Los señores de la instrumentalidad (93 page)

BOOK: Los señores de la instrumentalidad
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Rod se sorprendió.

No entendió lo que ocurría hasta que el pájaro se inclinó bruscamente, cayó de lado y se quedó tendido en el suelo fresco y seco: muerto, sin duda. Tenía los ojos abiertos, pero sin expresión; el cuerpo del pájaro tiritó. Las alas se abrieron en un estertor. Una de ellas casi rozó el tronco del árbol, pero el aparato protector elevó una vara plástica para desviar el golpe; era una lástima que el aparato no sirviera también para proteger a las personas.

Sólo entonces Rod comprendió que el segundo pico no era tal, sino una jabalina. La punta había atravesado el cráneo del pájaro penetrando hasta el cerebro.

¡Con razón el pájaro había caído de golpe!

Rod miró alrededor para descubrir a su salvador. El suelo se elevó y le golpeó.

Se había caído.

La pérdida de sangre era más rápida de lo que había calculado.

Abrió los ojos, mareado y desconcentrado como un niño.

Vio un resplandor turquesa. Lavinia estaba de pie ante él. Había abierto un equipo médico y le estaba rociando las heridas con criptodermo, un vendaje orgánico tan caro que sólo en Norstrilia, el planeta que exportaba
stroon
, se podía llevar en botiquines de emergencia.

—No hables —recomendó Lavinia con la voz—. No hables, Rod. Antes tenemos que detener la hemorragia. ¡Tierras misericordiosas! ¡Tienes un aspecto lastimoso!

—¿Quién...? —balbuceó Rod.

—El hon. sec. —respondió ella.

—¿Tú lo sabes? —preguntó Rod, asombrado de que ella comprendiera tan pronto.

—No hables. Te contaré. —Había desenvainado un cuchillo y le estaba arrancando la pegajosa camisa para poder inclinar el recipiente y rociar la herida—. Sospeché que estabas en apuros cuando Bill pasó por la casa y dijo que habías comprado media galaxia jugando toda la noche con una máquina loca que se había salido con la suya. No sabía dónde estabas, pero supuse que te encontraría en ese viejo templo que los demás no ven. No sabía qué clase de peligro te amenazaba, así que traje esto. —Se palmeó la cadera. Rod abrió los ojos. Lavinia había robado la granada de un kilotón de su padre, que sólo se podía coger en caso de ataque extranjero. Lavinia respondió antes de que él hiciera la pregunta—. Está bien. Hice una copia falsa para reemplazarla antes de tocarla. Cuando la saqué, el monitor de Defensa se encendió y le expliqué que le había dado un golpe con mi nueva escoba, que era más larga que de costumbre. ¿Pensabas que iba a dejar que Oh Tan Simple te matara, Rod, sin presentarle pelea? Soy tu prima, llevo tu misma sangre. En realidad, soy la número doce después de ti entre los herederos de Condenación y de todas las maravillas de esa finca.

—Dame agua —pidió Rod.

Sospechó que ella parloteaba para desviarle la atención de lo que estaba haciendo en el hombro y el brazo. El brazo palpitó una vez cuando ella lo roció con criptodermo; luego simplemente le dolió. El hombro le había ardido mientras su prima lo revisaba. Le había insertado una aguja de diagnóstico y estaba leyendo la imagen pequeña y brillante del extremo de la aguja. Rod sabía que la aguja contenía analgésicos y antisépticos además de una máquina de rayos X ultraminiaturizada, pero puso en duda que alguien pudiera usarla sin ayuda en el campo.

Lavinia volvió a responder antes de que él formulara la pregunta. Era una muchacha muy perceptiva.

—No sé qué hará ahora el onsec. Tal vez haya corrompido a personas además de animales. No me atrevo a pedir ayuda hasta que estés entre tus amigos. Y menos si has comprado la mitad de los mundos.

Rod habló arrastrando la voz. Le faltaba el aliento.

—¿Cómo supiste que era él?

—Le vi la cara... lo audí cuando examiné el cerebro del pájaro. Vi a Houghton Syme hablando al pájaro de manera extraña, y observé tu cadáver a través de los ojos del pájaro, y sentí la oleada de amor y aprobación, felicidad y recompensa que estremecería al pájaro si terminaba su trabajo. ¡Ese hombre es malvado!

—¿Lo conoces personalmente?

—¿Qué muchacha de la región no lo conoce? Es un hombre peligroso. Tuvo una infancia pésima desde que supo que viviría poco tiempo. Nunca consiguió superarlo. Algunos le tienen lástima y no se oponen a que ocupe el puesto de hon. sec. Si de mí dependiera, lo habría mandado hace tiempo a la Sala de las Risas.

Lavinia ardía de odio justiciero, una expresión rara en ella, que por lo general se mostraba alegre y brillante. Rod se preguntó qué profundo rencor se agitaba dentro de la muchacha.

—¿Por qué lo odias?

—Por lo que hizo.

—¿Qué hizo?

—Me miró —respondió—, me miró de una manera que a ninguna mujer puede gustarle. Y se arrastró por toda mi mente, tratando de mostrarme todas las cosas disparatadas, sucias e inútiles que quería hacer.

—¿Pero no hizo nada...? —preguntó Rod.

—Sí —replicó ella—. No con las manos. En tal caso lo habría denunciado. Se trata de lo que hizo con la mente, de las cosas que me linguó.

—También puedes denunciarlas —comentó Rod, muy cansado de hablar pero misteriosamente eufórico al descubrir que no era el único enemigo del onsec.

—No, no podía denunciar lo que él hizo —dijo Lavinia. Su furia se disolvió en pesadumbre. La tristeza era más tierna, más suave pero más profunda y más real que la furia. Por primera vez, Rod se preocupó por Lavinia. ¿Qué le ocurría?

Ella miró hacia los campos abiertos y el gran pájaro muerto.

—Houghton Syme es el peor hombre que he conocido. Ojalá muera. Nunca se ha repuesto de esa espantosa infancia. Ese chico viejo y enfermo es el enemigo del hombre. Nunca sabremos lo que pudo haber sido. Si no hubieras estado tan absorto en tus propios problemas, señor Rod ciento cincuenta y uno, habrías recordado perfectamente quién soy.

—¿Quién eres? —preguntó Rod.

—Soy la hija del padre.

—¿Y qué? Todas las mujeres lo son.

—Entonces nunca has averiguado quién soy yo. Soy la hija del padre de la
Canción de la bija del padre.

—No la conozco.

Ella lo miró, al borde del llanto.

—Escucha, pues, y te la cantaré ahora. Y es cierta, cierta, cierta.

No sabes cómo es el mundo, y ojalá nunca lo sepas.

Mi corazón rebosaba de esperanza, pero ahora está muy quieto.

Mi esposa se volvió loca.

Era mi amada y llevaba mi anillo

cuando ambos éramos jóvenes.

Ella me dio hijos, pero después...

Y ahora no hay nada.

Mi esposa se volvió loca.

Ahora vive en otra parte,

medio enferma, medio cuerda y nunca joven.

Antes me amaba, ahora me teme.

Ambos tenemos otra cara.

Mi esposa se volvió loca.

No sabes cómo es el mundo.

La guerra no es lo peor.

Las estrellas de tus ojos pueden caer.

El rayo de tu cerebro te puede fulminar.

Mi esposa se volvió loca.

Lavinia suspiró.

—Por lo que veo, sí la conoces. Tal como mi padre la escribió. Acerca de mi madre. Mi propia madre.

—Oh, Lavinia —exclamó Rod—. Lo lamento mucho. Nunca sospeché que fueras tú. Una prima tan cercana. Pero hay algo que no entiendo. ¿Cómo puede haber enloquecido tu madre si la vi con muy buen aspecto en mi casa, la semana pasada?

—No se volvió loca —respondió Lavinia—. El que enloqueció fue mi padre. Compuso esta cruel canción sobre mi madre para que los vecinos se quejaran. Le dieron a escoger entre la muerte en la Sala de las Risas o el lugar para los enfermos, donde sería inmortal y demente. Allí está ahora. Y el onsec amenazó con traerlo de vuelta a nuestro vecindario si yo no hacía lo que él pedía. ¿Crees que podría perdonar algo así? La gente me ha cantado esta odiosa canción desde que era niña. ¿Te sorprende que la conozca?

Rod inclinó la cabeza en señal de comprensión.

Los problemas de Lavinia le impresionaban, pero tenía sus propios problemas.

El sol nunca ardía en Norstrilia, pero de pronto sintió sed y calor. Quería dormir, pero temía que acecharan peligros alrededor.

Lavinia se arrodilló junto a él.

—Cierra los ojos, Rod. Linguaré muy bajo y quizá nadie lo perciba excepto tus peones, Bill y Hopper. Cuando vengan nos ocultaremos durante el día y de noche regresaremos adonde está tu ordenador para escondernos. Les diré que traigan comida. —Titubeó—. Otra cosa, Rod.

—¿Sí?

—Perdóname.

—¿Por qué?

—Por abrumarte con mis problemas —gimió ella.

—Ahora tienes otro problema. Yo. No nos culpemos mutuamente. Pero, por las ovejas, Lavinia, déjame descansar.

Se durmió mientras Lavinia susurraba una alta y clara melodía con notas muy largas que nunca se enlazaban. Rod sabía que algunas personas, en general mujeres, hacían eso cuando se concentraban para linguar.

La miró una vez antes de dormirse del todo. Advirtió que los ojos de Lavinia eran profunda y extrañamente azules. Como los salvajes y remotos cielos de la Vieja Tierra.

Se durmió, y en sueños supo que lo llevaban a otra parte.

Lo sostenían manos amigas, y Rod se sumió en un sopor sin sueños, aún más profundo.

Dinero tal, dinero real

Rod despertó con el hombro fuertemente vendado y el brazo palpitante. Se había aferrado al sueño porque el dolor se agudizaba mientras su mente recobraba la lucidez, pero el dolor y el murmullo de voces lo empujaron hacia la dura y brillante superficie de la conciencia.

¿Murmullo de voces?

En Vieja Australia del Norte no había murmullo de voces. La gente se reunía y linguaba y audía las respuestas sin vibración de cuerdas vocales. La telepatía permitía conversaciones rápidas y brillantes en que los interlocutores lanzaban sus pensamientos de aquí para allá, elevándose con sus escudos para producir el efecto de un cuchicheo confidencial.

Pero aquí se oían voces. Muchas voces. Imposible.

Y el olor era raro. La humedad del aire era exuberante, como si un indigente intentara apresar una tormenta en su cabaña.

Era como el camión del Jardín de la Muerte.

Al despertar, oyó la voz de Lavinia entonando una rara canción. Rod la conocía, pues tenía una melodía aguda, pegadiza y grata que no sonaba como nada de este mundo. Lavinia cantaba, y parecía evocar las extrañas tristezas que habían aquejado a su pueblo después de la espantosa experiencia colectiva en el abandonado planeta Paraíso VII:

¿Hay alguien aquí o todos están muertos

en el lago gris, verde, azul y negro?

El cielo era azul y ahora es rojo

sobre árboles viejos, altos, verdes y pardos.

La casa era grande pero parece pequeña

en el lago gris, verde, azul y negro.

Y la chica que conozco ya no está allí,

en ese sitio viejo, llano, oscuro y roto.

Abrió los ojos y en efecto vio a Lavinia. No estaba en una casa. Era una caja, un hospital, una cárcel, una nave, una cueva o un fuerte. Los adornos eran artificiales y lujosos. La luz era artificial, color durazno. Se oía un raro zumbido, tal vez máquinas de otro mundo que transportaban energía con propósitos que la ley norstriliana nunca permitía a los particulares. El Señor Dama Roja se inclinó sobre Rod. Aquel extraño personaje también se puso a cantar.

Enciendo un farol,

enciendo un farol,

enciendo un farol.

¡Aquí venimos!

Cuando reparó en la perplejidad de Rod se echó a reír.

—Es la canción más antigua que puedas haber oído, muchacho. Es anterior al espacio y la llamaban «cuartel general» cuando las naves flotaban en las aguas de la Tierra como grandes casas de hierro y combatían entre sí. Estábamos esperando a que despertaras.

—Agua —pidió Rod—. Dame agua, por favor. ¿Por qué estás hablando?

—¡Agua! —ordenó el Señor Dama Roja a alguien que estaba a sus espaldas. La cara delgada y angulosa estaba radiante de excitación—. Y estamos hablando porque tengo mi zumbador encendido. Si la gente quiere conversar, será mejor que use la voz en esta nave.

—¿Nave? —preguntó Rod, cogiendo el vaso de agua fría que le daban.

—Ésta es mi nave, señor y propietario Rod McBan ciento cincuenta y uno. Una nave de la Tierra. La saqué de órbita y la hice aterrizar con permiso de la Commonwealth. Aún no saben que estás aquí. Ahora no pueden averiguarlo porque mi Desfasador de Ondas Cerebrales Humanoide—robot está conectado. No permite que entre ni salga ningún pensamiento, y quien intente la telepatía en esta nave sufrirá una jaqueca.

—¿Por qué tú? —preguntó Rod—. ¿Por qué?

—Todo a su tiempo —dijo el Señor Dama Roja—. Permite que te presente. Ya conoces a estas personas. —Señaló a un grupo.

Eran Lavinia, sus peones, Bill y Hopper, y la criada Eleanor, con la tía Doris. Tenían un aspecto extraño, sentados en los bajos, suaves y lujosos muebles de la Tierra. Todos sorbían una bebida terrícola de un color que Rod jamás había visto. Cada cual tenía una expresión distinta: Bill parecía malhumorado, Hopper ansioso, la tía Doris avergonzada y Lavinia por lo visto estaba pasándolo bien.

—Y aquí... —continuó el Señor Dama Roja.

El hombre que señaló no parecía un hombre. Era norstriliano pero parecía un gigante. Era una de esas personas que siempre acababan en el Jardín de la Muerte.

—A tu servicio —saludó el gigante, que tenía casi tres metros de altura y debía ir con cuidado para no dar con la cabeza contra el techo—. Soy Donald Dumfrie Hordern Anthony Garwood Gaines Wentworth de la generación catorce, señor y propietario McBan. Cirujano militar, a tus órdenes.

—Pero esto es privado. Los cirujanos sólo pueden trabajar para el gobierno.

—Me han prestado al gobierno de la Tierra —explicó Wentworth el gigante. Su cara era una ancha sonrisa.

—Y yo —concluyó el Señor Dama Roja— represento a la Instrumentalidad y el gobierno de la Tierra, para propósitos diplomáticos. Tomé prestado al doctor Wentworth. El está bajo las leyes de la Tierra. Estarás bien dentro de un par de horas.

El doctor Wentworth le miró la mano como si allí viera un cronógrafo.

—Dos horas y diecisiete minutos más.

—Bien —dijo el Señor Dama Roja—, he aquí a nuestro último huésped.

Un hombre bajo y furioso se levantó y se acercó. Fulminó a Rod con la mirada y extendió una mano iracunda.

—John Fisher cien. Me conoces.

—¿De verdad? —preguntó Rod, no por descortesía. Simplemente, estaba aturdido.

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