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Authors: Jean M. Auel

Los refugios de piedra (82 page)

BOOK: Los refugios de piedra
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Una vez listo su caballo, vio que Corredor pastaba tranquilamente y Lobo había desaparecido. «Debe de estar de exploración», pensó. Silbó tal como lo hacía Jondalar para llamar a su corcel. Corredor alzó la cabeza y fue hacia ella. Casi había llegado a su lado cuando se oyó otro silbido, exactamente con los mismos tonos. La mujer y el caballo buscaron con la mirada. Ayla pensó que quizá fuera Jondalar, que había regresado por alguna razón; sin embargo, vio aparecer a un niño que caminaba hacia ella.

No lo conocía, y se preguntó qué querría y por qué había imitado el silbido. Cuando se acercó, Ayla calculó que contaba nueve o diez años, y enseguida notó que tenía un brazo un poco más corto que el otro, y que le colgaba de un modo extraño, como si no lo controlara. Le recordó a Creb, a quien le habían amputado el brazo por el codo de pequeño, y de inmediato sintió afecto por él.

–¿Eres tú quien ha silbado? –preguntó Ayla.

–Sí.

–¿Por qué has imitado mi silbido?

–Nunca había oído un silbido así –respondió el niño–, y quería probarlo.

–Pues te ha salido muy bien. ¿Buscas a alguien?

–No.

–¿Qué haces por aquí? –quiso saber Ayla.

–Paseaba. Me han dicho que aquí había caballos, pero no sabía que hubiera un campamento. Eso no me lo habían dicho. Los demás están todos en el Arroyo del Medio.

–Acabamos de llegar. ¿Tú cuánto tiempo hace que estás aquí?

–He nacido aquí –dijo el niño.

–Eres de la Decimonovena Caverna, pues.

–Sí. ¿Por qué hablas de esa forma tan rara?

–Porque yo no nací aquí. Vengo de muy lejos. Antes era Ayla del Campamento del León de los mamutoi, y ahora soy Ayla de la Novena Caverna de los zelandonii –se presentó ella, y avanzó con las manos extendidas en el ademán propio del saludo formal.

El niño se puso un poco nervioso porque no podía ofrecer su brazo paralizado. Ayla se agachó y le cogió las dos manos, como si fuera lo más normal del mundo. Advirtió que la mano del brazo más corto era deforme y más pequeña, y que los dedos meñique y anular estaban unidos. Le sostuvo las manos por un momento y sonrió.

Entonces, como si acabara de ocurrírsele, el niño dijo:

–Yo soy Lanidar de la Decimonovena Caverna de los zelandonii. –Iba a dejarlo así pero, finalmente, añadió–: La Decimonovena Caverna te da la bienvenida a la Reunión de Verano, Ayla de la Novena Caverna de los zelandonii.

–Silbas muy bien. Tu silbido ha sido una excelente imitación del mío. ¿Te gusta silbar? –preguntó Ayla, soltándole las manos.

–Mucho.

–¿Puedo pedirte que no vuelvas a silbar así?

–¿Por qué? –preguntó él.

–Uso ese silbido para llamar al caballo, a aquél de allí, el corcel –explicó Ayla–. Si tu silbas igual, me temo que pensará que lo llamas y se desorientará. Si te gusta silbar, puedo enseñarte otros silbidos.

–¿Como cuáles?

Ayla echó un vistazo alrededor y vio un alionín posado en la rama de un árbol cercano cantando con sus característicos trinos. Lo escuchó un momento y a continuación repitió el sonido. El niño se sobresaltó. El pájaro interrumpió su canto un instante, pero enseguida lo reanudó. Ayla repitió el sonido, y el pájaro de la cabeza oscura, sin dejar de cantar, buscó un compañero en las inmediaciones.

–¿Cómo lo has hecho? –preguntó el niño.

–Si quieres, te enseñaré. Puedes aprender; silbas bien.

–¿Sabes imitar a otros pájaros?

–Sí.

–¿Cuáles?

–El que quieras –contestó Ayla.

–Una alondra, por ejemplo.

Ella cerró los ojos un momento, y después silbó una serie de tonos que sonaban exactamente igual que los de una alondra que hubiera aparecido de pronto en el cielo y hubiera bajado entonando su preciosa melodía.

–¿De verdad puedes enseñarme? –preguntó el niño, mirándola con admiración.

–Si quieres aprender, sí –aseguró ella.

–¿Tú cómo aprendiste?

–Practicando. Si tienes paciencia, a veces el pájaro se acerca cuando silbas su canto.

Ayla recordó que cuando vivía sola en el valle aprendió a silbar e imitar los sonidos de los pájaros. Cuando empezó a alimentarlos, los había que se le acercaban si los llamaba y comían de su mano.

–¿Sabes hacer otros sonidos? –preguntó Lanidar, intrigado por aquella extraña mujer que hablaba de una manera rara y silbaba como un pájaro.

Ayla reflexionó un momento, y quizá porque el niño le recordaba a Creb, empezó a silbar una misteriosa melodía que sonaba como una flauta. El pequeño había oído flautas muchas veces, pero nunca nada semejante. Aquella música cautivadora le era por completo desconocida. Era el sonido de la flauta que tocó el Mog-ur en la Reunión del Clan a la que había asistido Ayla con el Clan de Brun cuando aún vivía con ellos. Lanidar la escuchó con atención.

–Nunca había oído silbar así –dijo.

–¿Te ha gustado? –preguntó Ayla.

–Sí, pero también asusta un poco, como si viniera de un sitio muy lejano.

–Es verdad –concedió Ayla. Sonrió y rasgó el aire con un silbido agudo.

Al instante apareció Lobo, brincando a través de la hierba.

–¡Es un lobo! –exclamó el niño, paralizado por el miedo.

–No pasa nada –dijo ella sujetando al animal con fuerza–. El lobo es amigo mío. Ayer lo llevé al campamento principal. He pensado que querrías saber que estaba aquí, con los caballos.

El niño se tranquilizó, pero siguió mirando receloso a Lobo con los ojos desmesuradamente abiertos.

–Ayer fui a coger frambuesas con mi madre. Nadie me había dicho que estuvieras aquí. Sólo me dijeron que había caballos en el Prado de Arriba –explicó Lanidar–. Todo el mundo hablaba de un artefacto para arrojar lanzas que alguien iba a enseñar. Como yo no sé tirar una lanza, he decidido venir a ver a los caballos.

Ayla se preguntó si la omisión habría sido intencionada, si alguien quería gastarle una mala pasada, como la que Marona le había hecho a ella. Pero, reflexionando, llegó a la conclusión de que un niño de aquella edad que salía aún a coger frambuesas con su madre debía de llevar una vida muy solitaria. Imaginó que un niño con un brazo deforme, incapaz de manejar una lanza, no debía de tener muchos amigos, y que los otros niños se burlarían de él y lo atormentarían. No obstante, tenía un brazo sano y podía aprender a lanzar, sobre todo con el lanzavenablos.

–¿Cómo es que no sabes lanzar? –preguntó.

–¿Es que no lo ves? –dijo él alzando el brazo deforme y mirándoselo con aversión.

–Pero tienes otro brazo totalmente normal –adujo Ayla.

–Todos sostienen las lanzas de reserva con la otra mano. Además, nadie ha querido enseñarme. Dicen que nunca daría en el blanco.

–¿Y el hombre de tu hogar?

–Vivo con mi madre, y con la madre de mi madre. Me parece que hubo un hombre en el hogar, mi madre me lo señaló un día, pero la dejó hace tiempo y no quiere saber nada de mí. No le gustó cuando intenté ir a verle. Se avergüenza de mí. A veces vive con nosotros un hombre durante una temporada, pero ninguno me presta mucha atención –explicó el niño.

–¿Te gustaría ver un lanzavenablos? Tengo uno.

–¿De dónde lo has sacado? –preguntó Lanidar.

–Conozco al hombre que los hizo. Es el hombre con quien me emparejaré. He de ayudarlo a demostrar cómo funciona esta arma cuando acabe de cepillar a los caballos.

–Me gustaría verlo.

Ayla tenía la mochila en tierra, junto a ella. Cogió el lanzavenablos y un par de lanzas y retrocedió.

–Ahora verás cómo funciona –dijo Ayla, y colocó una lanza en el extraño artefacto. Se aseguró de que el orificio hecho en la base del asta quedara encajado en el pequeño gancho del extremo inferior del lanzavenablos, introdujo los dedos en los bucles de cuero de la parte delantera, apuntó y disparó.

–¡La lanza ha ido muy lejos! –exclamó Lanidar–. Nunca había visto una lanza que llegara tan lejos.

–Seguramente no. Por eso el lanzavenablos es un arma de caza tan eficaz. A mí me parece que tú podrías utilizar un lanzavenablos como éste. Ven, te enseñaré cómo has de sujetarlo.

Ayla se dio cuenta de que su lanzavenablos no era apropiado para alguien de la edad de Lanidar, pero de momento serviría para enseñarle el funcionamiento básico del arma. Al tener el brazo derecho atrofiado, el niño se había visto obligado a desarrollar más el brazo izquierdo. Era difícil saber si habría sido zurdo si no hubiera tenido problemas en el brazo derecho, pero el caso es que era en el izquierdo donde tenía más fuerza. Ayla no se preocupó de momento por la puntería, sino que le enseñó a colocar y arrojar la lanza. Preparó el lanzavenablos y lo dejó hacer. La lanza salió demasiado alta, pero llegó muy lejos, y la sonrisa en el rostro de Lanidar expresaba su fascinación.

–La he lanzado. ¿Has visto qué lejos ha ido? –dijo casi gritando–. ¿Es posible dar en el blanco?

–Si practicas, sí –contestó Ayla sonriente. Recorrió el campo con la mirada pero no vio nada. Se volvió hacia Lobo, que estaba tendido con la cabeza en alto, contemplando la operación–. Lobo, busca –ordenó, si bien con señas dijo más que eso.

El lobo echó a correr por el prado de hierba alta, que empezaba a adquirir una tonalidad amarillenta. Ayla lo siguió lentamente con el niño detrás. Percibió movimiento entre la hierba y de inmediato vio una liebre gris que se apartaba del lobo. Ayla, ya alerta con la lanza preparada, dedujo en qué dirección saltaría la liebre y arrojó la pequeña lanza. Acertó de pleno, y cuando se acercó, Lobo estaba junto a la presa, mirando en dirección a Ayla.

–La quiero para mí, Lobo. Ve a cazar por tu cuenta –dijo al carnívoro, haciéndole señas al mismo tiempo. Pero el niño no advirtió los gestos y quedó asombrado por la manera en que el animal obedecía a la mujer. Ayla recogió la liebre y volvió hacia los caballos–. Tendrías que ir a ver la demostración del lanzavenablos. Creo que la encontrarás interesante, Lanidar. Y no te preocupes por no saber lanzar. Los demás tampoco saben utilizar el lanzavenablos. Todos tendrán que partir de cero. Si esperas un momento te acompañaré.

Lanidar la observó mientras cepillaba al joven corcel.

–No había visto nunca un caballo castaño como éste. Casi todos los caballos son como la yegua.

–Ya lo sé –dijo ella–, pero hacia el este, más allá del final del Río de la Gran Madre, al otro lado del glaciar, hay caballos castaños como Corredor. Es de allí de donde vienen éstos.

El lobo volvió al cabo de un rato. Encontró un sitio a su gusto, dio cuatro vueltas sobre sí mismo y, finalmente, se tendió, observando y con la lengua fuera.

–¿Por qué se quedan contigo estos animales y se dejan tocar y hacen lo que tú quieres? –preguntó Lanidar–. No había visto nunca animales que hicieran eso.

–Son amigos míos. Un día que salí a cazar la madre de la yegua cayó en una de mis trampas. Yo no sabía que tuviese una cría hasta que vi a la potranca. También la vio un grupo de hienas. No sé por qué las ahuyenté. Pensé que la potranca no sobreviviría sola, así que me la llevé y la crie. Me parece que creció pensando que yo era su madre. Después nos hicimos amigas y fuimos entendiéndonos. Hace cosas que le pido, porque ella quiere. Le puse por nombre Whinney –dijo Ayla, pero en lugar de pronunciar el nombre hizo una imitación perfecta de un relincho. A lo lejos, la yegua amarillenta levantó la cabeza y miró en dirección a Ayla.

–¿Lo has hecho tú? ¿Cómo lo haces?

–Fijándome y practicando. Ése es su nombre. Normalmente digo «Whinney» para que la gente me entienda, pero no es así como lo digo cuando la llamo a ella. El corcel es hijo suyo. Yo estaba presente cuando nació. Y Jondalar también. Él le puso por nombre «Corredor», pero eso fue más tarde.

–Corredor se usa para referirse a alguien que corre mucho o que siempre quiere ir por delante de los demás –comentó el niño.

–Eso mismo me dijo Jondalar. Le puso ese nombre porque a Corredor le encanta correr y siempre quiere ir delante, por lo que a veces le tenemos que poner una cuerda. Entonces sigue a su madre –explicó Ayla y siguió cepillando al animal. Ya estaba acabando.

–¿Y el lobo? –preguntó Lanidar.

–Es poco más o menos la misma historia. Me quedé con él cuando acababa de nacer. Maté a su madre porque me robaba los armiños de las trampas que yo ponía. No sabía que estuviese criando. Era invierno y nevaba, y la madre había tenido a sus cachorros fuera de temporada. Seguí sus huellas hasta la guarida. Era una loba solitaria, sin otros lobos que la ayudaran, y habían muerto todos los lobeznos menos uno. Saqué al lobo de la guarida cuando aún no tenía los ojos totalmente abiertos. Creció entre los niños mamutoi, y cree que las personas son su manada.

–¿Qué significa ese nombre con el que lo llamas? –quiso saber Lanidar.

–Lobo. Es la palabra que usan los mamutoi para referirse a los lobos –explicó Ayla–. ¿Quieres conocerlo?

–¿Qué quieres decir con eso de «conocerlo»? ¿Cómo puede conocerse a un lobo?

–Ven y lo verás –dijo ella. El niño se acercó con cautela–. Dame la mano y dejaremos que Lobo olfatee y se acostumbre a tu olor; luego puedes frotarle el pelo.

A Lanidar le daba miedo acercar la mano sana a la boca de un lobo, pero poco a poco la tendió. Ayla la acercó al hocico del lobo, que la olfateó y la lamió.

–¡Hace cosquillas! –exclamó el niño con un nervioso estremecimiento.

–Puedes tocarle la cabeza, le gusta que le rasquen –dijo Ayla enseñando a Lanidar cómo hacerlo. El niño sonrió encantado al tocar al animal, pero alzó la cabeza al oír el relincho del caballo–. Me parece que Corredor también quiere que le hagan caso. ¿Quieres acariciarlo?

–¿Puedo? –preguntó Lanidar.

–Ven, Corredor –llamó Ayla haciéndole un gesto para que se acercara.

El caballo castaño, con las crines, la cola y la parte inferior de las patas negras, volvió a relinchar, dio unos pasos hacia la mujer y el niño y bajó la cabeza, obligando a retroceder a Lanidar. No era un carnívoro con la boca llena de dientes afilados, pero eso no significaba que no supiera defenderse. Ayla buscó algo en la mochila.

–Muévete despacio, déjalo que te olfatee. Es así como te conocen los animales; luego puedes acariciarle el hocico o la cabeza.

El niño hizo lo que Ayla le indicaba.

–¡Tiene el hocico suave! –exclamó Lanidar.

De pronto apareció Whinney y apartó a Corredor. El niño se sobresaltó. Ayla ya había visto que la yegua se acercaba decidida a averiguar qué ocurría.

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