Los reyes heréticos (9 page)

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Authors: Paul Kearney

Tags: #Fantástico

BOOK: Los reyes heréticos
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—¡A los castillos! —gritó, blandiendo la pica—. ¡Retroceded a los castillos! ¡Abandonad el combés!

Sus hombres lo comprendieron, y empezaron a abrirse paso palmo a palmo hacia los castillos de proa y popa del galeón, que dominaban el combés como las torres de una fortaleza.

En las escalas se libró un sangriento combate cuerpo a cuerpo cuando los corsarios trataron de seguirlos, pero fueron contenidos. Abeleyn se encontró de nuevo en el alcázar. Dietl estaba en pie sosteniendo un torniquete en torno a su codo. Había perdido una mano a la altura de la muñeca.

—¡Arcabuceros, formad! —gritó Abeleyn. No vio a ninguno de sus oficiales y comenzó a arengar a sus hombres como si fuera un mero sargento—. ¡Vamos, malditos hijos de perra!

¡Presentad las piezas! ¡Marineros! ¡A los cañones que apuntan al combés! ¡Cargadlos con metralla! ¡Aprisa!

Los soldados hebrionéses formaron en dos hileras irregulares al borde del alcázar y apuntaron sus arcabuces al tumulto de hombres de abajo.

—¡Fuego!

Una hilera de llamaradas recorrió las primeras filas de los abordadores. Los hombres fueron arrojados de las escalas, cayendo sobre los de detrás. El combés era una masa en movimiento de rostros y extremidades.

—¡Fuego! —gritó Dietl, y los dos sacres cargados con metralla que habían preparado sus marineros dispararon dos segundos más tarde. Dos grupos de soldados fueron derribados entre chillidos, y las amuradas del galeón quedaron cubiertas de sangre y vísceras cuando los miles de proyectiles de la metralla desgarraron los cuerpos. En el castillo de proa había otra hilera de arcabuceros disparando, derribando más enemigos, mientras los hombres de las cofas lanzaban hacia abajo un fuego casi vertical con los pequeños falconetes. Los corsarios que habían abordado el barco quedaron rodeados por todas partes por un fuego mortífero. Algunos de ellos desaparecieron por las destrozadas escotillas del galeón, buscando refugio en la bodega, pero la mayoría saltaron por la borda. Decenas de ellos dejaron sus cuerpos, o lo que quedaba de ellos, esparcidos por la apestosa cubierta.

Cesó el fuego. Más al norte, pudieron oír las andanadas de los
nefs
que luchaban por sobrevivir contra la otra escuadra, pero allí los corsarios se estaban retirando. Una galeaza estaba ya inundada, con el agua hasta los imbornales y la proa medio sumergida. Otra se alejaba a la deriva, después de que los hombres de las cofas hubieran cortado las sogas de enganche. La tercera navegaba en círculos fuera del alcance de los arcabuces, como un perro cauteloso alrededor de un ciervo acorralado. El agua en torno a los cuatro barcos estaba llena de hombres que trataban de nadar y de cuerpos inertes, trozos de barco y fragmentos de vergas.

—Ahora nos embestirán, si pueden —jadeó Dietl, con el rostro blanco como el papel bajo la sangre y la suciedad que lo cubrían. Sostenía el muñón en alto con la mano buena. El brillo del hueso resultaba visible, y de las arterias cercenadas le brotaban pequeños chorros de sangre a pesar del torniquete—. Se alejarán para conseguir velocidad y recoger a sus hombres.

Tenemos que acertarles mientras están cerca.

—¡A los cañones de estribor! —gritó Abeleyn—. ¡Sargento Orsini, tomad a seis hombres y acabad con cualquier enemigo que continúe a bordo! ¡Cargad las culebrinas de estribor, muchachos, y les daremos algo que recordar! —Se inclinó para hablar a través de la escotilla con los timoneles de abajo, que durante todo aquel tiempo habían permanecido en sus puestos, manteniendo el rumbo del galeón entre la confusión de la batalla—. Virad hacia el sur.

—¡Sí, señor! Quiero decir, majestad.

Abeleyn se echó a reír. Se sentía extrañamente feliz. Feliz de estar vivo, de encontrarse al mando de sus hombres, de tener su vida en la palma de la mano y de ocuparse de problemas que eran inmediatos, visibles y finales.

Las dotaciones de las piezas habían regresado al combés a toda prisa y estaban cargando las baterías de estribor, todavía sin disparar. La galeaza enemiga trataba de halar las enormes vergas latinas; los dos barcos recibían el viento en la popa en aquel momento, pero el galeón, de aparejo redondo, estaba mejor diseñado para aprovecharlo que las vergas de cuchillo de la galeaza. Estaba alcanzando a su enemigo.

—¡Ah del timón! —gritó Dietl, consiguiendo de algún modo que su debilitada voz se oyera—. ¡Esperad a mi orden y luego virad al suroeste!

—¡A la orden, señor!

Dietl se disponía a cruzar por delante de la proa de la galeaza para barrerla de proa a popa con una andanada completa. Abeleyn dirigió una mirada a los otros barcos enemigos. Uno de ellos ya era tan sólo un mástil solitario emergiendo de un mar abarrotado. El otro estaba recogiendo a los supervivientes del fracasado abordaje y reduciendo velas al mismo tiempo. El mar seguía lleno de cabezas flotantes.

El galeón se acercó a su enemigo, adelantándolo levemente. Las dotaciones de los cañones, o lo que quedaba de ellas, se agazaparon como estatuas junto a sus armas. El humo de la mecha lenta surgía de las manos de los jefes de pieza mientras aguardaban la orden de abrir fuego.

—Si lo barremos desde la proa, ¿no podrá embestirnos por la crujía? —preguntó Abeleyn a Dietl.

—Sí, señor, pero todavía no tiene la velocidad suficiente para causarnos verdadero daño. Tiene los remos destrozados, y este viento en la popa no le ayuda demasiado. Lo barreremos hasta que se hunda.

La galeaza estaba ya en la cuarta de estribor. Les llegaron unos cuantos disparos de arcabuz desde sus aparejos, pero sobre todo su tripulación parecía empeñada en poner orden entre sus remeros y ajustar sus vergas.

—¡Virad al suroeste! —gritó Dietl por la escotilla del timón.

El galeón giró hacia estribor en un elegante arco, virando de modo que el lado de estribor quedara frente al saltillo de proa de la galeaza, cada vez más cercana. Abeleyn distinguió el temible ariete del barco enemigo, apenas cubierto de agua, y entonces Dietl gritó «¡Fuego!» con lo que parecían sus últimas fuerzas.

El aire pareció hacerse añicos cuando volvió a desencadenarse el terrible estruendo y las culebrinas remprendieron su danza mortífera. Las dotaciones habían bajado los cañones todo lo posible para compensar la inclinación del barco hacia babor durante el giro. A aquella distancia y con aquel ángulo, los pesados proyectiles golpearían la proa y destrozarían toda la longitud del barco enemigo. La carnicería a bordo sería increíble. Abeleyn vio cómo las pesadas vigas se separaban del casco y volaban por los aires. El palo mayor se balanceó cuando un proyectil le golpeó en la base, y luego cayó al mar, abriendo un agujero en el costado de la galeaza. El barco se inclinó a babor, pero siguió avanzando, mientras su ariete centelleaba como la punta de una lanza.

Y les golpeó. El ariete chocó con la crujía del galeón. El impacto hizo tambalearse a Abeleyn y derribó a Dietl. Las dotaciones de las piezas seguían recargando y disparando, vertiendo proyectiles a quemarropa contra el indefenso casco de la galeaza. Las cubiertas del barco enemigo estaban inundadas de sangre, que se derramaba por los imbornales en corrientes escarlata. Los hombres saltaban por la borda para escapar de aquel barrido mortífero, y un grupo desesperado trató de alcanzar el costado del galeón, pero fue obligado a retroceder y arrojado al mar.

—¡Timón a babor! —gritó Abeleyn a los timoneles. Dietl estaba inconsciente en la cubierta, sobre un charco de su propia sangre.

Hubo un chirrido, y un estremecimiento profundo y rechinante cuando el viento empezó a ejercer su fuerza sobre el galeón y lo liberó de la destrozada galeaza. El barco se movía con lentitud, como un luchador fatigado consciente de haber gastado su mejor golpe, pero finalmente quedó libre del castigado barco enemigo. Había media docena de incendios a bordo del barco corsario, que ya no estaba bajo control. Se movía a la deriva, ardiendo mientras el galeón se alejaba de él.

La tercera galeaza había emprendido ya la huida, tras haber recogido a todos los corsarios que pudo. Desplegó las velas y puso rumbo al sureste como un pájaro sobresaltado, dejando atrás a decenas de hombres indefensos tratando de sobrevivir en el agua.

Hubo una explosión que catapultó vigas y vergas a más de cien pies de altura cuando la destrozada galeaza restante ardió por completo. Abeleyn tuvo que gritar todavía más mientras los fragmentos en llamas caían en torno al aparejo del galeón y provocaban incendios menores.

La exhausta tripulación trepó por los obenques y apagó los fuegos. El carpintero, Burian, apareció en el alcázar con aspecto de gallina mojada.

—Señor, ¿dónde está el capitán?

—Está indispuesto —le dijo Abeleyn con un graznido—. Preséntame tu informe.

—Tenemos seis pies de agua en la bodega y sigue subiendo. El barco se hundirá dentro de una o dos guardias; la brecha que ha abierto el ariete es demasiado grande para taponarla.

—Muy bien —asintió Abeleyn—. Regresa abajo y haz lo que puedas. Pondremos rumbo a la costa de Hebrion. Es posible que lo consigamos.

De repente apareció Dietl, tambaleándose como un hombre ebrio pero erguido. Abeleyn lo ayudó a mantener el equilibrio.

—Poned rumbo al río Habrir. Oeste-suroeste. Estaremos allí en media guardia. Este barco nos llevará a tierra, por Dios. Aún no está acabado, y yo tampoco.

—Llévalo abajo —dijo Abeleyn al carpintero cuando los ojos del capitán se quedaron en blanco. Burian se cargó a Dietl al hombro como si fuera un saco, y desapareció por la escala para seguir tratando de mantener el barco a flote.

—Majestad —dijo una voz. El sargento Orsini, que parecía la personificación ensangrentada de la guerra.

—¿Sí, sargento?

—Los
nefs
, señor… Los muy bastardos los han hundido.

—¿Qué? —Abeleyn corrió a la barandilla de estribor. Muy al norte pudo distinguir el humo y las nubes de la otra batalla. Vio las dos galeazas y dos cascos ardiendo: uno de ellos estaba irreconocible, y el otro era definitivamente uno de los anchos
nefs
de su séquito. Mientras lo contemplaba, del barco brotó un globo de llamaradas, y, segundos más tarde, el sonido de la explosión les llegó con el viento.

—Están perdidos, entonces —dijo.

La euforia de la batalla se había desvanecido. El agotamiento y el dolor estaban empezando a ocupar su lugar. Trescientos de sus mejores hombres muertos. Incluso con el galeón intacto, tardarían horas en virar a sotavento y buscar a los supervivientes, y resultarían una presa fácil para las dos galeazas restantes. Era el momento de huir. El monarca que había en Abeleyn lo aceptaba, pero el soldado se rebelaba contra la idea.

—Alguien pagará por esto —dijo, con voz baja y tranquila. Pero algo en su tono hizo que a Orsini se le erizara el vello de la nuca.

Entonces el rey dirigió su atención a la tarea que les ocupaba.

—Vamos —dijo con voz más humana—. Tenemos un barco que llevar a tierra.

5

El hermano Columbar volvió a toser y se limpió la boca con la manga del hábito.

—Por la sangre del Santo, Albrec, pensar que os habéis pasado trece años metido en estos agujeros. ¿Cómo podéis soportarlo?

Albrec lo ignoró y levantó más la lámpara para que iluminara la tosca piedra de la pared.

Columbar era un antilino como él, vestido con el hábito pardo. Su puesto habitual estaba con el hermano Philip en el huerto, pero un catarro lo había tenido postrado durante la semana anterior, por lo que le habían destinado a tareas más pausadas en el
scriptorium
. Había bajado a la biblioteca dos días atrás, en busca de manuscritos o pergaminos viejos que pudieran servir como papel secante para los escribientes de arriba. Y había encontrado el precioso documento que había consumido casi todo el tiempo de Albrec desde aquel momento.

—Aquí hubo estanterías una vez —dijo Albrec, pasando los dedos por las profundas hendiduras de la pared—. Y la construcción es tosca, como si la hubieran acabado a toda prisa o sin preocuparse por las apariencias.

—¿Quién iba a verla aquí abajo? —preguntó Columbar. Tenía una nariz pendular, roja y goteante, y la tonsura le había dejado sólo unas cuantas plumas negras de cabello en torno a las orejas. Era un hombre de la tierra, como le gustaba decir, hijo de un granjero del pequeño ducado de Touron. Era capaz de hacer crecer cualquier cosa en el terreno adecuado, y por ello había acabado en Charibon cultivando tomillo, menta y perejil para la mesa del vicario general y los cataplasmas de la enfermería. Albrec sospechaba que era incapaz de leer nada más que unas cuantas frases desgastadas del Catecismo Clerical y su propio nombre, pero ello no era ninguna rareza entre las órdenes menores de la Iglesia.

—¿Y dónde está el hueco donde lo encontraste? —preguntó Albrec.

—Aquí… No, por allí, donde el mortero se está desmenuzando. Me extraña que la biblioteca no se haya derrumbado si los cimientos están en este estado.

—Estamos muy por debajo de los cimientos de la biblioteca —dijo Albrec con aire ausente, hurgando en el hueco como un conejo agrandando su madriguera—. Estas cámaras fueron excavadas en la roca sólida; los contrafuertes quedaron en pie cuando todo lo demás fue derribado. Todo este lugar es de una sola pieza. De modo que, ¿por qué hay bloques pegados con mortero?

—Fueron los fimbrios quienes construyeron Charibon, igual que todo lo demás —dijo Columbar, como si quisiera demostrar que no era un completo ignorante.

—Sí. Y en sus orígenes fue una fortaleza seglar. Probablemente estas catacumbas servían de almacenes para las provisiones de la guarnición.

—Preferiría que no las llamaras catacumbas, Albrec. Ya son bastante siniestras de por sí. —El aliento de Columbar se convertía en una niebla pálida en torno a su rostro mientras hablaba.

—¿Qué ha sido eso? —dijo Albrec, enderezándose.

—¿Qué? No he oído nada.

Hicieron una pausa para escuchar en el diminuto santuario de luz delimitado por la lámpara.

Aplicar el nombre de catacumba a las cámaras donde se encontraban no era una mala descripción. Eran unas estancias bajas e irregulares, con el suelo, las paredes y el techo excavados en granito, en una obra inconcebible de los constructores del antiguo imperio. Una escalera conducía hasta allí desde los niveles inferiores de la biblioteca, también excavada en la roca viva. Se decía que Charibon estaba construida sobre los huesos de las montañas.

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