Los señores de la instrumentalidad (57 page)

BOOK: Los señores de la instrumentalidad
8.63Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Crudelta suspiró y continuó hablando.

—Lo sé y no lo sé. Soy como ese antiguo que trató de llevar una nave marítima por la senda equivocada alrededor del planeta Tierra y en cambio descubrió un nuevo mundo. Se llamaba Colón. Y el lugar era Australia o América o algo parecido. Lo mismo me pasó a mí. Envié a Rambó en ese antiguo cohete y él atravesó el espacio tres. Ahora nadie sabrá quién puede irrumpir por el suelo o materializarse en el aire delante de nosotros.

Casi con melancolía, Crudelta añadió:

—¿De qué sirve contar la historia? Ahora ya todos la saben. Mi papel no es muy glorioso. Aunque el final es muy bonito. La cabaña junto a la cascada y los maravillosos hijos que otra gente les dio... se podría escribir un poema sobre eso. Pero poco antes del final, cuando él apareció en el hospital, deshecho y desquiciado, buscando a su Elizabeth, eso resultó triste, perturbador, pavoroso. Me alegra que todo terminara en el final feliz de la cabaña junto a la cascada, aunque se tardó muchísimo en llegar allí. Y hay partes que jamás se entenderán, la tez desnuda contra el espacio desnudo, los ojos cabalgando en algo mucho más rápido que la luz. ¿Sabéis qué es un
aoudad
Es una antigua oveja que vivía en la Vieja Tierra, y aquí estamos, mil años después, con un absurdo poemita infantil sobre eso.

»Los animales han desaparecido pero el poemita se ha conservado. Así ocurrirá un día con Rambó. Todos recordarán su nombre y su barco ebrio, pero olvidarán el umbral científico que cruzó cuando buscaba a Elizabeth en un cohete antiguo que apenas podía alzar el vuelo. ¿El poemita? ¿No lo conocéis? Es una tontería. Dice así:

Apunta el arma a ese rabo.

(¡Esto no es jamón ni pavo!)

Mata, un aoudad moribundo.

(/No preguntes si es inmundo!)

No preguntéis qué significan «jamón» y «pavo». Quizá sean partes de animales antiguos, como bistec y lomo. Pero los niños aún repiten las palabras. Un día harán lo mismo con Rambó y su barco ebrio. Quizá cuenten también la historia de Elizabeth. Pero nunca relatarán cómo llegó él al hospital. Esta parte es demasiado terrible, demasiado real, demasiado triste y ¡maravillosa al final. Lo encontraron en la hierba. ¡Desnudo en la hierba, y nadie sabía de dónde venía!

4

Lo encontraron desnudo en la hierba y nadie sabía de dónde venía. Nadie sabía acerca del antiguo cohete que el señor Crudelta había enviado al confín de ninguna parte con las letras I y H escritas en el casco.

Nadie sabía que aquel hombre era Rambó, que había atravesado el espacio tres. Los robots lo descubrieron y lo llevaron al interior, fotografiando cada cosa que hacían. Se los había programado así para asegurarse de que cualquier anomalía quedara documentada.

Luego las enfermeras lo encontraron en una sala externa.

Creyeron que estaba vivo, pues no parecía estar muerto, a pesar de que no podían probar que siguiera con vida.

Esta circunstancia aumentó el misterio.

Llamaron a los médicos. Médicos verdaderos, no máquinas. Eran hombres muy importantes. El ciudadano doctor Timofeyev, el ciudadano doctor Grosbeck, y el director mismo, el señor y doctor Vomact. Se hicieron cargo del caso.

(En la otra ala del hospital, Elizabeth aguardaba inconsciente, y nadie lo sabía. ¡Elizabeth, por quien él había saltado en el espacio, y atravesado las estrellas, pero aún nadie lo sabía!)

El joven no podía hablar. Cuando le examinaron las huellas oculares y las dactilares en la Máquina de Población, descubrieron que era oriundo de la Tierra, pero que lo habían enviado congelado, como feto nonato, a Tierra Cuatro. A pesar del tremendo coste, interrogaron a Tierra Cuatro con un «mensaje instantáneo», sólo para descubrir que el joven que tenían delante se había perdido en una nave experimental durante un viaje intergaláctico.

Perdido.

Sin nave ni rastros de nave.

Y aquí estaba.

Ellos, en el linde del espacio, sin saber qué estaban mirando. Eran médicos y se dedicaban a reparar o curar a la gente no de hacerla viajar. ¿Cómo podían esos hombres saber nada del espacio tres cuando lo único que sabían acerca del espacio dos era que la gente abordaba las naves de planoforma para recorrerlo? Buscaban enfermedad y sólo encontraban ingeniería. Lo sometían a tratamiento a pesar de que se encontraba bien.

Sólo necesitaba tiempo para recobrarse de la conmoción del viaje más tremendo que jamás había sufrido un ser humano, pero los médicos lo ignoraban y trataron de acelerar la recuperación.

Cuando lo vistieron, él pasó del coma a un espasmo mecánico y se quitó la ropa. Otra vez desnudo, se tendió en el piso y se negó a comer o hablar.

Lo alimentaron con sondas cuando (¡si tan sólo hubieran sabido!) toda la energía del espacio manaba de su cuerpo en formas nuevas.

Lo dejaron solo en un cuarto cerrado y lo observaron por una mirilla.

Era un joven apuesto, aunque tenía la mente en blanco y el cuerpo rígido e inconsciente. Tenía el pelo muy rubio y los ojos celestes, pero las facciones revelaban carácter: mandíbula cuadrada; boca elegante, resuelta, huraña, viejas arrugas que parecían decir que, estando consciente, había vivido muchos días o meses al borde de la furia.

Cuando lo estudiaron en el tercer día de internamiento, el paciente no había cambiado.

Se había arrancado el pijama y yacía desnudo, de bruces en el piso.

Tenía el cuerpo tan rígido y tenso como el día anterior.

(Un año después, ese cuarto sería un museo con una placa de bronce que diría: «Aquí estuvo Rambó después de abandonar el Viejo Cohete para pasar al Espacio Tres», pero los médicos aún no sabían de qué se trataba.)

Tenía la cara tan vuelta hacia la izquierda que le sobresalían los tendones del cuello. Había estirado el brazo derecho hacia delante. Tenía el brazo izquierdo en ángulo recto con el cuerpo; el antebrazo y la mano izquierdos señalaban rígidamente hacia arriba formando un ángulo de noventa grados con el brazo. Tenía las piernas en la grotesca parodia de un corredor.

—A mí me parece que está nadando —dijo el doctor Grosbeck—. Arrojémoslo a un tanque de agua para ver si se mueve.

A veces Grosbeck proponía soluciones drásticas.

Timofeyev ocupó el lugar de Grosbeck ante la mirilla.

—Todavía en espasmo —murmuró—. Espero que el pobre diablo no sienta dolor cuando las defensas corticales estén bajas. ¿Cómo puede un hombre combatir el dolor si ni tan siquiera sabe qué le ocurre?

—¿Y qué ves tú, señor y doctor? —preguntó Grosbeck a Vomact.

Vomact no necesitaba mirar. Había ido temprano y había observado largo rato al paciente en silencio a través de la mirilla antes de que llegaran los otros médicos. Vomact era un hombre sabio, sagaz e intuitivo. Deducía en una hora más de lo que una máquina diagnosticaba en un año; ya vislumbraba que se trataba de una enfermedad que ningún hombre había sufrido antes. Aun así, podían aplicar ciertos remedios.

Los tres médicos los probaron.

Probaron hipnosis, electroterapia, masajes, subsonido, atropina, surgital, una gama entera de digitalínidos, y virus cuasinarcóticos cultivados en órbita, donde mutaban deprisa. Obtuvieron un atisbo de reacción cuando lo intentaron con hipnosis de gas combinada con un telépata amplificado electrónicamente; eso indicó que todavía ocurría algo en la mente del paciente. De lo contrario el cerebro habría parecido un mero tejido adiposo, sin nervios. Los otros intentos no habían revelado nada. El gas indicó un ligero retroceso ante el temor y el dolor. El telépata comentó visiones de cielos desconocidos. (Los médicos se apresuraron a entregar al telépata a la Policía del Espacio, que trató de codificar los patrones estelares que el telépata había visto en la mente del paciente, pero los patrones no concordaban. Aunque el telépata era hombre de considerable inteligencia, no podía recordar los detalles para cotejarlos con las muestras de las hojas de pilotaje.)

Los médicos volvieron a sus drogas
y
probaron remedios simples y antiguos: morfina y cafeína para que se contrarrestaran mutuamente, y un tosco masaje para que el paciente soñara de nuevo y el telépata captara el sueño.

No hubo más resultados ese día, ni al siguiente.

Entretanto, las autoridades de la Tierra se inquietaban. Pensaban, y con razón, que el hospital había reunido pruebas convincentes de que el paciente no estaba en la Tierra hasta poco antes de que los robots lo encontraran en la hierba. ¿Cómo había aparecido sobre la hierba?

El espacio aéreo de la Tierra no había sufrido ninguna intrusión: ningún vehículo que trazara un arco llameante de aire incandescente contra el metal, ningún susurro de las descomunales fuerzas que impulsaban una nave de planoforma por el espacio dos.

(Crudelta, viajando en naves ultralumínicas, regresaba a la. Tierra con lentitud de babosa, ansiando ver si Rambó había llegado primero.)

Al quinto día hubo un principio de cambio.

5

Elizabeth había muerto.

Esto sólo se averiguó después, al efectuar una atento examen de los archivos del hospital.

Los médicos sólo sabían esto:

Trasladaban a pacientes por el pasillo, siluetas cubiertas por sábanas e inmóviles en camas con ruedas.

De golpe, las camas dejaron de rodar.

Una enfermera gritó.

La gruesa pared de acero y plástico se combaba. Una fuerza lenta y silenciosa empujaba la pared hacia el pasillo.

La pared se abrió.

Salió una mano humana.

Una avispada enfermera gritó:

—Empujad esas camas! Quitadlas de en medio.

Enfermeras y robots obedecieron.

Las camas se bambolearon como barcas sobre las olas cuando llegaron al sitio donde el suelo, unido a la pared, se curvaba hacia arriba siguiendo la abertura de la pared. Las luces rojizas parpadearon. Aparecieron robots.

Una segunda mano humana atravesó la pared. Empujando en direcciones opuestas, las manos rasgaron la pared como si fuera papel mojado.

El paciente que habían encontrado sobre la hierba asomó la cabeza.

Miró ciegamente a ambos lados del pasillo: la mirada turbia, la piel irradiando un raro fulgor pardo rojizo a causa de las quemaduras del espacio abierto.

—No —dijo. Sólo esa palabra.

Pero eso «no» se oyó. Aunque el volumen no era alto, retumbó en todo el hospital. El sistema de telecomunicación interna lo repitió. Cada aparato del lugar quedó inactivo. Enfermeras frenéticas y robots, ayudados incluso por los médicos, se apresuraron a conectar de nuevo todas las máquinas: bombas, ventiladores, riñones artificiales, grabadores cerebrales, hasta las simples máquinas de ventilación que mantenían fresco el ambiente.

Una nave aérea se tambaleó en lo alto. Su interruptor protegido por un seguro triple, de golpe estaba en posición de «apagado». Por suerte, el robot piloto la puso en marcha y la nave no se estrelló.

El paciente no parecía advertir que su palabra surtía este efecto.

(Tiempo después el mundo sabría que esto formaba parte del «efecto barco ebrio». El paciente había, desarrollado la aptitud de usar su sistema neurofisiológico como control de máquinas.)

El robot que actuaba como policía llegó al pasillo. Llevaba guantes de terciopelo, esterilizados y acolchados. Podía levantar con las manos sesenta toneladas. Se acercó al paciente. El robot estaba entrenado para reconocer toda clase de peligros en los humanos delirantes o psicóticos; después declaró que había captado una sensación de «peligro extremo» en todas las bandas. Se proponía asir al paciente con irreversible firmeza y llevarlo de vuelta a la cama, pero ante el peligro que bullía en el aire, el robot optó por no correr riesgos. Su muñeca contenía una pistola hipodérmica que funcionaba con argón comprimido.

Apuntó el brazo hacia el hombre desconocido y desnudo que ocupaba el gran boquete de la pared. El arma de su muñeca siseó y una enorme inyección de condamina, el narcótico más potente del universo conocido, atravesó la piel del cuello de Rambó. El paciente se desplomó.

El robot lo levantó con delicadeza y ternura, lo sacó del boquete, abrió la puerta de un puntapié que rompió la cerradura y colocó al paciente sobre la cama. El robot oyó que venían médicos, así que usó las manazas para devolver la pared de acero a su forma inicial. Robots obreros o subpersonas terminarían la tarea más tarde, pero entre tanto era mejor poner orden en esa parte del edificio.

Llegó el doctor Vomact, seguido de cerca por Grosbeck.

—¿Que ha ocurrido? —aulló, perdiendo su calma habitual.

El robot señaló la pared abierta.

—El rompió. Yo reparé —dijo.

Los médicos se volvieron hacia el paciente. Se había bajado de la cama y estaba en el suelo, pero su respiración era ligera y natural.

—¿Qué le has dado? —gritó Vomact al robot.

—Condamina —respondió el robot—, según la norma 47-B. La droga no se debe mencionar fuera del hospital.

—Lo sé —suspiró Vomact con fastidio—. Puedes irte ya. Gracias.

—No es habitual dar las gracias a los robots —comentó el robot—, pero puede usted consignar un encomio en mi expediente si lo desea.

—¡Rayos, lárgate de aquí! —gritó Vomact al solícito robot.

El robot pestañeó.

—No hay rayos, pero tengo la impresión de que se refiere usted a mí. Me marcharé, con su permiso. —Sorteó con rara gracilidad a los dos doctores, palpó distraídamente la cerradura rota, como si deseara repararla, y luego, al ver la mirada fulminante de Vomact, se largó del cuarto.

Un instante después se oyeron unos golpes suaves y sordos. Los dos médicos escucharon un momento, y se resignaron. El robot estaba en el pasillo, alisando suavemente el suelo de acero. Era un robot pulcro, tal vez animado por un cerebro de gallina amplificado, y cuando se ponía pulcro llegaba a ser pesado.

—Dos preguntas, Grosbeck —dijo el señor y doctor Vomact.

—¡A tu servicio, señor!

—¿Dónde estaba el paciente cuando empujó la pared hacía el pasillo, y de dónde sacó las fuerzas?

Grosbeck entornó los ojos con asombro.

—Ahora que lo mencionas, no se me ocurre cómo lo consiguió. En realidad no pudo hacerlo. Pero lo hizo. ¿Y la otra pregunta?

—¿Qué opinas de la condamina?

—Peligroso, desde luego, como siempre. Y la adicción puede...

—¿Puede haber adicción sin actividad cortical? —interrumpió Vomact.

BOOK: Los señores de la instrumentalidad
8.63Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

Bone Machine by Martyn Waites
Arctic Fire 2 by Erica Stevens
Poirot and Me by David Suchet, Geoffrey Wansell
Runaway Mum by Deborah George
Messed Up by Molly Owens
His Desire by Ana Fawkes