Los señores de la instrumentalidad (123 page)

BOOK: Los señores de la instrumentalidad
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Tendió la mano como esperando que Casher O'Neill la estrechara, sellando así un juramento o convenio.

Casher no quería desairarlo, así que cogió la copa y dijo:

—¡Primero brindemos por el trato!

El administrador miró recelosamente a Casher con sus ojos rápidos, inquietos y movedizos. Un aire húmedo y tibio soplaba en el cuarto. El administrador parecía cauto, suspicaz y alerta, pero bajo su ligera hostilidad —subyacía otra emoción, algo que Casher percibía apenas: ¿fatiga enraizada en una honda desesperación, o desesperación hincada en una irreparable fatiga?

Esa emoción que Casher discernía apenas era muy extraña. En sus viajes por los mundos habitados, Casher había conocido a muchos hombres y mujeres extravagantes, pero nunca se había encontrado con alguien parecido a este administrador: brillante, inestable, jactancioso. Ostentaba el título de «comisionado» y era un ex señor de la Instrumentalidad en el planeta de Henriada, donde la población había descendido de seis millones de habitantes a cuarenta mil. El gobierno local había desaparecido, y este hombre extraño, con título de «administrador», constituía la única ley y autoridad civil del planeta.

No obstante, disponía de un crucero de potencia sobrante, y Casher O'Neill estaba resuelto a conseguirlo como parte de su larga conspiración para regresar a su planeta natal, Mizzer, y derrocar al usurpador, el coronel Wedder.

El administrador fijó los fatigados ojos en Casher y también levantó la copa. El crepúsculo verde hizo que el licor adquiriera el color de un extraño veneno. Era sólo
byegarr
de la Tierra, aunque tal vez un poco fuerte.

Le bastó un sorbo para relajarse.

—Quizá te propongas engañarme, joven amigo. Quizá pienses que soy un viejo estúpido que gobierna un planeta abandonado. Y quizá pienses que matar a esa muchacha es un crimen. No lo es. Soy el administrador de Henriada y he ordenado la muerte de esa muchacha cada año durante los últimos ochenta años. Ni siquiera es una muchacha, sólo una subpersona. Un animal convertido en sirviente. Incluso puedo designarte comisario, o jefe de detectives. Eso sería mejor. Hace más de cien años que no tengo un jefe de detectives. Tú eres mi jefe de detectives. Llévalo a cabo mañana. La casa no es difícil de encontrar. Es la casa mejor y más grande de este planeta. Ve allá mañana por la mañana. Pregunta por el dueño y cerciórate de usar el título correcto: «Señor y propietario Murray Madigan.» Los robots te dirán que te largues. Si insistes, la muchacha acudirá a la puerta. Entonces le apuñalas el corazón, allí mismo, en la puerta. Mi vehículo aparecerá un minuto métrico después. Saltas al coche y regresas aquí. No es la primera vez que lo hacemos. ¿Por qué no estás de acuerdo? ¿No sabes quién soy?

—Sé muy bien quién eres, comisionado y administrador —sonrió Casher O'Neill—. Eres el honorable Rankin Meiklejohn, de Tierra Dos. A fin de cuentas, la propia Instrumentalidad me dio permiso para aterrizar en este planeta por cuestiones privadas. La Instrumentalidad también sabe quién soy yo, y lo que busco. Hay algo raro en todo esto. ¿Por qué me darías un crucero de potencia, la mejor nave de tu flota, según dices, por matar a un animal modificado que se comporta y habla como una muchacha? ¿Por qué yo? ¿Por qué un visitante? ¿Por qué un forastero? ¿Qué más te da que esta subpersona viva o muera? Si has dado ochenta veces la orden de matarla durante ochenta años, ¿por qué no se ha cumplido hace tiempo? No me estoy negando a hacerlo, administrador. Quiero ese crucero, lo necesito. Pero ¿cuál es el trato? ¿Qué me ocultas? ¿Deseas tener la casa?

—¿Beauregard? No, no quiero Beauregard. El viejo Madigan se puede pudrir allí si así lo desea. Está entre Ambiloni y Mottile, en el golfo de Esperanza. No puedes equivocarte. El camino es bueno. Puedes conducir tú mismo hasta allí.

—¿De qué se trata, entonces? —insistió Casher.

El administrador reaccionó de forma singular. Llenó la gran copa—inhalador con el potente
byegarr.
Miró a Casher O'Neill como si fuera un enemigo. Vació la copa. Casher sabía que esa cantidad de licor, tomada de golpe, podía matar a una persona normal.

El administrador no se desplomó.

Ni siquiera se embriagó demasiado.

La cara se le enrojeció y los ojos se le salieron de las órbitas mientras el fuerte licor de 160 grados surtía efecto, pero aun así no dijo nada. Sólo fijaba los ojos en Casher. Éste, que en su largo exilio había aprendido muchas artimañas, sostuvo la mirada.

El administrador fue el primero en ceder.

Se inclinó hacia delante y soltó una risotada de pájaro. Siguió riendo como si hubiera acaparado toda la diversión de la galaxia. Casher lo acompañó con una carcajada seca, más por reflejo nervioso que por otra cosa, pero esperó a que el administrador dejara de reír.

Al fin el administrador se dominó. Con una ancha sonrisa, guiñándole un ojo a Casher, se sirvió cuatro dedos más de
byegarr
, lo engulló como si bebiera un sorbo de nata y se levantó, tambaleándose apenas. Se acercó a Casher y le palmeó el hombro.

—Eres listo, muchacho. Te estoy engañando. No me importa que te lleves el crucero de potencia. Te doy algo que para mí carece de valor. ¿Quién hará despegar un crucero de este planeta? Un mundo arruinado y abandonado, como yo. Puedes quedarte con el crucero. A cambio de nada. Sólo tómalo. Gratis. Sin condiciones.

Casher se puso en pie y clavó los ojos en la cara de ese hombre febril, menudo, caprichoso.

—¡Gracias, administrador! —exclamó, tratando de estrechar la mano del hombre para cerrar el trato.

Rankin Meiklejohn parecía bastante sobrio a pesar de haber bebido tanto. Se llevó la mano derecha a la espalda para no estrechar la de Casher.

—Puedes quedarte con el crucero. Sin término ni condiciones. Sin obligaciones. Es tuyo.
Pero mata primero a la muchacha.
Como un favor personal. He sido buen anfitrión. Me caes bien. Quiero hacerte un favor. Hazme otro. Mata a esa muchacha. A las dos setenta y cinco. Mañana por la mañana.

—¿Por qué? —preguntó Casher con voz vibrante y fría, tratando de arrancar una frase sensata de ese hombre locuaz.

—Pues... pues... porque yo lo pido... —tartamudeó el administrador.

—¿Por qué? —repitió Casher con su voz fría y vibrante.

De pronto el licor surtió su efecto en el administrador, quien aferró el brazo de la silla, se sentó de golpe y contempló a Casher. Estaba muy ebrio. Esa extraña emoción, esa elusiva fatiga nacida de la desesperación, se le había borrado de la cara. Habló sin rodeos. Un extraño sólo habría advertido que estaba borracho por el cuidado con que articulaba las palabras.

—Porque esas personas, so tonto —explicó Meiklejohn—, esas personas, más de ochenta en ochenta años, esas personas que envié a Beauregard con órdenes de matar a la muchacha... esas personas... —repitió, y se interrumpió, apretando los labios.

—¿Qué les sucedió? —preguntó Casher con voz tranquila y persuasiva.

El administrador volvió a sonreír. Parecía al borde de otra risotada.

—¿Qué sucedió? —gritó Casher.

—No sé —respondió el administrador—. Te juro que no lo sé. Ninguna de ellas regresó.

—¿Qué les pasó? ¿Las mató la muchacha? —exclamó Casher.

—¿Cómo voy a saberlo? —dijo el administrador borracho, con voz somnolienta.

—¿Por qué no has informado de ello?

Esto pareció despabilar al administrador.

—¿Informar que una muchacha se había opuesto al administrador planetario? ¡Una muchacha, y ni siquiera humana! Habrían enviado ayuda, y se habrían reído de mí. ¡Te juro por la Campana, muchacho, que ya se han reído bastante de mí! No necesito ayuda exterior. Irás allí mañana por la mañana. A las dos setenta y cinco, con un cuchillo. Y un coche te esperará.

Miró fijamente a Casher y de pronto se derrumbó en la silla. Casher pidió a los robots que le indicaran el camino de su cuarto; y al mismo tiempo se encargaron también de su amo.

2

A la mañana siguiente, a las dos setenta y cinco en punto, no ocurrió nada. Casher recorrió el recargado pasillo, contemplando las hermosas estancias desiertas. Todas las puertas estaban abiertas.

A través de una puerta oyó un ronquido enfermo, profundo y burbujeante.

Era el administrador, desde luego. Yacía despatarrado en la cama. Lo acompañaba una pequeña máquina enfermera, cuyo cuerpo esmaltado de blanco apenas se veía oxidado. La máquina levantó una mano mecánica pidiendo silencio. De algún modo logró que el gesto pareciera grácil, delicado y bonito, aun para una máquina.

Casher regresó a su cuarto, donde pidió tostadas, tocino y café. Observó un tornado a través del vidrio blindado de su ventana, mientras los robots le preparaban la comida. Los árboles elásticos se aferraban a la tierra con una energía similar a la furia del viento. La tormenta se movía por los jardines como la trompa de un elefante rabioso, pero la vegetación se resistía. Algunos animales desaparecieron. El tornado enfiló luego hacia la casa, pero no causó más trastornos que un gran bullicio.

—Tenemos doscientos o trescientos cada día —comentó un mayordomo robot—. Por eso guardamos las naves espaciales bajo tierra y no tenemos máquina climática. Dicen que el coste de volver habitable este planeta superaría toda ganancia posible. La radio y las noticias están en la biblioteca. No creo que el honorable Rankin Meiklejohn se despierte hasta la noche, alrededor de las siete y cincuenta o las ocho.

—¿Puedo salir?

—¿Por qué no? Tú eres un hombre verdadero. Puedes hacer lo que te plazca.

—Me refiero a si es seguro salir.

—¡Oh, no! El viento te despedazaría o te arrastraría.

—¿Sale alguna vez la gente?

—Sí. Con vehículos de superficie o con blindaje corporal automático. Me han dicho que a partir de cincuenta toneladas, la persona que va dentro está segura. Yo no lo sé, señor, pues como ves soy un robot. Fui construido aquí, aunque crearon mi cerebro en Tierra Dos, y nunca he salido de esta casa.

Casher miró al robot, que parecía inusitadamente locuaz.

Quiso aprovechar la oportunidad para obtener más información.

—¿Has oído hablar de Beauregard?

—Sí, es la mejor casa de este planeta. He oído que es el edificio más sólido de Henriada. Pertenece al señor y propietario Murray Madigan. Aunque nació en Vieja Australia del Norte, es un renunciante que abandonó su planeta natal y vino aquí cuando Henriada era un mundo activo. Trajo toda su riqueza consigo. Las subpersonas y los robots dicen que por dentro es un sitio maravilloso.

—¿Lo has visto?

—Oh, no. Nunca he salido de este edificio.

—Y ese hombre, Madigan, ¿viene a veces aquí?

El robot intentó reír, pero no lo consiguió.

—Oh, no —respondió con un temblor en la voz—. Nunca va a ninguna parte.

—¿Puedes decirme algo sobre la muchacha que vive con él?

—No —dijo el robot.

—¿Sabes algo sobre ella?

—No se trata de eso. Sé mucho sobre ella.

—¿Y por qué no puedes contestarme?

—Porque me han ordenado no hacerlo.

—Soy un ser humano verdadero —replicó Casher O'Neill—, y anulo esas órdenes. Háblame de ella.

—Las órdenes no pueden ser anuladas —respondió el robot con voz helada y formal.

—¿Por qué no? —exclamó Casher—. ¿Son órdenes del administrador?

—No.

—¿De quién son?

—Son de ella —murmuró el robot, y salió de la habitación.

3

Casher O'Neill pasó el resto del día tratando de obtener información; aunque consiguió muy poca.

El vice administrador era un hombre joven que odiaba a su jefe. Casher comió con él; un almuerzo mal preparado en un comedor con capacidad para quinientas personas.

—¿Qué sabes de Murray Madigan? —preguntó Casher, yendo al grano.

El vice administrador respondió con una brusquedad rayana en la descortesía.

—Nada.

—¿Nunca has oído hablar de él? —exclamó Casher.

—Oye, extranjero, no me inmiscuyas en tus problemas —advirtió el vice administrador—. Tengo que permanecer en este planeta el tiempo suficiente para que me asciendan y pueda largarme. Tú te puedes marchar. No tendrías que haber venido.

—Tengo un salvoconducto intermundial de la Instrumentalidad —dijo Casher.

—De acuerdo —reconoció el joven—, eso demuestra que eres más importante que yo. No toquemos el asunto. ¿Te gusta la comida?

Casher había aprendido diplomacia en su infancia, cuando era el heredero de la dictadura de Mizzer. Cuando Kuraf, su horrible tío, fue derrocado, Casher había aprobado el golpe organizado por los coroneles Wedder y Gibna; pero ahora Wedder detentaba un poder supremo e imponía un período de terror y virtud. Casher sabía de protocolos y ceremonias, de conversaciones importantes y charlas insignificantes. En esta ocasión bastaba la charla intrascendente. El joven vice administrador tenía una única ambición, largarse de Henriada y no saber nada más de Rankin Meiklejohn. Casher lo comprendía.

Pero algo extraño ocurrió durante el almuerzo. Hacia el final, Casher deslizó esta pregunta con tono informal:

—¿Pueden las subpersonas dar órdenes a los robots?

—Desde luego —respondió el vice administrador—. Es una de las razones por las cuales nos servimos de subpersonas. Tienen más iniciativa. En muchas ocasiones aclaran nuestras órdenes a los robots.

Casher sonrió.

—No me refería a eso. ¿Podría una subpersona dar a un robot una orden que ni siquiera un ser humano verdadero conseguiría anular?

El joven iba a responder, aunque tenía la boca llena de comida. No era un joven muy refinado. Dejó de masticar y abrió los ojos.

—Supongo que te refieres a este planeta —dijo con la boca medio llena—. No puedes evitarlo. Eres terco. Allá tú. Quizá salgas bien librado. Por mi parte, no quiero saber nada de este asunto, ni de ti, ni de él y sus odiosos planes. Sólo quiero irme de aquí cuando me llegue el momento.

Siguió masticando, con los ojos fijos en el plato.

Casher iba a cambiar de tema con alguna observación intrascendente, pero el mayordomo robot se detuvo detrás de él y se inclinó.

—Honorable señor, he oído tu pregunta. ¿Puedo responderla?

—Desde luego —murmuró Casher.

—La respuesta a tu pregunta, señor —continuó el mayordomo robot, suave pero claramente—, es
no, nunca, jamás.
Esta es la regla general en los mundos civilizados. Pero en el planeta de Henriada, la respuesta es
sí.

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