Los reyes heréticos (4 page)

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Authors: Paul Kearney

Tags: #Fantástico

BOOK: Los reyes heréticos
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El viento había cambiado mientras se volvía más frío; llegado el fin de la temporada de los alisios hebrionéses, soplaba aullando desde el suroeste, empujando hacia tierra a los barcos con destino a Hebrion, y haciendo rechinar los dientes de los capitanes mientras luchaban por evitar la peor pesadilla de cualquier navegante, una costa a sotavento.

Abrusio no estaba en su mejor momento en aquella época del año. No era una ciudad que disfrutara del invierno. Contenía demasiadas tabernas y mercados al aire libre. Era un lugar que necesitaba del sol. En verano sus habitantes podían maldecir el calor implacable que volvía borrosos los edificios y elevaba casi a la categoría de arte el hedor de las alcantarillas y curtidurías, pero la ciudad estaba más viva, más poblada, como un hormiguero con el techo roto. En invierno se encerraba en sí misma; los puertos no veían más que una décima parte del tráfico al que estaban habituados, y las tabernas y burdeles del puerto y las tripulaciones de los barcos sufrían en consecuencia. En invierno la ciudad se apretaba el cinturón, apartaba el rostro del mar y rezongaba entre dientes, esperando la llegada de la primavera.

Una primavera sin rey, tal vez. El rey Abeleyn de Hebrion llevaba meses ausente de su capital, en el Cónclave de Reyes en Perigraine. En su ausencia, el nuevo sumo pontífice de Occidente, Himerius (antiguo prelado de Hebrion) había enviado a Abrusio a las tropas del brazo seglar de la Iglesia, los Caballeros Militantes, para detener la creciente marea de hechicería y herejía en la antigua ciudad. El rey ya no gobernaba en Hebrion. Algunos decían que recuperaría las riendas en cuanto regresara de sus viajes. Otros decían que cuando la Iglesia conseguía introducirse en los entresijos de un gobierno, no era nada fácil expulsarla.

Sastro di Carrera dejó que el viento le llenara los ojos de lágrimas, mientras permanecía en pie sobre el ancho balcón, con su jubón revoloteando en torno a él. Un hombre alto, con gomina en la barba para rizar su extremo, y un rubí del tamaño de una alcaparra colgado de una oreja. Tenía manos de arpista y la seguridad en sí mismo propia del hombre habituado a hacer las cosas a su modo. Y nada más natural, pues era la cabeza de una de las grandes casas de Hebrion, y, en aquel momento, uno de los gobernantes de facto del reino.

Contempló la ciudad desde su posición privilegiada. Debajo de él estaban los barrios más prósperos de los mercaderes y la nobleza inferior, las sedes de algunos de los gremios más prestigiosos, los jardines de los ciudadanos ricos de la parte alta de la ciudad. Más abajo se encontraban las apretujadas barracas y casuchas de los más pobres; miles de tejados ocres sin apenas separación entre ellos. Un mar de viviendas humildes que florecía bajo la llovizna y el viento de aquel día, extendiéndose hasta los puertos y la orilla del agua, lo que algunos llamaban las tripas de Hebrion. Podía distinguir las enormes construcciones de piedra de los arsenales y barracones en el lado oeste de la parte baja de la ciudad. Allí estaban los músculos de la guerra, las culebrinas, la pólvora, los arcabuces y espadas de la corona. Y los hombres: los soldados que formaban los tercios hebrionéses, unos ocho mil hombres. El puño de hierro de Abrusio.

Alejó aún más la mirada, hacia el lugar donde la ciudad terminaba en un laberinto de muelles, escolleras y almacenes, y un enorme y enmarañado bosque de mástiles. Tres puertos enormes con millas y millas de atracaderos, y un número incalculable de navíos de todos los puertos y reinos del mundo conocido. La sangre del comercio, que hacía latir el viejo y correoso corazón de Abrusio.

Y allí, a poco más de media legua, la torre del Almirante, con su gallardete escarlata serpenteando y crepitando con el viento, apenas visible de no ser por los destellos del oro en su superficie. En los astilleros estatales descansaban cientos de galeras, galeones, galeazas y carabelas de guerra. La flota de la nación navegante más poderosa al oeste de las montañas Címbricas. Aquél era el auténtico aspecto del poder. El destello de la luz sobre el hierro de un cañón; el reflejo del acero en la punta de una lanza. El roble del casco de un barco de guerra. Tales cosas no eran ornamentos, sino la esencia del poder, y muchos de los que se consideraban en posiciones de autoridad a menudo lo olvidaban, para su eterno arrepentimiento. El poder de aquella época residía en la boca de un cañón.

—Sastro, por el amor del Santo, cerrad la puerta, ¿queréis? Moriremos de frío antes de terminar.

El noble sonrió a la metrópolis invernal, y volvió la mirada a la izquierda, en dirección al este, donde vio algo que le alegró ligeramente la tristeza del día. En un trozo de terreno despejado cerca de la parte más alta de la ciudad, de unos cuatro acres de extensión, pudo distinguir lo que parecía una conflagración, una alfombra de fuego que iluminaba la tarde. Una inspección más cercana revelaba que aquel incendio no consistía en una sola hoguera, sino en un gran número de fuegos menores con muy poca separación entre sí. Eran hogueras silenciosas; el viento arrastraba en dirección contraria el rugido hambriento de las llamas. Pero podía distinguir la oscura silueta de una figura en el centro de cada uno de los diminutos fuegos. Cada una de ellas era un hereje que entregaba su espíritu entre un halo azafrán de agonía inimaginable. Más de seiscientos.

«Esto», pensó Sastro, «también es poder. La capacidad de quitar la vida.»

Abandonó el balcón y cerró tras él la puerta ricamente labrada. Se encontró en una alta estancia de piedra, con las paredes cubiertas de tapices que representaban escenas de las vidas de varios santos. Había braseros ardiendo por todas partes, generando una neblina cálida y un fuerte olor a carbón. Sólo sobre la larga mesa donde estaban sentados los demás ardían las lámparas de aceite, colgadas del techo con cadenas de plata. Con la puerta cerrada, el día era lo bastante oscuro para crear un ambiente nocturno en el interior. Los tres hombres sentados a la mesa, sumergidos hasta los codos en papeles y jarras de bebida, no parecieron darse cuenta, sin embargo. Sastro volvió a ocupar su lugar entre ellos. El dolor de cabeza que le había hecho salir al balcón no le había abandonado, y se frotó las sienes mientras estudiaba a los demás en silencio.

Los gobernantes de la ciudad, nada menos. El mensajero había llegado aquella misma tarde, en un esbelto galeón que había estado a punto de embarrancar en su prisa por llegar a Abrusio. Había partido de Touron apenas diecinueve días atrás; se había pasado una semana luchando contra el viento para superar el golfo de Tulm, y luego había navegado a toda vela ante el viento durante la ruta hacia el sur, a lo largo de la costa del mar Hebrio, recorriendo en ocasiones hasta ochenta leguas en un día. A bordo viajaba un mensajero procedente de Vol Ephrir que llevaba un mes de camino, tras viajar rumbo al norte a través de Perigraine matando a una docena de caballos, detenerse una noche en Charibon y partir de nuevo a toda prisa para embarcar en Touron. El mensajero traía la noticia de la excomunión del monarca hebrionés.

Quirion de Fulk, presbítero de los Caballeros Militantes, un clérigo inceptino que llevaba espada, se echó hacia atrás con un suspiro. La silla crujió bajo su peso. Era un hombre corpulento, cuyos músculos juveniles habían empezado ya a convertirse en grasa, pero todavía formidable. Llevaba la cabeza afeitada al estilo de los Militantes, y sus uñas estaban rotas por el uso continuado de los guanteletes de malla. Sus ojos eran como dos barrenas incrustadas en las profundidades de un risco sonrosado, y sus pómulos se alargaban más que su nariz, varias veces rota. Sastro había visto luchadores profesionales con fisonomías menos brutales.

El presbítero señaló con un gesto de su manaza el documento que habían estado estudiando.

—Ahí lo tenéis. Abeleyn está acabado. La carta está firmada por el propio sumo pontífice.

—Se ha escrito a toda prisa, y el sello está borroso —dijo uno de los demás hombres, el mismo que se había quejado del frío. Astolvo di Sequero era tal vez el hombre de más pura estirpe del reino, después del propio Abeleyn. Los Sequero habían aspirado al trono durante la época turbulenta que siguió a la caída de la Hegemonía fimbria cuatro siglos atrás, pero los Hibrusidas habían ganado aquella batalla. Astolvo era un anciano cuyos pulmones siseaban como un pellejo de vino agujereado. Sus ambiciones se habían extinguido con los años y la enfermedad. No quería participar en el juego a aquellas alturas de su vida; todo lo que pedía al mundo eran unos pocos años de tranquilidad y una buena muerte.

Lo que convenía perfectamente a Sastro.

El tercer hombre de la mesa estaba tallado de la misma piedra que el presbítero Quirino, aunque era más joven y la violencia no había dejado un rastro tan obvio en su rostro. El coronel Jochen Freiss era oficial asistente de los tercios de la ciudad de Abrusio. Era de Finnmark, nativo de aquel lejano país del norte cuyo gobernante, Skarpathin, se hacía llamar rey aunque no se le contaba entre los Cinco Monarcas de Occidente. Freiss había vivido treinta años en Hebrion, y su acento no era distinto del de Sastro, pero la melena pajiza que coronaba su corpulenta silueta delataría siempre su origen extranjero.

—Su santidad el sumo pontífice debió verse muy apremiado —dijo el presbítero Quirion. Su voz sonaba como una sierra—. Lo importante es que el sello y la firma sean auténticos. ¿Qué decís vos, Sastro?

—Sin duda —asintió Sastro, jugueteando con el extremo rizado de su barba. Las sienes le latían dolorosamente, pero su rostro se mantuvo impasible—. Abeleyn ha dejado de ser rey; todas las leyes de la Iglesia y el estado militan contra él. Caballeros, acabamos de ser reconocidos por la Santa Iglesia como los legítimos gobernantes de Hebrion, y se trata de una carga muy pesada… pero debemos esforzarnos por llevarla lo mejor posible.

—Desde luego —dijo Quirion con aprobación—. Esto cambia las cosas por completo. Debemos hacer llegar de inmediato este documento al general Mercado y al almirante Rovero; así se darán cuenta de la legitimidad de nuestra posición y la naturaleza insostenible de la suya. El ejército y la flota se arrepentirán al fin de su estúpida obstinación, de su lealtad mal dirigida hacia un rey que ya no lo es. ¿Estáis de acuerdo, Freiss?

—En principio, sí —dijo el coronel Freiss con una mueca—. Pero esos dos hombres, Mercado y Rovero, son de la vieja escuela. Son piadosos, sin duda, pero sienten la lealtad hacia su soberano propia de los soldados rasos. Creo que no será fácil doblegar esa lealtad, con o sin bula pontificia.

—¿Y qué le ha ocurrido a vuestra lealtad de soldado, Freiss? —preguntó Sastro, con una sonrisa desagradable.

El finnmarkiano se sonrojó.

—Mi fe y mi alma eterna son más importantes. Hice un juramento al rey de Hebrion, pero ese rey ya no es más soberano mío que un
shahr
merduk. Mi conciencia está tranquila, milord.

Sastro se inclinó ligeramente en su silla, todavía sonriendo. Quirion agitó una mano con impaciencia.

—No estamos aquí para discutir unos con otros. Coronel Freiss, vuestras convicciones os honran. Lord Carrera, sugiero que podríais utilizar vuestro ingenio de modo más provechoso si lo dedicáis a considerar el cambio en nuestra situación.

—¿Nuestra situación ha cambiado? Creí que la bula se limitaba a confirmar lo que ya era una realidad. Este consejo gobierna Hebrion.

—Por el momento, sí, pero la posición legal no está clara.

—¿Qué queréis decir? —preguntó Astolvo, jadeando. Parecía algo alarmado.

—Lo que quiero decir —dijo Quirion con cautela— es que la situación no tiene precedentes. Gobernamos aquí, en nombre del bendito Santo y el sumo pontífice, pero, ¿se trata de un estado de cosas permanente? Ahora que Abeleyn está acabado, y no tiene descendencia, ¿quién se ceñirá la corona de Hebrion? ¿Debemos continuar gobernando como hemos hecho estas últimas semanas, o debemos buscar un pretendiente legítimo al trono, el más cercano a la línea real?

«El hombre tiene concienci.», se maravilló Sastro para sí. Nunca había oído a un inceptino hablar de legalidad si ésta podía resultar inconveniente para su posición. Fue una revelación que ahuyentó su dolor de cabeza e hizo que las ruedecillas de su cerebro empezaran a funcionar furiosamente.

—¿De modo que una de nuestras tareas consistirá en buscar un sucesor para nuestro rey herético? —preguntó con incredulidad.

—Tal vez —gruñó Quirion—. Depende de lo que digan mis superiores en la orden. Sin duda el sumo pontífice ya nos habrá enviado instrucciones más detalladas, que estarán de camino.

—Si lo explicamos de ese modo, puede que los soldados acepten más fácilmente el gobierno de los clérigos —dijo Freiss—. A los hombres no les gusta la idea de ser gobernados por sacerdotes.

Los ojos de barrena de Quirion centellearon en sus órbitas.

—Los soldados harán lo que se les ordene, o se encontrarán con piras esperándolos en la colina de Abrusio, junto a los practicantes de dweomer.

—Por supuesto —aclaró apresuradamente Freiss—. Me limito a señalar que los guerreros prefieren tener un rey como gobernante. Es a lo que están acostumbrados, después de todo, y los soldados son muy conservadores.

Quirion golpeó la mesa, haciendo bailar las jarras.

—Muy bien, pues —ladró—. Dos cosas. Primero, presentaremos esta bula pontificia al almirante y al general. Si deciden ignorarla, ellos mismos serán culpables de herejía. Como presbítero, tengo autoridad de prelado, dado que el puesto está vacante; por lo tanto, puedo excomulgar a esos hombres si es necesario. Charibon me apoyará.

»Dos. Empezaremos a investigar entre las casas nobles del reino. ¿Quién tiene la sangre más real y menos contaminada por la herejía? De hecho, ¿quién es el siguiente en línea para el trono?

Por lo que Sastro sabía, aquel privilegio correspondía al viejo Astolvo, pero la cabeza de la familia Sequero, si es que lo sabía, no dijo nada. Quien gobernara sería una marioneta de la Iglesia. Con dos mil Caballeros Militantes en la ciudad, y los tercios regulares reducidos a la impotencia por la delicada conciencia de sus comandantes, el nuevo rey de Hebrion, quienquiera que acabara siendo, no tendría ningún poder real, dijeran lo que dijeran las apariencias. Ningún poder en el sentido que Sastro había definido para sí. La monarquía no era un puesto envidiable, por mucho prestigio que trajera consigo. A menos que el rey fuera un hombre de habilidades remarcables. Claramente, el sumo pontífice se había propuesto que la Iglesia controlara Hebrion.

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