Los señores de la instrumentalidad (139 page)

BOOK: Los señores de la instrumentalidad
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—¿Fue un dragón del espacio, como los que solían encontrar las antiguas naves?

—No, nada de eso —dijo Finsternis, excepcionalmente locuaz, pues hablar de esto era operativo—. Es algo que al parecer no está en este espacio. Algo que surge entre nosotros, como un volcán que sale del espacio. Algo violento, salvaje y vivo. ¿Aún tenéis ojos?

—¿Dispositivos visuales para la frecuencia de la luz normal?

—preguntó Samm.

—¡Por supuesto! —masculló Finsternis—. Trataré de fijarlo para que tengáis datos visibles.

Finsternis hizo una pausa.

La voz reapareció, mucho más tensa.


No hagáis nada. No tratéis de ayudarme. Sólo observad. Si esa cosa gana, destruidme pronto. Podría tratar de capturarnos y llevarnos de vuelta a la Tierra.

Locura quiso decirle que era innecesario, pues el menor intento de retorno activaría artefactos de destrucción incorporados en los tres, fuera de su alcance, detección y percepción. Cuando la Instrumentalidad decía «No regreséis», lo decía en serio
.

Locura permaneció en silencio.

Observó a Finsternis.

Algo ocurría, algo muy raro.

El espacio parecía rasgarse y gotear.

En la frecuencia visible, el intruso parecía una fuente de agua que salpicaba hacia todas partes.

Pero el intruso no era agua.

En la frecuencia visible, relucía como un fuego salvaje que se elevara de una titilante columna de hielo azul. En el espacio no había nada que pudiera arder ni emitir luz: Locura supo que Finsternis estaba traduciendo en luz fenómenos incomprensibles.

Sintió que Samm movía sin control uno de sus enormes puños, en un impotente y pueril gesto de protesta.

Locura se limitó a observar, tan atenta y pasiva como podía.

No obstante, sintió un tirón. No se trataba de un fenómeno material. Era una criatura amorfa y salvaje que surgía de otra dimensión del espacio, buscando material al cual imponer su vitalidad, su frenesí, su identidad. Finsternis, un cubo macizo y negro, más oscuro que la oscuridad, se dirigía hacia la columna. Locura observó los lados de Finsternis.

En el tramo anterior de la travesía, desde que habían abandonado la nave de planoforma para dirigirse en una trayectoria rápida hacia Linschoten XV, los lados de Finsternis parecían metal opaco, ligeramente bruñido, y Locura tenía que rozarlos con el radar para obtener una imagen nítida.

Ahora los lados habían cambiado.

Se habían vuelto blandos y esponjosos como el terciopelo.

La extraña fuente-volcán no parecía disponer de muchos sensores. No prestaba atención a Samm ni a Locura. El oscuro cubo la atraía, como un rayo de sol fascinaría a un niño o como un papel susurrante llamaría la atención de un garito.

Alterando su vitalidad y dirección, la columna de resplandor ardiente y vivo se abalanzó sobre Finsternis. Se zambulló, se consumió, se hundió y desapareció.

La voz de Finsternis resonó, clara y jovial.

—Se ha ido.

—¿Qué le ha sucedido? —preguntó Samm.

—La he devorado —dijo Finsternis.

—¿Qué? —preguntó Locura.

—La he devorado —repitió Finsternis. Estaba más comunicativo que nunca—. Al menos, no tengo otro modo de describirlo. Esta máquina que me dieron, o en la cual me convirtieron, o como sea, es muy buena. Es potente. Siento que absorbe cosas, las succiona, las despedaza, las guarda. Es algo parecido al acto de comer en una persona. Esa cosa me atacó, me envolvió, me engulló. Sólo tuve que sorberla, y luego desapareció. Me siento lleno. Supongo que mis máquinas están seleccionando muestras para enviarlas a puntos de contacto en pequeños cohetes. Sé que guardo dieciséis cohetes pequeños en mi interior, y siento que dos de ellos se disponen a desplazarse. Ninguno de vosotros podría haber hecho lo que yo hice. Fui construido para absorber soles enteros en caso de necesidad, para desintegrarlos, congelarlos, alterar su estructura molecular y despojarlos de vitalidad reactiva en un enorme e inútil estruendo del espectro radial. Tú no podrías hacer algo parecido, Samm, aunque tengas brazos, piernas, cabeza y voz... aunque llegáramos a una atmósfera donde pudieran usarlos. Tú no podrías hacer lo que hice, Locura.

—Lo haces muy bien —dijo con énfasis Locura. Pero añadió—: Yo puedo repararte.

Obviamente ofendido, Finsternis se encerró en su silencio. —¿Cuánto falta para llegar a destino? —preguntó Samm a Locura.

—Setenta y nueve años, cuatro meses, tres días, seis horas y dos minutos de la Tierra, pero tú sabes lo poco que eso significa aquí. Podría parecer una tarde o mil vidas. El tiempo no nos sirve de mucho.

—¿Cómo encontró la Tierra este lugar? —preguntó Samm.

—Sólo sé que fue mediante dos telépatas muy poderosos que trabajaban juntos en el planeta Mizzer. Un ex dictador llamado Casher O'Neill y una ex dama llamada Celalta. Estaban practicando astronomía psiónica y de pronto recibieron una fuerte y clara señal. Sabes que los telépatas detectan direcciones con gran precisión, aun a través de inmensas distancias. Y también captan emociones. Pero no son tan efectivos con las imágenes y los objetos. Alguien más se encargó de confirmarlo.

—Aja —dijo Samm. Ya había oído todo eso. Por mero aburrimiento, continuó nadando vigorosamente. El cuerpo no era suyo, pero el ejercicio le hacía sentir bien.

Además, sabía que Locura lo contemplaba con placer. Un gran placer y un poco de envidia.

Casher O'Neill y la dama Celalta habían terminado de hacer el amor.

Con los cuerpos fatigados, las mentes despejadas y relajadas, se habían tendido en una manta cerca del gorgoteante manantial que constituía la fuente del Noveno Nilo. Ambos eran telépatas y escucharon la riña de una pareja de pájaros dentro de un árbol. El macho ordenaba a la hembra que saliera a trabajar y la hembra se sumía en un profundo sueño, inquieto e irritable.

La dama Celalta susurró un pensamiento a su amante y señor, Casher O'Neill.


¿A las estrellas?

«Las estrellas», pensó él con un gruñido. Ambos eran poderosos telépatas. De un modo misterioso, a él le habían implantado la personalidad de la mayor telépata hipnotizadora de todos los tiempos, la honorable Agatha Madigan. En la dama Celalta contaba con una compañera digna de su gran poder, una telépata de nacimiento que no sólo podía escudriñar Mizzer, sino algunas de las estrellas más cercanas. Cuando trabajaban juntos, como ahora proponía ella, podían sumergirse en polvorientas y profundas infinitudes para encontrar sentimientos e imágenes que ningún capitán de viaje había hallado con su nave.

Él se incorporó con un gruñido de asentimiento.

Ella lo miró afectuosa y posesivamente, con los oscuros ojos brillantes de vitalidad, dicha y aventura.


¿Puedo despegar?

preguntó Celalta con timidez.

Cuando dos telépatas trabajaban juntos, uno despejaba la visión hasta el confín que pudieran alcanzar sus mentes combinadas. Luego el otro brincaba con gran esfuerzo, llegando tan deprisa como podía al blanco más lejano que pudiera encontrar. Así habían hallado cosas extrañas, a veces bellas y a veces estremecedoras.

Casher ya inhalaba enormes bocanadas de aire, llenándose los pulmones, conteniendo el aliento, resollando, y luego volviendo a respirar honda y lentamente. Así reoxigenaba el cerebro para el enorme esfuerzo de una zambullida telepática en las profundidades del espacio. No hablaba con Celalta, ni le dirigía sus pensamientos; se reservaba las fuerzas para un buen salto.

Asintió con un gesto.

La dama Celalta también respiró hondo, pero parecía necesitarlo menos que Casher.

Ambos estaban sentados, uno junto al otro, respirando profundamente.

Alrededor de ellos se extendían las frescas arenas nocturnas de Mizzer, en las cercanías se oía el inofensivo gorgoteo del Noveno Nilo, arriba se arqueaba el cielo cuajado de estrellas. Celaba tomó la mano de Casher y la apretó. Él la miró y asintió de nuevo.

Dentro de la mente de Casher, Mizzer y todo su sistema solar estallaron en llamas con una nueva clase de luz. El resplandor de la mente de Celaba se esparció en varias direcciones, pero a dos grados del polo de la eclíptica de Mizzer, Casher captó algo salvaje y extraño, una clase de ser que nunca había percibido antes, Usando la mente de Celaba como base, lanzó un tentáculo en pos del ser.

La distancia aturdió a los dos telépatas sentados en las tranquilas arenas de Mizzer. Les parecía que la mente del hombre nunca había llegado tan lejos.

La realidad del fenómeno era indudable. Había animales alrededor, las categorías habituales: corredores, cazadores, saltadores, trepadores, nadadores y manipuladores. Algunos de los manipuladores eran intensamente telepáticos. La imagen del hombre provocó una reacción inmediata y feroz.


¡Hombre, hombre, hombre, comer, comer!

Casher y Celaba se sorprendieron tanto que perdieron el contacto. Pero estaban seguros de haber percibido un mundo lleno de criaturas, algunas de ellas telepáticas y probablemente civilizadas.

¿Cómo habían conocido al hombre esos seres? ¿Por qué habían reaccionado de inmediato? ¿Por qué eran antropófagos y homicidas?

Antes de salir por completo del trance, registraron con todo cuidado la dirección desde donde esos peligrosos cerebros habían chillado su advertencia.

Presentaron un informe a la Instrumentalidad, poco después del episodio.

Y así fue cómo los habitantes del tercer planeta de Linschoten XV habían llamado la atención de la humanidad, aunque Locura, Samm y Finsternis lo ignoraban.

4

Los tres viajeros llegaron a tener un vago y remoto contacto telepático que consideraron cálido y humano, así que no intentaron rastrearlo con la mente ni con las armas. Eran O'Neill y Celalta, muchos años después, según el tiempo de Mizzer, sondeando para ver qué había hecho la Instrumentalidad acerca de Linschoten XV.

Locura, Samm y Finsternis no sospechaban que los dos telépatas más poderosos de la zona humana de la galaxia los habían rozado, indagado, analizado y habían descubierto cosas que ellos mismos ignoraban.

—¿Tú también lo has captado? —preguntó Casher O'Neill a la dama Celalta.

—¿Una bella mujer encerrada en una pequeña nave?

Casher asintió.

—¿Una pelirroja de tez tan suave y translúcida como marfil vivo? ¿Una mujer que fue bella y lo será de nuevo?

—Eso mismo capté yo —dijo la dama Celalta—. Y un hombre viejo y cansado, harto de sus hijos y de su propia vida porque sus hijos se habían cansado de él.

—No tan viejo. Lo han puesto en una maquinaria espectacular. Un gigante de metal. Parecía tener un cuarto de kilómetro de altura. Resistente al ácido y a las bajas temperaturas. ¿No se sorprenderá al descubrir que la Instrumentalidad le ha rejuvenecido el cuerpo dentro de ese monstruo?

—Ya lo creo —suspiró alegremente la dama Celalta, pensando en la grata sorpresa que aguardaba a un hombre a quien nunca llegaría a conocer ni ver con los ojos del cuerpo.

Ambos guardaron silencio.

—Pero la tercera persona... —murmuró al fin la dama Celalta, con un temblor en la voz—. La tercera persona, la del cubo...

—No era un robot ni un cubo de personalidad —observó Casher O'Neill—. Era un ser humano. Pero está loco. ¿Pudiste distinguir, Celalta, si era varón o mujer?

—No, no pude. Los otros dos parecían pensar en él como varón.

—¿Pero estás segura?

—Con ese ser, no estoy segura de nada. Era humano, sin duda, pero era más extraño que cualquier homínido perdido que hayamos captado entre las estrellas olvidadas. ¿Pudiste distinguir, Casher, si era joven o viejo?

—No, no capté nada... salvo una mente humana desesperada a la defensiva, que vivía sólo a causa de los terribles poderes del cubo negro, el asesino de soles en que viaja. Nunca había captado a alguien que fuera una persona sin características. Es escalofriante.

—La Instrumentalidad es cruel a veces —comentó Celalta.

—A veces tiene que serlo —convino Casher.

—Pero nunca pensé que haría algo así.

—¿Qué?

Celalta lo miró con sus ojos oscuros. Era una noche diferente, y un Nilo diferente, pero los ojos de ella eran apenas más viejos y lo amaban como siempre. La dama Celalta tembló como si temiera que la todopoderosa Instrumentalidad hubiera ocultado un micrófono en la arena.

—Tú mismo lo has dicho hace un instante, Casher —le susurró a su amante.

—¿Qué he dicho? —preguntó él, tiernamente pero sin miedo, haciendo vibrar la voz sobre las frescas arenas nocturnas.

La dama Celalta siguió susurrando, lo cual era raro en ella.

—Dijiste que la tercera persona estaba loca. ¿Te das cuenta de que quizás hayas dado con la verdad? —El susurro mordió a Casher como una serpiente.

¿Qué captaste? —tartamudeó él—. ¿Qué supones?

—Han enviado un loco a las estrellas. O una loca. Un verdadero psicótico.

—Muchos pilotos son protegidos de la soledad con psicosis reales pero activadas artificialmente —dijo Casher, hablando con voz más normal—. Les permite afrontar los horrores reales o imaginarios de los sufrimientos del espacio.

—No me refería a eso —susurró Celalta—. Me refiero a un verdadero psicótico.

—No hay ninguno. Es decir, ninguno suelto —objetó Casher, tartamudeando de sorpresa—. Los curan o los encierran en satélites a prueba de pensamiento.

Celalta elevó un poco la voz. Ya no susurraba, pero el tono era apremiante.

—Pero ¿no entiendes? Eso deben de haber hecho. La Instrumentalidad construyó un asesino de estrellas tan potente que una mente normal no puede guiarlo. Así que los señores consiguieron un psicótico, un psicótico auténtico, y lo enviaron a las estrellas. De lo contrario, habríamos captado el sexo o la edad.

Casher asintió en silencio. El aire no estaba más frío, pero él tiritó junto a su amada Celalta, en las arenas del desierto.

—Tienes razón. Sin duda tienes razón. Casi siento pena por esos enemigos de Linschoten XV. ¿No captaste nada de ellos esta vez? Yo no pude percibirlos.

—Yo recibí algo. Sus telépatas han percibido las extrañas mentes que se les aproximan a gran velocidad. Los telépatas están locos de inquietud pero los demás siguen cloqueando y parloteando, llenos de furia y voracidad, pensando en el hombre.

—¿Tanto captaste? —preguntó él, maravillado.

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