde vivía Kareja. Allí saludó a la madre de la jefa de la caverna, Dorova, pero a ningún otro pariente. Aparentemente, Kareja no tenía compañero ni hermanos, y dejó muy claro que no deseaba hijos, aduciendo que ocuparse de su caverna era ya responsabilidad más que suficiente.

Tras estas explicaciones, Kareja guardó silencio y observó a Ayla con mirada escrutadora.

–Ya que conocéis tan bien a los caballos –dijo finalmente–, quiero enseñaros una cosa.

Jondalar se quedó un tanto sorprendido cuando la jefa se encaminó hacia una pequeña cueva. Sabía adónde iban, y la gente no acostumbraba a llevar a desconocidos a sus lugares sagrados en la primera visita. Cerca de la entrada de la única galería de la cueva, había una serie de trazos crípticos, y dentro varios grabados toscos apenas visibles. Adornaba el techo, sin embargo, un gran caballo grabado con delicadeza y precisión y, al fondo, más marcas.

–Es un magnífico caballo –comentó Ayla–. Quienquiera que lo hiciese conocía bien a estos animales. ¿Vive aquí esa persona?

–No, aunque quizá su espíritu continúe entre nosotros –respondió Kareja–. El grabado lleva aquí mucho tiempo. Lo hizo algún antepasado, no sabemos quién.

Por último, Kareja mostró a Ayla el muelle y las dos balsas allí amarradas, así como un área de trabajo donde había otra balsa en fase de construcción. Le habría gustado quedarse más tiempo y conocer más detalles, pero Joharran tenía prisa y Jondalar dijo que también él debía hacer preparativos. Ayla no quería quedarse sola, y menos tratándose de su primera visita, pero prometió volver.

El grupo prosiguió su camino hacia el norte, aguas arriba, por la orilla del Río hasta el pie de una escarpa rocosa donde había un pequeño refugio de piedra. Ayla observó que los detritos de roca tendían a acumularse a lo largo del borde del refugio, bajo el saliente y se había formado allí una pared de piedrecillas sueltas y angulosas.

Se advertían ciertos indicios de utilización. Detrás del pedregal se alzaban varias mamparas de paneles, y había también una desplomada. Contra la pared del fondo habían lanzado unas pieles de dormir, tan gastadas que habían perdido la mayor parte del pelo. Se veían asimismo los círculos negros de varias fogatas apagadas, dos de ellos delimitados por piedras, y uno con dos horquillas plantadas a los lados, una enfrente de la otra, usadas –supuso Ayla– para poner a asar carne ensartada en un espetón.

La joven creyó ver unas volutas de humo procedentes de uno de esos círculos y se sorprendió. El lugar parecía abandonado y, sin embargo, daba la impresión de que lo hubieran utilizado recientemente.

–¿Qué caverna vive aquí? –preguntó.

–Ninguna –contestó Joharran.

–Pero todas usan este sitio –añadió Jondalar.

–Todos lo emplean para algo de vez en cuando –explicó Willamar–. Es un lugar para resguardarse de la lluvia, o para que un grupo de jóvenes se reúna, o para que una pareja esté a solas una noche; pero nadie vive aquí de manera permanente. La gente lo llama «el Refugio», sin más.

Tras detenerse un momento en el Refugio, siguieron por el valle del Río hacia el Paso. Ayla volvió a ver ante ella los precipicios y la forma característica de la Novena Caverna en la orilla derecha, en el lado exterior de un recodo cerrado. Después de vadear, continuaron por un hollado sendero que discurría entre el Río y el pie de una ladera escasamente poblada de árboles y matorrales.

Tuvieron que colocarse de nuevo en fila india cuando el sendero se estrechó entre la orilla y un precipicio escarpado.

–Éste es el que llamáis Roca Alta, ¿no? –preguntó Ayla, aminorando el paso para que Jondalar le diera alcance.

–Sí –contestó él cuando se acercaban a una bifurcación que se encontraba algo más allá de la empinada pared.

El desvío doblaba hasta orientarse en dirección opuesta a la que ellos llevaban, pero cuesta arriba.

–¿Adónde va ese desvío? –quiso saber Ayla.

–A unas cuevas situadas a bastante altura en ese precipicio que acabamos de pasar –respondió Jondalar.

Ella asintió con la cabeza.

Un poco más adelante, el sendero que iba al norte desembocaba en un valle encajonado entre barrancos, con orientación este-oeste. Un arroyo corría por el centro del valle hasta el Río, que en ese tramo fluía de norte a sur casi con toda precisión. Era tan angosto que parecía un desfiladero, el valle se hallaba enclavado entre dos empinados muros: al sur, Roca Alta, el precipicio vertical que acababan de dejar atrás; al norte, una segunda masa de roca de proporciones aún mayores.

–¿Ése también tiene nombre? –preguntó Ayla.

–Lo llaman Roca Grande –dijo Jondalar–, y al riachuelo se lo conoce como Arroyo de los Peces.

Al alzar la vista sendero arriba, vieron descender a varias personas que caminaban hacia ellos. Brameval iba al frente, con una amplia sonrisa.

–Ven a visitarnos, Joharran –propuso cuando llegó ante ellos–. Nos gustaría enseñarle la caverna a Ayla y presentarle a algunas personas.

A juzgar por el semblante de su hermano, Jondalar adivinó que no deseaba parar de nuevo, si bien sabía que negarse habría sido una gran falta de cortesía. Marthona supo interpretar también la expresión de Joharran y se apresuró a intervenir para evitar que su hijo, por un poco de prisa, cometiera un error por malentendidos entre unos buenos vecinos. Cualesquiera que fuesen los planes de Joharran, no serían tan importantes como para eso.

–Naturalmente –dijo Marthona–. Nos encantaría hacer un alto. Aunque esta vez no podemos quedarnos mucho rato. Debemos prepararnos para la cacería, y Joharran tienen algunos asuntos pendientes.

–¿Cómo ha sabido que estábamos pasando por aquí en este preciso momento? –preguntó Ayla a Jondalar mientras ascendían por el sendero que bordeaba el Arroyo de los Peces y conducía a la caverna.

–¿Te acuerdas del desvío que subía hacia las cuevas de Roca Alta? –dijo Jondalar–. Brameval debía de tener un vigía allí, que le habrá avisado en cuanto nos ha visto.

Ayla vio a una muchedumbre esperando, y advirtió que las secciones de los enormes bloques de piedra caliza dispuestos de cara al arroyo contenían varios salientes pequeños y cuevas, y un inmenso refugio de roca. Cuando llegaron, Brameval se dio media vuelta y extendió los brazos para abarcar toda la caverna con su gesto.

–Bienvenidos a Pequeño Valle, el hogar de la Decimocuarta Caverna de los zelandonii –saludó.

Ante el espacioso refugio se extendía una amplia terraza accesible desde ambos lados a través de unas rampas en las que se habían labrado angostos caminos de peldaños. Arriba, en la pared del precipicio, un pequeño orificio en la roca se había agrandado para usarse como puesto de observación o salida de humos. Un parte de la abertura frontal del refugio se hallaba protegida de los elementos mediante un muro de fragmentos de piedra caliza apilados.

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