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Authors: Jean M. Auel

Los refugios de piedra (44 page)

BOOK: Los refugios de piedra
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–Quiero pedirte disculpas –dijo por fin–. Me arrepiento de haberme dejado convencer por Marona para gastarte aquella broma. No estuvo bien. No sé qué decir.

–No hay nada que decir, ¿no crees, Portula? –repuso Ayla–. Además, recibí un conjunto para salir de caza muy cómodo y caliente. Aunque dudo que fuera ésa la intención de Marona, le sacaré provecho, así que olvidemos el asunto.

–¿Puedo hacer algo por Shevoran? –ofreció Portula.

–Nadie puede ayudarlo ya. Me asombra que siga entre nosotros. Cuando despierta, pregunta por su compañera. Joharran le ha dicho que está de camino –explicó Ayla–. Creo que trata de resistir para verla. Ojalá pudiera hacer algo para aligerarle este trance, pero la mayoría de las medicinas para el dolor han de tragarse. Le he dado una piel empapada de agua para humedecerse la boca, pero me temo que con su herida se pondría peor si bebiera.

Joharran estaba de pie frente al refugio, mirando hacia el sur, por donde Jondalar se había marchado, y aguardando impaciente su regreso con Relona. El sol se encontraba ya a baja altura en el oeste, y no tardaría en oscurecer. Había enviado a un grupo de gente a recoger más leña para hacer una gran hoguera que los guiara, e incluso utilizaban algunos troncos del cerco. La última vez que Shevoran despertó tenía los ojos vidriosos, y el jefe de la Novena Caverna sabía que su muerte no andaba lejos.

El joven había realizado tan valeroso esfuerzo para aferrarse al último hilo de vida que Joharran albergaba la esperanza de que su compañera llegase antes de que él perdiera la batalla. Por fin avistó movimientos a lo lejos; algo se aproximaba. Corrió en esa dirección y, con alivio, descubrió que era un caballo. Cuando se acercaron, fue a recibir a la afligida Relona y la guio hasta el refugio de piedra donde agonizaba su compañero.

Al verla, Ayla tocó al herido con delicadeza en el brazo.

–Shevoran. ¡Shevoran! –volvió a tocarle el brazo, y él abrió los ojos y la miró–. Está aquí. Relona está aquí.

El hombre volvió a cerrar los ojos y sacudió ligeramente la cabeza como para despejarse.

–Shevoran, soy yo. He venido lo antes posible. Háblame. Por favor, háblame –dijo Relona, y su voz se quebró en un sollozo.

El herido abrió los ojos y trató de fijar la mirada en el rostro inclinado sobre él.

–Relona –musitó. En su semblante, un amago de sonrisa dio paso a una expresión de dolor. Volvió a mirar a la mujer y contempló sus ojos anegados en lágrimas–. No llores.

Cerró los ojos y tomó aire con visible esfuerzo.

Relona dirigió una mirada suplicante a Ayla. Ésta bajó la vista para observar al herido y, volviéndose de nuevo hacia la mujer, movió la cabeza en un gesto de negación. Horrorizada, Relona buscó alrededor con desesperación a alguna otra persona que le diera una respuesta distinta, pero todos eludieron su mirada. Volvió a fijar la atención en el hombre yacente y advirtió la dificultad con que respiraba, así como un hilo de sangre en la comisura de los labios.

–¡Shevoran! –exclamó, y le cogió la mano.

–Relona… quería verte una vez más... –declaró él con voz entrecortada, abriendo los ojos–, despedirme antes de partir hacia… el mundo de los espíritus. Si Doni lo permite… allí volveremos a vernos.

Cerró los ojos, y oyeron un débil estertor cuando el moribundo trató de respirar. Luego salió de su garganta un ronco gemido, y aunque Ayla estaba segura de que el hombre intentaba controlarlo, el sonido aumentó de volumen. Se interrumpió y de nuevo trató de tomar aire. A continuación Ayla creyó oír un ahogado gorgoteo en el interior de su cuerpo al tiempo que prorrumpía en un angustioso alarido. Cuando el grito se desvaneció, el hombre dejó de respirar.

–No, no. Shevoran. ¡Shevoraaan! –gritó Relona.

Apoyó la cabeza en el pecho de su compañero y lanzó vehementes sollozos de profunda aflicción. Ranokol, de pie junto a ella, tenía lágrimas en las mejillas y parecía desconcertado, aturdido, indeciso. No sabía qué hacer.

De repente los sobresaltó un sonoro y sobrecogedor aullido que procedía de muy cerca y provocaba escalofríos. Todos a una, miraron a Lobo. A cuatro patas, con la cabeza en alto, emitía una estremecedora canción de su especie.

–¿Qué hace? –preguntó Ranokol, alarmado.

–Lamenta la muerte de tu hermano –respondió la voz familiar de la Zelandoni–, como todos nosotros.

Su presencia se acogió con una sensación de alivio generalizada. Había llegado con Relona y unas cuantas personas más, pero se había quedado atrás para observar mientras la compañera de Shevoran se adelantaba apresuradamente. Los sollozos de Relona se convirtieron en un lastimero gemido, una desgarrada expresión de su congoja. La Zelandoni y otros de los allí presentes unieron sus plañidos a aquel angustiado lamento. Lobo aulló con ellos. Finalmente, Ranokol rompió a llorar y se echó sobre el cadáver. Al cabo de un instante, él y Relona estaban abrazados, compartiendo el dolor y lamentando la pérdida.

Ayla pensó que a ambos les servía de consuelo. Para mitigar su aflicción y su ira, Ranokol necesitaba exteriorizar su dolor, y Relona lo había ayudado. Cuando Lobo volvió a aullar, Ayla lo secundó con un aullido tan realista que por un momento muchos pensaron que había otro lobo. Luego, para sorpresa de quienes habían velado al hombre en el refugio, se oyó a lo lejos el aullido de otro lobo en respuesta a aquel elegíaco canto lobuno.

Poco después la donier ayudó a levantarse a Relona y la llevó hasta una piel extendida en tierra cerca del fuego. Joharran acompañó al hermano del difunto a su sitio al otro lado de la hoguera. Allí sentada, la mujer se balanceaba adelante y atrás a la vez que emitía un grave gemido, indiferente a cuanto la rodeaba.

La Zelandoni de la Tercera Caverna habló en voz baja con la corpulenta Zelandoni de la Novena Caverna y poco después regresó con un vaso humeante en cada mano. La donier de la Novena Caverna cogió uno de los vasos y se lo ofreció a Relona, que bebió el contenido sin oponerse, como si no supiera o no le importara lo que hacía. El otro vaso traído por el Zelandoni de la Tercera Caverna era para Ranokol, que no prestó la menor atención a la bebida ofrecida pero tras cierta insistencia la aceptó. No tardaron en quedar los dos dormidos en las pieles al lado del fuego.

–Me alegra ver que se han serenado –comentó Joharran.

–Necesitaban expresar su dolor –dijo Ayla.

–Sí, así es, pero ahora necesitan descansar –declaró la Zelandoni–, y tú también, Ayla.

–Come algo antes –sugirió Proleva. La compañera de Joharran había llegado con Relona y la Zelandoni y algunas personas más de la Novena Caverna–. Hemos asado un poco de carne de bisonte, y la gente de la Tercera Caverna ha traído más comida.

–No tengo hambre –respondió Ayla.

–Pero debes de estar cansada –dijo Joharran–. Apenas te has apartado del herido en toda la tarde.

–Ojalá hubiera podido hacer algo más por él. No se me ha ocurrido nada para ayudarlo –se lamentó Ayla moviendo la cabeza en un gesto de abatimiento.

–Claro que le has ayudado –dijo el hombre ya mayor que era el Zelandoni de la Tercera Caverna–. Has aliviado su dolor. Nadie podría haber hecho más, y sin tu ayuda él no habría tenido fuerzas para aferrarse un rato más a la vida. Yo no había utilizado un emplasto de ese modo. Para dolores o magulladuras sí, pero ¿para lesiones internas? Dudo mucho que se me hubiera ocurrido. Y, sin embargo, me da la impresión de que ha sido útil.

–Sí, ha sido una manera inteligente de tratarlo –convino la Zelandoni de la Novena–. ¿Lo habías hecho antes?

–No. Y no estaba muy segura de que sirviera, pero tenía que intentar algo –contestó Ayla.

–Has actuado perfectamente –afirmó la donier–. Pero ahora debes comer un poco y descansar.

–No, no me apetece comer, pero me acostaré un rato –accedió Ayla–. ¿Dónde está Jondalar?

–Se ha ido a buscar más leña con Rushemar, Solaban y otros dos o tres hombres –explicó Joharran–. Algunos los acompañaban sólo para sostener las antorchas, pero Jondalar quería asegurarse de que tuviéramos leña suficiente para pasar la noche, y en este valle hay pocos árboles. No tardarán en regresar. –Señalando el lugar, añadió–: Ha dejado allí vuestras pieles de dormir.

Ayla se tendió, pensando en descansar un rato hasta que volviera Jondalar. Tan pronto como cerró los ojos la venció el sueño. Cuando el grupo regresó con la leña, casi todos se habían dormido. La apilaron cerca del fuego y luego se retiraron a los sitios que habían elegido para acostarse. Jondalar vio el cuenco de madera que Ayla solía llevar siempre consigo y con el que calentaba pequeñas cantidades de agua mediante la inmersión de piedras al rojo para infusiones medicinales. Además, había improvisado un armazón de astas, procedentes de la muda del año anterior, para sostener un odre de agua directamente sobre una llama. Aunque la vejiga de ciervo retenía el agua en su interior, rezumaba un poco, y ello impedía que se prendiera fuego cuando se empleaba para calentar agua o guisar.

Joharran detuvo a su hermano para hablar con él un momento.

–Jondalar, quiero saber más acerca de esos lanzavenablos. He visto caer al bisonte por el impacto de tu lanza, y tú estabas más lejos que la mayoría. Si todos dispusiéramos de un arma así, no tendríamos que acercarnos tanto, y Shevoran no habría sido pisoteado.

–De sobra sabes que enseñaré a usarlo a todo aquel que quiera aprender, pero requiere práctica –dijo Jondalar.

–¿Cuánto tardaste tú en aprender a utilizarlo? No me refiero a alcanzar el dominio que ahora tienes, sino a desarrollar destreza suficiente para cazar con él.

–Utilizamos lanzavenablos desde hace ya unos años, pero a finales del primer verano cazábamos ya con ellos. En cambio, no empezamos a cazar con éxito desde los lomos de los caballos hasta el viaje de regreso. Lobo también puede ser muy útil.

–Cuesta acostumbrarse a la idea de usar animales con cualquier otro fin que no sea aprovechar su carne o su piel –comentó Joharran–. No te habría creído capaz de hacerlo si no lo hubiera visto con mis propios ojos. Pero es el lanzavenablos lo que más me interesa. Mañana hablaremos.

Los hermanos se dieron las buenas noches, y Jondalar se dirigió hacia donde dormía Ayla. Lobo levantó la vista. A la luz del fuego, Jondalar vio que la mujer respiraba plácidamente; luego miró al lobo. «Me alegra que Lobo vele siempre por ella», pensó acariciando la cabeza del animal y se tendió junto a Ayla. Lamentaba la muerte de Shevoran, no sólo porque fuera miembro de la Novena Caverna, sino también porque sabía lo doloroso que resultaba para Ayla que alguien muriera sin que ella pudiera hacer nada para evitarlo. Era curandera, pero nadie podía curar ciertas heridas.

La Zelandoni había estado muy ajetreada toda la mañana preparando el cuerpo de Shevoran para el traslado a la Novena Caverna. Hallarse cerca de alguien cuyo espíritu había abandonado el cuerpo perturbaba a la mayoría de la gente, y el entierro de Shevoran incluía aspectos que no se daban en el ritual acostumbrado. Se consideraba muy mala suerte morir en una cacería. Si la víctima estaba sola, la mala suerte resultaba obvia, pues la desgracia ya se había consumado, pero generalmente un zelandoni realizaba un ritual purificador para prevenir cualquier posible efecto futuro. Si dos o tres hombres salían de caza y moría uno de ellos, seguía tomándose como un asunto personal, y bastaba una ceremonia con los supervivientes y miembros de la familia. Pero cuando moría alguien en una cacería en la que no sólo participaba una caverna sino toda la comunidad, la situación era más grave. Debía hacerse algo dirigido a toda la comunidad.

La Que Era la Primera se planteaba qué podía ser lo más conveniente, y llegó a contemplar la posibilidad de prohibir la caza del bisonte hasta el final de esa temporada para conjurar la mala suerte. Ayla la vio relajarse junto al fuego con una infusión, sentada sobre una pila de varios cojines provistos de un apretado relleno que habían llevado hasta allí para ella en la angarilla de Whinney. Casi nunca se sentaba en almohadones bajos y blandos, ya que, con su creciente corpulencia, cada vez le costaba más levantarse.

Ayla se acercó a la donier.

–Zelandoni, ¿puedo hablar contigo?

–Sí, claro.

–Si estás muy ocupada, podemos dejarlo para otro momento –dijo Ayla–. Sólo quería preguntarte una cosa.

–Ahora puedo tomarme un descanso –respondió la Zelandoni–. Trae un vaso y bebe un poco de infusión conmigo –indicó a Ayla que se sentara en una esterilla extendida en el suelo.

–Sólo deseaba saber si, en tu opinión, podía haberse hecho algo más por Shevoran. ¿Existe alguna manera de curar las heridas internas? Cuando vivía con el clan, un hombre resultó herido con un cuchillo por accidente. El cuchillo se rompió y la punta quedó dentro del cuerpo. Iza cortó la piel del hombre y extrajo el fragmento. Pero no creo que ésa fuera solución para las heridas de Shevoran.

El malestar de la forastera por no haber sido capaz de hacer algo más para ayudar al herido era evidente, y su preocupación conmovió a la Zelandoni. Era la clase de sentimientos que podía experimentar un buen acólito.

–No puede hacerse gran cosa por alguien que ha sido pisoteado por un bisonte adulto, Ayla –contestó la Zelandoni–. Algunos bultos e hinchazones pueden sajarse para drenarlos, o puede abrirse la piel para sacar pequeños objetos, como astillas o esa punta rota de un cuchillo que extrajo la mujer de tu clan. Pero se requiere valor para hacer lo que hizo ella. Es peligroso abrir la piel para hurgar en el cuerpo. Provocas una herida que a menudo es mayor que la que intentas curar. Yo he abierto unas cuantas veces, pero sólo lo hice porque estaba segura de que serviría de algo y porque no había otro remedio.

–Ésa es mi impresión.

–También es necesario saber cómo es el cuerpo por dentro. Hay muchas semejanzas entre el interior de un cuerpo humano y el interior del cuerpo de un animal, y yo con frecuencia descuartizo a un animal muy minuciosamente para ver cómo es por dentro y observar la relación entre unos animales y otros. Es fácil distinguir los tubos que conducen la sangre desde el corazón y los tendones que mueven los músculos. Es algo que se parece mucho en todos los animales, pero hay otras cosas que son distintas, como, por ejemplo, el estómago de un uro y el de un caballo, y algunas partes del cuerpo están dispuestas de manera diferente según se trate de un animal u otro. Es útil y muy interesante observar estas circunstancias.

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