Los rojos Redmayne (35 page)

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Authors: Eden Phillpotts

BOOK: Los rojos Redmayne
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»Ahora llegamos a los prolegómenos del drama de "El nido del cuervo", que terminó con la muerte del segundo hermano. No sabemos a ciencia cierta qué plan se proponía seguir Penrod; pero la segunda visita que usted efectuó a Dartmouth (visita sorprendente, recuérdelo) aceleró ese plan. Usted ofrecía el punto de partida; y, aquella noche de luna y de tormenta, antes de que usted se marchara, Penrod volvió a crear al falso Robert Redmayne y se le presentó, interpretando el personaje. No contento con esto, siguió representando su papel en forma sostenida. Entró en la granja Strete, haciéndose pasar por Robert Redmayne y fue visto por Brook, el granjero. A la mañana siguiente, en su papel de "Doria", lo buscó a usted en Dartmouth para decirle que el asesino de Michael Penrod había reaparecido.

»Cuesta poco imaginar el gusto que le proporcionaba esta doble personificación, y cuan fácil le resultaba, con la ayuda de su mujer, engañarlo a usted de medio a medio. Los celos de usted ante las atenciones que él le prodigaba a Joanna eran para Doria una fuente de exquisita diversión, como también el hecho de que usted sospechara que a ella le agradaban esas atenciones. En cuanto a Joanna... Bueno, es interesante considerar de nuevo la actitud que tuvo con usted. Sí; era una estupenda actriz; pero, ¿quién podría decir si procedió inspirada por su amor, por el odio que le despertaban sus desventurados parientes o tan sólo por el puro goce creador de su propio talento? Probablemente, todos estos factores tuvieron su parte.

»Llegamos ahora al juego de la gallina ciega con el falso personaje. Preste atención a cada uno de los pasos. Benjamin no vio ni una sola vez a su supuesto hermano; usted no volvió a verlo nunca. La búsqueda que realizaron ustedes en el bosque fue infructuosa; pero Joanna y su marido, en la lancha, trajeron noticias de él. Ella regresa con lágrimas en los ojos. ¡Ha visto a Robert Redmayne... asesino de su marido! Ella y el marinero han hablado con él; describen la miserable situación del fugitivo y su vehemente deseo de hablar con su hermano. Trazan una imagen maravillosa y realista. Robert quiere ver a solas a Benjamin... y necesita que le lleven a su escondrijo comida y una lámpara. Ha estado en Francia (esto fue un regalito para apaciguarlo a usted, Marc), pero no puede seguir soportando la incertidumbre sobre su suerte.

»Bien; se ponen de acuerdo y Benjamin acepta tener, sin testigos y después de medianoche, una entrevista con su hermano; pero el valor del viejo marino vacila; ¿quién podría echarle la culpa? Dispone secretamente que se halle usted escondido en el cuarto de la torre cuando Robert Redmayne acuda a la cita. Escribe una carta a su hermano, y Joanna y Doria salen nuevamente en la lancha con el objeto de llevársela, junto con provisiones y una lámpara. Durante la ausencia de ambos, usted se instala en el cuarto de la torre para vigilar la entrevista que está a punto de realizarse, y cuando llega la pareja de la lancha, Benjamin dice a su sobrina que usted se ha ido a Dartmouth y que volverá a la mañana siguiente. Usted recuerda lo que luego sucedió. Cae la noche y, a la hora prefijada, se oyen pasos que suben la escalera que lleva al observatorio, y Benjamin se prepara a enfrentarse con su hermano. Pero no aparece Robert Redmayne; se presenta Giuseppe Doria. Ha hablado largamente con su amo a propósito de Joanna Penrod. Ha confesado al viejo marino el amor que siente por Joanna, y todo lo demás. Usted, oculto en el armario, ha oído el cuento y la respuesta de Benjamin aconsejando a Doria que disimulara su sentimiento y no dijese nada hasta pasados seis meses.

»Ahora bien, lo que ocurrió después me extrañó un poco; pero creo conocer la razón. Unicamente la declaración de Penrod, si lo hace, explicará el punto; sin embargo, adivino que Doria, en su primera entrevista con Benjamin advirtió que usted estaba escondido en el cuarto. Su capacidad de observación es extraordinaria, y apostaría a que, antes de salir de la habitación después de la conversación sobre Joanna, había descubierto su presencia..., sabía que se encontraba usted allí.

»Si fue así, se vio obligado a modificar por completo sus planes. No estoy seguro de que pensara matar a Benjamin aquella noche; pero me inclino a creerlo. Todo estaba dispuesto de antemano. La entrevista con Robert había sido concertada, y varias personas, inclusive usted, lo sabían. Su mujer se hallaba preparada, abajo, para ayudarle a deshacerse del cadáver; indudablemente, había madurado sus planes hasta el último detalle. Si, por tanto, las cosas se hubieran desarrollado en la forma prevista por Penrod; si en verdad aquella noche usted se hubiese ido, es probable que a la mañana siguiente lo hubieran recibido con la noticia de la desaparición de Benjamin. Habría hallado usted rastros de lucha en el cuarto de la torre y medio litro de sangre decorando juiciosamente el suelo; pero nada más.

»La única explicación plausible de que el crimen no se cometiera en sus narices, Marc, es la suposición de que Penrod había descubierto la presencia de usted dentro del armario. Si hubiera creído que su amo estaba solo a la una de la mañana, lo habría tumbado de un golpe en la cabeza y habría procedido como le digo. Pero no lo hace. Llega presa de gran agitación y describe a su amo el nuevo encuentro que ha tenido con Robert; dice que el prófugo ha cambiado de idea y que sólo verá a su hermano, de noche, en la caverna que le sirve de refugio.

»Al oír esto, Benjamin le ruega a usted que salga de su armario, y Doria, por llamarlo así, finge gran indignación y sorpresa.

»Obtenemos ahora otro informe vívido del fugitivo Robert; y, por fin, Benjamin consiente en visitarlo en su escondrijo. La lámpara estará encendida e indicará una de las cuevas de la apanalada costa donde, al parecer, se oculta Robert. Cae otra vez la noche y Benjamin se dirige a la muerte. Probablemente lo asesina en cuanto pone pie en tierra y luego lo arroja al mar. Por segunda vez no se encontrará el cadáver. Penrod regresa a "El nido del cuervo" junto a usted y a Joanna. Les comunica que los hermanos están hablando, y revela el lugar del escondrijo. Al rato vuelve a partir, y en su segunda excursión pone en práctica sus tretas de tigre; traza un rastro de sangre a lo largo del túnel, hasta la meseta, y arma su trampa para cuando llegue la policía.

»No es menester detallar la búsqueda infructuosa que se efectuó al día siguiente. Sucedió, punto por punto, como Penrod lo había previsto, y puede usted fácilmente imaginar la diversión que proporcionaría a la pareja de vampiros la cacería del hombre que luego se desarrolló.

»Dos Redmayne habían ido a rendir cuentas al más allá; sólo faltaba uno. Entretanto, el amor sigue sin tropiezo su curso; Doria vuelve a casarse con su mujer. Al menos, así se complacen en declararlo para satisfacción de Albert Redmayne y de usted. No necesito decirle que se fueron a Italia en calidad de marido y mujer, dieron parte de una ceremonia que nunca se realizó y, después de un plazo razonable, fijaron su atención en mi infortunado amigo.

»¿No encuentra usted que junto a ese espíritu cándido y bondadoso algún destello de simpatía humana hubiera debido tocar sus corazones? ¿Es posible que el trato diario con un ser tan amable y de corazón tan generoso no despertara una chispa de piedad en sus almas? No; fueron allá a matarlo y la víctima recibió amistosamente a sus asesinos. Es interesante observar que, de los dos, Albert prefería a Giuseppe. No sabía qué pensar de Joanna; así me lo confesó; le extrañaba que hubiese olvidado tan pronto a su primer marido. Tanta indiferencia era incomprensible para la tierna sensibilidad de Albert, quien, sin duda, recordaba también el antecedente del casamiento de su sobrina con Penrod, contra la voluntad de la familia; la joven le traía a la memoria el carácter voluntarioso de su padre y sus obcecadas pasiones.

»Llegan decididos a cumplir sus siniestros propósitos, y Albert los recibe con cariño: y entonces..., ¡un acto de insensata locura! ¡El punto débil del despiadado plan de esta pareja! ¡Doria desentierra a Robert Redmayne y vuelve a desafiarlo a usted! Tenía en sus manos un centenar de medios más seguros y simples para suprimir a Albert. La región donde vivía, su naturaleza confiada e ingenua lo convertían en facilísima presa para cualquier criminal; pero la vanidad de Penrod se nutría y crecía con el éxito. Era un artista y deseaba completar su obra maestra prestando las debidas atenciones a la forma. Tenía que realizarla para que ocupase un puesto perdurable en las más altas categorías del crimen. Su orgullo rechaza la ley del menor esfuerzo. Todo se hará de acuerdo con los planteamientos del gran diseño originalmente concebido por él. Corteja el peligro y crea la dificultad a fin de acrecentar la importancia de su última realización.

»Por consiguiente, el falso personaje vuelve a surgir; y no basta que Joanna comunique a su tío la aparición de Robert Redmayne en el lago de Como. Se necesita un testigo importante: Assunta Marzelli no sólo ve al hombretón del bigote, de la cabellera y del chaleco rojos, comunica también la terrible impresión que esta súbita presencia ha causado a su ama. Como usted recordará, Albert creía que el marido de Joanna se hallaba en Turín. La infame pareja pone entonces en ejecución las viejas prácticas: Doria, en persona, llega; juegan con el tema; lo enriquecen con detalles; alarman a su infortunada víctima y lo llaman a usted, con la intención de tratarlo de la misma forma que las veces anteriores.

»El hecho de que Albert me llame para que lo ayude tampoco acelera sus planes. ¿Quién es Peter Ganns? Un célebre policía norteamericano. ¡Bien! Otra víctima que caerá bajo las ruedas de su carroza. Será un triunfo internacional. Hay que asesinar a Albert ante un público digno de la ocasión. Las fuerzas policiacas combinadas de Estados Unidos, Italia e Inglaterra, buscarán a Robert Redmayne y auxiliarán a Albert; pero el uno escapará a la captura; el otro morirá en las narices de todos ellos —se volvió hacia Brendon—. Y cumplieron sus propósitos gracias a usted, muchacho.»

—Y lo pagaron... gracias a usted —repuso Brendon.

—Somos hombres, no máquinas —observó Ganns—. El amor perturbó su mente, Brendon, y creó el inevitable fermento. Naturalmente, Penrod fue rapidísimo en aprovechar su debilidad. Es posible que haya hecho sus cálculos sobre esta base cuando al principio, inducida por él, Joanna le pidió ayuda. Conocía la impresión que causaba a los hombres; seguramente en Princetown había averiguado quién era usted y sabía que era soltero. Por consiguiente, cuando pase el tiempo y esté en condiciones de mirar hacia atrás sin resquemor, su punto de vista será más amplio y, viéndose desde fuera, se perdonará a sí mismo y reconocerá que su castigo fue más grave que su error.

En la oscuridad creciente, el tren cruzaba con su estruendo a través del valle del Ródano, mientras arriba las cimas de las montañas se esfumaban en la noche. Un camarero se asomó al compartimiento.

—Está servida la comida, señores —dijo—. Cuando vayan al coche-comedor, con el permiso de ustedes, les prepararé las camas.

Se levantaron y se dirigieron juntos al comedor.

—Estoy sediento, muchacho, y creo que merezco un trago —dijo Peter.

—Merece mucho más de lo que cualquier otro podrá pagarle jamás, Ganns —replicó Brendon.

—No diga semejante cosa, ni la piense. No hice más de lo que usted hubiese hecho en plena posesión de su libertad de espíritu. Y recuerde siempre lo siguiente: no le echo la culpa ni siquiera cuando pienso en mi viejo y queridísimo amigo. Sólo me echo la culpa a mí mismo, porque el error último y fatal fue mío..., no suyo. Cometí una tontería al confiar en usted, y no tengo disculpa. En aquel momento no era posible tener la menor confianza en usted, y hubiera debido saberlo. Nuestra limitada capacidad hizo que los dos erráramos, e hizo que errara Penrod. Usted sabe, Marc, lo que acontece con los planes mejor trazados «de ratones y hombres»... El villano desfigura su villanía; el virtuoso mancha su vida inmaculada; el cerebro más astuto se reseca repentinamente... todo porque en el bien y en el mal la perfección es inaccesible para los santos como para los pecadores.

18

Confesión

Durante las audiencias de otoño, Michael Penrod fue juzgado en Exeter y condenado a muerte por los asesinatos de Robert, Benjamin y Albert Redmayne. No presentó defensa y se mostró impaciente por volver a su reclusión entre las rojas paredes de la cárcel del Condado; allí empleó lo poco que le restaba de vida en redactar una declaración, coincidente con la anunciada por la clarividencia de Peter Ganns.

Este extraordinario documento tenía las características del asesino en cuestión. Era, en cierto modo, atrayente; pero le faltaba verdadera distinción y la calidad propia de la grandeza; muy semejante en esto a los crímenes que refería y al hombre que los había cometido. La confesión de Penrod revelaba insensibilidad, deficiente sentido humorístico, afectación y amor por el relumbrón y la grandiosidad, defectos que anulaban cualquier desmedida pretensión de que este escrito figurara en los anales de la literatura o del crimen. El documento terminaba con la afirmación de que el autor no moriría a manos de sus semejantes. Varias veces había repetido este aserto, y se tomaron todas las precauciones concebibles para impedir que eludiera su sentencia: suceso que será registrado oportunamente. He aquí su declaración, palabra por palabra, tal cual la escribió:

MI APOLOGÍA

«¡Vosotros, jueces, oíd! Hay otra locura, y es anterior al hecho. ¡Ah! ¡No habéis ahondado lo bastante en esta alma! Así habló el juez rojo: "¿Por qué cometió un asesinato este criminal? Con propósitos de robo." Sin embargo, os digo que su alma tenía sed de sangre, no hambre de botín: ¡tenía sed de la felicidad del cuchillo!

«Dice también:

 

»¿Qué es este hombre? Un nudo de feroces serpientes que luchan entre sí... y que se separan para buscar su presa en el mundo.

»Así escribía alguien cuyo arte y cuya sabiduría nada dicen a esta generación de cerebros de topo; pero me fue dado hallar alimento y bebida en sus páginas y ver mis impresiones juveniles reflejadas y cristalizadas, con el brillo del genio, en su mente maravillosa.

»Recordad: yo, el que escribo, no he cumplido aún treinta años.

»Como muchacho sin experiencia, me preguntaba a veces si no se habría deslizado dentro de mi esqueleto algún espíritu perteneciente a un orden de seres distintos del humano. Tenía la impresión de que ninguna de las personas con quienes trataba era de pasta igual a la mía; porque hasta entonces sólo había conocido a una sola —mi madre— libre de la enfermedad del remordimiento. Mi padre y sus amigos se revolcaban en este mal. Se declaraban abiertamente miserables pecadores; y, al parecer, consideraban que tal actitud era la única respetable de la humanidad en general. "La seguridad" era la exclusiva situación que había que buscar; "el peligro" la única condición que debía evitarse. ¡Los de Cornualles son la hez de la cobardía!

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