Los señores de la instrumentalidad (105 page)

BOOK: Los señores de la instrumentalidad
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Rod estaba desconcertado, pero G'mell no.

Había puesto a M'gentur en el suelo, a pesar de sus chillonas protestas de mono. El pequeño simio trotaba con desgana junto a ellos.

Con el desenfado de una auténtica muchacha de ciudad, G'mell los había llevado hasta un cruce del cual procedía un rugido continuo y sibilante. Con letras escritas, con imágenes y con altavoces, el sistema de advertencia repetía: NO ENTRAR, FLETE SOLAMENTE, PELIGRO, NO ENTRAR. G'mell recogió a M'gentur-A'ikasus, aferró el brazo de Rod y saltó con ellos a una serie de plataformas que subían deprisa. Rod, sorprendido al encontrarse de pronto en la acera móvil, preguntó a gritos:

—¿Flete? ¿Qué es eso?

—Objetos. Cajas. Alimentos. Ésta es la Cinta de Transporte Central. No tiene sentido caminar seis kilómetros cuando podemos ir por aquí. ¡Prepárate para saltar conmigo cuando te lo indique!

—Parece peligroso —murmuró él.

—No si eres un gato.

Tras estas equívocas palabras de aliento, ella permaneció en silencio. M'gentur no podía mostrarse más indiferente. Acurrucó la cabeza contra el hombro de G'mell, rodeó el brazo de la muchacha con sus largos brazos de simio y se durmió profundamente.

G'mell le hizo una seña a Rod.

—¡Ahora! —gritó, midiendo la distancia por marcas que para él no significaban nada. Las zonas de desembarco tenían pistas llanas de cemento hacia donde los vehículos individuales que circulaban sobre ese río de aire se podían desviar para el trabajo de carga y descarga. Cada una de estas zonas de desembarco tenía un número, pero Rod ni siquiera se había dado cuenta de a cuál habían llegado. Los olores de la ciudad subterránea cambiaban tanto mientras se desplazaban de una sección a otra que estaba más interesado en los aromas que en el número de las plataformas.

Ella le pellizcó el brazo con fuerza para que se preparase.

Saltaron.

Rod cayó dando tumbos por la plataforma hasta que se apoyó en una gran caja de embalaje con la etiqueta
Papelería Algonquino —
tarjetas, miniatura —
2 mm
, G'mell aterrizó tan grácilmente como si representara un acto de acrobacia ensayado. El monito abrió los ojos grandes y brillantes.

—Aquí —explicó M'gentur-A'ikasus con firmeza y desprecio— es donde las personas juegan a trabajar. Estoy cansado, tengo hambre, y tengo poco azúcar en el organismo. —Se acurrucó contra el hombro de G'mell, cerró los ojos y se durmió de nuevo.

—Él tiene razón —dijo Rod—. ¿Podemos comer?

G'mell iba a asentir pero se contuvo.

—Eres un gato.

El asintió y sonrió.

—Tengo hambre, de todos modos. Y necesito una caja con arena.

—¿Caja con arena? —preguntó ella, asombrada.

—Un deda —dijo él con claridad, usando el término norstriliano.

—¿Deda?

Rod sintió vergüenza y aclaró el término:

—Dispositivo para Evacuación de Desechos de Animales.

—Un retrete —rió ella. Pensó un minuto y exclamó—: Vaya.

—¿Qué ocurre? —preguntó él.

—Cada especie de subpersona tiene que usar el suyo. Representa la muerte tanto si no lo usas como si vas a uno equivocado. El de los gatos queda cuatro estaciones más atrás por esta cinta subterránea. Podemos desandar el camino por la superficie. Tardaríamos sólo media hora.

Rod dijo algo que sonaba muy grosero en la Tierra. G'mell arrugó el ceño.

—Sólo he dicho: «La Tierra es una gran oveja saludable». No es tan obsceno.

Ella recobró el buen humor.

Antes de que G'mell hiciera otra pregunta Rod levantó la mano con firmeza.

—No quiero perder media hora. Espera aquí.

Había visto el signo universal de «hombres» en el nivel superior de la plataforma. Entró antes de que ella pudiera detenerlo. La muchacha se llevó la mano a la boca, pues sabía que la policía robot lo mataría al instante si lo encontraba en el lugar equivocado. Sería una broma macabra que el hombre que poseía la Tierra muriese en el retrete equivocado.

Lo siguió deprisa, deteniéndose ante la puerta. No se atrevió a entrar; suponía que al entrar Rod el sitio estaba vacío, pues no había oído el estruendo de una bala pesada y lenta, ni el zumbido chispeante de un lanzallamas. Los robots no usaban retretes, y sólo entraban cuando llevaban a cabo una investigación. G'mell estaba dispuesta a distraer a cualquier hombre que intentara entrar, ofreciéndole una se-inmediata o un mono halagüeño e indeseado.

M'gentur estaba despierto.

—No te preocupes —dijo—. He llamado a mi padre. Cualquiera que se acerque a esta puerta caerá dormido.

Un hombre común, con aire de cansancio y preocupación, se dirigió al retrete de hombres. G'mell estaba dispuesta a detenerlo a cualquier precio, pero recordó las palabras de M'gentur-A'ikasus, así que esperó. El hombre se sobresaltó, pero cuando vio que eran subpersonas miró a través de ellos como si no existieran. Avanzó dos pasos más hacia la puerta y de pronto extendió las manos como un ciego. Caminó hacia la pared a dos pasos de la puerta, la aferró a tientas y se desplomó en el suelo, donde se quedó roncando.

—Mi papá es bueno —sonrió M'gentur-A'ikasus—. En general deja tranquilas a las personas verdaderas, pero cuando tiene que actuar, lo hace. Dio a ese hombre el claro recuerdo de que por error había tomado una píldora de dormir cuando buscaba un analgésico. Cuando el humano despierte, se sentirá ridículo y no contará a nadie su experiencia.

Rod salió por la peligrosa puerta. Les sonrió con aire travieso y no reparó en el hombre caído junto a la pared.

—Ha sido más fácil que volver atrás, y nadie me ha visto. Como ves, G'mell, te he ahorrado muchos problemas.

Estaba tan orgulloso de su imprudente aventura que la joven no tuvo valor para recriminarlo. Él sonrió irguiendo los bigotes gatunos. Por un instante, sólo por un instante, ella olvidó que Rod era una persona importante y para colmo un hombre verdadero; era un muchacho fuerte como un gato, pero sólo un niño en su satisfacción, su descarado valor, su dichosa vanidad. Por un par de segundos ella lo amó. Luego recordó las terribles horas que los aguardaban, y pensó que él regresaría, rico y displicente, a su planeta de personas. El instante de enamoramiento pasó, pero aun así Rod seguía atrayendo a G'mell.

—Ven, joven amigo. Puedes comer. Tendrás que comer alimento para gatos, pues eres G'roderick; pero no resulta tan malo.

El frunció el ceño.

—¿En qué consiste? ¿Tenéis pescado? Yo probé el pescado una vez. Un vecino compró uno. Lo cambió por dos caballos. Era delicioso.

—Quiere pescado —le dijo G'mell a A'ikasus.

—Dale un atún entero —gruñó el mono—. Continúo con escasez de azúcar en la sangre. Necesito una pina.

G'mell no discutió. Sin salir del pasillo subterráneo, los llevó a una sala que tenía una figura con perros, gatos, vacas, cerdos, osos y serpientes encima de la puerta; eso indicaba las clases de subpersonas que podían acudir allí. A'ikasus miró el letrero con mal ceño.

—Este caballero —dijo G'mell, hablándole afablemente a un viejo hombre-oso que se rascaba el vientre y fumaba en pipa— ha olvidado sus créditos.

—No puede comer —declaró el hombre-oso—. Son las leyes. Pero puede beber agua.

—Yo pagaré por él —se ofreció G'mell.

El hombre-oso bostezó.

—¿Estás segura de que no te devolverá los créditos? Si lo hace, incurre en comercio privado, lo cual se castiga con la muerte.

—Conozco las reglas —dijo G'mell—. Nunca he sido castigada.

El oso la estudió críticamente. Se quitó la pipa de la boca y silbó.

—No, y por lo que veo no lo serás. ¿Qué eres? ¿Modelo?

—Muchacha de placer.

El hombre-oso saltó del taburete de un brinco.

—¡Dama gato! —exclamó—. Mil perdones. Puedes pedir lo que quieras. ¿Vienes de la cima de Terrapuerto? ¿Conoces personalmente a los Señores de la Instrumentalidad? ¿Te agradaría una mesa rodeada de cortinas? ¿O quieres que eche a todos los demás e informe a mi amo que tenemos a una famosa y bella esclava de los lugares altos?

—No quiero nada tan drástico —rechazó G'mell—. Sólo comida.

—Espera un poco —dijo M'gentur-A'ikasus—, si ofreces cosas especiales, yo pediré dos pinas frescas, un cuarto de kilo de coco molido fresco, y cien gramos de larvas de insectos vivas.

El hombre-oso titubeó.

—El ofrecimiento era para la dama, que sirve a los poderosos, no para ti, mono. Pero si la dama lo desea, mandaré buscar esas cosas. —Esperó la aprobación de G'mell, la obtuvo y pulsó un botón para llamar a un robot de baja jerarquía. Se volvió hacia Rod McBan—. ¿Y tú qué quieres, caballero gato?

G'mell intervino antes de que Rod pudiera hablar:

—Quiere dos filetes de aguja de mar, patatas fritas, ensalada Waldorf, crema helada y un gran vaso de zumo de naranja.

El hombre-oso se estremeció visiblemente.

—Hace años que estoy aquí, y es el almuerzo más raro que he pedido para un gato. Creo que yo mismo lo probaré.

G'mell le dirigió la sonrisa que había brillado en mil recepciones.

—Yo sólo me serviré las cosas que hay en los mostradores. No soy exigente.

El hombre-oso iba a protestar pero ella lo interrumpió con un ademán grácil pero enérgico. El hombre-oso no insistió.

Se sentaron a una mesa.

M'gentur-A'ikasus esperó su combinación de almuerzo de mono y de pájaro. Rod vio que un viejo robot, vestido con un esmoquin prehistórico, hacía una pregunta al hombre-oso, dejaba una bandeja en la puerta y le traía a él otra bandeja. El robot sacudió una servilleta recién almidonada. Era el almuerzo más suculento que Rod McBan había visto en su vida. Los norstrilianos no servían esos manjares ni siquiera en un banquete oficial. Cuando estaban terminando, el oso cajero se acercó a la mesa a preguntar:

—¿Tu nombre, dama gata? Pasaré el gasto al gobierno.

—G'mell, servidora de Bebedor de Té, súbdito del Señor Jestocost, un jefe de la Instrumentalidad.

La cara del oso estaba depilada, así que notaron cómo palidecía.


G'mell
—jadeó—,
¡G'mell!
Perdóname, señora. Nunca te había visto. Has bendecido este lugar. Has bendecido mi vida. Eres amiga de todo el subpueblo. Ve en paz.

G'mell le dedicó el gesto y la sonrisa que una emperatriz habría dedicado a un Señor activo de la Instrumentalidad. Iba a coger al mono pero M'gentur echó a correr. Rod quedó intrigado. Cuando el oso lo saludó con una reverencia, Rod preguntó a G'mell:

—¿Eres famosa?

—En cierto modo. Pero sólo entre las subpersonas.

Lo guió deprisa hacia una rampa. Al fin llegaron a la luz del día, pero aún no habían salido a la superficie cuando el olfato de Rod captó una turbulencia de aromas: comidas frías, toñas al horno, licores que vertían su agudo olor en el aire, perfumes que competían por llamar la atención. Sobre todo, el tufo de cosas antiguas: tesoros polvorientos, cueros viejos, tapices, el rescoldo del olor de personas que habían muerto mucho tiempo atrás.

G'mell se detuvo a mirarlo.

—¿De nuevo oliendo cosas? Debo decir que tienes mejor olfato que cualquier ser humano que haya conocido. ¿Cómo huele para ti?

—Maravilloso —jadeó Rod—. Maravilloso. Como todos los tesoros y tentaciones del universo reunidos en un solo lugar.

—Es sólo el Mercado de Ladrones de París.

—¿Hay ladrones en la Tierra? ¿Sin esconderse, como en Viola Sidérea?

—Oh no —rió G'mell—. Morirían pronto. La Instrumentalidad los apresaría. Son sólo personas que juegan. El Redescubrimiento del Hombre encontró algunas viejas instituciones, entre ellas un viejo mercado. Encargan a los robots y las subpersonas que encuentren cosas y luego fingen ser antiguos, e intercambian objetos. O cocinan comida. No muchas personas verdaderas cocinan hoy en día. Resulta tan raro que para ellos sabe bien. Todos cogen dinero al entrar. Tienen toneles de dinero en la puerta. Al atardecer, cuando se van, arrojan el dinero en la alcantarilla, aunque tendrían que ponerlo de nuevo en el tonel. Las subpersonas no podemos usar ese dinero. Usamos números y tarjetas de ordenador. —Suspiró—. No me vendría mal un poco más de dinero.

—¿Y qué hacen en el mercado las subpersonas como tú... como yo? —preguntó Rod.

—Nada —susurró ella—. Absolutamente nada. Podemos atravesarlo si no somos demasiado grandes ni demasiado pequeños ni demasiado sucios ni despedimos demasiado olor. Y aunque cumplamos esos requisitos, debemos seguir de largo sin mirar fijamente a las personas verdaderas y sin tocar nada del mercado.

—¿Y si tocamos algo? —preguntó Rod con tono desafiante.

—La policía robot tiene órdenes de matarnos en el acto cuando descubre una infracción. ¿No comprendes, Rod? —gimió G'mell—. Hay millones de nosotros en tanques, en las honduras del Abajo-abajo, preparados para nacer, para ser entrenados, listos para que los envíen aquí arriba a servir al Hombre. No somos un bien escaso, G'rod, no somos un bien escaso.

—Entonces, ¿por qué atravesamos el mercado?

—Es el único modo de llegar a la tienda del Maestro Gatuno. Ven, nos darán etiquetas.

En el lugar donde la rampa llegaba a la superficie, cuatro robots de ojos brillantes, reluciente cuerpo azul y esmaltado y fulgurantes ojos lechosos, estaban en guardia. Sus armas emitían un zumbido desagradable y tenían el seguro quitado. G'mell les habló en voz baja y sumisa. Cuando el sargento robot la condujo a un escritorio, ella acercó los ojos a un instrumento parecido a un binocular y se incorporó pestañeando. Apoyó la palma en un escritorio. La identificación estaba completa. El sargento robot le entregó tres discos brillantes, que parecían platillos, cada cual con una cadena. Sin decir nada, ella colgó un disco del cuello de cada uno de los tres. Los robots los dejaron pasar. Caminaron discretamente por aquel lugar de objetos y olores llamativos. Lágrimas de rabia humedecieron los ojos de Rod.

«Compraré este lugar —pensó—. Es lo único que compraré.»

G'mell se había detenido.

Rod alzó la mirada.

Allí estaba el letrero: GRAN TIENDA DE LOS DESEOS DEL CORAZÓN. Se abrió una puerta. Una inteligente cara gatuna se asomó, los examinó y protestó:

—¡No se admiten subpersonas!

Dio un portazo. G'mell llamó a la campanilla por segunda vez. La cara se asomó de nuevo, más intrigada que furiosa.

—Un asunto del Ese-I —susurró G'mell.

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