Los señores de la instrumentalidad (54 page)

BOOK: Los señores de la instrumentalidad
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—Nosotros te vimos bailar hace sólo un décimo de año —interrumpió Livio.

La muchacha lo miró fugazmente, sin curiosidad.

—¿Sois los mismos robots que vinieron aquí hace un tiempo? Ahora tenéis otro aspecto. Parecéis soldados antiguos. No entiendo por qué... De acuerdo, puede haber sido una semana, o tal vez un año.

—¿Y qué hacías aquí abajo? —preguntó afablemente Sto Odín.

—¿Qué crees? —dijo ella—. ¿Por qué bajan aquí todos los demás? Huía del tiempo sin tiempo, de la vida sin vida, de la esperanza sin esperanzas que los señores infligen a toda la humanidad en la superficie. Dejáis que los robots y las subpersonas trabajen, pero encarceláis a las personas verdaderas en una felicidad sin esperanzas ni escapatoria.

—Tengo razón —exclamó Sto Odín—. ¡Tengo razón, aunque me cueste la vida!

—No te comprendo —musitó la muchacha—. ¿Quieres decir que también tú, un señor, has bajado aquí para escapar de la vana esperanza que nos ahoga a todos nosotros?

—No, no, no —replicó Sto Odín, mientras las cambiantes luces de la música del congohelio le dibujaban figuras exóticas en las facciones—. Sólo he querido decir que comenté a los demás señores que algo como esto sucedía a las personas comunes en la superficie. Ahora repites exactamente lo que yo suponía. De todos modos, ¿quién eres tú?

La muchacha se miró el cuerpo sin vestimentas como si por primera vez reparara en su desnudez. Sto Odín vio el rubor que se le derramaba en el cuello y el pecho desde la cara.

—¿No lo sabías? —dijo ella en voz muy baja—. Aquí abajo nunca respondemos a esa pregunta.

—¿Tenéis reglas? —preguntó él—. ¿Tenéis reglas, incluso aquí, en el Bezirk?

La muchacha se animó al comprender que Sto Odín no había formulado aquella pregunta indecente con una intención sucia.

—No hay reglas —explicó con fervor—. Sólo hay acuerdos tácitos. Alguien me lo contó cuando abandoné el mundo normal y crucé la frontera del Gebiet. Supongo que a ti no te lo contaron porque eras un señor, o porque se ocultaron de tus extraños robots guerreros.

—No encontré a nadie al bajar.

—Entonces se ocultaban de ti, mi señor.

Sto Odín miró a sus legionarios para ver si confirmaban esa declaración, pero Flavio y Livio guardaron silencio. Se volvió hacia la muchacha.

—No me proponía espiar. ¿Puedes decirme qué clase de persona eres? No necesito señas personales.

—Cuando estaba viva, era una nacida-una-vez —contestó ella—. No viví el tiempo suficiente para ser renovada. Los robots y un subcomisionado de la Instrumentalidad me examinaron para ver si podían entrenarme para la Instrumentalidad. Inteligencia de sobra, dijeron, pero ningún carácter. Pensé mucho tiempo en ello. «Ningún carácter.» Sabía que no podían matarme, y no quería vivir, así que puse cara de felicidad cada vez que pensaba que un monitor me vigilaba y me las ingenié para llegar al Gebiet. No era muerte ni era vida, pero significaba una escapatoria de esa diversión sin fin. Hacía poco que estaba aquí —señaló el Gebiet, por encima de ellos— cuando lo conocí a él. Nos enamoramos enseguida y él dijo que el Gebiet no implicaba una gran mejora respecto de la superficie. Dijo que él ya había estado aquí, en el Bezirk, buscando una muerte-fiesta.

—¿Una qué? —preguntó Sto Odín, como si no pudiera creer lo que oía.

—Una muerte-fiesta. Las palabras son suyas, también la idea. Lo seguí a todas partes y nos amamos. Lo esperé cuando él fue a la superficie a conseguir el congohelio. Pensé que su amor por mí alejaría de su mente la muerte-fiesta.

—¿Me estás contando toda la verdad? —preguntó Sto Odín—. ¿O es solo tu versión de la historia?

La muchacha tartamudeó una protesta, y él no volvió a preguntar. El señor Sto Odín callaba, pero la escrutaba con atención.

La joven hizo una mueca, se mordió el labio, y al fin dijo claramente, a través de la música y las luces:

—Basta. Me estás haciendo daño.

El señor Sto Odín la miró fijamente.

—No hago nada —objetó con inocencia, y siguió observándola. Había mucho que observar. Era una muchacha color miel. Aun a través de las luces y sombras, Sto Odín veía que la joven no llevaba ropa. Tampoco tenía un solo pelo en el cuerpo: ni cabello en la cabeza, ni cejas, quizá tampoco pestañas, aunque a esa distancia no podía asegurarlo. Ella se había dibujado unas cejas doradas en lo alto de la frente, dándose una continua expresión de interrogación burlona. También se había pintado la boca de oro, de modo que cuando hablaba sus palabras brotaban de una fuente áurea. También se había pintado los párpados superiores de color dorado, pero los inferiores eran negros como el carbón. El efecto total era ajeno a todas las experiencias previas de la humanidad: era dolor lascivo elevado a la milésima potencia, lujuria seca y perpetuamente insatisfecha, femineidad al servicio de propósitos remotos, humanidad cautivada por planetas extraños.

Sto Odín siguió escrutándola. Si la muchacha aún era humana, tarde o temprano esta actitud la obligaría a tomar la iniciativa. La estrategia dio resultado.

—¿Quién eres? —preguntó la muchacha—. Vives demasiado aprisa, con demasiada avidez. ¿Por qué no entras a bailar como los demás? —Señaló la puerta, el salón donde las siluetas harapientas e inconscientes yacían desparramadas en el suelo.

—¿A eso llamas bailar? —preguntó el señor Sto Odín—. Yo no. Hay un hombre que baila. Los demás yacen en el suelo. Permíteme hacer la misma pregunta. ¿Por qué no bailas?

—Lo quiero a él, no a la danza. Soy Santuna y una vez él me cautivó con su amor humano, mortal, común. Pero se convierte en Joven-sol, cada día más, y baila con esas personas que yacen en el suelo.

—¿A eso le llamas bailar? —barbotó el señor Sto Odín. Sacudió la cabeza y añadió con amargura—: No veo ninguna danza.

—¿No la ves? ¿De veras no la ves? —exclamó ella.

Sto Odín meneó la cabeza con un gesto terco y amargo.

La muchacha se volvió hacia el salón y soltó un gemido alto, claro y penetrante que incluso llegó a traspasar la pulsación quíntuple del congohelio.

—Joven-sol, Joven-sol, óyeme! —gritó.

No hubo interrupción en el veloz trepidar de los pies, que trazaban ochos, ni en el movimiento de los dedos, que tamborileaban sobre el titilante borrón de metal que el bailarín acunaba en los brazos.

—¡Mi amante, mi amado, mi hombre! —gritó ella, con voz aún más estridente y perentoria que antes.

Hubo una ruptura en la cadencia de la música y la danza. El bailarín viró hacia ellos, reduciendo perceptiblemente el ritmo. Las luces del salón, la gran puerta y el pasillo se estabilizaron un poco. Sto Odín vio a la muchacha con mayor nitidez; realmente no tenía un solo pelo en el cuerpo. También vio al bailarín; el joven era alto, más flaco de lo que el sufrimiento vulgar permite a un hombre, y el metal que llevaba chispeaba como agua reflejando mil luces. El bailarín habló deprisa y con furia:

—Me llamas. Me has llamado mil veces. Entra, si quieres. Pero no me llames.

Mientras hablaba, la música se esfumó, los guiñapos del suelo empezaron a moverse, a gruñir, a despertar.

—Esta vez no era yo —tartamudeó precipitadamente Santuna—. Era esta gente. Uno de ellos es muy fuerte. No puede ver a los bailarines.

Joven-sol se volvió hacia el señor Sto Odín.

—Pues entra y baila, si lo deseas. Ya estás aquí. No te cuesta nada. Estas máquinas que traes —señaló a los legionarios-robot— no podrán bailar. Apágalas.

El bailarín empezó a alejarse.

—No bailaré, pero me gustaría ver la danza —dijo Sto Odín con forzada afabilidad. No le gustaba aquel joven, la fosforescencia de su piel, el peligroso metal que acunaba en el brazo, el impulso suicida de su contoneo. De todos modos, en las profundidades sobraba luz
y
escaseaban explicaciones sobre lo que ocurría.

—Hombre, eres un fisgón. Resulta muy desagradable en un viejo como tú. ¿O sólo quieres ser
hombre?
—dijo el Joven-sol.

El señor Sto Odín empezó a perder la paciencia.

—¿Quién eres tú, hombre, para llamar
hombre
al hombre de esta manera? ¿Acaso sigues siendo humano?

—Quién sabe. ¿A quién le importa? He desatado la música del universo. He anegado esta cámara con toda la felicidad imaginable. Soy generoso. La comparto con estos amigos míos. —Joven-sol señaló los guiñapos andrajosos del suelo, que habían empezado a contorsionarse desdichadamente sin la música. Al distinguir más claramente el salón, Sto Odín advirtió que los guiñapos eran gente joven, casi todos hombres, aunque descubrió algunas muchachas. Todos parecían enfermos, débiles y pálidos.

—No me gusta lo que veo ahí —replicó—. Casi siento la tentación de atraparte y quitarte ese metal.

El bailarín giró sobre el talón del pie derecho, como para alejarse de un brinco en una cabriola audaz.

El señor Sto Odín entró en el salón, siguiendo a Joven-sol.

Joven-sol giró sobre sí mismo y se puso de nuevo frente a Sto Odín expulsándolo a empellones y obligándolo firme e irresistiblemente a retroceder tres pasos.

—Flavio, quítale el metal. Livio, captura al hombre —escupió Sto Odín.

Los robots no se movieron.

Sto Odín, la sensibilidad y la fuerza exaltadas por el giro brutal que había dado a su botón de vitalidad, saltó hacia delante para apropiarse del congohelio sin ayuda. Pero dio un solo paso: quedó inmovilizado en el pórtico.

No se sentía así desde la última vez que los médicos lo habían puesto en una máquina quirúrgica, cuando descubrieron que parte del cráneo sufría un cáncer óseo a causa de viejas radiaciones del espacio y los subsiguientes efectos de la edad. Le habían implantado un semicráneo protésico y durante la operación lo habían inmovilizado con correas y drogas. Esta vez no había correas ni drogas, pero las fuerzas que había invocado Joven-sol eran igualmente fuertes.

El bailarín danzaba trazando un enorme ocho entre los cuerpos vestidos que yacían en el suelo. Cantaba la canción que Flavio había repetido mucho más arriba, en la superficie de la Tierra, la canción del llorón.

Pero Joven-sol no lloraba.

Tenía el ascético y descarnado rostro contraído en una ancha mueca burlona. Cuando cantaba sobre la pena, no expresaba la pena, sino burlas y risas, desprecio por la vulgar pena humana. El congohelio palpitaba y la aurora boreal casi encegueció a Sto Odín. Había otros dos tambores en medio del salón, uno producía notas agudas y el otro notas aún más agudas.

El congohelio resonó:
color-color-dolor-dolor-sopor.

El tambor grande barbotó, cuando Joven-sol pasó por el lado y lo rozó con los dedos:
¡ritiplín, ritiplín, rataplán, ritiplín!

El tambor extraño y pequeño sólo emitió dos notas, y casi las graznó;
¡kid-nork, kid-nork, kid-nork!

Cuando Joven-sol regresó bailando, al señor Sto Odín le pareció oír la voz de la muchacha Santuna llamando a Joven-sol, pero no pudo volver la cabeza para comprobarlo.

Joven-sol se detuvo frente a Sto Odín, los pies aún entregados a la danza mientras los pulgares y las palmas arrancaban torturantes e hipnóticas disonancias al brillante congohelio.

—Viejo, has tratado de engañarme. Has fallado.

El señor Sto Odín intentó hablar, pero los músculos de la boca y la garganta no le respondieron. Se preguntó qué fuerza era ésa, capaz de sofocar todo esfuerzo voluntario pero sin impedir que el corazón palpitara libremente, los pulmones respiraran, el cerebro (el natural y el artificial) pensara.

El joven siguió bailando. Se alejó unos pasos danzando, se volvió y regresó bailando hasta Sto Odín.

—Llevas las plumas de la inmunidad. Tengo permiso para matarte. Si lo hiciera, la dama Mmona, el señor Nuru-or y el resto de tus amigos no se enterarían de lo ocurrido.

Si Sto Odín hubiera podido mover los párpados, había abierto los ojos de asombro al enterarse de que un bailarín supersticioso, en las honduras de la Tierra, conocía los secretos de la Instrumentalidad,

—No puedes creer en lo que ves, aunque se te presenta sin dificultad —dijo Joven-sol más seriamente—. Crees que un loco ha descubierto un modo de obrar milagros con un fragmento del congohelio traído a estas profundidades. ¡Viejo imbécil! Un loco cualquiera no habría traído este metal hasta aquí sin destruir el fragmento o volarse a sí mismo. Ningún hombre podía hacer lo que yo hice. Estás pensando: si el tahúr que tomó el nombre de Joven-sol no es un hombre, ¿entonces qué es? ¿Qué trae el poder y la música del Sol a tanta profundidad? ¿Quién hace soñar a los desdichados del mundo un sueño demencial y feliz mientras sus vidas se derraman y vierten en mil clases de tiempos, mil clases de mundos? No tienes que preguntarlo. Sé muy bien lo que estás pensando. Lo bailaré para ti. Soy un hombre muy amable, aunque no te agrade mi persona.

Los pies del bailarín no habían cesado de moverse en el mismo sitio mientras hablaba.

De pronto se alejó en un torbellino, brincando y saltando sobre los desdichados humanos tendidos en el suelo.

Pasó junto al tambor grande y lo tocó:
¡ritiplm, rataplán!

Rozó el tambor pequeño con la mano izquierda:
¡kid-nork, kid-nork!

Cogió con ambas manos el congohelio, como para despedazarlo entre los fuertes dedos.

El salón entero ardía de música, relucía de truenos mientras los sentidos humanos se interpenetraban. El señor Sto Odín sintió que el aire le azotaba la piel como aceite frío. Joven-sol, el bailarín, se volvió transparente y a través de él el señor Sto Odín vislumbró un paisaje que no era de la Tierra ni lo sería jamás.

—Fluminiscentes, luminiscentes, incandescentes, fluorescentes —cantó el bailarín—. Así son los mundos de los planetas Douglas-Ouyang, siete planetas en un grupo cerrado, todos viajando juntos alrededor de un único sol. ¡Mundos de magnetismo salvaje y polvareda perpetua, donde las superficies de los planetas cambian con el antojadizo magnetismo de sus erráticas órbitas! Mundos extraños, donde las estrellas bailan danzas más salvajes que ninguna danza jamás concebida por el hombre. Planetas que tienen una conciencia común, aunque quizá no inteligencia; planetas que llamaron a través del espacio y del tiempo buscando compañía hasta que yo, el tahúr, bajé a esta caverna y los encontré. Allí donde tú los habías dejado, señor Sto Odín, cuando dijiste a un robot: «No me gusta el aspecto de esos planetas.» Eso dijiste, Sto Odín, dirigiéndote a un robot, hace mucho tiempo. «La gente podría caer enferma o perder el juicio sólo con mirarlos», dijiste, Sto Odín, hace mucho, mucho tiempo. «Almacena el conocimiento en un ordenador oculto», ordenaste, Sto Odín, antes de que yo naciera. Pero el ordenador era el que está en el rincón, a tus espaldas, aunque no puedes volverte para verlo. Vine a este recinto en busca de este suicidio-fiesta, algo realmente insólito que escandalizaría a los idiotas cuando descubrieran que había escapado. Bailé aquí en la oscuridad, casi como bailo ahora, y había tomado más de diez clases de drogas, de modo que estaba desenfrenado, libre y muy receptivo. El ordenador me habló, Sto Odín. tu ordenador, no el mío. Me habló a mí, ¿y sabes qué dijo?

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