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Authors: Jean M. Auel

Los refugios de piedra (78 page)

BOOK: Los refugios de piedra
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Se oyó un impaciente murmullo de voces, y la Primera captó algunas exclamaciones de irritación. No necesitaban lecciones sobre cómo encender fuego, decían. Todos sabían encender fuego desde que eran niños. «Bien, pensó, complacida. Que refunfuñen. Creen que ya lo saben todo acerca de la manera de encender fuego.»

–¿Puedes encender fuego para nosotros, Ayla? –preguntó la Zelandoni de más alto rango.

La joven había ahuecado una pequeña pila de esponjosas puntas de laureola a modo de yesca, y tenía un trozo de pirita de hierro en la mano izquierda y un golpeador de pedernal en la derecha, que los allí presentes no podían ver. Golpeó la piedra del fuego, vio caer una chispa en las fibras de laureola, sopló para avivar la llama y añadió leña menuda. En menos tiempo del que se requería para explicarlo, había encendido el fuego.

Siguieron algunos comentarios de incredulidad y exclamaciones de asombro. Luego el Zelandoni de la Tercera Caverna preguntó:

–¿Puedes hacerlo otra vez?

Ayla le sonrió. El anciano le había mostrado tanta amabilidad y apoyo cuando ella intentaba ayudar a Shevoran que se alegró de verlo. Se desplazó un poco y encendió otro fuego junto al primero dentro del círculo de piedras que delimitaban el hogar; luego, sin aguardar a que se lo pidieran, encendió un tercero.

–Muy bien, ¿y cómo lo hace? –preguntó un hombre a la Primera.

Ayla no lo conocía.

–Zelandoni de la Quinta, puesto que es Ayla la descubridora de esta técnica, ella misma nos lo explicará –respondió la Primera.

Ayla advirtió que ése era el Zelandoni de la caverna que había partido hacia la Reunión de Verano cuando ellos pararon en Valle Viejo. Era un hombre de mediana edad, de cabello castaño y cara redonda, y esa misma redondez caracterizaba también el resto de su cuerpo. Todo en él sugería cierta blandura, y en su rostro carnoso los ojos parecían pequeños, pero Ayla intuyó en él una aguda inteligencia. Se había dado cuenta de que aquella técnica podía resultar beneficiosa, y el orgullo no le impedía preguntar. Recordó entonces que el acólito de los dientes mellados que Jondalar detestaba y Lobo había amenazado era también de la Quinta Caverna.

–Primera Acólita de la Segunda, ¿podrías encender ya los candiles? Y tú, Ayla, demuestra a los zelandonia cómo se hace fuego –dijo la corpulenta mujer, esforzándose por no regodearse.

Ayla notó que su acólito, Jonokol, sonreía de satisfacción. Le encantaba ver que su mentora superaba en habilidad al resto de los sabios, sagaces, inteligentes, tenaces y a veces arrogantes zelandonia.

–Utilizo una piedra de fuego, como ésta, y la golpeo con un trozo de pedernal.

Tendió las dos manos y mostró la pirita de hierro en una y el pedernal en la otra.

–Yo he visto esa clase de piedra –comentó la Zelandoni de la Decimocuarta al tiempo que señalaba la mano que sostenía la pirita de hierro.

–Espero que recuerdes dónde –dijo la Primera–. Aún no sabemos si es poco común o si abunda.

–¿Dónde has encontrado piedras como ésa? –preguntó el Zelandoni de la Quinta a Ayla.

–Encontré las primeras en un valle situado al este, muy lejos de aquí –contestó Ayla–. Jondalar y yo las buscamos mientras viajábamos hacia aquí. Quizá no estaban donde mirábamos, pero no vimos más hasta después de llegar. Hace unos días encontré algunas cerca de la Novena Caverna.

–¿Y nos enseñarás a usarlas? –preguntó una mujer alta y rubia.

–Para eso ha venido aquí, Zelandoni de la Segunda –aclaró la Primera.

Ayla sabía que hasta ese momento no conocía a La Que Servía A La Madre de la Segunda Caverna, pero advirtió algo familiar en sus facciones. Recordó entonces a Kimeran, el amigo de Jondalar, el hombre de su misma edad con quien tenía un vago parecido a causa del color de pelo y la estatura. Era jefe de la Segunda Caverna, y aunque la mujer era quizá un poco mayor, Ayla vio claramente el parecido entre ambos. Con el hermano como jefe y la hermana como guía espiritual, la organización traía a la memoria el sistema de liderazgo hermano-hermana de los mamutoi –el recuerdo hizo asomar una sonrisa a sus labios–, salvo que en el caso de éstos el mando era compartido y Mamut ejercía la función de guía espiritual.

–Sólo llevo encima dos piedras de fuego –dijo Ayla–, pero tenemos más en el campamento. Si Jondalar anda por aquí cerca, quizá podría ir a buscar algunas para que varias personas puedan probarlo al mismo tiempo –se volvió hacia la corpulenta donier, que asintió con la cabeza–. No es difícil, pero se requiere un poco de práctica para ganar soltura. Primero hay que asegurarse de que se dispone de buena yesca. Luego, si se golpean las dos piedras correctamente, se obtiene una chispa de larga duración que, soplando, podemos convertir en llama.

Mientras Ayla hacía su demostración del manejo de la piedra de fuego a los reunidos, la Primera mandó a Mikolan, la Segunda Acólita de la Decimocuarta Caverna en busca de Jondalar. Observando a los demás, la jefa de la zelandonia advirtió que nadie se quedaba al margen. Ya no había dudas. La nueva técnica para hacer fuego no era un truco; era una manera nueva y legítima de encenderlo de forma más rápida, y como la Primera había previsto, todos estaban interesados en aprenderla. El fuego era demasiado importante como para pasar por alto cualquier circunstancia relacionada con él.

Para la gente que vivía en aquella fría región periglacial, el fuego era esencial: establecía la diferencia entre la vida y la muerte. Era necesario saber cómo encenderlo, cómo mantenerlo vivo y cómo llevarlo de un lugar a otro. Pese a que podían alcanzarse temperaturas bajísimas, en la gran extensión de territorio que bordeaba las enormes capas de hielo glacial al sur de la regiones polares abundaba la vida. Los inviernos brutalmente fríos y secos impedían el crecimiento de los árboles, pero en las latitudes medias el clima seguía siendo estacional. Incluso llegaba a ser caluroso en verano, lo cual propiciaba la aparición de vastas praderas que proporcionaban alimento a las enormes manadas de gran variedad de animales pacedores y ramoneadores. Éstos, a su vez, servían de alimento de alto valor energético a los animales carnívoros y omnívoros.

Todas las especies que habitaban cerca del hielo se habían adaptado al frío desarrollando pieles provistas de pelo tupido y caliente; todas excepto una. Los humanos de piel desnuda eran criaturas tropicales incapaces de vivir en zonas frías por sus propios medios. Llegaron allí más tarde, atraídos por la abundancia de comida, y al cabo del tiempo aprendieron a controlar el fuego. Cuando empezaron a usar las pieles de los animales que inicialmente cazaban sólo para alimentarse, pudieron sobrevivir durante un tiempo expuestos a los elementos, pero para vivir necesitaban fuego, para estar calientes mientras descansaban y dormían, y para guisar la carne y las verduras y hacerlas más fáciles de digerir. Cuando había a mano materiales combustibles, no tenían problemas para encender fuego en cualquier momento, pero sabían muy bien que cuando esos materiales escaseaban, o atravesaban épocas de lluvias o nieve, hacer fuego les resultaba muy difícil, y era entonces cuando se daban cuenta de hasta qué punto dependían de él.

Varias personas habían utilizado ya una de las dos piritas para encender fuego, pasándoselas de unos a otros por riguroso turno, cuando llegó Jondalar con más piedras. La Primera en persona fue a cogerle las piedras de fuego a la entrada, las contó y se las entregó a Ayla. A partir de ese momento, las sesiones de adiestramiento se aceleraron. Una vez que todos los zelandonia consiguieron encender como mínimo un fuego, se invitó a los acólitos a aprender la técnica, y los doniers más seguros de su habilidad ayudaron a Ayla a enseñar a los aprendices. Fue la Zelandoni de la Decimocuarta quien planteó la pregunta que todos deseaban formular.

–¿Qué planeas hacer con todas esas piedras de fuego?

–Desde el principio, Jondalar tenía intención de compartirlas con su gente –respondió Ayla–. Willamar, por su parte, ha hablado de utilizarlas para comerciar. Depende de cuántas encontremos. No creo que me corresponda sólo a mí decidirlo.

–Naturalmente podemos buscarlas entre todos, pero ¿crees que hay piedras suficientes para que cada una de la cavernas presentes en esta Reunión de Verano pueda quedarse al menos una? –preguntó la Primera Zelandoni. Las había contado y conocía ya la respuesta.

–No sé cuántas cavernas asisten a esta Reunión de Verano, pero creo que sí hay suficientes –contestó Ayla.

–Si sólo hay una por caverna, opino que la piedra del fuego debería confiársele al Zelandoni de cada caverna –propuso la donier de la Decimocuarta.

–Estoy de acuerdo –convino el Zelandoni de la Quinta–, y creo que deberías guardar en secreto esa manera de encender fuego. Si sólo nosotros pudiéramos encender fuego así, imaginad el respeto que infundiríamos. Pensad en cómo reaccionaría una caverna al ver aparecer el fuego instantáneamente por obra de un Zelandoni, en especial si reina una oscuridad total. –Sus ojos rebosaban entusiasmo–. Tendríamos mucha más autoridad, y podría ser una forma eficaz de aumentar la trascendencia de las ceremonias.

–Tienes razón, Zelandoni de la Quinta –dijo la de la Decimocuarta–. Es una idea excelente.

–O quizá debería confiarse al Zelandoni y al jefe conjuntamente –sugirió el donier de la Undécima–, para evitar cualquier posible conflicto. Me consta que Kareja protestaría si no tuviera algún control sobre la nueva técnica.

Ayla sonrió al hombre menudo y delgado que, según recordó, tenía un fuerte apretón de manos y gran seguridad en sí mismo. Era leal a la jefa de su caverna, lo cual le pareció digno de elogio.

–Estas piedras del fuego serían demasiado útiles para una caverna como para mantenerlas en secreto –dijo la Primera–. Estamos aquí para servir a la Madre. Renunciamos a nuestros nombres personales para ser uno con nuestra gente. Debemos pensar siempre ante todo en los intereses de nuestra caverna. Para nosotros estaría bien quedarnos con esta piedra del fuego sin compartirla, pero el interés de todos los zelandonii está por encima de nuestros deseos. Las piedras de la tierra son los huesos de la Gran Madre Tierra. Son un don de Ella; no podemos retenerlas sólo para nosotros. –La Que Era la Primera se interrumpió y miró escrutadoramente a cada uno de los miembros presentes de la zelandonia. Sabía que las piedras de fuego nunca podrían mantenerse en secreto, aunque no hubieran sido ya compartidas. Entre los doniers de algunas cavernas se produjo una evidente decepción y quizá presentaron también cierta resistencia. Estaba segura de que la Zelandoni de la Decimocuarta se disponía a protestar.

–No puede mantenérselas en secreto –declaró Ayla con expresión ceñuda.

–¿Por qué no? –preguntó la Zelandoni de la Decimocuarta–. Creo que esa decisión han de tomarla los zelandonia.

–Ya he dado algunas a los parientes de Jondalar –informó Ayla.

–Es una lástima –dijo el donier de la Quinta, moviendo la cabeza en un gesto de frustración y dándose cuenta de inmediato de que era inútil insistir–, pero lo hecho hecho está.

–Ya sin esas piedras tenemos suficiente autoridad –afirmó la Primera–, y de todos modos podemos usarlas a nuestra manera. Para empezar, podemos organizar una espectacular ceremonia al presentar la piedra de fuego a las cavernas. Creo que lo más eficaz sería que Ayla encendiera mañana el fuego ceremonial.

–Pero ¿habrá ya suficiente oscuridad a esa hora de la tarde para que se vea la chispa? Quizá sería mejor dejar que el fuego se apagara y llamarla a ella para que vuelva a encenderlo –sugirió el Zelandoni de la Tercera.

–¿Cómo sabrá entonces la gente que el fuego se ha encendido con la piedra y no con una brasa? –dijo un anciano de cabello claro; Ayla no estaba muy segura de si era rubio o canoso–. No, creo que necesitamos una hoguera nueva, una que aún no haya sido encendida. Sí tienes razón, en cambio, en cuanto a la oscuridad. A la hora del crepúsculo, cuando se enciende el fuego ceremonial, hay aún demasiadas distracciones. Sólo cuando la oscuridad es absoluta es posible atraer la atención de todos sobre aquello que deseamos, cuando ya no pueden ver nada salvo lo que queremos que vean.

–Es verdad, Zelandoni de la Séptima Caverna –dijo la Primera.

Ayla notó que el hombre estaba sentado al lado de la mujer alta y rubia de la Segunda Caverna, y que existía entre ellos un gran parecido. Podría haber sido el anciano del hogar de la mujer, quizá el compañero de su abuela. Recordó que Jondalar le había contado que las Cavernas Séptima y Segunda estaban emparentadas y se encontraban en orillas opuestas del Pequeño Río de la Hierba y sus tierras llanas de aluvión, la corriente más pequeña que fluía en el Río de la Hierba. Lo recordaba bien porque mientras la Segunda Caverna era Hogar del Patriarca, la séptima era Roca de la Cabeza de Caballo, y Jondalar prometió llevarla allí de visita cuando regresaran en otoño para enseñarle el caballo de la roca.

–Podemos iniciar la ceremonia sin fuego y encenderlo cuando haya oscurecido por completo –propuso la Zelandoni de la Vigésimo novena Caverna. Era una mujer de aspecto agradable y sonrisa conciliadora, pero Ayla, con su capacidad para interpretar el lenguaje corporal, detectó una firmeza de carácter subyacente. Apenas la conocía. Era la mujer que, según había oído contar, mantenía unidas las Tres Rocas de la Vigésimo novena Caverna.

–Pero la gente se extrañará si no hay fuego ceremonial desde el principio, Zelandoni de la Vigésimo novena –objetó el Zelandoni de la Tercera–. Quizá sería mejor retrasar el comienzo hasta que sea de noche.

–¿Hay alguna otra cosa que pueda hacerse antes? Algunos empiezan a reunirse muy temprano. Se impacientarán si nos retrasamos demasiado –añadió otra Zelandoni. Era una mujer de mediana edad, casi tan corpulenta como la Primera, pero mucho más baja de estatura. Mientras que la Zelandoni de la Novena Caverna, con su altura y su peso, tenía una presencia imponente, esta otra mujer resultaba cálida y maternal.

–Podrían contarse historias, Zelandoni de la Heredad Oeste –sugirió un hombre joven sentado junto a ella–. Los fabuladores están aquí.

–Las historias podrían restar seriedad a la ceremonia, Zelandoni de la Heredad Norte –dijo la donier de la Vigésimo novena.

–Sí, tienes razón, Zelandoni de Tres Rocas –se apresuró a responder el joven. Se le notaba muy deferente hacia la Zelandoni principal de la Vigésimo novena caverna.

Ayla advirtió que los cuatro zelandonia de la Vigésimo novena se llamaban mutuamente por el nombre de sus respectivos emplazamientos, y no con palabras de contar. Era lógico, ya que, en definitiva, todos eran zelandonia de la Vigésimo novena Caverna. Una situación muy confusa, pensó, pero aparentemente la tenían bien resuelta.

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