Los rojos Redmayne (33 page)

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Authors: Eden Phillpotts

BOOK: Los rojos Redmayne
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—Pero no aquí —repuso Marc—. Salgamos al jardín. Desde allí podré ver cuándo regresa.

Avanzaron en la creciente oscuridad y se sentaron en un banco de mármol, debajo de un acebo, tan cerca de la entrada que nadie podía llegar sin ser visto por ellos.

Al rato apareció Ernesto y encendió una lamparilla eléctrica que colgaba sobre la artística verja de hierro del portón exterior. Cuando estuvieron solos otra vez, ella se despojó de toda sombra de reserva y del dominio que sobre sí misma ejercía.

—¡Gracias a Dios! ¡Por fin! —exclamó y se desató en un torrente de súplicas. Marc se sintió arrastrado lejos de todo asidero mental, ahogado en el torrente de los ruegos de Joanna; por momentos desconcertado y confundido; por momentos en el colmo de la felicidad.

—¡Sálveme! —imploraba ella—, sólo usted puede hacerlo. Soy indigna de su amor y tal vez ha dejado usted de quererme y hasta de respetarme; pero sigo respetándome a mí misma, porque ahora sé que he sido víctima inocente de este hombre maldito. No fue un amor natural el que me obligó a seguirlo y a casarme con él; fue la fascinación magnética que posee, lo que en Italia se denomina «mal de ojos». He sido cruelmente, malignamente agraviada y no merezco lo que he sufrido; porque fue la magia del hipnotismo o algo diabólico de esta especie lo que hizo que lo viera en forma tan errónea, engañándome e impulsándome hacia él.

»Desde el día de la muerte de mi tío, en "El nido del cuervo", Doria me ha dominado. Entonces no lo sabía; de otro modo, me hubiese suicidado antes de rebajarme a ser juguete de ningún hombre. Creí que era amor y me casé con él; luego, el ardid se puso de manifiesto y no le importó que mis ojos se abrieran a la verdad. Le aseguro que si no me separo de él perderé la cabeza.»

Habló durante una hora seguida y detalló lo que había soportado. Absorto, Brendon la escuchaba con profundo interés. De cuando en cuando, la joven tocaba el hombro del detective; otras veces le asía la mano. En cierto momento se la besó, agradecida porque acababa de prometerle que dedicaría su inteligencia y energía a salvarla. Marc sentía en la mejilla el roce de la respiración de Joanna y, cuando se echó a llorar, la rodeó con su brazo.

—¡Sálveme y seré suya! —prometió la joven—. No sigo engañada. Giuseppe confiesa la trampa que me tendió y en la intimidad se burla cruelmente de mí. Sólo quiere mi dinero; con gusto le daría hasta el último penique si con ello pudiera verme libre de él.

Brendon la escuchaba con tanto embeleso que era casi incredulidad; por fin lo amaba y no deseaba otra cosa que ser suya y olvidar la doble tragedia que había destrozado su vida.

Estaba en sus brazos y trató de tranquilizarla, de ayudarla y de orientar sus pensamientos hacia un futuro de paz, asegurándole que la felicidad y la alegría volverían a pertenecerle. Pasó otra hora, las luciérnagas danzaban sobre sus cabezas; dulces perfumes emanaban del jardín; las luces de la casa brillaban y, en el silencio que se había producido entre ellos, oyeron, procedente del lago, el suave golpe de la hélice de un barco. Doria no había regresado aún, y cuando el reloj de la iglesia dio la hora, Joanna se levantó. Se había arrojado a los pies de Brendon, llamándolo su salvador. Ahora, soñando todavía con el extraño cambio de su suerte, preocupado con las medidas que debía tomar para liberar a su futura mujer, Marc hizo un esfuerzo para volver a la realidad.

Joanna se separó de él y fue en busca de Assunta; él, oyendo el rumor del barco y pensando que Peter estaría de vuelta, se apresuró a entrar en la casa. El más absoluto silencio reinaba en ella; y en el momento en que Marc, levantando la voz, llamaba a Albert Redmayne, el ruido sobre el agua cesó. Ninguna respuesta llegó a sus oídos; y, dejando atrás la biblioteca, penetró en el dormitorio contiguo. Al comprobar que estaba vacío, salió precipitadamente a la galería que daba sobre el lago. Pero el bibliófilo no aparecía por ninguna parte. Una embarcación larga y negra, con las luces apagadas, había anclado a cien metros de «Villa Pianezzo»; era el barco de la policía lacustre, y de su costado se separó un bote que bogó hasta la escalinata que se hallaba a los pies de Brendon.

En ese preciso instante Joanna se reunió con él.

—¿Dónde está mi tío Albert? —inquirió.

—No lo sé. Lo he llamado y no he recibido respuesta.

—¡Marc! —exclamó ella con voz atemorizada—. Es posible que...

Entró en la casa y llamó en voz alta a su tío. Brendon oyó que Assunta contestaba. Momentos después Joanna lanzaba una exclamación de angustia.

Brendon había descendido los escalones para recibir el bote que se acercaba. En su cerebro bullía aún un torbellino de encontradas emociones. Mientras sujetaba la embarcación oyó el gritó de Joanna que, desde arriba, le llamaba.

—¡No está en casa! ¡Vengan pronto, por Dios! ¿Ha llegado Mr. Ganns? ¡Mi tío ha cruzado el lago y mi marido no ha vuelto!

Acompañado de cuatro hombres, Peter desembarcó rápidamente y Brendon le explicó lo ocurrido; pero, como ignoraba los detalles, Joanna se encargó de proporcionárselos. Dijo que mientras ella y Marc se hallaban en el jardín, vigilando la puerta de entrada y el portón delantero, había llegado por agua, a la parte trasera de la casa, un mensaje de Bellagio para Albert. Una sola persona en el mundo tenía poder suficiente para hacer que Albert Redmayne olvidara sus promesas y el peligro que corría, y la llamada de esa persona era, precisamente, lo que había impulsado al anciano a partir en seguida.

Assunta contó que había llegado en un esquife, al pie de la escalinata, un italiano que venía de Bellagio; que la había llamado para darle la mala noticia de que Mr. Poggi había tenido un grave accidente y suplicaba a sus amigos que fuesen a verlo sin demora.

«Virgilio Poggi ha tenido una caída fatal y está a punto de morir —había dicho el mensajero—. Ruega a Mr. Redmayne que corra a su lado antes de que sea demasiado tarde.»

Assunta no se atrevió a aplazar el informe. A decir verdad, sabiendo lo que significaba para su amo, se lo comunicó inmediatamente y cinco minutos después de oír la terrible noticia, Albert Redmayne, presa de tremenda aflicción, se había embarcado rumbo al promontorio en que vivía su amigo.

Assunta declaró que su amo estaba ausente desde hacía una hora o más.

—Tal vez sea cierto —observó Joanna; pero Brendon sabía demasiado bien lo que había ocurrido.

Se agruparon para recibir órdenes; y, sin tardanza, Peter las impartió. Lanzó a Marc una mirada que éste nunca olvidaría; pero nadie más la vio.

—Lleve este bote hasta el vapor, Brendon —ordenó Ganns—, y dígales a bordo que lo conduzcan a usted, cuanto antes, a casa de Mr. Poggi. Si Albert está allí, déjelo y vuelva. Pero si no está allí, está en el fondo del lago. ¡Vaya!

Marc corrió al bote, y uno de los policías que habían ido con Ganns escribió una orden en un pliego de un bloc. Con ella Brendon llegó hasta el barco pintado de negro, y pocos minutos después la embarcación desaparecía en la noche a toda velocidad, rumbo a Bellagio.

Peter se volvió entonces hacia los demás y les pidió, inclusive a Joanna, que lo acompañaran a la sala. Habían preparado allí la comida, pero no había nadie en el cuarto.

—He aquí lo que ha sucedido —explicó Peter—: Doria ha empleado el único medio seguro de hacer salir de esta casa a Albert Redmayne; e, indudablemente, su mujer lo ha ayudado, atrayendo la atención del colega a quien dejé de guardia. Adivino fácilmente el procedimiento que usó.

Joanna se sonrojó y sus ojos horrorizados lo miraron lanzando chispas.

—¡Qué equivocado está! —exclamó—. ¡Lo que dice es una crueldad y una infamia! ¿Le parece que no he sufrido bastante?

—Si estoy equivocado, seré el primero en reconocerlo, señora —replicó Ganns—. Pero no lo estoy. Lo ocurrido significa que su marido regresará a la hora de la comida. Sólo faltan diez minutos. Assunta, vuelva a la cocina. Ernesto, escóndase en el jardín y eche la llave al portón de hierro en cuando Doria entre.

Otras disposiciones fueron respectivamente traducidas a tres hombretones vestidos de civil por el cuarto, todos ellos miembros de la policía. Ernesto salió al jardín, los policías ocuparon sus puestos y Ganns, señalando una silla a Joanna, se sentó en otra muy cerca de ella. Ésta había tratado de salir del cuarto, pero Peter se lo había impedido.

—Si es usted inocente, no tiene por qué temer —le dijo. Ella desoyó la observación y guardó para sí sus pensamientos. Estaba muy pálida y sus ojos erraban sobre los rostros extraños que tenía alrededor.

Nadie pronunció palabra, y cinco minutos más tarde, rompiendo el silencio, se oyó primeramente el ruido metálico del portón y luego los pasos de un hombre que se acercaba. Doria cantaba su canción favorita. Entró directamente en el cuarto, miró con sorpresa a los hombres allí reunidos y, finalmente, clavó los ojos en su mujer.

—¿Qué significa esto? —exclamó azorado.

—Terminó la partida y usted ha perdido —contestó Ganns—. Su inteligencia es superior a la del común de los bandidos, y sólo ha perdido por culpa de su desmedida vanidad.

Peter se volvió rápidamente hacia el jefe de policía, y éste, mostrando una orden de detención, la leyó en inglés.

—Michael Penrod —dijo—, queda usted detenido por los asesinatos de Robert y Benjamin Redmayne.

—Y añada: de Albert Redmayne —gruñó Ganns. Mientras esto decía, saltó hacia un lado con asombrosa agilidad: el criminal, apoderándose del arma que tenía más a mano —un pesado salero de la mesa— acababa de arrojarlo a la cabeza del viejo detective.

La pieza de cristal chocó contra un antiguo espejo italiano que estaba detrás de Ganns, y en el momento en que todos los ojos miraban caer los cristales rotos, el marido de Joanna se abalanzó hacia la puerta. En un santiamén había girado sobre sus talones y, antes de que pudieran impedírselo, trasponía el umbral; pero uno de los presentes vigilaba y, en ese instante, levantó su revólver. Este joven oficial de policía —que se haría célebre en el futuro— no le había quitado los ojos de encima y, sin vacilar, hizo fuego. Había procedido con suma rapidez; pero otra persona, más rápida que él, al adivinar su intención se había anticipado al ademán. Joanna, que se había precipitado hacia la puerta, se desplomó. Había detenido con su cuerpo la bala destinada a Michael Penrod.

Cayó al suelo sin un gemido, y el fugitivo, instantáneamente, volvió sobre sus pasos. Renunciando a huir, corrió junto a ella, se arrodilló y la estrechó contra su pecho.

Estaba ileso, pero abrazaba a un cadáver. Sus labios se tiñeron de sangre cuando besó la boca de la muerta. Al comprender la verdad, abandonó la lucha, cargó el delicado cuerpo, lo llevó a un diván y lo extendió suavemente; luego volviéndose, alargó los brazos para que le colocasen las esposas.

Un momento más tarde, Marc Brendon entró en el cuarto.

—Poggi no envió mensaje alguno, y Albert Redmayne no ha sido visto en Bellagio —dijo.

17

Los métodos de Peter Ganns

Dos hombres viajaban juntos en el tren de Milán a Calais. Ganns llevaba una banda negra cosida en la manga izquierda; muestras de dolor surcaban el semblante de su compañero: a Brendon le habían caído muchos años encima; estaba ojeroso, hasta su voz parecía envejecida.

Peter trataba de distraer a su joven colega y éste fingía que lo escuchaba; pero su pensamiento estaba fijo en una tumba lejana.

—La policía italiana y la francesa se asemejan a la nuestra, la de Estados Unidos —observó Ganns—. Son mucho menos reticentes en sus métodos que ustedes los ingleses. En Scotland Yard prefieren el secreto y alegan que este sistema les permite obtener resultados superiores a los de cualquier otra parte. Y las cifras apoyan este argumento. En Nueva York, en 1917, fueron cometidos doscientos treinta y seis asesinatos y sólo se dictaron cuarenta y siete condenas. En Chicago, en 1919, se produjeron trescientos treinta y seis asesinatos, por lo menos; y las condenas sólo llegaron a cuarenta y cuatro. No muy brillante, ¿verdad? En París se cometen, anualmente, cuatro veces más crímenes que en Londres, aunque la población es mucho menor. ¿Y cuáles son los éxitos de la policía en ambos países? En Francia sólo se descubre la mitad de crímenes en relación con los que se descubren en Inglaterra. Esto se debe al sistema de tarjetas índices que emplean ustedes.

Siguió perorando, y al rato Brendon parecía recobrarse.

—Hable del pobre Albert Redmayne —instó.

—Poco hay que agregar a lo que usted sabe. Como Penrod ha decidido guardar silencio, por lo menos hasta su extradición, tenemos que limitarnos a presumir lo que ocurrió; sin embargo, estoy seguro de los detalles. Era Penrod, naturalmente, el hombre que usted vio salir de «Villa Pianezzo», mientras su mujer le daba conversación y le mentía de tal manera que usted, olvidándose de todo, no pensaba más que en la forma de salvarla de su marido.

»Ella tuvo buen cuidado de complicar su porvenir y decirle precisamente lo que con mayor probabilidad lo apartaría a usted de su deber: es decir, de su promesa de cuidar a mi querido Albert. Disculpe mi descortesía; mas mire hacia atrás, comprenderá que la pérdida grande y verdadera es la mía, no la suya. Una vez fuera, Michael Penrod consiguió un bote, se desfiguró la cara con la barba y el bigote postizo que encontramos en uno de sus bolsillos y remó hasta la escalinata privada de Albert. Vio a Assunta, que no lo reconoció, y le dijo que iba de parte de Virgilio Poggi que se hallaba agonizante en Bellagio. No cabía mayor tentación para Albert. Olvidando cualquier otra consideración, se preparó en cinco minutos para ir a Bellagio. El bote estuvo pronto en medio del lago, rodeado de tinieblas y allí halló Albert la muerte y la tumba. Sin duda, Penrod lo mató asestándole un golpe... Probablemente en la misma forma en que asesinó a Robert y a Benjamin Redmayne; luego, debe de haber utilizado pesas, pesadas piedras que llevaba con ese objeto, y hundió a su víctima en las profundísimas aguas del lago de Como. Regresó poco después en un bote limpio y con el disfraz en el bolsillo. Tenía una coartada, porque averiguamos que había estado bebiendo, más de una hora, en una posada, antes de volver a la casa.»

—Gracias —dijo Brendon humildemente—. No cabe duda de que fue así. Y ahora le pediré un favor final, Ganns. Lo ocurrido ha dejado lagunas en mi mente. Le agradecería que volviera sobre sus pasos, sobre los que dio en Inglaterra. Deseo hacer de nuevo ese recorrido. No asistirá usted al juicio, pero yo sí; y, gracias a Dios, será la última vez que estaré presente en un tribunal de justicia.

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