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Authors: Jean M. Auel

Los refugios de piedra (85 page)

BOOK: Los refugios de piedra
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Comprendió entonces que no estaría viva si el clan no hubiera permitido que una niña débil y herida, huérfana a causa de un terremoto, viviera con ellos pese a haber nacido entre aquellos a quienes llamaban los Otros. Más adelante, cuando ella y Jondalar vivían entre los mamutoi, había comprendido que vivir en grupo, cualquiera que éste fuese, incluso aunque en él se creyera que los deseos de las personas son importantes, limitaba la libertad individual porque las necesidades de la comunidad eran igualmente relevantes. La supervivencia dependía de la cooperación de un grupo, un clan, un campamento o una caverna, cuyos miembros trabajaran en colaboración y se ayudaran mutuamente. Siempre existía un conflicto entre el individuo y el grupo, y era difícil hallar un equilibrio eficaz por muchas que fueran las ventajas.

La cooperación del grupo ofrecía a los individuos más de lo que era esencial. También les garantizaba tiempo libre para dedicarlo a actividades más agradables, lo cual permitía que el sentido estético se desarrollara entre los Otros. El arte que creaban no era arte en sí mismo, porque era una parte inherente de la vida, de su existencia cotidiana. Puede decirse que todos los miembros de una caverna zelandonii se enorgullecían de dominar un oficio y, en mayor o menor medida, valoraban el fruto de la destreza de otros. Desde que eran niños se les permitía experimentar para que encontraran aquello en lo que sobresalían, y los oficios prácticos no se consideraban más importantes que el talento artístico.

Ayla recordó que Shevoran, el hombre que había muerto en la cacería de bisontes, había sido fabricante de lanzas. No era el único de la Novena Caverna que sabía hacer lanzas, pero la especialización en un oficio daba pie a una habilidad superior, y eso mejoraba la posición del individuo que la poseía, y a menudo también su capacidad para poder adquirir todo aquello que le era necesario para vivir bien. Los zelandonii, como casi todos los pueblos que Ayla había conocido o con los que había vivido, compartían la comida, aunque el cazador o recolector que la proporcionaba tenía unos derechos especiales. Un hombre o una mujer podía sobrevivir sin tener que ir nunca a buscar comida, pero nadie podía vivir bien sin un oficio especializado o determinadas dotes que le confirieran prestigio.

Si bien para ella continuaba siendo un concepto difícil, Ayla había aprendido cómo se intercambiaban mercancías y servicios entre los zelandonii. Casi todo lo que se elaboraba o hacía, tenía un valor, pese a que a veces su utilidad práctica no fuera evidente. El valor solía pactarse normalmente por consenso o mediante regateos individuales. El resultado era que el trabajo especialmente esmerado se recompensaba por encima de la media, en parte porque la gente lo prefería, y eso generaba demanda, y en parte porque con frecuencia hacer las cosas bien requería más tiempo. Tanto el talento como la destreza se valoraban mucho, y la mayoría de los miembros de la caverna tenía un sentido estético muy desarrollado dentro de sus propios cánones.

Una lanza bien acabada y decorada con buen gusto poseía más valor que otra que estuviera igual de bien acabada pero con una finalidad sólo funcional, y a la vez ésta era infinitamente más valiosa que una lanza hecha sin especial cuidado. Una cesta torpemente tejida hacía el mismo servicio que otra realizada con habilidad y con texturas y dibujos sutiles o pintada en varios tonos, pero no era igualmente deseable. La que sólo era útil podía utilizarse para poner dentro las raíces recién arrancadas, pero una vez limpias y secas se prefería guardarlas en una cesta bonita.

No sólo se valoraban los trabajos artesanales. El entretenimiento se consideraba fundamental. Los largos inviernos confinaban a la gente en sus moradas durante prolongados períodos de tiempo, y era necesario encontrar maneras de aligerar la tensión del confinamiento. Se cantaba y bailaba, tanto individualmente como en comunidad, y quienes sabían tocar la flauta estaban tan valorados como los que hacían lanzas o cestas. Ayla ya había podido constatar la consideración de que gozaban los fabuladores. Incluso el clan contaba con sus propios fabuladores, recordó Ayla, y la mayor satisfacción de la gente era volver a escucharlos contar historias que ya conocían.

A los Otros también les gustaba escuchar las mismas historias, pero también valoraban la novedad. Jóvenes y viejos jugaban con entusiasmo a las adivinanzas y a los juegos de palabras. Se recibía con los brazos abiertos a los visitantes, aunque sólo fuera por las anécdotas que contaban. Se les pedía que relataran su vida y sus aventuras, tanto si eran buenos narradores como si no, porque siempre tenían algún interés y daban que hablar durante las largas horas que pasaban sentados al lado del fuego en invierno. Casi todo el mundo era capaz de contar una historia interesante, pero a quienes demostraban una gracia especial se los impulsaba a visitar las cavernas vecinas, y así nacieron los fabuladores ambulantes. Los había que se pasaban la vida, o como mínimo unos cuantos años, viajando de caverna en caverna, llevando noticias, transmitiendo mensajes y contando historias. Era a ellos a quienes mejor se recibía.

Era fácil identificar a las personas por los adornos de la ropa, o por los collares y demás alhajas que llevaban, pero con el tiempo los fabuladores fueron adoptando una indumentaria característica que anunciaba su oficio. Hasta los niños sabían cuándo llegaban, y prácticamente todas las actividades se interrumpían cuando se presentaba alguno de estos especialistas del entretenimiento; incluso se suspendían cacerías planeadas. Era un momento propicio para las celebraciones espontáneas, y los fabuladores, aunque pudieran, no cazaban ni recolectaban para sobrevivir. Se les ofrecían regalos para animarlos a volver, y cuando se hacían viejos o se cansaban de ir de un lado a otro, se instalaban en la caverna que preferían.

A veces varios fabuladores viajaban juntos, a menudo con sus familias. Había grupos especialmente apreciados que cantaban y bailaban, o que tocaban instrumentos: diversas formas de percusión, cascabeles, rascadores, flautas y de vez en cuando cuerdas tensadas que se hacían sonar pellizcándolas o punteándolas. Con frecuencia participaban los músicos, cantantes y bailarines de la propia caverna o todo aquel que tuviera una historia que explicar. En ocasiones, las historias se representaban al mismo tiempo que se narraban, pero fuera cual fuese el medio de expresión, la historia y el fabulador eran siempre el centro de atención.

Las historias abarcaban un amplio espectro de temas: mitos, leyendas, sucesos reales, aventuras individuales o descripciones de lugares lejanos o imaginarios, de personas o animales. Una parte del repertorio de los fabuladores que tenía mucha demanda eran los acontecimientos personales de las cavernas vecinas, las habladurías, fueran serias, graciosas, tristes, reales o inventadas. Todo valía, siempre y cuando se supiera narrar. Los fabuladores ambulantes también transmitían mensajes personales, de alguna persona a un amigo o pariente, de un jefe a otro, de un zelandoni a otro, si bien esta comunicación personal podía ser en extremo confidencial. Un fabulador debía demostrar ser digno de confianza para que le encomendaran la notificación de mensajes especialmente secretos o esotéricos entre jefes o zelandonia, y no todos lo eran.

Más allá de la cima, que era uno de los puntos más altos de la zona en cierto diámetro a la redonda, el terreno descendía y luego se nivelaba. Ayla trepó hasta arriba y luego empezó a bajar, cruzando en ángulo por un sendero desdibujado que se había abierto recientemente a través de la ladera de densos zarzales y pinos deslucidos. Se desvió del sendero al pie del monte, donde las parras de la pendiente daban paso a una hierba dispersa. En el lecho seco de un antiguo río, con tal cantidad de piedras que quedaba poco espacio para la vegetación, Ayla cambió de dirección y siguió ladera arriba.

Lobo parecía sentir especial curiosidad. También para él era un territorio nuevo, y lo distraían los montones de piedras o las madrigueras, que desprendían un olor nuevo. Subieron por el rocoso lecho que había atravesado la piedra caliza en la época en que aún bajaba agua; el animal siguió adelante y desapareció detrás de un montículo de rocas. Ayla esperaba que el lobo reapareciese en cualquier momento, pero pasado un tiempo empezó a preocuparse. Se situó junto al montón de rocas, echó un vistazo alrededor y, finalmente, emitió el silbido específico que utilizaba para llamar al animal. Aguardó. Al cabo de un rato advirtió que se movían las crecidas zarzas de detrás del montículo y lo oyó salir de debajo de los arbustos espinosos.

–¿Dónde te habías metido, Lobo? –preguntó inclinándose hacia él–. ¿Qué hay debajo de esas zarzas para que hayas tardado tanto en volver?

Decidió averiguarlo y se descolgó la mochila para sacar la pequeña hacha que le había tallado Jondalar. La encontró en el fondo. No era la herramienta más indicada para abrirse paso entre los largos tallos llenos de pinchos, pero consiguió despejar un poco el lugar de zarzales y pudo ver no la tierra, como esperaba, sino una cavidad oscura. Sintió curiosidad.

Cortó unas cuantas zarzas más y agrandó la abertura para poder entrar por ella sin arañarse. El terreno descendía hacia lo que parecía una cueva con una entrada suficientemente ancha. Aprovechando la luz de la abertura que ella misma había hecho en el zarzal, se adentró en la cueva, utilizando las palabras de contar para calcular los pasos. Cuando llegó a treinta y uno, notó que se acababa el descenso y se ensanchaba el pasadizo. Aún se filtraba un poco de claridad por la entrada, y cuando se le acostumbraron los ojos a la oscuridad, vio que se hallaba en un espacio mucho más grande. Miró alrededor y luego decidió retroceder.

–Me gustaría saber si alguien conoce esta cueva, Lobo.

Con el hacha, agrandó aún un poco más la abertura, y después fue a echar un vistazo por las inmediaciones. A corta distancia, aunque rodeado de zarzas, vio un pino de agujas marrones. Parecía muerto. Con el hacha de piedra, se abrió paso entre las duras parras y tocó una rama del pino con la intención de ver si estaba lo bastante seca para partirla. Aunque tuvo que colgarse con todo su peso, consiguió romperla. Se notó la mano pegajosa, y sonrió al ver en la rama unas gotas oscuras de resina. Esa rama le serviría como antorcha cuando lograra encenderla. Recogió unas cuantas ramitas secas y corteza del pino muerto; luego se situó en medio del lecho de río seco y rocoso. Sacó la yesquera de la mochila y, utilizando la corteza troceada y las ramitas como yesca, encendió enseguida un pequeño fuego con la pirita y un fragmento de pedernal con el que prendió la antorcha de pino. Lobo la observaba, y cuando vio que se dirigía de nuevo hacia la cueva, se le adelantó y se adentró como había hecho la primera vez, por la brecha abierta por Ayla en la maraña de zarzas. Mucho tiempo atrás, cuando el lecho seco era el río que había creado la cueva, el techo llegaba mucho más afuera, antes de hundirse y formar el montículo de rocas caído frente a la entrada en la falda del monte.

Ayla trepó por las rocas y penetró por la abertura que había hecho. Alumbrándose con la trémula luz de la antorcha, bajó por la rampa de arena y arcilla, contando de nuevo los pasos. Esta vez necesitó sólo veintiocho pasos para llegar a la parte llana; con la antorcha para iluminar el camino, había podido dar pasos más largos. La ancha galería de la entrada se abría a una amplia cámara en forma de U. Ayla levantó la antorcha, miró alrededor y se le cortó la respiración.

Las paredes, resplandecientes por el recubrimiento de calcita cristalizada, eran superficies puras, limpias, prácticamente blancas. Avanzó poco a poco, y la luz de la antorcha creo en el relieve natural sombras animadas que se perseguían como si tuvieran vida y respiraran. Se acercó aún más a las paredes blancas, que comenzaban un poco por debajo de su barbilla –aproximadamente un metro y medio desde el suelo–, a partir de un saliente redondeado de piedra parduzca, y se arqueaban formando una curva hacia el techo. Antes de la visita a la profunda cueva de Roca de la Fuente no se le habría siquiera ocurrido, pero tras esa experiencia imaginó lo que un artista como Jonokol podría hacer en una cueva como aquélla.

Recorrió la cámara con sumo cuidado, siguiendo la pared. El suelo, desigual, estaba embarrado y resbalaba. En la base de la U, allí donde se curvaba, se abría una estrecha entrada a otra galería. Alzó la antorcha para observar el interior. La parte superior de las paredes era blanca y curva, pero la zona baja era un pasadizo delgado y tortuoso, por lo que Ayla prefirió no entrar. Continuó dando la vuelta y, a la derecha de la entrada de la galería del fondo, descubrió otro pasadizo, pero se limitó a echar un vistazo. Había decidido revelar su hallazgo a Jondalar y a los demás.

Ayla había visto muchas cuevas, la mayoría con hermosos carámbanos suspendidos del techo o cortinas de estalactitas que pendían de las paredes y los correspondientes depósitos de estalagmitas que surgían del suelo, pero nunca había visto una como aquélla. Era una cueva de piedra caliza, pero tenía una capa de marga impermeable que impedía el paso de las gotas de agua saturada de carbonato de calcio y, por consiguiente, la formación de estalactitas y estalagmitas. En cambio, las paredes se hallaban revestidas de cristales de calcio que apenas crecían y formaban grandes paneles blancos que cubrían las prominencias y concavidades del relieve natural de la piedra. Era un lugar extraño y hermoso, la cueva más hermosa que había visto jamás.

Notó que disminuía la luz de la antorcha. Empezaba a acumularse carbón en la punta, y eso sofocaba la llama. En otra cueva simplemente habría dado un golpe contra la pared para desprender la madera quemada y avivar el fuego, pero eso habría dejado una marca negra. Allí, se sentía obligada a ir con cuidado; no podía eliminar el carbón a costa de ensuciar aquellas paredes blancas. Eligió una porción de pared de la franja inferior de piedra oscura. Parte del carbón cayó al suelo cuando golpeó la pared con la antorcha, y sintió ganas de limpiarlo. Aquel lugar tenía algo de sagrado; emanaba espiritualidad, un halo del otro mundo, y ella no deseaba profanarlo en modo alguno.

Movió la cabeza en un gesto de negación. «Por especial que sea, es sólo una cueva, pensó. Un poco de carbón en el suelo no hará ningún mal.» Además, vio que el lobo marcaba el lugar sin el menor reparo. Había ido levantando la pata de vez en cuando, proclamando con su aroma que aquél era su territorio. Pero sus marcas no llegaban a las partes blancas.

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