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Authors: Paul Kearney

Tags: #Fantástico

Los reyes heréticos (7 page)

BOOK: Los reyes heréticos
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—Suerte que me he convertido en hereje —dijo Lofantyr.

—¿Por qué, hijo?

—Porque de lo contrario tendría que quemar a mi propia madre por bruja.

Las salas de audiencia se estaban llenando rápidamente. En su impaciencia por demostrar al mundo que Macrobius seguía con vida, Lofantyr sólo había concedido a su santidad unas pocas horas para recuperarse de su viaje, antes de solicitarle humildemente que impartiera su bendición a una congregación de los nobles más importantes del reino. Había cientos de personas reunidas en el palacio, todas vestidas con las mejores galas que poseían.

Las damas de la corte habían empezado a imitar la moda de Perigraine tras la boda del rey con la joven Balsia de Vol Ephrir, y parecían una nube de increíbles mariposas entre sus alas de encaje rígido y el aleteo de sus abanicos, pues hacía calor en las salas de audiencia, debido a la presión de la multitud y a los enormes troncos que ardían alegremente en las chimeneas. El ambiente estaba muy lejos del de los días austeros del padre de Lofantyr, Vanatyr, cuando los nobles se vestían sólo con los colores militares negro y escarlata, y las damas con atuendos sencillos, ajustados y sin tocados.

Corfe y su tropa habían alojado a sus monturas en los establos del palacio, y habían tratado de adecentarse en lo posible, pero estaban cubiertos de barro y agotados por el viaje, y muchos de ellos aún llevaban la armadura con la que habían luchado durante semanas en el dique. Sus hombres tenían un aspecto lamentable, admitió Corfe para sí, pero todos ellos eran veteranos y supervivientes. Aquello marcaba la diferencia.

El chambelán de la corte había conseguido a toda prisa una túnica púrpura para Macrobius, pero el anciano la había rechazado. También se había negado a ser trasladado a la sala de audiencia en una silla de manos, y a permitir que nadie más que Corfe le diera el brazo y lo guiara hasta el otro extremo del abarrotado salón.

—Me has guiado por un camino más duro que éste —le dijo mientras esperaban en una antesala a que sonara la trompeta que anunciaría su entrada—. Te pido que seas mis ojos por última vez, Corfe.

Unos criados vestidos con librea abrieron las puertas, y la gran longitud reluciente de mármol que era el suelo de la sala de audiencia apareció ante ellos, mientras a cada lado centenares de personas (nobles, sirvientes, cortesanos y curiosos) estiraban el cuello para ver al pontífice a quien habían creído muerto. Al otro extremo del salón, que a Corfe se le antojó a cientos de yardas de distancia, los tronos de Torunna resplandecían de oro y plata. Los ocupaban el rey Lofantyr y la reina madre. Un tercer trono, el de la joven reina, estaba vacío.

Las notas de la trompeta cesaron. Macrobius sonrió.

—Vamos, Corfe. Nuestra audiencia espera.

Sólo se oían los pasos de las botas militares de Corfe y el golpeteo de las sandalias de Macrobius. Tal vez hubo un débil murmullo cuando la multitud pudo contemplar con detalle a aquel soldado con su maltrecha armadura y a aquel anciano horriblemente mutilado. Por el rabillo del ojo, Corfe sorprendió a algunos espectadores mirando esperanzados hacia el extremo del salón, como si esperaran que el auténtico pontífice y su guía aparecieran por las puertas en un despliegue de solemnidad y ceremonia.

Siguieron andando. Corfe sudaba. Observó la inmensa altura del edificio, el techo arqueado con sus contrafuertes de piedra y vigas de cedro negro, las enormes lámparas colgantes… y luego vio las galerías del piso superior, llenas de rostros expectantes e iluminadas por libreas de todos los colores. Maldijo para sí. Aquél no era su terreno, aquel ceremonial solemne, aquel juego falseado de la política y la etiqueta.

Macrobius le apretó el brazo. El anciano parecía divertido, lo que inquietó a Corfe todavía más. Su mano se deslizó hasta la empuñadura de su sable, el que había robado a un soldado toruniano muerto en la carretera del oeste.

Y recordó. Recordó el infierno de Aekir, el caos rugiente como el propio fin del mundo.

Recordó las largas y crueles noches de la huida hacia el oeste. Recordó las batallas en el dique de Ormann, la furia desesperada de los asaltos merduk, el rugido ensordecedor de los cañones enemigos. Recordó las matanzas incesantes, los miles de cadáveres que habían obstruido el río Searil.

Recordó el rostro de su esposa cuando la dejó por última vez.

Habían llegado al otro extremo del salón. En el estrado ante ellos, el rey de Torunna los contemplaba con cierto desconcierto. Su madre los estudiaba con sus ojos verdes y calculadores. Corfe los saludó. Macrobius permaneció en silencio.

Alguien tosió, y el chambelán golpeó el suelo con su bastón tres veces y gritó, con una voz resonante y bien entrenada que llenó toda la estancia:

—Su santidad el sumo pontífice de los reinos de Occidente y prelado de Aekir, la cabeza de la Santa Iglesia, Macrobius III… —El chambelán miró a Corfe presa de un pánico incipiente.

Era obvio que no tenía ni idea de quién podía ser el maltrecho acompañante del pontífice.

—Corfe Cear-Inaf, coronel de la guarnición del dique de Ormann, anteriormente a las órdenes de John Mogen en Aekir. —Había sido Macrobius, con una voz más clara y fuerte de la que Corfe estaba habituado a oírle, incluso durante su sermón en el dique—. Saludos, hijo mío.

—Se dirigía a Lofantyr.

El rey de Torunna vaciló un instante, y luego descendió del estrado en un remolino de escarlata y negro, mientras su diadema reflejaba la luz de las lámparas colgantes. Se arrodilló ante Macrobius y besó el anillo del anciano, otro regalo de Martellus; el anillo pontificio se había perdido tiempo atrás.

—Sed bienvenido a Torunna, santidad —dijo, en un tono que a Corfe le pareció algo tenso. Entonces recordó sus modales y, cuando Lofantyr se enderezó, le dedicó una reverencia.

—Majestad.

Lofantyr le dirigió un breve movimiento de cabeza y tomó el brazo de Macrobius.

Condujo al anciano ciego al estrado y lo instaló en el trono vacante de la reina. Corfe se quedó solo y desconcertado, hasta que captó la mirada del chambelán, que le estaba haciendo señas discretamente. Se acercó al grupo de personas reunidas a cada lado del estrado, que conversaban en voz baja.

—Apártate —le siseó el chambelán al oído, y volvió a golpear el suelo con su bastón.

Lofantyr se había levantado del trono para hablar. De nuevo se hizo el silencio en el salón. La voz del rey era menos impresionante que la de su chambelán, pero se oía perfectamente.

—Recibimos hoy en nuestra corte al representante viviente de la fe que nos sostiene a todos. Un milagro ha salvado del caldero de la guerra en el este al legítimo sumo pontífice del mundo. Macrobius III vive y se encuentra a salvo en Torunn, y, gracias a su presencia aquí, esta ciudad nuestra se ha convertido en el escudo de la Iglesia, la verdadera Iglesia. Con las plegarias del santo padre para sostenernos, y la certeza de que la razón está de nuestra parte y de que Dios velará por nuestros soldados, estaremos seguros de que los ejércitos de Torunna, los mayores y más disciplinados del mundo, continuarán la tarea empezada estas últimas semanas en el dique de Ormann. Podremos bordar más victorias sobre las insignias de nuestros tercios, y no pasará mucho tiempo antes de que nuestro estandarte ondee una vez más en las murallas de Aekir, y nuestros enemigos paganos se vean obligados a cruzar el río Ostio, de vuelta a las junglas de superstición y barbarie de donde surgieron…

Continuó hablando en aquel tono. Corfe no prestó atención al discurso. Estaba cansado, y la oleada de adrenalina que le había ayudado a atravesar el salón había pasado, dejándolo reseco como un odre de vino fláccido. ¿Por qué había insistido Martellus en que hiciera aquel viaje?

—De modo que le digo al usurpador de Charibon —continuó Lofantyr— que no hay ninguna herejía en reconocer a la verdadera cabeza espiritual de la Iglesia, ni en luchar por mantener la frontera oriental intacta para los demás reinos. Torunna, Hebrion y Astarac representan los reinos de la verdadera fe, no la diócesis de un impostor que tendrá que ser declarado hereje a su vez.

El discurso acabó por fin, y el salón se llenó de conversaciones. La gente empezó a desperdigarse por el espacio vacío en pequeños grupos, mientras por las puertas laterales a lo largo de toda la estancia aparecían sirvientes con bandejas de plata cargadas de botellas de vino y bebidas alcohólicas. El rey sirvió a Macrobius, y de nuevo se hizo el silencio cuando el pontífice se puso en pie con el vaso rojo sangre en la mano.

—Estoy ciego.

El silencio se volvió absoluto.

—Sí, soy Macrobius. Escapé de la ruina de Aekir cuando tantos no lo consiguieron. Pero no soy el hombre que una vez fui. Estoy ante vosotros… —Hizo una pausa y miró sin ver hacia un lado, donde la reina madre se había levantado del trono para cogerle el brazo.

—En nuestra ansia por dar la bienvenida al santo padre a nuestra ciudad, no hemos tenido en cuenta su agotamiento. Debe descansar. Pero antes de que se retire a los aposentos que le hemos asignado, nos gustaría pedirle su bendición. La bendición de la verdadera cabeza de la Iglesia.

Macrobius permaneció un instante indeciso, y Corfe tuvo la extraña sensación de que el anciano estaba en peligro por alguna razón. Se abrió paso hacia el estrado entre los corrillos de gente, pero cuando llegó allí encontró su camino barrado por una hilera de guardias con alabardas. El chambelán apareció junto a su codo como por arte de magia.

—No puedes pasar, soldado.

Corfe levantó la vista hacia las figuras del estrado. Macrobius permaneció inmóvil durante unos instantes, mientras la sonrisa de la reina madre se volvía cada vez más fina.

Finalmente, el anciano levantó la mano en el popular gesto, y todos los presentes en el salón bajaron la cabeza.

A excepción de los guardias de ojos acerados que observaban a Corfe.

La bendición duró unos segundos, y luego unos sirvientes con jubones escarlata ayudaron al pontífice a bajar del estrado y se lo llevaron por una puerta situada detrás de los tronos. Lofantyr y Odelia volvieron a sentarse, y la estancia pareció relajarse. Desde las galerías les llegaron los suaves sonidos de flautas y mandolinas. Una voz de soprano empezó a cantar una canción del Levangore, sobre barcos altos e islas perdidas, o alguna estupidez romántica por el estilo.

Un sirviente con una bandeja ofreció vino a Corfe, pero él sacudió la cabeza. El aire estaba impregnado de perfume; parecía surgir como el incienso de las pálidos cuellos de las damas. Todo el mundo hablaba con más animación de la habitual; era evidente que la aparición de Macrobius tenía ramificaciones que sobrepasaban los conocimientos de Corfe.

—¿Qué debo hacer? —preguntó ásperamente al chambelán. La ira se estaba apoderando de él, y no acababa de entender cuál era el motivo.

El chambelán lo miró como si le sorprendiera ver que continuaba allí. Era un hombre alto, pero delgado como un junco. Corfe podría haberlo partido en dos sobre su rodilla.

—Bebe algo de vino, habla con las damas. Disfruta del sabor de la civilización, soldado.

—Para ti, coronel.

El chambelán parpadeó y sonrió sin ningún rastro de humor. Miró a Corfe a los ojos, con un rostro implacable que parecía estar memorizando sus rasgos. Luego se volvió y se perdió entre la multitud. Corfe blasfemó entre dientes.

—¿Os habéis vestido expresamente para la audiencia, o siempre vais tan elegante? —preguntó una voz de mujer.

Corfe se volvió para ver a cuatro personas junto a él. Dos muchachos vestidos con la versión elegante del uniforme militar toruniano, con dos damas cogidas del brazo. Los hombres mostraban una curiosa mezcla de cautela y condescendencia; las mujeres parecían simplemente divertidas.

—Viajamos muy aprisa —consiguió decir Corfe con sus últimos restos de urbanidad.

—Creo que ha sido una escena muy conmovedora —rió la otra mujer—. El anciano pontífice disfrazado de mendigo con su exhausto guardaespaldas, sin que se supiera quién tenía que apoyarse en quién.

—O quién dirigía a quién —añadió la primera mujer, y los cuatro se echaron a reír.

—Pero es un alivio saber que nuestro rey ya no es un hereje —continuó la primera mujer—. Imagino que todos los nobles del reino están dando gracias a Dios mientras hablamos.

—Aquello también causó cierta hilaridad.

—Nos olvidamos de los buenos modales —dijo uno de los hombres. Se inclinó—. Soy el alférez Ebro de la guardia de su majestad, y éste es el alférez Callan. Nuestras hermosas acompañantes son lady Moriale y lady Brienne, de la corte.

—Coronel Corfe Cear-Inaf —gruñó Corfe—. Podéis llamarme «señor».

Algo en su tono acabó con las risas. Los dos jóvenes oficiales se cuadraron.

—Disculpad, señor —dijo Callan—. No queríamos ofender. Es sólo que en la corte las cosas son más informales.

—Yo no soy de la corte —le dijo Corfe con tono gélido.

Una sexta persona se unió al grupo, un hombre algo mayor con los sables de coronel en la coraza y un enorme mostacho que le caía hasta más abajo de la barbilla. Tenía el cráneo calvo como una bala de cañón, y llevaba un bastón de mando de oficial bajo el brazo.

—Acabáis de llegar del dique de Ormann, ¿eh? —ladró, con un tono de voz más propio de una parada militar que de un palacio—. Se pasaron momentos feos, ¿verdad? Vamos a oírlo, hombre. No seáis tímido. Es hora de que estos héroes de palacio oigan noticias de una auténtica guerra.

—El coronel Menin, también del palacio —dijo Ebro, señalando con la cabeza al recién llegado.

De repente una multitud de rostros pareció aparecer en torno a Corfe, una horda de ojos expectantes esperando entretenimiento. El sudor le empapaba las axilas, y se sentía absurdamente consciente del barro en su ropa y de las abolladuras y arañazos de su armadura.

Hasta llevaba las puntas de las botas manchadas de sangre vieja que había pisado en el fragor de la lucha.

—Y parece que también estuvisteis en Aekir —continuó Menin—. ¿Cómo es eso? Creí que no había sobrevivido ninguno de los hombres de Mogen. Es extraño, ¿no os parece?

Esperaron. Corfe casi podía sentir cómo sus miradas le subían y bajaban por el rostro.

—Perdonadme —dijo, y se volvió, dejándolos atrás. Se abrió camino a codazos entre la multitud, sintiendo que los rostros estupefactos se le clavaban en la espalda, y abandonó la estancia.

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