Los subterráneos (16 page)

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Authors: Jack Kerouac

Tags: #Relato

BOOK: Los subterráneos
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El coche se detiene delante de la puerta de Mardou, en Heavenly Lane, y ella, que está borracha, dice (puesto que Sand y yo, en plena borrachera, hemos decidido seguir con el coche hasta Los Altos, con todo el grupo, y hacerle una visita inesperada a nuestro viejo amigo Austin Bromberg, y seguir con la juerga): «Si queréis ir a casa de Bromberg en Los Altos, podéis ir solos, Yuri y yo nos quedamos aquí»; lo que me hizo subir el corazón a la boca tan violentamente que casi paladeé el dolor de poder oírselo decir por primera vez, sintiéndome coronado y beatificado por la confirmación.

Y en ese momento pensé, «Bueno, viejo, aquí tienes la oportunidad de deshacerte de ella» (me había pasado tres semanas esperando y proyectando), pero la frase sonaba horriblemente falsa en mis oídos; ya no podía creer en mi sinceridad.

Pero una vez fuera del coche, cuando entramos en la casa, Yuri, muy acalorado, me toma del brazo; y mientras Mardou y Sand suben por las escaleras oliendo a pescado, me dice: «Oye, Leo, no tengo la menor intención de hacer nada con Mardou, quiero que entiendas bien que no quiero hacer nada con ella; lo único que quiero, si vosotros dos vais a casa de Bromberg, es que me des permiso para dormir en tu cama, porque tengo una cita mañana». Pero ya no siento ningún deseo de quedarme a pasar la noche en Heavenly Lane, porque no estaremos solos, si se queda también Yuri; para ser exacto ya se ha acostado en la cama, tácitamente, como si uno tuviera el coraje de decirle: «Bájate de esa cama que tenemos que acostarnos nosotros, puedes pasar la noche en ese incómodo sillón». Por lo tanto es más esto que otra cosa lo que me induce (aparte de mi cansancio y mi creciente prudencia y paciencia) a aceptar la propuesta de Sand (que ya no tiene ganas tampoco) y declarar que, después de todo, muy bien podríamos seguir en el coche hasta Los Altos y despertar al viejo y querido Bromberg; me vuelvo hacia Mardou con una mirada que significa o sugiere: «Puedes quedarte con Yuri, arrastrada», pero ella ya ha recogido su bolsa o cesto de fin de semana y está acomodando dentro mi cepillo de dientes, mi cepillo de pelo y sus cosas, porque según parece iremos los tres, como en efecto lo hacemos momentos después, dejando a Yuri en la cama. Pero por el camino, casi al llegar a Bayshore, bajo la gran noche enfarolada de la carretera, que para mí ya no es más que una desolación, y la perspectiva del «fin de semana» en casa de Bromberg una horrible vergüenza, no puedo soportarlo más y apenas Sand se baja a comprar unos sándwiches para la cena, le digo, mirándola a los ojos: «Te pasaste al asiento de atrás con Yuri, ¿se puede saber por qué lo hiciste? ¿Y por qué dijiste que querías quedarte con él?» «Reconozco que fue una estupidez, querido, estaba muy borracha, nada más». Pero oscuramente ya no tengo ningún deseo de creer en sus palabras —el arte es breve, la vida es larga—; finalmente se ha abierto en mí como un capullo de dragón, en toda su plenitud, el monstruo de los celos, tan verde como el más vulgar de los dibujos animados. «Tú y Yuri estáis todo el tiempo jugando, es exactamente como el sueño que te conté, por eso me resulta tan espantoso, ¡oh, nunca más volveré a creer que los sueños dicen la verdad!» «Pero, querido, no es nada de eso, en absoluto», pero no le creo —me basta mirarla para comprender que ya se ha fijado, y cómo, en el muchacho—, no se puede engañar a un tipo experimentado como yo, que a la edad de dieciséis años, cuando ni siquiera el Gran Estropajo Universal de Tristeza le había secado todavía el jugo del corazón, se enamoró de una coqueta y traidora de primera mano, y esto lo digo para jactarme, me sentí tan mal que ya no podía tolerarlo, me acurruqué en el asiento de atrás, solo; partimos, y Sand, que esperaba pasar con nosotros un alegre fin de semana, en continua e interesante conversación, se encuentra de pronto con una pareja de lúgubres amantes malhumorados; es más, oye al pasar el fragmento «Pero si no es nada de eso, en absoluto, querido», que evidentemente le recuerda el incidente con Yuri; en fin, se encuentra con este par de aburridos, obligado a recorrer con ellos todo el camino que todavía falta para llegar a Los Altos, y con la misma tenacidad que le permitió escribir el medio millón de palabras de su novela, acepta la prueba y se lanza con su coche a través de la noche peninsular en dirección a la aurora.

Llegamos a casa de Bromberg en Los Altos con el alba gris, dejamos el coche y hacemos sonar la campanilla, los tres, cada uno más avergonzado que el otro, y yo el más avergonzado de todos; y Bromberg baja enseguida, con grandes rugidos de aprobación, gritando «Leo, no sabía que os conocierais» (refiriéndose a Sand, por quien Bromberg siente gran admiración) y entramos a beber un poco de ron y de café en la famosa y loca cocina de Bromberg. Este Bromberg viene a ser el tipo más notable del mundo, con su pelo corto rizado, como la
hipster
Roxanne, que le baja sobre la frente, en forma de víboras, y sus ojos grandes y realmente angelicales que brillan y giran constantemente, un niño grande de lengua incansable, un verdadero genio de la conversación, realmente escribe ensayos y estudios y posee (y es famoso por eso) la biblioteca privada más grande imaginable del mundo, allí mismo en esa casa, una biblioteca justificada por su erudición y también, aunque esto no es para hablar mal, por su considerable fortuna —la casa es herencia de su padre— y en esos días se había convertido repentinamente en el amigo del alma de Carmody y proyectaba ir al Perú con él; tenían la intención de estudiar a los muchachos indios, y conversar sobre el tema y hablar de arte y visitar a los escritores y cosas por el estilo, todas cuestiones que ya se habían repetido tantas veces en los oídos de Mardou (cuestiones de cultura y de homosexuales) durante el transcurso de su aventura conmigo que ya en realidad estaba perfectamente harta de esas voces refinadas y esas fantasías explícitas, esa gracia enfática de la expresión, en cuyo campo el corpulento Bromberg, extático y casi espástico con sus ojos en blanco, era casi el maestro inigualable, «Oh, querido, es una obrita tan encantadora y a mi entender
tanto
mejor que la traducción de Gascoyne, aunque me atrevería a decir…» y Sand que lo imitaba de manera impagable, porque había estado con él hacía poco y se admiraban mutuamente; por lo tanto, allí estaban los dos en la aurora gris, otrora para mí pletórica de aventura, del San Francisco Metropolitano al estilo Gran-Roma conversando de temas literarios, musicales y artísticos, la cocina abarrotada de cosas, Bromberg que se precipitaba escaleras arriba (en pijama) a buscar una edición francesa de Génet gruesa como una enciclopedia, o viejas ediciones de Chaucer, o lo que fuera, y Sand lo seguía. Mardou con sus pestañas negras pensando siempre en Yuri (eso es lo que creo yo) sentada en una esquina de la mesa de la cocina, con su ron y café que se enfría poco a poco; y yo, ¡oh!, en un taburete, herido, destruido, ofendido, empeorando progresivamente, bebiendo copa tras copa y llenándome el estómago de sustancias explosivas; a eso de las ocho los pájaros empiezan por fin a cantar y se oye la poderosa voz de Bromberg, una de las voces más potentes del mundo, que resuena en las paredes de la cocina estremecidas por esos grandes temblores de sonido profundo y extático; luego hacen funcionar el tocadiscos: es una casa perfectamente amueblada, con lujo y todas las comodidades, vinos franceses, neveras, tocadiscos a tres velocidades con micrófono, bodega, etcétera. Quisiera mirar a Mardou, no sé con qué expresión hacerlo; en realidad tengo miedo de mirarla para encontrar solamente en sus ojos esta súplica: «No te hagas mala sangre, querido, ya te dije, ya te confesé que soy una estúpida, lo siento, lo siento…» Y esa mirada que pide perdón es lo que más me duele, cuando la miro de reojo…

Todo resulta inútil cuando hasta los pájaros mismos están tristes, y se lo digo a Bromberg, el cual me pregunta, «¿Qué te pasa esta mañana, Leo?» (lanzándome una mirada juguetona por debajo de las cejas, para verme mejor y hacerme reír). «Nada, Austin, me pasa solamente que cuando miro por la ventana hasta los pájaros me parecen tristes» (y poco antes, cuando Mardou subió al cuarto de baño, creo haber mencionado, barbudo, demacrado, estúpido borracho delante de estos eruditos caballeros, algo sobre la «inconstancia», que sin duda debe haberles sorprendido); ¡oh, inconstancia!

Por lo tanto, tratan de todos modos de pasar un buen rato a pesar de mi palpable, desdichado malhumor que se pasea por toda la casa, escuchando discos de ópera de Verdi y de Puccini en la gran biblioteca de arriba (cuatro paredes cubiertas desde el techo hasta el suelo con cosas tales como
La explicación del Apocalipsis
en tres tomos, las obras y poemas completos de Christopher Smart, las obras completas de éste y de aquél, la apología de tal y tal que tal y cual dirigió oscuramente a ya sabes quién en 1839, en 1638…); aprovecho la oportunidad para decirles: «Me voy a dormir»; ya son las once de la mañana, tengo derecho a estar cansado, supongo, habiendo estado sentado en el suelo; y Mardou, con verdaderas majestad de señora, desde que llegamos se ha instalado en el sillón del rincón de la biblioteca (allí mismo donde una vez vi sentado al famoso manco Nick Spain, mientras Bromberg, en épocas más felices de principios de este año, nos hacía oír la grabación original de
La carrera del libertino
) con un aire trágico, perdido; dolorido por mi dolor, mi aflicción se alimenta de su aflicción; la creo sensitiva, hasta el punto de que en un momento dado, con un arrebato de perdón, de necesidad, me acerco y me siento a sus pies y apoyo la cabeza en su rodilla, delante de los otros dos que ya no se interesan por nosotros, es decir Sand ya no se interesa por estas cosas, profundamente absorto en la música, en los libros, en la brillante conversación (un tipo de conversación, digamos de paso, que no ha sido sobrepasado en ninguna parte del mundo, y también esta percepción, aunque ahora cansadamente, atraviesa mi imaginación ávida de epopeyas, mientras contemplo el plan de toda mi existencia, llena de amistades, amores, preocupaciones y viajes que resurgen en una vasta masa sinfónica pero que ya empiezan a interesarme cada vez menos por culpa de estos cincuenta kilos de mujer y para colmo morena, cuyas uñitas de los pies, rojas dentro de las sandalias, me provocan un nudo en la garganta). «¡Oh, mi Leo querido, parecería que
realmente
te estás aburriendo!» «No me aburro, ¿cómo podría aburrirme en esta casa?» Quisiera encontrar algún modo simpático de explicarle a Bromberg: «Cada vez que vengo a visitarte me pasa algo, podría parecer que todo es efecto de tu casa y de tu hospitalidad, y no lo es en absoluto, ¿no comprendes que esta mañana tengo el corazón hecho pedazos, y afuera todo es gris?» (y ¿cómo podría explicarle que la otra vez que vine a visitarle, también esa vez que me invitaron, apareciendo repentinamente a la hora gris del alba con Charley Krasmer y los muchachos, y Mary, y los demás, bebimos ginebra y cerveza, me emborraché tanto y perdí hasta tal punto la noción de lo que estaba haciendo, aparte de que también esa vez puse mala cara todo el tiempo, es más me dormí en el suelo, en el centro mismo de la habitación, delante de todos, y encima a mediodía? Y todo por motivos completamente diversos de los de esta vez, aunque siempre produciendo el mismo involuntario efecto de comentario desfavorable sobre los méritos del fin de semana en casa de Bromberg). «No, Austin, sólo que me siento mal…» Por otra parte, es indudable que Sand debe de haberle mencionado en voz baja, secretamente, en algún rincón, lo que realmente ocurre con los enamorados, ya que tampoco Mardou dice una palabra; sin duda es una de las figuras más extrañas que jamás hayan llegado de visita a casa de Bromberg, una pobre muchacha negra, subterránea,
hipster
, vestida con trapos de la peor calidad (de eso me encargué yo generosamente) y sin embargo con una expresión tan rara, solemne, seria, como un ángel cómico y solemne que ha llegado a la casa, probablemente indeseado; es más, sintiéndose realmente indeseada, como me dijo después, considerando las circunstancias. Muy bien, yo me retiro del grupo, de la vida, de todo, me voy a dormir en el dormitorio (donde Charley y yo, la otra vez, habíamos bailado el mambo desnudos, con Mary) y me hundo extenuado en nuevas pesadillas, para despertar unas tres horas después, en la tarde feliz, sana, clara, conmovedoramente pura; los pájaros todavía están cantando, y ahora también se oyen niños que cantan; como si yo fuera una araña que se despierta en un cubo viejo de basura, y el mundo no fuera para mí sino para otras criaturas más aéreas y más constantes, y por lo tanto menos propensas a dejarse manchar por la inconstancia, también…

Mientras duermo los tres se van (hacen bien) a la playa, en el coche de Sand, a treinta kilómetros de la casa; los muchachos se zambullen, nadan, Mardou se pasea por las orillas de la eternidad, mientras sus pies y los dedos de sus pies que yo tanto amo se imprimen en la arena clara, pisando las conchillas y las anémonas y las algas secas y empobrecidas, lavadas por las mareas y el viento que le despeina el cabello corto, como si la Eternidad se hubiera encontrado con Heavenly Lane (así se me ocurrió mientras estaba en la cama). (Al imaginarla por otra parte paseándose sin rumbo, con una mueca de aburrimiento, sin saber qué hacer, abandonada por Leo el Sufriente, y realmente sola e incapaz de conversar acerca de todos los fulanos, menganos y zutanos de la historia del arte con Bromberg y Sand, ¿qué podía hacer?) Por lo tanto, cuando regresan, Mardou viene a verme (después de una visita preliminar de Bromberg, que sube como un loco la escalera y abre la puerta de golpe diciéndome «Despiértate, Leo, no pensarás pasarte todo el día durmiendo, estuvimos en la playa, realmente hubieras debido venir con nosotros»). «Leo», me dice Mardou, «no quise dormir contigo porque me desagradaba la idea de despertarme en la cama de Bromberg a las siete de la noche, habría sido realmente superior a mis fuerzas, no estoy en condiciones…», refiriéndose a su cura psicoanalítica (que por otra parte había dejado completamente de lado, por pura parálisis y por culpa mía, de mi grupo y del alcohol), su incapacidad de hacer frente a las situaciones, el peso inmenso y en los últimos tiempos aplastante de la locura, y el temor a la misma locura que aumentaba constantemente con esta vida horrible y desordenada y esta aventura conmigo, casi sin amor; eran todos buenos motivos para no querer despertarse horrorizada por el dolor de cabeza y los efectos de la borrachera en la cama de un desconocido (un desconocido amable pero de todos modos no exageradamente acogedor) al lado del pobre Leo incapaz. De pronto la miré, no tanto para escuchar estas pobres súplicas verdaderas, sino para buscar en sus ojos esa luz que había brillando sobre Yuri, y no era culpa suya si brillaba sobre todo el mundo todo el tiempo, mi luz de amor…

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