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Authors: Jean M. Auel

Los refugios de piedra (89 page)

BOOK: Los refugios de piedra
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Cuando todos acabaron de comer, algunos se fueron para dedicarse a otras actividades, pero la mayoría se quedó un rato a charlar con los invitados. Mardena estaba algo nerviosa con tantas atenciones, pero a la vez se sentía a gusto por la deferencia. No recordaba que nunca la hubieran tratado tan bien. Proleva fue a hablar con ella, su hijo y su madre, y después de cruzar unas palabras con Mardena y Denoda, se dirigió a Ayla:

–Ya lo recogeremos nosotras todo, Ayla. Me parece que tú tienes que hablar con Mardena.

–Sí. ¿Os apetecería a ti, a Lanidar y a Denoda, si ella quiere, ir a dar un paseo conmigo?

–¿Adónde vamos? –preguntó Mardena adoptando una actitud alerta.

–A ver a los caballos –contestó Ayla.

–¿Puedo acompañaros? –preguntó Folara–. Si no quieres, no importa; pero me apetece ir porque hace mucho que no veo a los caballos.

Ayla sonrió.

–Claro que puedes venir –dijo. Pensó que sería más fácil convencer a Mardena de que dejara a Lanidar vigilar a los caballos si veía a otra persona conocida que no les tenía miedo. Buscó al niño con la mirada y lo vio con Lanoga, que llevaba a Lorala en brazos. Estaban hablando animadamente. El hijo de dos años de Tremeda estaba en el suelo, a su lado. Cuando iban hacia ellos, Mardena preguntó:

–¿Quién es esa niña? ¿O es una mujer? Parece muy joven para tener un hijo tan mayor.

–Es demasiado joven, desde luego. Ni siquiera ha celebrado aún los Primeros Ritos –explicó Ayla–. Es la hermana del pequeño de dos años y del bebé, pero para ellos Lanoga es como una madre.

–No lo entiendo –dijo Mardena.

–Debes haber oído hablar de Laramar, ¿no? Es uno de los que hacen barma –explicó Folara.

–Sí –contestó Mardena.

–Todo el mundo ha oído hablar de él –añadió Denoda.

–Entonces también habrás oído hablar de su compañera, Tremeda. Bebe a todas horas la barma que él prepara, y tiene un hijo tras otro, de los cuales no quiere ocuparse –continuó Folara indignada.

–O no puede –matizó Ayla–. Da la impresión de que es incapaz de dejar de beber barma.

–Laramar también bebe demasiado y es igual de irresponsable. Ni siquiera se preocupa de los hijos de su hogar –lamentó Folara, añadiendo a sus palabras cierto desprecio–. Ayla descubrió que a Tremeda se le había retirado la leche y que Lanoga intentaba alimentar a Lorala con raíces chafadas porque era lo único que sabía hacer. Consiguió que unas cuantas madres accediesen a amamantar al bebé, pero Lanoga ha continuado cuidando de la pequeña, al igual que de los otros hijos de Tremeda. Ayla le enseñó a preparar otros alimentos que los bebés pueden comer, y ella misma lleva a Lorala a las otras madres para que le den de mamar. Es una niña sorprendente, y algún día será una compañera y una madre extraordinaria, pero a saber si encontrará pareja. Laramar y Tremeda tienen el rango más bajo de nuestra caverna ¿quién querrá emparejarse con la hija de ese hogar?

Mardena y Denoda miraban fijamente a la parlanchina muchacha. A todo el mundo le gustaba el cotilleo, pero normalmente nadie hablaba con tanta franqueza de las personas que avergonzaban a la propia caverna. El rango de Denoda había caído en picado desde que su hija había tenido a Lanidar y su compañero había cortado el nudo. No eran las de rango más bajo, pero poco les faltaba. No obstante, su caverna era más pequeña. Ser el último de una caverna tan numerosa como la Novena era tener muy poco rango. «Pero aunque Lanidar tuviera una posición más alta, le costaría encontrar pareja por culpa de su limitación», pensó Denoda.

–¿Quieres venir a ver a los caballos, Lanidar? –preguntó Ayla cuando estaban ya cerca de ellos–. Tú también puedes venir, Lanoga.

–No, no puedo. Esta vez le toca a Stelona dar de mamar a Lorala, y ya tiene hambre. No he querido darle demasiada comida hasta que haya amamantado.

–Quizá en otro momento –dijo Ayla sonriéndole afectuosamente–. ¿Estás listo, Lanidar?

–Sí –contestó él, y se volvió hacia la niña–. He de irme, Lanoga.

Ella le sonrió tímidamente, y él le devolvió la sonrisa.

Al pasar junto a su alojamiento, Ayla dijo:

–Lanidar, ¿puedes traerme aquel cuenco? Tiene comida para los caballos: trozos de zanahoria y un poco de grano.

El niño corrió a buscarlo.

Al ver a Lanidar llevar el cuenco sosteniéndolo entre el brazo atrofiado y el cuerpo, se acordó de Creb cuando aguantaba un recipiente con pasta de ocre rojo entre el cuerpo y el brazo que le habían amputado por el codo, justo antes de poner nombre al hijo de Ayla y aceptarlo en el clan. El recuerdo le provocó una sonrisa agridulce. Mardena, que la miraba, advirtió su expresión. Denoda también la vio.

–Has mirado a Lanidar con una sonrisa muy extraña –comentó.

–Me recuerda a alguien que conocí –respondió Ayla–, un hombre a quien le faltaba la parte inferior del brazo. Lo había atacado un oso cavernario cuando era niño. Su abuela era curandera y tuvo que cortarle el brazo porque estaba envenenándole el cuerpo. Se habría muerto si no se le hubiera amputado.

–¡Qué desgracia! –exclamó Denoda.

–Sí, desde luego. Por culpa de ese mismo ataque, también perdió un ojo y tenía dolores en una pierna, por lo que siempre tenía que andar apoyándose en un bastón.

–¡Pobre hombre! –dijo Mardena–. Supongo que tuvieron que cuidar de él durante el resto de su vida.

–No. Hizo una valiosa aportación a la comunidad.

–¿Cómo? ¿Qué hizo?

–Se convirtió en un gran hombre, un Mog-ur, que es como un Zelandoni, y lo reconocían como Primero. Él y su hermana fueron quienes cuidaron de mí al morir mi familia. Era el hombre de mi hogar y yo lo quería mucho –explicó Ayla.

Mardena la miraba boquiabierta. Le costaba creer lo que le contaba, pero ¿por qué había de mentirle?

Mientras Ayla hablaba, Denoda se fijó en su extraño acento, pero aquella historia la llevó a comprender por qué parecía haberle tomado afecto a Lanidar. «Cuando se empareje estará relacionada con personas muy poderosas, y si a ella le cae bien el niño, puede ayudarlo mucho. Esta mujer puede ser un golpe de suerte para Lanidar», pensó.

El niño había estado escuchando. «Quizá pueda aprender a cazar, se dijo, aunque sólo tenga un brazo sano. Tal vez pueda aprender a hacer alguna otra cosa aparte de recoger bayas.»

Se acercaban a una construcción semejante a un cercado que no parecía demasiado consistente. Estaba hecha de estacas largas y delgadas, bastante rectas, de aliso y sauce, atadas en forma de aspas horizontales con otras estacas colocadas por encima. Había otros maderos más cortos y robustos clavados en tierra. Los espacios entre ellos se habían llenado de matorrales y ramas secas. Si, por ejemplo, una manada de bisontes, o incluso un solo macho –con sus dos metros de altura hasta la joroba del lomo, y cuernos negros y largos– lo embistiera, el cercado no resistiría. Incluso los caballos habrían podido derribarlo si se lo hubieran propuesto.

–¿Te acuerdas de cómo era el silbido para llamar a Corredor, Lanidar? –preguntó Ayla.

–Sí, me parece que sí –contestó el niño.

–¿Por qué no lo llamas, a ver si viene?

Lanidar emitió el estridente silbido. Enseguida los dos caballos, la yegua detrás del joven corcel, aparecieron tras unos árboles que rodeaban la pequeña cascada, y se acercaron trotando. Se detuvieron en la cerca y observaron cómo se aproximaban los humanos. Whinney relinchó y Corredor se encabritó. Ayla les respondió con un relincho característico que era el sonido con el que originalmente llamaba a su caballo, y los dos animales respondieron.

–Si sabe relinchar como un caballo –elogió Mardena.

–Ya te lo dije, madre –dijo Lanidar.

Lobo corrió y entró fácilmente en el interior del cercado. Se sentó ante la yegua y ella bajó la cabeza en un gesto semejante a un saludo. A continuación, Lobo se aproximó al corcel, se tendió en una juguetona postura, con la cola en alto y gruñó. Corredor relinchó, y después ambos animales se rozaron los hocicos. Ayla sonrió y entró en el cercado agachándose por debajo de las maderas. Abrazó a la yegua por el cuello, se dio la vuelta y acarició al corcel que se había acercado a reclamar su atención.

–Espero que os guste más el cercado que tener que llevar los cabestros y las cuerdas todo el tiempo. Ojalá pudiera dejaros correr libremente, pero no creo que sea seguro con tanta gente cazando por los alrededores. Hoy he traído visitas y es importante que cooperéis y os portéis bien. Quiero que el niño que silba os vigile, pero su madre está preocupada por él porque os tiene un poco de miedo –explicó Ayla en la lengua que se había inventado cuando vivía sola en el valle.

Se componía de sonidos y gestos del clan, algunos de los ruidos cariñosos que ella y su hijo se dirigían cuando el niño era un bebé y estaban solos, y algunas onomatopeyas con las que imitaba a los animales que conocía, incluidos los bufidos y relinchos de los caballos. Sólo ella sabía lo que decía, pero de todos modos seguía haciendo servir aquella lengua para hablar con los caballos. Dudaba que la comprendieran del todo, por más que algunos sonidos y gestos sí tuvieran sentido para ellos, porque Ayla los empleaba como señales y para indicar direcciones. Pero los caballos, sobre todo, sabían que era la manera que tenía ella de hablarles y le respondían escuchando.

–¿Qué hace? –preguntó Mardena a Folara.

–Habla con los caballos. Lo hace con frecuencia.

–¿Qué les dice? –preguntó Mardena.

–Tendrás que preguntárselo tú –dijo Folara.

–¿Y saben los caballos lo que dice? –preguntó Denoda–. Yo no entiendo nada de nada.

–No lo sé –respondió Folara–, pero parece que la escuchan.

Lanidar se había aproximado a la cerca y la observaba con atención. «Ella los trata como amigos, más bien como si fueran de la familia, pensó, y ellos la tratan de la misma manera.» Pero se preguntaba de dónde había salido el cercado. El día antes no estaba allí. Cuando Ayla acabó de hablar con los caballos y se dio media vuelta para hablar con ellos, Lanidar le preguntó:

–¿Quién ha levantado el cercado? Ayer no estaba.

Ayla sonrió.

–Ayer se reunió un grupo de gente y lo hizo –respondió.

Cuando Ayla volvió a comer con la Decimonovena Caverna, comentó con Joharran que quería construir un cercado para los caballos y le explicó la razón. Joharran se encaramó al taburete de la Zelandoni y comunicó a los demás el deseo de Ayla de construir un lugar seguro para los caballos. Aún estaba presente casi toda la gente que había asistido a la reunión, como también muchas personas de la Novena Caverna. Le hicieron muchas preguntas, como por ejemplo si debía ser muy resistente, y se plantearon diversas propuestas. Al cabo de un rato, unos cuantos se encaminaron hacia el prado y empezaron a construir la valla. Quienes no pertenecían a la Novena Caverna fueron porque sentían curiosidad por los caballos, mientras que los que eran de la Novena participaron porque no querían que nadie les hiciera daño o los matara. Eran una novedad que aportaba distinción a la caverna.

Ayla se sintió tan agradecida que no supo qué decir. Les dio las gracias, pero le parecía que con eso no bastaba; tenía la sensación de estar en deuda con los zelandonii, una deuda que nunca sabría cómo pagar. El trabajo en equipo unía a las personas, y le parecía que a raíz de eso conocía mejor a algunas de ellas. Joharran había comentado que quería incluir a los caballos en la cacería, prevista para la mañana siguiente. Ayla y Jondalar montaron entonces a lomos de los caballos y demostraron cómo los dominaban, lo cual hizo más aceptable la propuesta de Joharran. Si la cacería iba bien, la ceremonia matrimonial se celebraría como de costumbre un día después, pero como Dalanar y los lanzadonii aún no habían llegado, estaban dispuestos a esperar unos días, pese a que algunos empezaban a impacientarse.

Ayla puso los cabestros a los caballos y los dejó salir del cercado por una puerta que había ingeniado Tormaden de la Decimonovena Caverna. Había cavado un agujero al lado de una de las estacas de apoyo para que sirviera de base a otra a la que había atado la puerta mediante una lazada de cuerda. Otras lazadas hacían la veces de bisagras. Ayla empezaba a sentirse muy unida a la Decimonovena Caverna.

Cuando acercó más a los caballos, Mardena retrocedió rápidamente. De cerca eran mucho más grandes. Folara ocupó su lugar de inmediato.

–No he visto a los caballos con tanta frecuencia como habría deseado –declaró acariciando la cara a uno–. Todo el mundo estuvo muy ocupado con la cacería de bisontes en que murió Shevoran, y después con el funeral y los preparativos para venir aquí. Me dijiste que un día me dejarías montar.

–¿Quieres intentarlo ahora? –propuso Ayla.

–¿Puedo? –preguntó ella con los ojos brillantes de emoción.

–Déjame ir a buscar una manta para Whinney. ¿Por qué no les dais de comer, mientras tanto, tú y Lanidar? Él lleva un poco de comida en un cuenco.

–No sé si Lanidar debería acercarse tanto… –protestó débilmente Mardena.

–Ya está cerca, hija –dijo Denoda.

–Pero está ella…

–Madre, ya les di de comer ayer –dijo Lanidar–. Me conocen, y como ves, también a Folara.

–No le harán ningún daño –aseguró Ayla–, y yo no me voy muy lejos.

Señaló un montón de rocas próximas a la puerta. Era un mojón para los viajeros que había erigido allí Kareja. Ayla sólo tenía que sacar cuatro piedras para acceder a un espacio en el interior donde guardaba algunas cosas, como, por ejemplo, una manta de piel. Las piedras estaban superpuestas de tal modo para que la lluvia bajara desde lo alto sin filtrarse. La jefa de la Undécima Caverna le había enseñado cómo volverlas a colocar para que el interior se conservase seco. Había mojones semejantes en distintos recorridos muy utilizados que contenían materiales de urgencia para hacer fuego o ropa de abrigo o comida seca. En algunos había un poco de todo. No obstante, los mojones con comida eran destruidos con mayor frecuencia. Los osos, los glotones o los tejones, que eran los ladrones más habituales, los estropeaban y lo esparcían todo.

Ayla dejó a los demás con los caballos. Cuando llegó al mojón, miró atrás con disimulo. Folara y Lanidar estaban dando de comer con la mano a los grandes herbívoros, mientras Mardena observaba desde detrás, nerviosa y preocupada, y Denoda contemplaba tranquilamente la escena. Cuando regresó junto a ellos, ató con destreza la manta al lomo de Whinney y luego guio a la yegua hacia una roca.

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