Los señores de la instrumentalidad (100 page)

BOOK: Los señores de la instrumentalidad
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Aún no se había acostumbrado a G'mell.

En comparación, las mujeres de Vieja Australia del Norte parecían sacos de manteca de cerdo. Era delgada, esbelta, suave, amenazadora y bella; resultaba blanda al tacto, dura en sus movimientos, rápida, alerta y tierna. Su cabellera roja ardía, sedosa como un fuego animal. G'mell tenía una voz de soprano, tintineante como una campanilla. Habían criado a sus antepasados para que produjeran la muchacha más seductora de la Tierra. Lo habían logrado. G'mell parecía voluptuosa incluso cuando descansaba. Sus anchas caderas y sus penetrantes ojos despertaban las pasiones masculinas. Su peligrosidad felina atraía a todos los varones que conocía. Los hombres verdaderos que la miraban sabían que era un gato, pero no podían quitarle los ojos de encima. Las mujeres humanas la trataban como un objeto vergonzoso. Viajaba en calidad de acróbata, pero ya había confesado a Rod McBan que su profesión era la de «muchacha de placer», un animal hembra modelado y adiestrado como una persona para servir de anfitriona a los visitantes extranjeros. La ley y la costumbre le exigían que inspirara el amor de los visitantes, y le prometían la pena de muerte si lo aceptaba.

A Rod le resultaba agradable, aunque al principio había sido muy tímido. G'mell no tenía defectos, era vivaz y elegante. Cuando conversaban, el increíble cuerpo de G'mell se confundía con el trasfondo, aunque de algún modo Rod seguía viéndolo por el rabillo del ojo. El ingenio, la inteligencia, el espíritu y el buen humor de G'mell facilitaban el transcurso de las horas y los días. El trató de impresionarla como adulto, sólo para descubrir que en los afectos sinceros y espontáneos de ese corazón gatuno la jerarquía no importaba. El era su compañero y tenían que cumplir juntos una tarea. Él debía conservar la vida; ella debía protegerlo.

El doctor Vomact les había dicho que no hablaran con los demás pasajeros, que no hablaran entre sí, y que rogaran silencio si alguien hablaba.

Había otros diez pasajeros que se miraban con incómodo asombro.

Diez en total.

Los diez eran Rod McBan.

Diez Roderick Frederick Ronald Arnold William MacArthur McBan número ciento cincuenta y uno, identificados e idénticos. Apañe de G'mell y el monito médico, M'gentur, la única persona de la nave que no era Rod McBan era él mismo. Se había convertido en el hombre-gato. Cada uno de los demás estaba convencido de su identidad: él era Rod McBan y los otros nueve eran imitaciones. Se miraban con una mezcla de desconfianza y animadversión mezclada con ironía, tal como habría hecho el verdadero Rod McBan si hubiera estado en lugar de ellos.

—Uno de ellos —le explicó el doctor Vomact al despedirse— es tu compañera Eleanor de Norstrilia. Los otros nueve son robots con un cerebro de ratón. Todos están copiados de ti. Nos ha salido bien, ¿verdad? —añadió sin poder ocultar su satisfacción profesional.

Y ahora se disponían a ver la Tierra juntos.

G'mell llevó a Rod al límite de aquel pequeño mundo y dijo gentilmente:

—Quiero cantarte la
Canción de la Torre
, antes de que bajemos a la cima de Terrapuerto.

Y con su maravillosa voz cantó esa extraña y vieja canción.

¡Oh, mi amor por ti!

El canto de altas aves, y

el vuelo del alto cielo, y

el soplo del alto viento.

¡Un alto corazón latiendo, y

una alta morada para ti!

Rod se sentía un poco raro, de pie allí, con la mirada perdida, pero también se sentía cómodo con la cabeza de la muchacha apoyada en el hombro mientras él la rodeaba con el brazo. G'mell no sólo parecía necesitarlo, sino que por lo visto confiaba profundamente en él. No actuaba como una adulta pomposa y atareada. Era una simple muchacha, y de momento era la compañera de Rod. Resultaba agradable, como saborear de antemano un futuro placentero.

Algún día Rod tendría una muchacha permanente. No enfrentarían juntos un día, sino la vida entera; no un peligro, sino un destino. Esperaba que con esa muchacha futura se sintiera tan relajado y feliz como con G'mell.

G'mell le apretó la mano como para advertirle algo.

Rod se volvió hacia ella. G'mell siguió mirando hacia delante y movió la barbilla.

—Mira hacia delante —indicó ella—. La Tierra.

Él volvió a mirar el vacío cielo artificial del campo de fuerza de la nave. Era un azul monótono pero agradable que abarcaba honduras que en realidad no estaban allí.

El cambio fue tan veloz que se preguntó si realmente lo había visto.

En un instante, el cielo claro y vacío.

Al siguiente el cielo falso se hizo trizas como si lo hubieran roto en jirones, los jirones se convirtieron en manchas azules y desaparecieron.

Había otro cielo azul: el de la Tierra.

La Cuna del Hombre.

Rod respiró profundamente. Resultaba difícil de creer. El cielo no era tan distinto del falso cielo que había rodeado la nave en el viaje desde Marte, pero la humedad y el brillo no se parecían al de ningún cielo que le hubieran descrito.

No se sorprendió de ver la Tierra, sino de olería. De pronto advirtió que Vieja Australia del Norte debía de oler opaca, chata y polvorienta para los terrícolas. El aire de la Tierra olía a vida. Había aromas de plantas, de agua, de objetos que ni siquiera imaginaba. Millones de años de memoria estaban codificados en el aire. En ese aire, su gente había alcanzado la humanidad, antes de conquistar las estrellas. Esta no era la querida humedad de sus canales cubiertos. Era una humedad libre y silvestre, cargada con huellas de seres que vivían, morían, reptaban, se arrastraban, amaban con una exuberancia que siempre había parecido feroz y exagerada. ¿Qué era el
stroon
para que los hombres lo pagaran con agua? ¡Agua, dadora y portadora de vida! Esto era su hogar, aunque muchas generaciones de su pueblo hubieran vivido en los deformes infiernos de Paraíso VII o los secos tesoros de Vieja Australia del Norte. Inhaló profundamente, dejándose inundar por el plasma de la Tierra, el velo/ efluvio que había modelado al hombre. Olió de nuevo la Tierra: se tardaría una larga vida, aun con
stroon
, para comprender todos esos aromas que se elevaban hasta la nave, la cual planeaba, de un modo poco habitual en las naves de plataforma, a una veintena de kilómetros de la superficie del planeta.

Había algo raro en el aire, un aroma dulzón para el olfato y refrescante para el espíritu. Un magnífico y bello olor predominaba sobre los demás. ¿Qué era? Olisqueó y luego se dijo a sí mismo:

—¡Sal!

—¿Te gusta, G'rod? —preguntó G'mell, recordándole su presencia.

—Sí, sí, es mejor que... —No encontraba las palabras apropiadas. Miró a G'mell... La bonita, ávida y cómplice sonrisa de la muchacha—gata le indicó que ella compartía cada pizca de su deleite. Preguntó—: ¿Pero por qué gastáis sal en el aire? ¿Para qué sirve?

—¿Sal?

—Sí, en el aire. Tan rico, tan húmedo, tan salado. ¿Es para limpiar la nave de alguna manera que desconozco?

—¿Nave? No estamos en la nave, G'rod. Estamos en la pista de aterrizaje de Terrapuerto.

Rod jadeó.

¿No era la nave? En Vieja Australia del Norte no había ninguna montaña que se elevara a más de seis kilómetros sobre el nivel medio del suelo, y todas las montañas eran lisas, gastadas, viejas. El viento las había barrido durante milenios hasta transformarlas en una suave manta que cubría todo su mundo natal.

Miró alrededor.

La plataforma tenía doscientos metros de longitud por cien de anchura.

Los diez Rod McBans hablaban con algunos hombres uniformados. Al otro lado, una torre se elevaba a cautivante altura, tal vez medio kilómetro. Miró hacia abajo.

Allí estaba: la Vieja Vieja Tierra.

El tesoro de las aguas se extendía ante sus ojos, millones de toneladas de agua, suficientes para alimentar toda una galaxia de ovejas, para lavar una infinidad de hombres. A la derecha algunas islas asomaban en la extensión acuosa.

—Las Hespérides —explicó G'mell, siguiendo la mirada de Rod—. Emergieron del mar cuando los dáimonos construyeron esto para nosotros. Es decir, para las personas. No debería decir «nosotros».

Él no reparó en la corrección. Fijó la mirada en el mar. Pequeñas manchas se desplazaban despacio sobre la superficie. Señaló una con el dedo y le preguntó a G'mell:

—¿Son casas-mojadas?

—¿Cómo las has llamado?

—Casas que están mojadas. Casas que flotan en el agua.

—Naves —rectificó ella, tratando de no arruinarle la diversión con una negación directa—. Sí, son naves.

—¿Naves? —exclamó él—. No pueden viajar por el espacio. ¿Por qué las llamáis naves?

—La gente tuvo naves para el agua antes de tener naves para el espacio —explicó pacientemente G'mell—. Creo que la Vieja Lengua Común toma la palabra correspondiente a los vehículos del espacio de los objetos que estás mirando.

—Quiero ver una ciudad —pidió Rod—. Muéstrame una ciudad.

—No te impresionará mucho desde aquí. Estamos a demasiada altura. Nada impresiona mucho desde la cima de Terrapuerto. Pero si quieres puedo enseñártela. Ven aquí, querido.

Cuando se alejaron del borde, Rod advirtió que el monito aún estaba con ellos.

—¿Qué haces aquí? —preguntó Rod, sin descortesía.

La ridícula carucha del mono se arrugó en una sonrisa cómplice. Tenía la misma cara de antes, pero la expresión era distinta: más firme, más clara, más resuelta. Incluso había humor y afabilidad en la voz del mono.

—Los animales esperamos a que las personas terminen de entrar.

¿Los animales?, pensó Rod. Recordó su cabeza velluda, las orejas puntiagudas, los bigotes de gato. Con razón se sentía a sus anchas con la muchacha, y ella con él.

Los diez Rod McBans descendían por una rampa, de modo que el suelo parecía engullirlos lentamente desde los pies. Avanzaban en hilera, de manera que la cabeza del primero parecía apoyada en el suelo, despojada del cuerpo, mientras que el último de la fila sólo había perdido los pies. Resultaba realmente extraño.

Rod miró a sus compañeros y les preguntó con franqueza:

—¿Por qué la gente querría matarme cuando tiene un mundo tan ancho, húmedo y hermoso, rebosante de vida?

M'gentur agitó tristemente su cabeza de mono, como si lo supiera muy bien pero le resultara fatigoso y triste expresarlo.

—Eres quien eres —respondió G'mell—. Tienes un poder inmenso. ¿Sabes que esta torre es tuya?

—¡Mía! —exclamó Rod.

—La has comprado, o alguien la compró por ti. La mayor parte del agua también es tuya. Cuando tienes tantas posesiones, la gente te pide cosas. O te las arrebata. La Tierra es un lugar hermoso, pero creo que también entraña peligros para los extranjeros como tú, acostumbrados a un solo modo de vida. Tú no has causado todo el crimen y la crueldad del mundo, pero estaba durmiendo y ahora despierta debido a ti.

—¿Debido a mí? ¿Por qué?

—Porque eres la persona más rica que jamás ha pisado este planeta —continuó M'gentur—. Ya eres dueño de la mayor parte. Millones de vidas humanas dependen de tus pensamientos y decisiones.

Había llegado al lado opuesto de la plataforma superior. En el lado que daba hacia tierra, los ríos se evaporaban. La mayor parte de la comarca estaba cubierta por nubes de vapor como las que veían en Norstrilia cuando se rompía la tapa de un canal cubierto. Las nubes representaban un tesoro incalculable de lluvias. Vio que se separaban al pie de la torre.

—Máquinas climáticas —intervino G'mell—. Las ciudades están cubiertas de máquinas climáticas. ¿No tenéis máquinas climáticas en Vieja Australia del Norte?

—Claro que sí —dijo Rod—, pero no malgastamos el agua dejándola flotar en el aire de ese modo. Pero aun así es bonito. Posiblemente la extravagancia y derroche que supone me hace ser crítico. ¿Las gentes de la Tierra no tenéis nada mejor que hacer con el agua, que la dejáis correr por el suelo o flotar sobre terreno abierto?

—No somos gentes de la Tierra —advirtió G'mell—. Somos subpersonas. Yo soy una persona—gato y él tiene origen simiesco. No nos llames gente. Es una indecencia.

—¡Diablos! —dijo Rod—. Sólo me informaba sobre la Tierra. No me proponía herir vuestros sentimientos...

Calló de golpe.

Los tres dieron media vuelta.

Por la rampa subía algo parecido a una podadera. Dentro de ella chillaba una voz humana, una voz de hombre que expresaba furia y temor.

Rod avanzó hacia ella.

G'mell lo siguió.

G'mell le cogió del brazo, y tiró de él con todas sus fuerzas.

—¡No, Rod, no!

M'gentur lo frenó saltándole en h cara. De pronto Rod sólo vio un universo de pelambre parda y sólo sintió manirás que le aferraban y tironeaban el cabello. M'gentur previo sus intenciones y se tiró al suelo antes de que Rod atinara a pegarle.

La máquina subía a la parte exterior de la torre y casi desaparecía en lo alto. La voz se había aflautado.

—¿Qué es eso? —preguntó Rod—. ¿Qué está pasando?

—Una araña —dijo G'mell—. Una araña gigante. Está secuestrando o matando a Rod McBan.

—¿A mí? —gimió Rod—. Será mejor que no me toque. La haré trizas.

—¡Shh! —chistó G'mell.

—¡Cállate! —aconsejó el mono.

—¡No me chistéis ni ordenéis que me calle! —se enfureció Rod—. No permitiré que ese pobre diablo sufra por mi culpa. Mandad a esa cosa que baje. ¿Qué es esa araña? ¿Un robot?

—No —respondió G'mell—, un insecto.

Rod entornó los ojos para seguir a la podadora que colgaba en el exterior de la torre. Apenas veía al hombre que había capturado. Cuando G'mell dijo «insecto», activó una sensación. Odio. Repulsión. Rechazo a la suciedad. Los insectos de Vieja Australia del Norte eran pequeños. Estaban numerados y con licencias en serie. Aun así, los consideraba enemigos hereditarios. (Alguien le había contado que los insectos de la Tierra habían hecho cosas terribles a los norstrilianos cuando vivían en Paraíso VIL) Rod le aulló a la araña a pleno pulmón:

—¡Baja!

La sucia criatura de la torre se estremeció de mero placer y juntó las rígidas patas, acomodándose.

Rod olvidó que se suponía que él era un gato.

Respiró entrecortadamente. El aire de la Tierra era húmedo pero tenue.

Cerró los ojos un instante. Sintió odio, odio, odio por el insecto. Gritó telepáticamente, con más fuerza que nunca:

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