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Authors: Jack Kerouac

Tags: #Relato

Los subterráneos (6 page)

BOOK: Los subterráneos
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Con segunda intención le pedí que bailáramos; previamente ella había sentido hambre de modo que le sugerí, y en efecto fuimos y compramos en Jackson y Kearny ese plato chino a base de huevos y ahora ella lo calentaba (más tarde confesó que lo aborrecía aunque es uno de mis platos favoritos y es típico de mi conducta subsiguiente que ya estuviera obligándola a tragar ciertas cosas que ella en su subterránea tristeza prefería soportar a solas y cuando era posible olvidar), ¡ah! Bailando, ya había apagado la luz, de modo que en la oscuridad, bailando, la besé; era vertiginoso, en el remolino del baile, ese principio, el acostumbrado principio de los amantes que se besan de pie en un cuarto oscuro; el cuarto es el de la mujer y el hombre es todo oscuras intenciones; para terminar más tarde con bailes alocados, ella sobre mi bajo vientre o mis muslos mientras yo la hacía girar echado hacia atrás para mantener el equilibrio y ella alrededor de mi cuello con sus brazos que llegaron a enardecer tanto mi persona que en ese momento sólo se podía llamar caliente…

Muy pronto supe que ella no tenía ninguna creencia ni había tenido por otra parte ocasión de aprenderla: la madre negra muerta al darle a luz, el padre desconocido, mestizo de indio cherokee, un vago que llegaba arrojando los zapatos reventados a través de las llanuras grises del otoño con un sombrero mexicano negro y una bufanda rosada, en cuclillas junto a las fogatas lanzando botellas vacías hacia la noche, gritando: «¡Yaa Calexico!»

Zambullirme rápidamente, morder, apagar la luz, ocultar mi cara avergonzado, hacer desesperadamente el amor con ella a causa de mi falta de amor que ya duraba un año por lo menos y la necesidad que me impelía, nuestros pequeños acuerdos en la oscuridad, las cosas que realmente no deberían ser dichas; porque fue ella quien más tarde dijo: «Los hombres son tan locos, desean la esencia: la mujer es la esencia, ahí la tienen directamente entre las manos, pero ellos se precipitan en todas direcciones erigiendo inmensas construcciones abstractas». «¿Quieres decir que tendrían que quedarse tranquilamente en casa con la esencia, es decir pasarse el día acostados debajo de un árbol con la mujer? Pero Mardou, ésa es una vieja idea mía, una idea divina, que no la había oído nunca tan bien expresada, ni lo hubiera soñado». «En cambio ellos se precipitan en todas direcciones y entablan grandes guerras y consideran a las mujeres como premio, en vez de seres humanos; muy bien, viejo, no se puede negar que yo estoy en medio de toda esta porquería pero te aseguro que no pienso participar en lo más mínimo» (con la dulce entonación educada de la nueva generación de
hipsters
).

Y es así como, una vez obtenida la esencia de su amor, ahora erijo grandes construcciones verbales, y de ese modo en realidad lo traiciono, repitiendo calumnias como quien tiende las sábanas sucias del mundo; y las suyas, las nuestras, durante los dos meses de nuestro amor (así lo creí) sólo fueron lavadas una vez, porque ella era una subterránea solitaria que se pasaba los días abstraída y decidida a llevarlas al lavadero, pero de pronto se descubre que ya es casi de noche y demasiado tarde, y las sábanas ya están grises, hermosas para mí porque así son más suaves. Pero en esta confesión no puedo traicionar las cosas más íntimas, los muslos, lo que los muslos contienen —¿Y entonces por qué escribir?—; los muslos contienen la esencia, y sin embargo aunque allí hubiera debido quedarme y de allí vengo y eventualmente retornaré, igualmente debo escapar y construir, construir, para nada, para los poemas de Baudelaire.

Ella no empleó nunca la palabra amor, ni siquiera en ese primer momento después de nuestra danza salvaje cuando me la llevé, todavía colgada de mí, hasta la cama y lentamente me eché sobre ella, sufriendo por encontrarla, lo que la encantaba, y habiendo sido asexual durante toda su vida (salvo en su primera conjunción a los quince años que no sé por qué motivo la satisfizo, lo que nunca más volvió a repetirse) (¡Oh, el dolor de tener que contar estos secretos aunque es necesario contarlos, si no para qué escribir o vivir!), ahora
casus in eventu est
, pero con la satisfacción de dar rienda suelta a mis problemas de la manera más trivial y egoísta cuando he bebido unos cuantos vasos de cerveza. Acostados en la oscuridad, suaves, tentaculares, esperando, hasta que llega el sueño; para despertar por la mañana gritando por las pesadillas de la cerveza, y ver a mi lado a esa negra que duerme con los labios entreabiertos, con unos pedacitos del relleno blanco de la almohada incrustados en su pelo negro; siento casi repugnancia, comprendiendo que soy una bestia por el hecho de haber sentido una cosa parecida, cuerpecito dulce de uva desnudo sobre las sábanas revueltas por la excitación de la noche anterior; el ruido de Heavenly Lane que se insinúa a través de la ventana gris, una mañana tétrica y gris de agosto que me da ganas de irme enseguida y «volver al trabajo», la quimera del trabajo, no la quimera sino el sentido ordenado y progresivo del beber que había llegado a adquirir y perfeccionar en mi casa (en South City) por humilde que ésta fuera, sus comodidades, la soledad que entonces yo deseaba y que ahora no puedo soportar.

Me levanté y empecé a vestirme; me disculpé; ella seguía tendida como una pequeña momia sobre la sábana y me miraba con sus ojos negros y serios, como los ojos vigilantes del indio en el bosque, con las pestañas negras que de pronto se alzan para revelar el blanco repentino y fantástico del ojo con su centro irisado, pardo y brillante, la seriedad de su cara acentuada por la nariz levemente mongoloide, como la de un boxeador, y las mejillas un poco hinchadas por el sueño; como la cara de una hermosa máscara de pórfido azteca descubierta hace muchísimo tiempo. «Pero ¿por qué tienes que irte tan pronto, con ese aire preocupado, o histérico?» «La verdad es que tengo un trabajo que hacer, algo que poner en orden, además del dolor de cabeza…», y ella a duras penas despierta, de modo que me escapo con cuatro palabras de excusa justamente cuando ella se sumerge en el sueño nuevamente, y no vuelvo a verla durante unos cuantos días.

El adolescente seguro de sí, habiendo completado su conquista, apenas medita en su casa en la pérdida del amor de la doncella conquistada, la hermosa de pestañas negras; no se trata de una confesión. Una mañana que me había quedado a dormir en casa de Adam volví a verla, estaba a punto de levantarme, escribir un poco a máquina y tomar café en la cocina todo el día, ya que en esa época el trabajo, el trabajo era mi pensamiento dominante, no el amor; no el sufrimiento que me impulsa a escribir esto aun cuando no tengo ganas de hacerlo, el sufrimiento que no se calmará escribiéndolo sino que se intensificará, aunque será redimido; si por lo menos fuera un sufrimiento digno y se pudiera colocar en alguna parte que no fuera esta negra alcantarilla de vergüenza y de pérdida, de locura ruidosa en medio de la noche, y de pobres sudores de mi frente. Adam se estaba levantando para irse a trabajar, y yo también, me lavaba, murmurando algo, cuando sonó el teléfono y era Mardou, que salía para ir a ver al médico, pero necesitaba una moneda para el autobús, ya que vivía a la vuelta de la esquina. «Muy bien, ven pero pronto porque debo irme al trabajo, o si no le dejo la moneda a Leo». «Oh, ¿está ahí?» «Sí».

En mi mente surgieron pensamientos viriles de hacer otra vez el amor y en el fondo deseos de volver a verla de repente, como si creyera haberla decepcionado la primera noche (no tenía ningún motivo para creerlo, previamente al acto se me había echado sobre el pecho comiendo el plato chino a base de huevos y mirándome con ojos alegres y brillantes, ¿que tal vez esta noche estará devorando mi enemigo?), pensamiento que me obliga a apoyar la frente caliente y grasienta sobre mi mano cansada —¡oh, amor, me has abandonado!— ¿o tal vez nuestras telepatías se cruzan en simpatías a través de la noche? La comezón de que el frío amante de la lujuria perciba la cálida hemorragia del espíritu. De modo que llegó, a las ocho de la mañana; Adam se fue a trabajar y nos quedamos solos e inmediatamente se acurrucó en mi regazo, ante mi invitación, en el gran sillón relleno de estopa, y nos pusimos a conversar, ella empezó a contarme su historia y yo encendí (a pesar del día gris) la mortecina lamparita roja, y así comenzó nuestro verdadero amor.

Sentía la necesidad de contármelo todo; sin duda, apenas unos días antes, le había contado ya toda la historia a Adam y él la había escuchado retorciéndose la barba con un sueño en sus ojos lejanos para parecer atento y amante en la desolada eternidad, asintiendo. Pero ahora conmigo todo empezaba nuevamente desde el principio, aunque como si yo fuera (así me pareció) un hermano de Adam, un amante más grande y más importante, un espectador más terrible y que suscitara mayores preocupaciones. Allí estábamos en el San Francisco todo gris del grisáceo Oeste, casi se podía oler la lluvia en el aire; lejos, al otro lado del Estado, allende las montañas, más allá de Oakland y más allá también de Donner y de Truckee estaba el gran desierto de Nevada, las tierras áridas que lindaban con Utah, con Colorado, con las llanuras frías, frías cuando llega el otoño, donde yo seguía imaginándome el padre vagabundo mestizo de indio tendido panza abajo sobre una chabola mientras el viento le remueve los harapos y el sombrero negro mexicano, con su cara triste y morena frente a todas esas tierras y toda esa desolación. Pero en otros momentos me lo imaginaba trabajando de bracero en los alrededores de Indio; bajo la noche sofocante está sentado en una silla sobre la acera, entre hombres en mangas de camisa que se hacen bromas, y él escupe y ellos le dicen: «Oye, indio, cuéntanos otra vez la historia de cuando robaste un taxi y llegaste a Manitoba en el Canadá; ¿nunca se la oíste, Cy?» Yo veía la visión de su padre: de pie, orgulloso, magnífico, bajo la luz desolada, roja y mortecina de América en un rincón, nadie sabe cómo se llama, a nadie le importa…

Eran pequeñas anécdotas sobre sus locuras y sus fugas sin importancia, cuando se llegaba hasta las afueras y fumaba demasiada marihuana, aventuras que sin embargo significaban tantos terrores para ella (a la luz de mis propias meditaciones sobre su padre, el fundador de su carne y predecesor en terrores de los suyos; y conocedor de locuras mucho mayores que las que ella podía recordar o aun siquiera imaginar en sus ansiedades de origen psicoanalítico), formaban sencillamente un fondo para mis pensamientos sobre los negros y los indios y los Estados Unidos en general pero con todos los matices suplementarios de la «nueva generación» y otras circunstancias históricas en medio de las cuales ella se debatía ahora lo mismo que todos nosotros, en esa Tristeza Europea de todos nosotros; la inocente seriedad con la cual ella contaba su historia y con la cual yo la había escuchado tan a menudo, y también la había contado yo mismo —acariciándonos con ojos absortos, juntos en el paraíso—, dos
hipsters
americanos de la década del 50 sentados en un cuarto en la penumbra, con el estrépito de las calles al otro lado del suave alféizar desnudo de la ventana. Interés en su padre, porque yo había estado en los lugares y me había sentado en el suelo y había visto las vías, el acero de los Estados Unidos que cubría la tierra colmada de huesos de los antiguos indios y de los aborígenes americanos. En el frío otoño gris de Colorado y de Wyoming yo había trabajado y había visto los indios vagabundos que surgían repentinamente de los matorrales junto a las vías y avanzaban lentamente, con labios de buitre, mandíbulas prominentes y arrugas en la cara, hacia la gran sombra de sus sacos livianos y sus baratijas, conversando tranquilamente entre ellos y tan distantes de las preocupaciones de los peones de campo, y aun de los negros de las calles de Denver, los japoneses, y en general las minorías de armenios y de mexicanos del Oeste; hasta el punto de que el hecho de contemplar un grupo de tres o cuatro indios que atraviesa un campo y cruza las vías del tren es para nuestros sentidos algo tan increíble como un sueño; uno piensa: «Deben ser indios —ni un alma que los mire—, van en esa dirección, nadie los observa, a nadie le importa hacia qué lado vayan, ¿serán de alguna reserva?, ¿qué llevarán en esos sacos de papel marrón?», y sólo después de un inmenso esfuerzo uno comprende: «Pero si eran los habitantes de estas tierras y eran ellos bajo estos cielos enormes los que se preocupaban y cuidaban y protegían a sus mujeres, reunidos en enteras naciones alrededor de sus tiendas; y ahora el ferrocarril que pasa sobre los huesos de sus antepasados los empuja, señalándoles el infinito, reliquias de humanidad que pisan ligeramente la superficie del suelo, tan profundamente supurado del almacenamiento de sus desdichas que basta excavar un palmo en la tierra para encontrar la mano de un niño. Y el tren de pasajeros pasa a su lado como una flecha, brum, brum, los indios apenas lo miran, los veo desaparecer en la lejanía como puntitos», y sentado en el cuarto de la lámpara roja en San Francisco, ahora con la tierna Mardou, pienso: «Y ése era tu padre, el que yo vi en la gran soledad gris, el que se perdió en la noche; de sus jugos provienen tus labios, tus ojos llenos de sufrimiento y de aflicción, y no sabremos nunca su nombre ni su destino». Su manecita morena se acurruca en la mía, sus uñas son más pálidas que la piel, lo mismo en los pies; descalza, tiene un pie recogido entre mis muslos para calentárselo; charlamos, iniciamos nuestra relación en el plano más profundo del amor y de los relatos de respeto y vergüenza. Porque la clave más importante del coraje es la vergüenza, y las caras imprecisas del tren que pasa no ven en la llanura sino las siluetas de los vagabundos que se alejan y desaparecen…

«Recuerdo un domingo, habían venido Mike y Rita, fumamos una marihuana fortísima, dijeron que tenía cenizas volcánicas dentro y era la más fuerte que habían fumado jamás». «¿Venía de Latinoamérica?» «De México; varios de ellos habían ido en tren y la habían comprado entre todos, en Tijuana o algo así, no recuerdo; en esa época Rita estaba medio loca, cuando ya estábamos del otro lado se levantó muy dramáticamente y se plantó en medio del cuarto diciendo que sentía los nervios que le ardían a través de los huesos. Imagínate, verla enloquecer delante de mis ojos, me puse nerviosa y se me ocurrió no sé qué de Mike, insistía en mirarme como si quisiera asesinarme, tiene una mirada tan rara en realidad; salí a la calle y eché a andar y no sabía de qué lado tomar, mi mente elegía una tras otra todas las direcciones que me pasaban por la imaginación pero el cuerpo seguía avanzando derecho por la avenida Columbus aunque sentía la sensación de cada una de las direcciones que mental y emotivamente tomaba, asombrada de todas las direcciones posibles que uno puede seguir a medida que aparecen los diversos estímulos, y cómo pueden hacer de uno una persona diferente; a menudo he pensado en estas cosas cuando era niña, en el hecho de si, supongamos, en vez de seguir por Columbus como de costumbre, hubiera tomado por Filbert, ¿habría ocurrido alguna cosa que en ese momento me pareciera insignificante pero que probablemente influiría sobre toda mi vida, al fin de cuentas? ¿Qué me espera en la dirección que no tomo? Y todo lo demás; por lo cual, si ésta no hubiera sido para mí una constante preocupación que me acompañaba en mi soledad, y de la cual extraía todas las variaciones que me resultaban posibles, ahora no me preocuparía, salvo por el hecho de que al ver los horribles caminos hacia los cuales me conduce este puro suponer me muero de terror, si yo no fuera tan condenadamente persistente…», y así siguió durante horas, un relato largo y confuso del cual sólo recuerdo fragmentos, imperfectamente; una mera masa de desdicha en forma sucesiva.

BOOK: Los subterráneos
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